En 1932
Cortázar obtuvo el título de maestro, lo que le permitió ejercer el magisterio.
Ese mismo año hizo un descubrimiento que le cambiaría por completo su visión de
la literatura. Años después evocaría su encuentro deslumbrante con un libro del
escritor francés Jean Cocteau (1889-1963). “Un día, caminando por el centro de
Buenos Aires, entré en una librería y vi un libro de un tal Jean Cocteau, que
se llamaba ‘Opio’ y se subtitulaba ‘Diario de una desintoxicación’. Lo compré,
me metí en un café y, de eso me acordaré siempre, empecé a leerlo a las cuatro
de la tarde. A las siete de la noche estaba todavía leyendo el libro,
fascinado. Ese librito de Cocteau me metió en la cabeza, no ya en la literatura
moderna, sino en el mundo moderno. Ese fue un poco mi camino de Damasco, porque
recién en ese momento me caí del caballo. Y sentí que toda una etapa de vida
literaria estaba irrevocablemente en el pasado y que delante se abría un mundo
del que yo todavía no entendía muy claramente las cosas”.
A mediados
de ese año, además, el Centro de Estudiantes del colegio Mariano Acosta comenzó
a publicar la revista semestral “Addenda”. En ella colaboraron, entre otros, el
profesor de Literatura griega y de Literatura castellana Arturo Marasso
(1890-1970) -al que Cortázar siempre recordaría por ser quien le animó su
vocación de escritor prestándole libros de poetas griegos-, el profesor de
Lógica y Filosofía Vicente Fatone (1903-1962) -quien le alimentó su fascinación
con los mitos griegos- el pedagogo Pablo Pizzurno (1865-1940), el futuro
guionista cinematográfico Abel Santa Cruz (1915-1995) y el poeta Fermín
Estrella Gutiérrez (1900-1990), quien se había graduado en el mismo colegio
como profesor en Letras quince años antes. Cortázar fue su subdirector en los
dos números de 1934 y en uno de ellos apareció el poema “Bruma”. En todos los
casos firmó como J. Florencio Cortázar. Al año siguiente ya asumió como
director y entre los redactores figuraban sus amigos Reta, Jonquières y
D’Urbano.
Según
cuenta el escritor y crítico literario argentino Roberto Ferro (1944) en el
ensayo “Julio Cortázar entre viajes y bibliotecas”, aparecido en 2014 en la
revista “Letral”, una publicación electrónica del Departamento de Literatura
Española de la Universidad de Granada, los alumnos habían fundado una peña
literaria llamada “La
guarida”, la que se reunía en el sótano del café Edison situado en la avenida
Rivadavia entre las calles Gral. Urquiza y 24 de Noviembre. Una tarde de junio de
1936 recibieron la visita del poeta chileno Pablo Neruda (1904-1973). En
aquella velada, Cortázar leyó ante el visitante y los profesores y alumnos que
numerosamente habían concurrido, una conferencia titulada “Paralelo entre la
poesía de Enrique Banchs y la de Pablo Neruda”. “La importancia que la poesía
de Neruda tenía en el espacio literario argentino a la fecha de aquel encuentro
-puntualiza Ferro-, es un indicio que permite caracterizar el lugar destacado
que sus compañeros le otorgaban a Cortázar, elegido para exponer ante tan
distinguido visitante”.
Por
entonces ya había obtenido el título de Profesor Normal en Letras y, a mediados
de 1937, fue designado profesor en el Colegio Nacional de Bolívar. Dos años
después fue trasladado a la Escuela Normal de Chivilcoy en la que dictó las
cátedras de Geografía, Historia e Instrucción Cívica. También participó en
numerosas actividades relacionadas con la literatura, la traducción, además de
dar conferencias y escribir junto al director de cine Ignacio Tankel
(1912-1984) el guión de la película “La sombra del pasado”, filmada en esa
ciudad y estrenada en Buenos Aires. En la llamada Peña de la Agrupación
Artística se relacionó con distintos colegas profesores y escritores, entre
ellos un joven Nicolás Cócaro (1926-1994), quien con el paso del tiempo se
licenciaría en Filosofía y Letras y se convertiría en ensayista, crítico
literario y periodista. Sería él quien, en 1993, publicaría “El joven
Cortázar”, libro en el que reunió escritos, fotografías y cartas que evocan el
paso de Cortázar por Chivilcoy. Seguidamente se transcriben partes de dos de
sus textos, los titulados “Los primeros cuentos” y “Julio Cortázar, el
escritor”.
Ahora
mismo lo estoy viendo en un lejano pueblo de la llanura pampeana mientras habla
con voz armoniosa, mientras sobresalen como una nota rítmica las erres a la
francesa. Ahora mismo Julio Cortázar alarga el cuerpo, coloca una pierna sobra
la otra, y conversa pausadamente con la certeza de un hombre que dice lo que
siente sin darse cuenta que de antemano, ha cautivado al otro. Los dedos más
finos, largos y viriles que he conocido ojean la revista “Oeste”. Julio
contribuyó con su magro sueldo para que, desde aquel rincón de la llanura,
Domingo Zerpa, el poeta de Jujuy; Ernesto Marrone -el poeta Marroni, nacido en
Chivilcoy, que aparece en “La vuelta al día en ochenta mundos”- y yo,
pudiéramos hacernos conocer en América con esa publicación. ¿Traía un mensaje
renovado ese volante de poesía? Pues, la orientación, muy cortés, muy firme,
señera de Cortázar. Además, le sacudió el polvo a la vieja apreciación de las
escuelas literarias. Seleccionaba las colaboraciones. Así aparecieron en sus
páginas los nombres de Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillen, Miguel Ángel
Asturias, Rafael Alberti, Silvina Ocampo, Juan Rodolfo Wilcock, Ernesto Sabato,
Antonio Requeni, Carlos F. Grieben y también los primeros poemas de Cortázar,
además de las traducciones de Eliot que preparó Wilcock y mis poemas que él
autorizó con afecto.
Después se
sucedieron los días de su alejamiento de Buenos Aires. Cortázar fue designado
profesor en la Universidad de Cuyo, Mendoza, Argentina y, desde allí continuó
escribiéndome. Recibí también, “Presencia”, su primer libro de poemas, que
escribió y publicó con el pseudónimo de Julio Denis. Lo
acompañaba un valioso ensayo y una traducción: “Oda a una urna griega”, de John
Keats. Mientras tanto su lección no había caído en tierra baldía. Tanto el
poeta jujeño Domingo Zerpa como yo, empezamos a leer con detenimiento a los
poetas de la generación española de 1927. Recuerdo nuestro fervor ante los
libros de Luis Cernuda, Jorge Guillen, García Lorca, Gerardo Diego, Rafael
Alberti.
Alguna
vez, sin aleccionar, pues enseñaba conversando con la sinceridad rigurosa y
entrañable del amigo, mencionó los ensayos de Dámaso Alonso sobre Góngora. Con
qué pasión de cazadores furtivos nos dimos a la tarea de localizar la edición.
Y cuánto aprendimos con esos poemas del culteranismo y a través de los sagaces
comentarios críticos. Tal vez
fue Domingo Zerpa, el autor de “Erques y cajas”, poemas rebeldes contra los
usurpadores de los pocos bienes y de la pobreza coya, quien encontró las
traducciones y algunos libros en su idioma original de los surrealistas
franceses. Y también a través de Cortázar conocimos los poemas de Rimbaud,
poesía que parecía ejercer sobre él una particular atracción. Y también
Verlaine, Valéry, Mallarmé. Así me recomienda en sus cartas que los lea, que
los asimile, que no caiga en el espíritu aldeano, que nos vuelve estrechos y
egoístas, que levante la mirada hacia algo que es más difícil y que está más
lejano, acaso en el deslinde borroso de nuestros sueños.
Juntos
paseamos muchas veces por las calles rectas, monótonas de Chivilcoy, nombre de
origen ranquel de un pueblo, que significa “El-todo-agua”. Es una ciudad que
tiene forma de damero: en el centro, alrededor de la plaza, la iglesia, la
Municipalidad, el club social, la escribanía, la confitería, los zaguanes de
las casas de las familias tradicionales, y en las veredas los mendigos, y junto
a sus carros los campesinos que se abastecen en el almacén de ramos generales.
Cortázar
quería conocer la casa del “Hombre de color verde”. Era un personaje singular,
manso, bonachón, que vestía de verde, que andaba montado en una bicicleta
verde, y tenía tres casas verdes -“La verde pura”, “La verde esperanza” y “La
verde Musitani”, que era su apellido-, y una bóveda ostentosa en el
estrafalario y soberbio cementerio local. ¡Qué contraste con los pobres
agricultores, esta soberbia de la última morada!, como escribían en el diario
local. Así, decía el personaje, iba a dormir su siesta, que era una manera de
acostumbrarse a morir. Y ahí está en “La vuelta al día en ochenta mundos”. Recuerdo
que Cortázar se interesó entonces por el cine, con el productor Tankel preparó
el argumento de una película interpretada por artistas jóvenes. Algunos
locales. También seleccionó una obra de teatro de Belisario Roldan, “El puñal
de los troveros”, para un festival estudiantil. Entre sus amigos entrañables se
contaban también, además de Domingo Zerpa, la profesora Ernestina Iavicoli,
José M. Gallo Mendoza, Francisco Falabella, Donato Cocozza y el joven David
Almirón.
Seguramente
en el pueblo todavía se mencionaba un romance. Cortázar tuvo una novia o una
simpatía, como se solía designárselo en esos años, y se llamaba señorita
Martin. Tenía su
casa, la casa del sastre, cerca de la Escuela Normal. Cortázar dictó en ese
establecimiento, entre 1939 y 1944, Historia, Geografía e Instrucción Cívica.
De modo que ella lo veía pasar a menudo. Cuando Cortázar pernoctaba en
Chivilcoy lo hacía en la pensión Varzilio, ubicada en las proximidades de la
plaza principal de la ciudad. Me consta, porque juntos agitábamos las calles
tristes del pueblo, que solía encontrar a la señorita Martin en la plaza
España. ¿Cómo era ella? En mi memoria, era alta, muy alta, como Cortázar, de
ojos vivaces y sonrisa muy Mona Lisa. La plaza, junto a la Escuela Normal,
poseía mayólicas con escenas de Quijote, que llevaron a la ciudad la
colectividad española enviadas desde Talavera de la Reina.
Ella, la
señorita Martin, era una destacada nadadora local, la piscina del Club
Empleados de Comercio estaba frente a la Plaza España. De ahí la clave de la
cita.
En una
oportunidad me pidió (volvía yo en los suburbios del pueblo y conocía todos los
rincones de aquella población) que fuésemos a visitar almacenes, locales en
donde se reunían malandrines, campesinos, compadritos y artistas fracasados. Se
jugaba al truco y a la taba, ahora me doy cuenta que Julio se estaba alejando
de las lecturas, de su modo intelectual, por ejemplo, de Joyce, de Keats, y se
acercaba al espíritu de América. Así lo hicimos. Caminábamos de noche por
arrabales, calles de tierra y visitábamos clubes de barrio, pobretones. Así
conoció a “La Gallinita”, una morena bailarina de tangos, criolla, se
comentaba, de ojos filosos y deseos filosos; al “Negro Ibañez”, famoso por sus
cortes y quebradas bailando tangos; a Barca Moreno y su orquesta, la tristísima
orquesta que dejaba oír sus lamentos en los clubes de extramuros, formada por
un violín, un bandoneón y contrabajo. Conoció bailarines de tangos y milongas,
compartió vasos de vino con jugadores de truco y vio a boxeadores de mala
muerte, en cuadriláteros improvisados con bolsas, que se sentían campeones.
Solía entonces hablarme, en los regresos por las calles que fatigaban nuestros
sueños, de jazz, más precisamente, de “hot jazz”. Cuánto sabía. Qué bien lo
expresaba.
Con
Domingo Zerpa, dueño de una biblioteca apasionante dedicada a los autores de la
América Hispana, en primer lugar a P. Henriquez Ureña, Julio Cortázar se
familiarizó -arriesgo y conjeturo- y conoció a autores de nuestro continente.
Cito de memoria: “Doña Bárbara”, de Rómulo Gallegos; “Don Segundo Sombra”, de
Güiraldes; “Huasipungo”, de Icaza, “El señor presidente”, de Miguel Ángel
Asturias, y los libros del aprista Ciro Alegría, que tanto entusiasmo
despertaron en él. De manera especial “El mundo es ancho y ajeno”.
El
director Carlos Santilli, del diario socialista “El Despertar”, de Chivilcoy,
le pidió a Julio un cuento para un número especial. El mañereó. Poco y nada
hablaba de su obra, para entonces incipiente. Dijo que tenía algunas páginas
escritas. Que, en fin, lo iba a pensar. A la semana siguiente entregó un cuento
titulado “Llama el teléfono, Delia”. Según entiendo era anterior a “Casa
tomada”. Como debía viajar a Mendoza me pidió que corrigiera las pruebas.
Quería que apareciera sin erratas. ¡Que inconsciencia la mía! Corregí las
pruebas de galera, pero olvidé las de página. Todavía en el pueblo se componía
a mano y se imprimía en la máquina llamada “plana”. El cuento apareció en 1941
en “El Despertar” plagado de errores. Lo firmaba Julio Denis. Cortázar me dijo,
con tono amigable y dolido, que era tan importante corregir un cuento como
escribirlo. Nunca lo olvidé.
“Llama el
teléfono, Delia” por su estructura se define como cuento fantástico. Un sólo
elemento sobrenatural guarda la clave del problema tiempo. Distrae la atención
del lector con enunciados externos: la voz del locutor de radio, percusión de
un “blue”, el Gabinete de Daladier en peligro, un nuevo modelo de automóvil.
Hay que prestar atención al diálogo cortante, cargado de presagios, que
resuelve la acción, de manera acuciante, con economía de sustantivos y adjetivos.
El cuento
“Bruja”, apareció en 1944 en “Correo Literario”. No me explico la razón que
tuvo Cortázar para no incluirlo en sus libros. El ambiente pueblerino, lo
fantástico, con fino sentido de crueldad, con la desusada integración de los
elementos mágicos, dan origen a un cuento magistral. Tal vez, convenga señalar
un lejano parentesco con “Las ruinas circulares”, de Borges. La otra
lección que nos queda a los escritores, más allá de su literatura perdurable,
la dio Cortázar sintiéndose hombre universal y libre.
(…)
Hace
muchos años, en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, un grupo de escritores
aprendió la lección nueva, que vertió un joven alto, solitario, de cara pecosa,
llamado Julio Cortázar. Aquel profesor, aquel erudito, de largo sobretodo y bufanda,
Julio Cortázar, llevaba hasta la ciudad del oeste, el aire renovador de la
literatura de los años cuarenta, sin que pusiera énfasis en el tono revolucionario.
Este nacía espontáneamente. Se hablaba de Lorca, Alberti, Salinas Guillén,
Cernuda y se citaba a Baudelaire, Rilke, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé y Valéry,
gracias a sus enseñanzas.
Durante
muchas tardes y algunas noches, porque Cortázar casi siempre regresaba a Buenos
Aires, solíamos reunirnos en la casa de José María Gallo Mendoza, un colega de
la Escuela Normal y del Colegio Nacional, cuyo único tema era “Sherezada” y “Las
mil y una noches” o lo hacíamos en la pequeña y acogedora pensión en la que
vivía el jujeño Domingo Zerpa. Los más jóvenes seguían interesados en el
diálogo de Cortázar y Zerpa. El poeta de “Puya-Puyas” comentaba las tropelías
que se cometieron en América con el aborigen, recurriendo a uno de sus
defensores, el dominicano Pedro Henríquez Ureña. Su biblioteca se especializaba
en temas latinoamericanos. Cortázar entonces citaba al padre Las Casas, hacía
observaciones profundas y certeras. Y Zerpa -coya de pómulos abultados- relataba
las rebeldías, hablaba de los arriendos que no podían pagar los aborígenes en
el siglo pasado y también del éxodo jujeño.
Cortázar
-el escritor Cortázar- tenía una voz levantada, segura, cristalina. Nada
escapaba a su mirada perspicaz. Podía referirse a un libro de Amado Alonso
sobre Neruda, con aquella anécdota que, ya no recordamos si era de Zerpa o de
Cortázar: Alonso persiguiendo cortésmente a Neruda para que le aclarara la
metáfora tal o cual, y Neruda diciendo lo primero que le venía a la mente para
evadirse. Tal vez, aleccionaba sobre el lirismo de los cantos de “Residencia en
la tierra”, exaltando al poeta chileno con equilibrada soltura, sin caer,
políticamente, en lo tendencioso. O se refería a “El barco ebrio”, de Rimbaud,
para que repitiéramos el ritmo de “cuando yo descendía los impasibles ríos”, o
el soneto “A las vocales”.
Cuánto
aprendimos entonces oyéndolo referirse a la obra de Rilke, a “Las elegías de
Duino” o “Las cartas a un joven poeta”. Aquel nombre, Kappus, todavía vibra en
nuestros oídos con el timbre de voz de Cortázar, esa manera tan suya de pronunciar
“Kappus”, y también Hólderlin, con “ó” rítmica, endiablada, al igual que la
celta y después alemán “ü” que los latinoamericanos jamás podremos pronunciar. Solíamos
ir hasta alguna quinta. Hablábamos de incorporar lo mejor de la joven poesía de
América a las páginas de nuestro volante literario “Oeste”, que editábamos con
su ayuda. Cortázar sonreía. Recomendaba estudio y persuasión: “La realidad y el
deseo”, de Cernuda; “Poesía”, de Alberti, y “Canto”, de la uruguaya Sara de
Ibañez.
Caminábamos
con Cortázar algún sábado, al atardecer, hasta la casa del hombre que vestía
siempre de verde, cuando la pampa cae prisionera del silencio y entonces se
piensa en el cosmos o en la nada. Para nosotros era decisiva su versación literaria
en literaturas sajonas -Keats, Joyce-; o alemana -Hólderlin, Stefan George,
Rilke, o francesa- Mallarmé, Proust, Claudel, Rimbaud-, pero, de manera
notable, encontró el tono de la literatura americana y acaso el deslumbramiento
político, que se acentuó en él más tarde, con la lectura de “El mundo es ancho
y ajeno”, del aprista peruano Ciro Alegría, o con “Huasipungo”, de Jorge Icaza,
o con “El señor presidente”, de Miguel Ángel Asturias. A través de su conversación
entramos en la literatura y en la filosofía, pero más en la literatura americana,
por la bíblica “puerta estrecha” a la que solía referirse André Gide. Más
tarde, Cortázar nos enviaría “Presencia”, poemas con el pseudónimo de Julio
Denis, libro hoy inhallable, o publicaría en el suplemento literario de “La
Nación”, el cuento “Ómnibus”.
¿Tenía
enemigos y admiradores ocultos? Sí. Acaso sí, porque Cortázar era, para aquel
lugar de provincia, culto, sin duda, el símbolo del erudito e intelectual que
pone al tradicionalista, y no a la tradición, patas para arriba. Era el
escritor que no quería volver al pasado, sino que daba una nueva vuelta de
tuerca para actualizar a los que se quedaron mirando hacia atrás. Tal vez,
fueron sencillos contrincantes que no alcanzaban a definirse, como lo hacía el
autor de “Los reyes” y lo hostigaban con comentarios, sabedores de la
importancia del escritor. Pero, también, tenía admiradores, y muchos, hombres y
mujeres.
Cuando
Cortázar, combatiente contra las dictaduras, como se lo ha calificado, circuló
por los avatares políticos de América -entre denuestos y palabras admirativas-
(Cuba, el “Che” Guevara, el tiempo chileno de Allende, Nicaragua) y escribió
los cuentos perdurables y ejemplares, y novelas y poemas, evocamos aquellos
días y también la imagen del joven y resistido maestro. Muchas veces nos
preguntamos al volver sobre el tema de América, ¿Cortázar influyó sobre Zerpa,
que es lo más probable, o el coya influyó sobre Cortázar con sus ideas americanistas?
No podremos afirmar ni lo uno ni lo otro.
Destruyó
algunas novelas. No sabemos si también lo hizo con la narración “El arquero y
las nubes”, que cita en sus cartas. Enseñó, además a un grupo de jóvenes a
escribir, a leer -desde Neruda y Eliot hasta Ezra Pound-, y a defender con esfuerzo,
esa palabra despreciada que se llama cultura, sin poner énfasis en la política
contra la literatura, sin atropellar la literatura con la política. Persistió,
lo hemos leído, con su ideal de la democracia de América. Y eso, a nuestro
juicio, es más duradero que las etiquetas políticas, cuando las ideas deben
vivir como un torrente, y deben actuar hasta encontrar el equilibrio que
fusione tradición y renovación. Entonces, se impone el escritor -Sarmiento,
Mitre, Hostos, Martí, Mariátegui, Borges, Heriquez Ureña-que construye un
universo libre con sus sueños creadores. De ahí, la vigencia cultural de América.
De ahí Cortázar.
Tras
cursar la escuela primaria en la Escuela Pública Nº 10 de Banfield, en 1928
Cortázar ingresó en la Escuela Normal Superior de Profesores “Mariano Acosta”
ubicada en el barrio porteño de Balvanera. Allí se graduó como Maestro Normal
en 1932, y como Profesor Normal en Letras tres años más tarde. Precisamente en
1932 la familia se había mudado a un departamento en el barrio de Villa del
Parque, por lo que, en sus primeros cuatro años de estudio, viajaba en tren
desde Banfield hasta la estación Constitución y allí tomaba el tranvía 98 que
lo dejaba a un poco más de una cuadra del colegio. La ciudad de Buenos Aires a
la que llegaba todos los días estaba modernizándose aceleradamente. A su
incesante incremento demográfico se le sumó una notable transformación
estructural signada por el trazado de algunas de sus principales avenidas, la
instalación del alumbrado eléctrico en reemplazo de los antiguos sistemas de
gas y kerosene, la ampliación de la red de subterráneos y la aparición de medios
de transporte como el tranvía y los colectivos urbanos.
Esto
implicó un gran cambio en cuanto a sus vivencias en el pueblo suburbano de
Banfield. Mientras los territorios de la infancia aparecen frecuentemente en su
narrativa, los años de su formación en esa Buenos Aires cosmopolita sólo se
registran en referencias aisladas como la dedicatoria en el cuento “Torito” de
“Final del juego” en la que escribió: “A la memoria de don Jacinto Cúcaro, que
en las clases de Pedagogía del Normal Mariano Acosta, allá por el año 30, nos
contaba las peleas de Suárez”, o en “Escuela de noche” de “Deshoras”, su último
libro de cuentos de 1982, en el que recreó el clima de opresión y violencia
física propio de una época en que la Argentina era gobernada por sectores autoritarios.
De los
siete años que pasó en el Mariano Acosta sólo rescataría a un par de sus
profesores y consolidó amistades con compañeros de estudios con los que
mantendría afinidades intelectuales y afectivas a lo largo de su vida, entre
ellos el futuro crítico musical y director del Teatro Colón Jorge D'Urbano
(1917-1988), el futuro pintor y poeta Eduardo Jonquières (1918-2000) y, sobre
todo, Francisco “Paco” Reta (1918-1942) a quien Cortázar consideraba su mejor
amigo y que muriera prematuramente víctima de una insuficiencia renal con
complicaciones cardíacas. “En esa
escuela había una tentativa sistemática o no de ir deformando las mentalidades
de los alumnos para encaminarlos a un terreno de conservadurismo, de
nacionalismo, de defensa de los valores patrios; en una palabra, fabricación de
pequeños fascistas”, le diría al escritor y periodista Osvaldo Soriano
(1943-1997) en una entrevista que éste le hiciera en París en 1983. Una
experiencia que, cincuenta años más tarde, volcaría en el cuento “La escuela de
noche”. “Si de algo me sirvió la escuela fue para crearme un capital de amigos.
Es decir, para salir de esos cursos con algunos amigos que luego fueron amigos
de toda la vida”.
Fue con
esos amigos con los que compartió cautelosamente los poemas que escribía por
entonces, algunos de los cuales publicaría en 1938 en “Presencia”, su primer
poemario firmado con el seudónimo de Julio Denis. Sin embargo, tal como le
confesaría al poeta francés Pierre Lartigue (1936-2008) años después en París,
“que yo tenga una conciencia vergonzosa respecto a la poesía procede de que
ninguno de mis amigos gustara de mis poemas y que se entusiasmaran
inmediatamente con mi prosa. Ellos, al igual que los críticos argentinos, me
clasificaron como prosista. Eso me hizo considerar mi poesía como actividad
privada”. Y precisamente sobre esa veta poética de Cortázar es el ensayo que el
doctor en Literatura y profesor de Gramática en la Universidad de Castilla-La
Mancha Andrés García Cerdán (1972) publicara en “Cartaphilus. Revista de
Investigación y Crítica Estética” en el año 2009. Lo que sigue son algunos
fragmentos de ese texto que, bajo el título “La poesía de Julio Cortázar.
Discurso del no método, método del no discurso”, apareció en la prestigiosa
publicación de la Universidad de Murcia.
Signada
por la noche, por la mirada vital y por el compromiso humano, la poesía de
Julio Cortázar es abundante en sentidos y resonancias y propicia al comentario.
De su lectura, a la que habríamos de llegar desde una complicidad esencial, con
una inocencia restituida, uno emerge consciente de haber cambiado y ser también
ese otro que nos acompaña, que habita nuestra piel desde una profundidad mítica
y que apenas comparece salvo a la orilla de los sueños, en el ínterin del juego,
en la aceptación de la llama, la herida y la nostalgia del reino en que nos
hemos convertido.
Desde las
palabras, que buscan el acceso, desde los silencios, en que está escrito el
milagro, desde la acción implicada en el verso, el lector accede a un archipiélago
textual en gran medida desconocido e inexplorado. La obra poética cortazariana
será una inquisición de la condición humana y un impulso que dimensiona el
lugar del artista en la historia y entre las cosas. En el
destino poético de Julio Cortázar se cumple cabalmente la paradoja lírica que
encierra la expresión “discurso del no método, método del no discurso”, atrio
vital y estético con que se abre “Salvo el crepúsculo” y que postula una mirada
inconforme y expansiva. No en vano, en Cortázar se advierten tangencialmente
muchas de las aspiraciones de la poesía moderna con una intensidad y una
amplitud inauditas.
La
negación del discurso, heredada de las poéticas de vanguardia y de la
experiencia existencial, procura un texto poético que no se sujeta a normas
preestablecidas ni a códigos convencionales. El “discurso” es visto como un
procedimiento artificial y una coacción a la indeleble vocación de apertura de
la poesía. El poema no se adscribe de antemano a ninguna consideración
discursiva por ser su naturaleza proteica, instantánea, impulsiva, inestable,
vertiginosa e irreductible. El poema se adueñará de un registro intuitivo en
que se alimentan su esplendor y su alcance polisémico y poliédrico. Lo
mistérico, lo órfico, lo alquímico y lo surreal en que el poema de la
modernidad cortazariana se desenvuelve rechazan de raíz la posibilidad de un
modo discursivo al que atenerse. Igualmente, la negación del método se ha de
entender desde el olvido de los aprendizajes que cultura y educación nos han
legado impositivamente.
Desde una
inconsciencia voluntaria, desde un orden solar, el poeta tratará de explotar
los ángulos no metódicos de la creación como forma matinal y adánica de
libertad, atento a la nueva cosmovisión que se adivina en el horizonte. Más
allá de lo sistemático, el propio lenguaje, que no es fórmula, que carece en
principio de una estructura tangible y definida, tiende por instinto al
conjuro, al rapto iluminado, a la imagen intraducible, con lo que instaura un
hálito mágico y una sugestión que, por su esencial extrañeza al método, se
prevén incontenibles. El texto poético cortazariano será siempre una huida de
las limitaciones que la censura, la autocensura y el orden implican y un
desvelamiento original de la realidad oculta al otro lado de las apariencias
empíricas y lingüísticas, en el lado secreto del universo sémico. Al fin,
método y discurso son sospechosos de albergar unos condicionantes peligrosos en
su aceptación de la costumbre y los procedimientos al uso.
Cortázar
es poeta en la medida en que concibe poéticamente la realidad, en la que se
injiere palabra a palabra y que quisiera transformar, devolver a su doble
originalidad. Cortázar es poeta en la medida en que escribe versos de forma
continuada toda su vida, por más que en largos años los conserve en el secreto
o conciba esa escritura como un mundo privado, intromiso, siempre extensión
natural de su necesidad expresiva, de su respirar. De alguna forma, el
silencio, la disparidad y la lateralidad en la publicación de poesía preservan
a Cortázar de avatares e implicaciones exteriores que podrían haber alterado su
virginidad y su espontaneidad poéticas. Esa obra, que se labra en la intimidad,
no repercute sino en un ámbito doméstico y, sin embargo, atiende siempre a la
existencia de un lector al otro lado de la página. Plantea, además, un diálogo
intempestivo y feraz con aquellos poetas en los que se identificó.
En la
poesía de Cortázar apreciamos, además, un instrumento de prospección de los
límites y la excepcionalidad en que el mundo tiene su razón de ser. La lógica
afectiva ha de guiar sus pasos por los más insospechados “senderos”. Su
aproximación poética a la realidad ha nacido, en primera instancia, de un
lenguaje poético que huye de retóricas, afectaciones, servidumbres o delicuescencias;
proviene, en definitiva, de un cauce biológico, genesíaco, amniótico. Una vez
acogida la naturalidad matinal del lenguaje, el poema será intercesión pulcra y
determinante en la realidad social y natural. Otra realidad amanece en la
palabra poética: aquella que el lenguaje lleva inscrita en su código mítico y
su capacidad de prospección y transformación.
Estos
extremos se comprenden si concedemos que en Cortázar la revolución y la
necesidad de ruptura son evidentes desde casi sus primeras composiciones
poéticas. Por más que sea con el final de los años ‘50 cuando ocurra
definitivamente la inflexión que, vertebrando su obra, lo conduzca a los
dominios de una poesía real, el camino se inicia en la adolescencia bonaerense.
Cortázar, por tanto, es consciente desde muy pronto de que ser revolucionario
en la creación implica llevar la revolución a las palabras, a las formas, a la
concepción de la estética y a la visión de la realidad. Esa paulatina, pero
profunda, metamorfosis de su obra trasunta una modulación de su pensamiento, su
entregada relación con la historia y su concepto de existencia. La naturalidad
será la enseña de esa transformación poética que negará lo literario a priori,
rehusará lo libresco y lo solemne y se adentrará en los límites difusos en que
vida y arte coinciden, se respaldan, se fusionan. La noción misma de escritura
participa simultáneamente del rechazo a la sacralización estética y de la
invocación a la distracción, lo que en última instancia abra paso a su
originalidad.
Desde el signo convulso de los tiempos, los experimentos
cortazarianos se vinculan con esa condición de hombre inconforme. Su postura es
radical y antiliteraria. No en vano, desde una óptica surreal, la poesía era lo
contrario a la literatura. Su inconformismo militante atenta contra las instituciones
sociopolíticas, contra el orden acostumbrado
y contra los estratos complacientes de vida “burguesa”. Su condición de “homme revolté” implica una
conciencia crítica de la sociedad y de los productos culturales y una pretensión
antropofánica. Su irrupción en la cultura, la sociedad y la lengua desde el
estilete del poema adquiere dimensiones tan radicales y tan frescas que alzan a
Cortázar a un lugar privilegiado en los umbrales del medio siglo. En “Rimbaud”,
“Teoría del túnel”, “Rayuela”, “Carta abierta para abrirla más”, “Sobre la
situación de intelectual latinoamericano” y muchísimos textos más, el argentino
sienta las bases de una poética contestataria y dispuesta a lo visionario, lo
surreal y lo social simultáneamente.
Desde el
poema, Cortázar asistirá entusiasta a la revocación de una cosmovisión y el
surgimiento de otra. Los años ‘50 son años de un hiperintelectualismo empapado
de experiencias creativas de todo tipo y todo alcance. Los años ‘60, el mayo
francés, la contracultura y los procesos revolucionarios de liberación le harán
concebir un mundo prometido. Los años ‘70 los dedicará poéticamente a la fragua
activa de su utopía: un mundo de paz social, de igualdad, de imaginación, de
disolución de los límites, en el que la palabra poética ostenta el valor
incantatorio y la condición insurrecta que la habilitan en su intento de cambio
del mundo y de la vida, siguiendo los mensajes admonitorios de Arthur Rimbaud y
Karl Marx. El mundo, hermoso y terrible, lo mantendrá en esta lucha hasta el
final de sus días.
Así pues,
el viaje de la poesía se ha iniciado en una pulsión individual, analógica, que
responde a un instinto atávico, que se retrae a lo mágico y la metáfora como
correlato del principio de realidad, y se deriva hacia los terrenos en que la
palabra encarna en el Hombre. El humanismo cortazariano se aleja de patrones e
ideales para regresar a una región anterior y anticipar un mundo futuro.
Podemos decir que el suyo es un utopismo crítico, analógico y comprometido,
ocurrido desde la rebeldía, el juego y el amor. Los vasos comunicantes poéticos
le permiten esa introspección propia en el contexto de una interacción social.
El poeta, raptado de sí mismo, órgano de expresión de lo otro, es voz del
pueblo. El conocimiento de sí mismo redundará en el reconocimiento de un futuro
para la humanidad en que se cumplan las pretensiones de reintegración de lo
humano en todas sus dimensiones. En definitiva, en el Cortázar poeta podemos
advertir unas transformaciones que se derivan del momento histórico en que le
tocó vivir, de su intuición estética y de su perenne atrevimiento renovador.
Los
primeros pasos poéticos de Cortázar hallaron el estímulo en la lectura de los
grandes poetas del simbolismo y el modernismo: Edgar Allan Poe, Baudelaire,
Rimbaud, Mallarmé, Lord Byron, Rubén Darío. En ellos se cifraban las vastas
pretensiones de Ideal, de Pureza, de Vida, desde una abstracción estética que
rendía los reinos de la Belleza, la sensualidad, el placer. En Presencia, la
abstracción viene aparejada al hermetismo, al formalismo y a un individualismo
en que se contienen las cláusulas del arte por el arte. La primera evolución
posible es la observada a la luz de Góngora o Neruda, en una suerte de
contención expresiva que cuaja en los sonetos de su primer libro. El idealismo
poético en que Cortázar se mueve en los
años ‘30 lo vinculan a la estética órfico-elegíaca
del neorromanticismo de la generación del ‘40. El cultivo exigente del soneto
ofrece la imagen de un poeta entregado a su labor constructiva, con deseos de
mostrarse muy poeta y enseñando sus cartas artísticas. La explosión hacia los
ámbitos de otro entendimiento de la literatura vendrá dada por la exposición a
la aventura surrealista y la implicación en un existencialismo en cuya base
alienta un imperativo social en forma de compromiso.
Así, los
años ‘50 y ‘60 traen a un Cortázar más abierto a posibilidades, solícito en su
atención a todo lo que signifique renovación formal, y predispuesto a una
conciliación definitiva del arte y la vida, del poeta y la transformación de la
sociedad. En ese esfuerzo de fusión de las substancias vitales y poéticas -si
es que hubiera alguna diferencia- Cortázar se atiene a un discurso que, sin
negar su esencial libertad, se propone metas concretas. Las denuncias de
opresión, esclavitud, alienación y violencia en su poesía responden a esta
voluntad directiva de intervención en la vida social. Para el argentino, el
lenguaje da la medida de esta transformación. Las palabras son el carbono 14
que le permite fechar un texto sólo por el vocabulario y el estilo. Cuanta más
distancia hay entre la sustancia verbal del poema y la realidad, más antiguo es
ese poema. Cuanto más abstracto es un poema más antiguo es.
Los años ‘70
serán de entrega a las causas sociopolíticas de los pueblos latinoamericanos y
a un humanismo de pretensiones universales. Las razones de la cólera de
Cortázar se entenderán entonces desde una triple perspectiva, contando con una
continuidad y una convivencia de estratos. La cólera esteticista es abstracta,
individualista, snob, escapista y distante; la cólera surreal-existencial,
mágica y heroica, se aventura en las posibilidades más radicales del lenguaje y
la expresión y las propuestas más innovadoras, que en último término pretenden
traducir un estado de excitación existencial en que se refleja la muerte del
Libro y las estéticas tradicionalistas; la cólera social, prosecución natural
del compromiso surreal con la revolución y el compromiso sartreano, se
caracteriza por la entrega de la obra al otro, por la cercanía en los asuntos a
la realidad inmediata, por la concreción de objetivos y por una intención
comunitaria y unitiva de los intentos poéticos, en donde siempre asoma el
hombre.
Si antes
de “Presencia” se evidenciaban las huellas de Poe o Baudelaire, como grandes
testigos de una concepción “romántica” de la vida en evolución hacia otros
paradigmas poéticos, juvenil y pretencioso Cortázar se desenvuelve en las rimas
consonantes, el endecasílabo y el alejandrino de la canción “maldita” o se
refugia en el romance lorquiano o los ritmos modernistas de “Bruma”. En “Presencia”
asistimos al nacimiento a la luz de un poeta, hijo de la Argentina poética de
la generación del ‘40. Hay singularidades en este primer libro, de sonetos, en
los que se acoge de nuevo a influencias
de los maestros del clasicismo (Góngora, Garcilaso), las ínfulas simbolistas de
Mallarmé, el huracán imaginístico nerudiano o la música interior de Rilke. Los
siguientes serán años de crecimiento rápido: la historia de la sangre de
Rimbaud, la experiencia surreal que marca toda su carrera, los primeros contactos serios con el
existencialismo. De un compromiso estético iremos hacia un compromiso de raíz
ontológica, que se transformará en una vocación social y humanista. En ese
periodo que va de los años ‘40 a los ‘60, en los que Cortázar no publica ningún
libro de poesía, se fundamentan las profundas cualidades que hacen de él un
poeta de latitud e intensidad considerables.
El poema
pierde el respeto a los aspectos formales, a la musicalidad tradicional, a los
aprioris del género. Canciones desarraigadas a la patria, poemas de vacío
existencial y de dudas metafísicas, devociones a pintores y escritores
queridos, paisajes para una batalla fantástica, breves poemas de amor en que la
ternura, la soledad y el hedonismo van de la mano. París es una fiesta
intelectual, una fiesta en que se funden el dolor y el descubrimiento de lo
hermoso, la marginalidad y el instante sin final, los monstruos y las
maravillas. Ya en esos años se ha revelado esa medular tendencia cortazariana a
la denuncia de la violencia y los abusos. Los poemas que aparezcan en 1971 en “Pameos
y meopas” recogen esa etapa, aunque sea parcialmente.
El inicio
de los ‘60 consagrará su actividad político-social, lo que en los poemas
aparece con claridad. Dueño de su independencia, el poema es arrebato y
denuncia; también juego y encantamiento, diatriba y desenfreno surreal,
intimismo y socialismo. Quizá sea ésta la época de mayor fecundidad y altura
poética del argentino. En este momento se puede hablar de la persistencia de
las dos cosmovisiones que obran en la vida del argentino, que se complementan,
a las que no se renuncia. En cualquier caso, Cortázar se reserva el derecho a
pasear con Aquiles por el Hades, a milonguear, a recordar a Robert Desnos al
tiempo que se encuentra con Paul Blackburn.
Al final
de su vida, siguiendo esa personal regla de conciliación de los contrarios, la
poesía permutante convivirá con otra de tono conversacional y confesional, sin
desprenderse de sus necesarias veleidades intelectualistas o de sus panegíricos
socialistas. Los últimos poemas a Carol Dunlop o “Negro el diez”, en un tono
reflexivo y de cierta oscuridad, escrito en el hospital gravemente enfermo,
encierran una madurez y una solvencia que hacen a Cortázar ser el poeta del que
no podemos prescindir. El poeta es, al fin, un mago moderno, un mago
metafísico, un mago social y un mago ontológico. Su objetivo no es tanto
explorar lo real como apoderarse del mundo. Para ello pone en funcionamiento
una empresa total de trascendencia de los límites, que ha de rendir la
totalidad, el cielo en la tierra, el mundo nuevo. Cortázar creció en esta idea
y la defendió con la seriedad con que juegan los niños.
En una
entrevista, Cortázar describió al Banfield de su infancia como “un pueblecito
que en esa época era realmente un pueblecito casi de campo a media hora de
Buenos Aires, media hora de tren. Es ese tipo de barrio que tantas veces encuentras
en las letras de los tangos. No era el suburbio de la ciudad, pero es un poco
el meta-suburbio, el suburbio que le sigue, o sea calles no pavimentadas, por
donde en mi infancia todavía había mucha gente que andaba a caballo… y era
sumamente suburbano, con pequeños faroles en las esquinas, una pésima
iluminación, que favorecía el amor y la delincuencia en proporciones más o
menos iguales. Y que hizo que mi infancia fuera un poco cautelosa y temerosa,
porque las madres tenían mucho miedo por los niños. Había realmente un clima a
veces inquietante en esos lugares y al mismo tiempo era para un niño un
paraíso, porque la casa tenía un gran jardín que daba sobre otros jardines. Y
entonces ese era mi reino. En algunos cuentos eso ha vuelto, ha sido evocado
porque yo lo siento muy presente y muy vivo. Ahí hice los estudios primarios en
una escuelita de la zona. Mi madre me ha dicho que desde los 8, 9 años había
que pescarme por aquí (señala el cuello) y sacarme un poco al sol porque yo
leía y escribía demasiado”.
En otra
declaró: “Mi madre dice que empecé a escribir a los ocho años, con una novela
que guarda celosamente a pesar de mis desesperadas tentativas por quemarla”.
Pero antes de ella ya había escrito algunos sonetos y cuentos cortos. Cortázar
recordó que en cierta ocasión un pariente suyo descubrió una serie de poemas
suyos y se los dio a su madre, diciéndole que evidentemente “esos poemas no
eran míos, que yo los copiaba de alguna antología de poemas”, por lo cual su
madre llegó a preguntarle si esos poemas eran realmente suyos. Leía tanto que
algún médico llegó a recomendarle leer menos durante cinco o seis meses y salir
más a tomar un poco de sol. Muchos de esos recuerdos de su infancia los
volcaría años más tarde en cuentos como “La señorita Cora”, “Final del juego”,
“Bestiario” o “Los venenos” entre otros.
En los
años ‘70 afirmó que “la literatura siempre fue un ejercicio lúdico para mí. No
creo haber cambiado de actitud entre aquel niño que construía un mecano y se
pasaba horas inventando una nueva grúa y el hecho de inventar un ‘modelo para
armar’ en la escritura”. Por entonces había conocido al escritor uruguayo Mario
Benedetti (1920-2009), con quien trabó una sincera amistad. “A Julio lo conocí
en París, creo que en 1966, en casa de unos amigos comunes. Desde el pique me
pareció un tipo entrañable, sin falsas modestias ni caricaturas de vanidad”,
declararía años más tarde el autor de “La tregua”, “El porvenir de mi pasado”,
“Gracias por el fuego”, “Montevideanos” y “La muerte y otras sorpresas” entre
tantas otras obras memorables. En 1972 publicó “Letras del continente mestizo”,
un tomo de ensayos entre los que figuró “Julio Cortázar, un narrador para
lectores cómplices”. Doce años más tarde, cuando Cortázar falleció, publicó
“Julio Cortázar, ese ser entrañable” en la revista “Casa de las Américas”.
Fragmentos de ambos textos pueden leerse a continuación.
“Es muy
fácil advertir que cada vez escribo menos bien, y ésa es precisamente mi manera
de buscar un estilo. Algunos críticos han hablado de regresión lamentable,
porque naturalmente el proceso tradicional es ir del escribir mal al escribir
bien. Pero a mí me parece que entre nosotros el estilo es también un problema
ético, una cuestión de decencia. ¡Es tan fácil escribir bien! ¿No deberíamos
los argentinos (y esto no vale solamente para la literatura) retroceder
primero, bajar primero, tocar lo más amargo, lo más repugnante, lo más obsceno,
todo lo que una historia de espaldas al país nos escamoteó tanto tiempo a
cambio de la ilusión de nuestra grandeza y nuestra cultura, y así, después de
haber tocado fondo, ganarnos el derecho a remontar hacia nosotros mismos, a ser
de verdad lo que tenemos que ser?”. Así se expresa Julio Cortázar en una
entrevista. En “Los premios”, primera novela de Cortázar (anteriormente había
publicado un poema dramático y tres volúmenes de cuentos), ese retroceso a la
sinceridad, esa intención de tocar fondo, eran visibles; el método de muestreo
entonces utilizado parecía destinado a comprender y rescatar el país escamoteado.
En “Rayuela”, segunda novela, existe probablemente una intención similar,
aunque ya no dirigida al país sino al individuo que también se escamotea a sí
mismo. En última instancia, empero, ese propósito podría ser interpretado como
un modo extremo, hiperbolizado, de intentar salvar el país mediante el rescate
individual de cada una de sus células.
(…)
Julio
Cortázar publicó la primera edición de “Bestiario” en 1951, el libro que
provocó su ascenso a una inicial notoriedad de élite. En la mayor parte de
aquellos ocho cuentos, el autor empleaba una fórmula que le daba un buen
dividendo de efectos: lo fantástico acontecía dentro de un marco de
verosimilitud y los personajes empleaban los lugares comunes y los coloquialismos
en que se especializa al bonaerense. En algunos pasajes, el lector tenía la
impresión de que hasta lo fantástico funcionaba como un lugar común. En el
cuento “Carta a una señorita de París”, por ejemplo, el hecho de que el
protagonista vomitara con alguna frecuencia conejitos vivos, era relatado en
primera persona con el acento puesto en un imprevisto resorte del absurdo:
mientras el personaje pensaba que no pasaría de diez conejitos, todo le sonaba
a normal, mas al producir el conejito undécimo, se veía excedido por lo
insólito y sólo entonces recurría al suicidio.
(…)
Tal vez
ahora, cuando los volúmenes de cuentos “Bestiario”, “Las armas secretas” y “Final
del juego” figuran sostenidamente en los cuadros de “best-sellers”, y es
oportuna la relectura íntegra de sus relatos, haya llegado la ocasión de
indagar qué formidable secreto ha hecho de Cortázar (pese a la inexplicable
exclusión de su nombre en las más difundidas antologías del cuento
latinoamericano) uno de los más notables creadores del género en nuestro idioma.
“Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen a género llamado fantástico
por falta de mejor nombre”, ha declarado Cortázar, “y se oponen a ese falso
realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y
explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del
siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por
un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa a efecto, de
psicologías definidas, de geografías bien cartografiadas. En mi caso, la
sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable y el fecundo
descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad
no residía en las leyes sino en las excepciones de esas leyes, han sido algunos
de los principios orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al
margen de todo realismo demasiado ingenuo”. Releyendo prácticamente de un tirón
todos los cuentos de Cortázar, es posible advertir que llamarlos fantásticos
delataba en verdad la falta de mejor nombre, ya que la afinidad esencial que
los une y los orienta, pone el acento en otra característica, para la cual lo
fantástico es sólo un medio, un recurso subordinado. En la cita que figura más
arriba, el propio Cortázar se encarga de brindar el nombre de ese rasgo: la
excepción.
(…)
Si se
tiene la paciencia de efectuar una suerte de lectura colacionada de sus
cuentos, se verá que muchos de los elementos o recursos fantásticos usados en
los mismos, son meras prolongaciones de lo real, o sea que lo increíble no
parte (como en la clásica literatura feérica, o en las viejas sagas chinas de
lo sobrenatural) de una raíz inverosímil, sino que proviene de un dato (un
sentimiento, un hecho, una tensión, un impulso neurótico) absolutamente creíble
y verificable en la realidad. Un cuento como “Cartas de mamá” construye su
fantasmagoría a partir de un tangible remordimiento; “Las ménades” crea la suya
a partir de una historia colectiva que desgraciadamente no es nada irreal; “Casa
tomada” trasmuta en fantasmal una retirada que, en el trasfondo de su ansiosa
anécdota, acaso simbolice algo así como el Dunkerke de una clase social que
poco a poco va siendo desalojada por una presencia a la que no tiene el valor,
ni tampoco las ganas, de enfrentar. En “Ómnibus”, lo fantástico esta dado sólo
por esa cosa insólita, misteriosa, innominada, que siempre parece a punto de
desencadenarse y sin embargo no se desencadena; lo fantástico no es lo que ocurre
sino lo que amenaza ocurrir.
Pero no
todos los cuentos de Cortázar recurren a lo fantástico. Es más: esa doble
posibilidad, fantasía-realismo, constituye un ingrediente más de su tensión, de
su indeclinable ejercicio del suspenso. No bien el lector se da cuenta de que
este narrador no usa exclusivamente lo fantástico, queda para siempre a la
angustiosa espera de los dos rumbos. “La noche boca arriba”, es un ejemplo
típico de un cuento que sólo al final suelta sus amarras con lo estrictamente
verosímil. “Después del almuerzo” y “Los buenos servicios”, por el contrario,
están anunciando siempre un desenlace irreal y en cambio acceden a la sorpresa
justamente por la puerta de servicio. En “El móvil”, se planifica la anécdota
de modo tal que todo el cuento aparece como muy realista, pero luego resulta
que son el impulso, la razón de esa misma anécdota los que se vuelven
inexorablemente fantásticos, irreales. En “Circe”, el horror planea tan
puntualmente sobre el barniz romántico de la historia que cuando la peripecia
se desliza entre aquel barniz romántico y su complementario horror, es el arduo
equilibrio el que se convierte en excepción.
En la
desvelada búsqueda de la excepción, suele ocurrir que Cortázar desorganice el
tiempo. “Sobremesa” plantea un cruce de cartas entre dos personas perfectamente
lúcidas, cartas redactadas, por otra parte, en términos absolutamente cuerdos.
La colisión irreal viene de una asombrosa incompatibilidad entre las
respectivas realidades, entre las respectivas corduras; lo fantástico del
relato deriva de ese deliberado y habilísimo desajuste, porque si las cartas
que firma Federico Moraes constituyen la regla, las que firma Alberto Rojas
serán entonces la excepción, y viceversa. El lector tiene la espesa, escalofriante
impresión de estar frente a dos tableros, desigualmente gobernados, uno por el
tiempo propiamente dicho, y otro por un simple partenaire del tiempo. El
escalofrío viene precisamente de no saber cuál es cuál. En “Las armas secretas”
también es el tiempo quien dispone y predispone. Por el mero recurso de
intercalar oportunamente un episodio del pasado, Cortázar deposita en el cuento
una carga de excepción, allí sí fantasmal.
Sin
embargo, resultó curioso comprobar que los dos mejores cuentos (“El perseguidor”,
“Final del juego”) de estos tres volúmenes, se atienen a anécdotas que ni por
un instante abandonan el carril fehaciente, el minucioso tilde del detalle. ¿Y
la excepción? En el primer caso, la excepción es el protagonista: Johnny
Carter, el saxofonista negro, consumidor de drogas, olvidadizo, mujeriego,
preocupado (como el espléndido personaje de “Una flor amarilla” y tantas otras
criaturas de Cortázar) por el tiempo. Johnny tiene alucinaciones, ve extrañas
urnas, vislumbra una puerta que ha empezado a abrirse, una puerta junto a la
cual está Dios, “ese portero de librea, ese abridor de puertas a cambio de una
propina”. Al igual que el escritor, el personaje busca sus propios medios (la
droga, la alucinación, el éxtasis cuando toca el saxo alto) de fabricarse una
personal fantasmagoría, pero ésta, precisamente debido al empleo de tales
medios, se vuelve verosímil. Para admitirla, el lector no tiene por qué
expatriarse del sentido común.
En “Final
del juego”, sutil y aparentemente inocente recreación de adolescencia, el
narrador imagina (o evoca) una limpia trama lineal, sin interpolaciones ni
trastrueques. En esa historia de tres muchachas que, junto a las vías del
ferrocarril, juegan a las estatuas y a las actitudes, y de ese modo impresionan
y aluden a un joven pasajero de rulos rubios y ojos dulces que viaja
diariamente en el tren de las dos y ocho, todo parece preparado para un cuento
manso, distendido. El juego de las estatuas es atractivo, porque inmoviliza
provisoriamente a los ágiles; es alegre, porque esa parálisis fingida apenas
significa una broma, una parodia. Pero en el cuento de Cortázar aparece una
excepción a esa regla: la lisiada Leticia, que sólo disimula el defecto físico
cuando se inmoviliza en el juego. Su parálisis real socava retroactivamente la
liviandad y la inocencia del entretenimiento.
Con tales
fracturas de lo corriente, de lo vulgar, de lo siempre admitido, Cortázar no
está sin embargo trastornando o enredando la historia o los valores del género.
Más bien está creando en la línea acumulativamente clásica que pasa por Poe,
Maupassant, Chejov, Quiroga, Hemingway; una línea que implica un rigor (rigor
en la sencillez, cuando el tema la vuelve obligatoria, y también rigor en la
complejidad, cuando ésta se convierte en el único medio de transformar el
cuento en algo significativo) que va desde la técnica hasta la sensibilidad,
desde la intuición verbal hasta la firme autocrítica; una línea que implica que
el cuento no nace ni muere en su anécdota sino que contiene (son palabras de
Cortázar) “esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo
individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana”. La gran
novedad que este notable escritor introduce en el género, no es (como en “Rayuela”)
una revolución formal o de estructura; la gran novedad es la de su
inteligencia, la de su alma; es su flamante, renacido, inédito aprovechamiento
de la lección de los viejos maestros, esos alertados tronchadores de lo
cotidiano, esos tenaces salvadores de la hondura.
(…)
La trama
de “Los premios”, la primera de sus dos novelas, no es demasiado complicada. Se
ha realizado una rifa, organizada por algún ente vagamente estatal, con un
viaje transoceánico como máxima recompensa. La novela junta en el Malcolm al
más heterogéneo de los pasajes, pero el novelista no confía en el azar en la
misma medida que sus personajes; de ahí que los elija en carácter de muestras
de varias capas sociales, varios estratos de cultura, diversos niveles
generacionales. Los personajes de “Los premios” son deliberadamente
representativos. Semejante método de muestreo le da a la novela cierta rigidez
especulativa, acentuada aún más por el confinamiento de los pasajeros a la
mitad, sólo a la mitad, del Malcolm. Porque a la otra mitad -la que incluye la
popa- los pasajeros no tienen acceso: un coordinado hermetismo de impenetrables
puertas y exóticos marineros, impide inexorablemente el paso. A lo largo de las
cuatrocientas y pico de páginas de que consta la novela, el lector no sabrá a
ciencia cierta (el pretexto del título siempre suena a falso) por qué
misteriosa razón el tránsito a la popa está vedado. La prohibición alcanza a
los pasajeros y también al lector.
El viaje
es, en definitiva, algo trunco, ya que sólo durará tres días, y el ciclo se
cerrará volviendo al café London, que había sido el punto inicial de
concentración de los premiados. Con ese ciclo que empieza y acaba en el café
London, Cortázar parece estarle diciendo a sus connacionales, y quizás a otros
latinoamericanos, que toda aventura argentina (o acaso rioplatense, o tal vez latinoamericana)
está contaminada por charlas de café; que la charla de café es el mayor intento
de comunicación que el individuo realiza con su prójimo, y, asimismo, la única
y modesta variante de su compromiso. En todo esto hay, naturalmente, una simplificación,
pero todo simbolismo literario está simplificando algo, y, por otra parte,
tiene el derecho de hacerlo, siempre y cuando funcione además como literatura. A
diferencia de Kafka, en cuyo mecanismo de eterna postergación, está la
presencia inasible de Dios, en Cortázar detrás de la postergación está sólo la
nada.
Ahora
bien, así como en “Los premios” Cortázar niega rotundamente todo propósito
alegórico y acaba sin embargo construyendo una alegoría de la frustración, así
también en “Rayuela” -que desde la solapa anuncia su condición de contranovela-
termina creando un mundo de una dimensión distinta, original y hasta polémica,
pero que sigue siendo novelesco, aunque tal vez en un sentido más hondo y
esencial. En un “Tablero de dirección” el autor advierte: “A su manera este
libro es muchos libros, pero sobre todo es dos libros. El primero se deja leer
en la forma corriente y termina en el capítulo 56, al pie del cual hay tres
vistosas estrellitas que equivalen a la palabra Fin. Por consiguiente, el
lector prescindirá sin remordimientos de lo que sigue. El segundo se deja leer
empezando por el capítulo 73 y siguiendo luego en el orden que se indica al pie
de cada capítulo”. El primer libro se divide a su vez en dos partes: “Del lado
de allá” y “Del lado de acá”.
(…)
“Rayuela”
es, como hoy todos los críticos lo admiten, una obra clave, no sólo de la
narrativa cortazariana, sino de la novela latinoamericana del siglo XX. Creo
que este libro, además de la doble lectura que el autor, sagazmente, propone,
tuvo también un doble disfrute para todos nosotros. Por un lado, el rigor
artístico. Creo que es la lección más contundente y transmisible acerca de
cuáles deben ser las prioridades para alguien que pretende hacer literatura. En
ese sentido, “Rayuela” puede ser disfrutada en varias zonas, a saber: la
conformación técnica, el retrato de personajes, el estilo provocativo, la alerta
sensibilidad para las peculiaridades del lenguaje rioplatense, la comicidad de
palabras e imágenes, la sutil estrategia de las citas ajenas. Ese contenido se
brinda al lector en un impecable envase.
(…)
Nadie más
empecinado que Cortázar en la crítica a los contenidos del lenguaje. Él mismo
ha aseverado que en “Rayuela” “se cuestionan todos los parámetros de la
civilización occidental dentro de la órbita capitalista”. Y, en una carta que
publicara la revista “Señales” de Buenos Aires, expresó: “Hace años que estoy
convencido de que una de las razones que más se oponen a una gran literatura
argentina de ficción es el falso lenguaje literario (sea realista y aún
neorrealista, sea alambicadamente estetizante). Quiero decir que si bien no se
trata de escribir como se habla en Argentina, es necesario encontrar un
lenguaje literario que llegue, por fin, a tener la misma espontaneidad, el
mismo derecho que nuestro hermoso, inteligente, rico y hasta deslumbrante
estilo oral”. Cortázar siempre intentó deslizarle casi secretamente al lector
la semiconvicción de que su oído era argentino (hasta sus personajes franceses
hablaban como porteños) y, por tanto, que el lenguaje del mundo se incorporaba
a su ser a través de ese oído. “En París todo le era Buenos Aires, y viceversa”,
escribió Cortázar acerca de Oliveira, su personaje de “Rayuela”, pero la
viceversa apenas si se notaba.
Con su
muerte, probablemente se calmarán los desaforados enconos y surgirán las
tardías reivindicaciones. Curiosamente, Julio era un ser desprovisto de odios;
jamás respondía a los virulentos ataques, que pretendían ser literarios, pero
en el fondo eran políticos. Algunos pensarán que Cortázar muerto molesta menos
que Cortázar vivo. Se equivocan, claro. Cortázar les molestará siempre, ya que
su obra y su actitud seguirán marcando rumbos, abriendo caminos, y los
lectores, que siempre le fueron fieles, y particularmente los jóvenes de
Latinoamérica, los de hoy y los de mañana, seguirán acudiendo a sus páginas
como quien penetra en un mundo en que la realidad es un descubrimiento, y la
fantasía, un hecho cotidiano. La verdad escueta, irreversible, es que hemos perdido
a un ser entrañable que nos contaba historias inesperadas y asombrosas.
Cuando
Cortázar nació, la Primera Guerra Mundial estaba comenzando. En una de las
numerosísimas cartas que componen la nutrida correspondencia que mantuvo a lo
largo de su vida, decía: “Mi nacimiento fue un producto del turismo y la
diplomacia; a mi padre lo incorporaron a una misión comercial cerca de la
legación argentina en Bélgica y como acababa de casarse se llevó a mi madre a
Bruselas. Me tocó nacer en los días de la ocupación de Bruselas por los
alemanes”. Tras registrar al hijo como argentino en el consulado, la familia
pudo salir de Bélgica rumbo a Suiza. Allí, el matrimonio tuvo otra hija y, poco
tiempo más tarde, se radicaron en Barcelona. De su estancia en la capital
catalana, el único recuerdo que guardó Cortázar fue el del Parque Güell ubicado
en el barrio La Salut del distrito de Gràcia, lugar adonde su madre los llevaba
a jugar a él y a su hermana. Luego, tras la finalización de la guerra, los
Cortázar pudieron regresar a la Argentina y se instalaron en la calle Rodríguez
Peña nº 585 de Banfield, un antiguo barrio al sur de la ciudad de Buenos Aires.
Cuando el
futuro escritor contaba con seis años de vida su padre abandonó la familia, por
lo cual las dificultades económicas estuvieron a la orden día a lo largo de
toda la infancia y la juventud de Cortázar. Nunca más volvió a verlo ni a tener
noticias de él, salvo cuando publicó su primer libro y, dado que se llamaban
igual, recibió una carta suya en la que le prohibía usar su nombre. Tal vez
esta ausencia fue la más significativa de su vida. “Tuve una infancia en la que
no fui feliz y esto me marcó muchísimo”, diría años más tarde. Fue entonces
cuando la familia se fue a vivir con la abuela materna y una prima de la madre.
“Crecí en una casa llena de gatos, perros, tortugas y cotorras. Era el paraíso.
Pero en ese paraíso yo era Adán”, diría en otra carta. También la enfermedad de
su hermana, la que desde muy pequeña tuvo episodios de epilepsia, marcó su
infancia. Él mismo fue un niño con asma y con problemas de bronquitis, lo que
lo llevó a pasar largas horas en cama, con lo cual la lectura fue una gran
compañera.
“Mis
primeros libros me los regaló mi madre. Fui un lector muy precoz y, en
realidad, aprendí a leer por mi cuenta, con gran sorpresa de mi familia, que
incluso me llevó al médico porque creyeron que era una precocidad peligrosa y
tal vez lo era, como se ha demostrado más tarde. Muy pronto me dediqué
directamente a sacar los libros que encontraba en las bibliotecas de la casa,
con lo cual muchas veces leí libros que estaban al margen de mi comprensión a
los siete, ocho, nueve años de edad. Pero otros, en cambio, me hicieron mucho
bien, porque eran libros en alguna manera superiores a mis posibilidades, pero
que me abrían horizontes imaginarios absolutamente extraordinarios”. Así, desde
la lectura de las enciclopedias “Pequeño Larousse Ilustrado”, “Tesoro de la
juventud” y “Almanaque Peuser”, pasó a leer las novelas de Victor Hugo
(1802-1885), de Edgar Allan Poe (1809-1849), de Julio Verne (1828-1905), de
Maurice Leblanc (1864-1941) y hasta los ensayos de Michel de Montaigne
(1533-1592).
El
escritor argentino Vicente Battista (1940), autor de obras tan recordadas como
los libros de cuentos “Esta noche reunión en casa” y “Como tanta gente que anda
por ahí”, o las novelas “El libro de todos los engaños” y “Sucesos argentinos”,
se refirió en numerosas ocasiones a Cortázar, tanto en escritos como en
entrevistas y conferencias. En este caso se reproducen fragmentos de “El autor
y su obra”, texto que escribiera en la antología “Julio Cortázar. Los relatos”
que el “Círculo de Lectores” publicara en 1974; y de “Cortázar, un modelo para
atacar” y “Cortázar y el impacto de ‘Rayuela’ en la literatura” publicados en
2014, en ocasión de conmemorarse el centenario del nacimiento de Cortázar, en
la revista “Nueva Nota” y en el “Suplemento Literario Télam” respectivamente.
Un hombre
tocando el clarinete, solo, en un cuarto vacío, de pronto y sin que medie razón
alguna, en mitad de una nota tira el clarinete por la ventana y detrás del
clarinete se tira él. Así, o con palabras parecidas, alguien alguna vez definió
al cuento. Hay que haber leído muchísimos cuentos, o ser cuentista, para
entender lo genuino de esa definición. Porque de eso se trata, de inventar con
palabras una realidad que esté por encima o por debajo de nuestra cotidiana
realidad. Un universo en donde, sin asombro, la única salida lógica sea por la
ventana; detrás del clarinete.
Kafka, que
sabía muy bien eso, supo cómo administrar el asombro. En “La metamorfosis” la
sorpresa de Gregorio Samsa (y nuestra propia sorpresa) apenas durará unos
minutos, poco tiempo si tenemos en cuenta que no es frecuente amanecer
transformado en abominable insecto; después Samsa y nosotros a lo largo del
libro nos manejaremos con esa irrealidad que en la página uno habíamos aceptado
como real. Administrar el asombro, entonces, integrarlo. Aquello de las
panteras que, según Kafka, a diario profanaban el templo e interrumpían el rito
y que, poco después, con naturalidad, comenzaron a ser parte del rito.
Kafka y
Cortázar se escabullen del prolijo orden del biógrafo, le hacen trampa a la
lógica encuadernada: uno era checoslovaco, de origen judío y escribía en
alemán; el otro nació en Bélgica, vive en Francia y escribe en argentino. Los
dos son cuentistas, no escritores de cuentos. Entiéndase el matiz: gente que
escribe cuentos, buenos cuentos, hay mucha; cuentistas (permítaseme el
subrayado) apenas unos pocos, el rasgo que los diferencia es muy sutil. Cortázar
lo supo explicar así: “el gran cuento breve condensa la obsesión de la alimaña,
es una presencia alucinante que se instala desde las primeras frases para fascinar
al lector, hacerle perder contacto con la desvaída realidad que lo rodea,
arrasarlo a una sumersión más intensa y avasalladora. De un cuento así se sale
como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se
vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas
veces de alivio y tantas otras de resignación”. Cuentos así sólo los logran
algunos pocos, aquellos que hacen verosímil que la ventana sea la única salida
lógica. Poe o Maupassant, Quiroga o Kipling, Kafka o Borges. Y Cortázar entre
ellos, por supuesto.
De padres
argentinos, Julio Cortázar nació en Bruselas (Bélgica) en 1914. A los cinco años
llega a la Argentina, permanece hasta 1951; luego elige Francia como país de
residencia y desde entonces vive allí. De la época argentina quedará el remoto
recuerdo de cátedras en colegios secundarios y en la universidad, algunas notas
y críticas desperdigadas en revistas y periódicos de la época; quedará un libro
de poemas que pese a lo imperativo del título, “Presencia”, había publicado con
el seudónimo Julio Denis y quedará un poema dramático, “Los reyes”, en el que,
desde una óptica inédita, se retoma el mito del Minotauro. Casi la totalidad de
su obra, profundamente argentina, se produce en Europa. Contrasentido que no
mueve al asombro: desde el siglo pasado ésta es una constante que se repite con
la mayor parte de la literatura hispanoamericana. No es necesario abrumar con
ejemplos.
Su primer
libro de cuentos, “Bestiario”, aparece en 1951. Política y culturalmente la
Argentina vivía un periodo de transición: se comenzaba a tener conciencia de
los límites de la propuesta peronista y se verificaba que, pese a tantos himnos
nacionales, la producción literaria nacional había sido escasa.
Paradójicamente, sin embargo, aquél sería un terreno fértil para el cultivo de
una nueva categoría de lector que a partir de 1955 comenzará a observar (y a
participar) del hecho literario desde un espacio diferente: como parte activa y
cómplice de ese texto que se está produciendo. “Bestiario” podría ser,
entonces, una de las obras que anticipan ese nuevo período cultural que habría
de iniciarse en los alrededores del año 1955, tendría su apogeo en 1963 y su
culminación en 1969.
Obviamente,
público y crítica no repararon en “Bestiario”, habría que esperar hasta la
aparición de “Rayuela” -un texto fundamental en la narrativa hispanoamericana-
para retroceder hasta los primeros cuentos de Cortázar y descubrir que allí ya
estaban delineadas todas las obsesiones y toda la problemática que podrían
leerse a lo largo de su obra: el manifiesto rechazo a lo empírico, a la visión
positivista de la realidad. Cortázar no ha abundado en explicaciones sobre la
génesis del libro. Lo cierto es que su publicación dividió en dos el gusto de
muchos lectores. Lo dividió en antes de “Rayuela” y en después de “Rayuela”.
Fue una novela fundamental en una década de novelas fundamentales. “Cien años
de soledad”, de Gabriel García Márquez, también fue publicada en la Argentina
en esos tiempos.
La novela,
como se sabe, se divide en dos partes principales: “El lado de allá”, que
ocurre en París, y “El lado de acá”, que transcurre en Buenos Aires. Los
personajes principales son Horacio, un exiliado amante del jazz, y La Maga, una
uruguaya sorprendente, de la cual la mayor parte de los lectores masculinos se
enamoraron perdidamente. Del mismo modo que Shakespeare hace morir a Romeo y a
Julieta para que el amor sea eterno y jamás caiga ni se pierda en la rutina
tediosa de los días, Julio Cortázar no cuenta una historia con final feliz. No
puede. No quiso.
Por
supuesto que el personaje principal femenino, La Maga, es absolutamente
fascinante. La Maga existió, fue real. Julio Cortázar la conoció en un viaje a
París y ella se presentó públicamente luego de que él muriera. Si Horacio es el
propio Cortázar, no lo sé, o sí. Casi todos los personajes, en todas las
novelas, tienen que ver con el autor, son un poco el autor.
Si bien
Cortázar tenía un formidable sentido del humor, el modo de lectura que propone
para “Rayuela” lejos está de ser un chiste. Ted Nelson, un científico
estadounidense habló en 1965 de una red universal de información, una suerte de
fantástico banco de datos al que podían acceder usuarios de cualquier
rincón del mundo. Proponía una escritura
electrónica, idéntica al clásico texto impreso, que en lugar de leerse sobre
papel, se leía en la pantalla de una computadora.
Pero tenía
un agregado fundamental: el lector, en lugar de seguir la ruta lineal a la que
naturalmente invita todo libro, se encontraba con una red de senderos
alternativos a los que podía acceder a su antojo mediante unas conexiones
previamente establecidas. Recordemos que “Rayuela”, que propone eso mismo sobre
las páginas de papel, apareció en 1963; es decir que Cortázar se anticipó por
lo menos dos años a lo que había propuesto Nelson. Fue un adelantado.
(…)
“El
artista -escribió alguna vez- sustituye la fórmula por el ensalmo, la
descripción por la visión, la ciencia por la magia”. Por tal causa, se hará natural
que aquel hombre vomite conejos, que una fuerza extraña expulse a Irene y su
hermano de su propia casa o que Delia elabore bombones rellenos de insectos.
Como será natural que, libros después, Nico (muerto hace ya muchos años) se
instale compulsivamente en la vida de Luis y Laura; que un atolondrado
motociclista a partir de un accidente se descubra guerrero tolteca a punto de
ser sacrificado en plena guerra florida o que un oscuro corredor de bolsa
ingrese por el portón del Pasaje Güemes, en Buenos Aires, y salga por la puerta
de la Galería Vivienne, en París. Aquello del clarinetista y la ventana de que
hablábamos al principio, o para decirlo con palabras de Cortázar: “hombres que
en algún momento cesan de ser ellos y su circunstancia, hay una hora en la que
se anhela ser uno mismo y lo inesperado, uno mismo, y el momento en que la
puerta que antes y después da al zaguán se entorna lentamente para dejarnos ver
el prado donde relincha el unicornio”.
Después de
“Bestiario” aparecieron otros cuatro libros de cuentos: “Final del juego”
(1956), “Las armas secretas” (1958), “Todos los fuegos el fuego” (1966) y “Octaedro”
(1974); cuatro novelas: “Los premios” (1960), “Rayuela” (1963), “62/Modelo para
armar” (1968) y “Libro de Manuel” (1973); tres libros que escapan a la
clasificación por género: “Historias de Cronopios y de Famas” (1962), “La
vuelta al día en ochenta mundos” (1967) y “Último round” (1969); una antología
de sus poemas: “Pameos y meopas” (1971) y un texto entre narrativo, poético e
ideológico: “Prosa del observatorio” (1972).
(…)
Suele
decirse que a los artistas se los conoce por su obra. Es cierto, “Edipo Rey”
nos sigue conmoviendo, pese a que ignoramos quién fue realmente Sófocles, sabemos
que derrotó a Esquilo en una contienda poética y que tomó parte de la
expedición que dirigió Pericles contra los habitantes insurrectos de Samos;
pero nada sabemos acerca de su pensamiento político.
Es
compresible, los casi tres milenios que nos separan lo hacen comprensible. Esto
no sucede con los artistas contemporáneos: los conocemos por sus obras y por
sus acciones políticas. Julio Cortázar, uno de nuestros grandes escritores,
podría ser un verdadero modelo para armar acerca de esas acciones. En el espacio
de la literatura, “Rayuela” marca un antes y un después en la narrativa en
lengua española; sus cuentos se inscriben entre los mejores relatos del siglo
XX. Pero Cortázar, además de un brillante escritor fue un hombre comprometido
políticamente. Intentaremos reconstruir el singular modo en que arribó a ese
compromiso.
Nació en
Bruselas. “Mi nacimiento fue un producto del turismo y la diplomacia”,
explicaría años después. Efectivamente, su padre, Julio José, era funcionario
de la embajada argentina en Bélgica. Aquella primera etapa europea se iba a
extender a lo largo de cuatro años -desde 1914 hasta 1918-, su segunda etapa en
Europa sería muchísimo más larga, desde 1951 hasta su muerte en 1984. Pero
entre una y otra fecha vivió en la Argentina. Fue testigo del advenimiento del
peronismo y fue precisamente el peronismo quien lo llevó a dejar el país.
Partió, según él mismo confesara, en busca de un poco de paz: no aguantaba los
bombos peronistas, que no le permitían escuchar a Alban Berg. En sus cuentos
“Las puertas del cielo” y “La banda” da cuenta de eso. No le preocupaba que lo
tildasen de antiperonista, de hecho, lo era. “En los años 44/45 -dijo-
participé en la lucha política contra el peronismo, y cuando Perón ganó las
elecciones presidenciales, preferí renunciar a mis cátedras antes de verme
obligado a ‘sacarme el saco’ como le pasó a tantos colegas que optaron por
seguir en sus puestos”.
Su
confesada condición de antiperonista no le impidió reconocer la grandeza de un
texto esencial para nuestra literatura, escrito precisamente por un peronista.
Estoy hablando de “Adán Buenoayres”. Numerosas voces de derecha se alzaron
furiosas contra la novela de Leopoldo Marechal: no soportaban que una obra de
esa magnitud hubiera sido escrita por un peronista. Fue Cortázar quien, contra
la furia de la “intelligenzia” de aquellos años, destacó la calidad y la
grandeza de “Adán Buenoayres”. “La aparición de este libro me parece un
acontecimiento extraordinario en las letras argentinas, y su diversa desmesura
un signo merecedor de atención y expectativa”, con estas palabras iniciaba el
comentario publicado en la revista “Realidad”, en marzo de 1949.
Dos años
más tarde se había instalado en París. Continuaba siendo ese hombre ajeno a los
compromisos políticos, al que sin riesgo a equívocos se lo podría tildar de
liberal. Claro que en lugar de adoptar la lengua francesa, siguió escribiendo
en argentino, en porteño. Tal vez por aquello de que mi patria es la lengua.
Sin embargo, ese estar afuera le traerá inconvenientes y conflictos. David
Viñas destacó que Cortázar se veía obligado a resaltar ciertos productos
argentinos (el dulce de leche “La Martona”, por ejemplo) con el único fin de
darle tono porteño a la escritura. A Cortázar ese sermón no pareció importarle
mucho. Algunos años antes de esa diatriba había viajado a Cuba invitado como
jurado del premio Casa de las Américas. Estuvo en la isla algo menos de dos
meses, pero fueron suficientes para que aquel escritor liberal se convirtiera
en un ortodoxo de la Revolución: aquello que no había sabido ver en el
peronismo ahora lo estaba viendo, sintiendo, en la Revolución cubana.
Bastó con
que dejara de ser un escritor liberal y se convirtiera en un intelectual de
izquierda para que, precisamente, desde cierto sector de esa izquierda se lo
atacara sin descanso. No aceptaban que aquel artista ajeno al compromiso
político ahora apoyase a los movimientos revolucionarios de América Latina. El
domingo 8 de diciembre de 1974, con el título “Julio Cortázar, la
responsabilidad del intelectual latinoamericano”, diversos intelectuales
progresistas le cuestionaron su vivir en París. En noviembre de 1978, en un
artículo publicado en la revista “Eco”, Cortázar se refirió al “genocidio
cultural” que sufría la Argentina durante la dictadura cívico-militar. El
pensamiento de derecha repudió ese concepto, y el repudio curiosamente fue
compartido por algún sector del supuesto progresismo.
Entre
otras muchas cosas, esto motivó una mentada polémica de Liliana Heker con Julio
Cortázar y alentó que Alberto Giordano, en un artículo publicado en la revista
“Punto de Vista”, sostuviera que Cortázar eludía las polémicas serias porque
por sobre todo estaba ocupado “en la celebración narcisista de su figura de
escritor comprometido”. ¿Calificaríamos de poco seria “Literatura en la
revolución y revolución en la literatura”, aquella polémica que a mediados de
1969 mantuvo con Oscar Collazos? ¿O tal vez por entonces a Cortázar no le
inquietaban las celebraciones narcisistas?
No bien
recuperamos la democracia, visitó la Argentina. Dicen que intentó saludar a
Alfonsín. Dicen que Alfonsín se negó a recibirlo. Después llovieron excusas, se
habló de malos entendidos y se articularon las tonterías que suelen articularse
en este tipo de situaciones. Lo cierto es que luego de una sangrienta dictadura
cívico-militar, el primer presidente democrático argentino se negó a recibir a
su compatriota, uno de los mayores escritores vivos quien, además, había
cuestionado y denunciado sin cesar a esa dictadura.
Pero la
obra de arte y la actitud ética de su autor siempre superan esos rencorosos
rasguños. Nadie en su sano juicio podría cuestionar hoy el compromiso de
Cortázar, la calidad de su escritura y todo lo que ha significado y significa
para la literatura en lengua española.
Hay que
tener en cuenta que muchísimos escritores suelen transcribir en sus textos las
obsesiones que los persiguen. Eso no debería preocuparnos, siempre y cuando el
producto que consigan sea de calidad. Borges dijo alguna vez: “Yo solo escribo
lo que ya está escrito”. Es ahí donde reside el secreto: escribir lo mismo,
pero de otro modo. Eso nos lleva a la verdad profunda de toda literatura: su escritura.
No hay que confundir repetición con plagio o autoplagio. El plagio degrada; la
repetición no.
Hay
autores que cuentan con una obra cumbre, sin discusión. Pienso en Cervantes y
el Quijote. Pero la mayoría de los grandes autores de todos los tiempos tienen
más de un título que podría considerarse obra cumbre. Entiendo que Cortázar
podría estar entre esos autores. “62/Modelo para armar” es una formidable
novela que propone nuevas formas en el espacio de la narrativa. Y casi todos
los cuentos de Cortázar son insoslayables y de lectura obligada.
Hijo de
padres argentinos y dado que su padre era un funcionario asignado a la embajada
argentina en Bélgica como agregado comercial, Julio Florencio Cortázar nació el
26 de agosto de 1914 en el nº 116 de la Avenida Louis Lepoutre de Ixelles, al
sur de Bruselas. Fue el día en que se produjo el primer bombardeo alemán sobre
la ciudad en el marco del conflicto bélico centrado en Europa que sería
conocido primero como la Gran Guerra y posteriormente como Primera Guerra
Mundial. El propio Cortázar relataría los primeros años de su vida en una carta
enviada desde París en 1963: “Nací en Bruselas en agosto de 1914. Signo
astrológico, Virgo; por consiguiente, asténico, tendencias intelectuales, mi
planeta es Mercurio y mi color el gris (aunque en realidad me gusta el verde).
Mi nacimiento fue un producto del turismo y la diplomacia; a mi padre lo
incorporaron a una misión comercial cerca de la legación argentina en Bélgica,
y como acababa de casarse se llevó a mi madre a Bruselas. Me tocó nacer en los
días de la ocupación de Bruselas por los alemanes, a comienzos de la primera
guerra mundial. Tenía casi cuatro años cuando mi familia pudo volver a la
Argentina; hablaba sobre todo francés, y de él me quedó la manera de pronunciar
la ‘r’, que nunca pude quitarme. Crecí en Banfield, pueblo suburbano de Buenos
Aires, en una casa con un gran jardín lleno de gatos, perros, tortugas y
cotorras: el paraíso. Pero en ese paraíso yo era Adán, en el sentido de que no
guardo un recuerdo feliz de mi infancia; demasiadas servidumbres, una
sensibilidad excesiva, una tristeza frecuente, asma, brazos rotos, primeros
amores desesperados”.
El libro
de cuentos “Bestiario” publicado en 1951 fue el primero que firmó con su nombre
real, pero antes ya había publicado en Buenos Aires el poemario “Presencia” y
el poema dramático “Los reyes” con el seudónimo de Julio Denis. Con ese nombre
también firmó varios trabajos previos: el cuento “Llama el teléfono, Delia”,
escrito en 1938 y publicado el 22 de octubre de 1941 en el diario “El
Despertar” de Chivilcoy; el ensayo “Rimbaud” en la revista de Buenos Aires
“Huella” nº 1, también en 1941; el prólogo al libro “Erques y cajas” de poeta
argentino Domingo Zerpa (1909-1999) en 1942; y el poema “Distraída”, publicado
en el número inaugural de la revista “Oeste” de Chivilcoy en 1944. Otros textos
inéditos también llevaron esa firma: el poemario titulado “De este lado”,
escrito entre 1938 y 1939 y enviado a un concurso cuyo jurado lo “ignoró
olímpicamente”, según sus propias palabras; y los sonetos “Fábula de la
muerte”, los poemas “Orden del día” y el ensayo “Soledad de la música”, todos
ellos de 1941.
Con el
mismo nombre firmó el numeroso epistolario que mantuvo entre 1938 y 1945 con
antiguas compañeras de claustro del Colegio Nacional de Bolívar. En una de
ellas, fechada el 9 de septiembre de 1940, dice: “Hoy, lunes, día libre para
mí, está dedicado a esas tareas en que me recupero un poco, vuelvo a ser quien
verdaderamente soy, más acá de las tareas y de las obligaciones civiles. Todo este
discurso nació del hecho de que hoy, lunes, yo soy enteramente Julio Denis”.
No resulta
fácil identificar el posible origen de ese seudónimo. Tras observar su
biblioteca y leer sus cartas, los investigadores del tema oscilan entre el
poeta austríaco Michael Denis (1729-1800), el arquitecto francés Jules Denis
Thierry (1795-1863), el historiador francés Jean Ferdinand Denis (1798-1890) y
el pintor francés Maurice Denis (1870-1943). Otros, basándose en personajes de
ficción presentes en alguno de los libros que Cortázar leía por entonces,
apuntan al Denis que protagoniza “Le grand Meaulnes” (El gran Meaulnes) de
Alain Fournier (1886-1914). El propio Cortázar, en 1981, se refirió a su
seudónimo de modo irónico como el “nombre falso” con el que “perpetró” su
primer crimen literario.
Lo que
sigue son fragmentos de “Cortázar sin barba”, una biografía parcial que abarca
el período de la vida de Cortázar previo a su exilio en Francia que el
documentalista y escritor argentino Eduardo Montes Bradley (1960) publicó en
2004.
Con
frecuencia se ha dicho -él mismo se ha ocupado de divulgar la idea- que
Cortázar se habría marchado a Francia porque los altoparlantes no lo dejaban
escuchar sus discos de Alban Berg. Dicho así, supone una simplificación de las
razones que determi- nan su decisión de emigrar. También van a emigrar muchos
otros que no escuchaban a Alban Berg y que posiblemente no recuerden los
parlantes a los que Cortázar se refiere. Los parlantes y Berg reducen las
múltiples realidades de la época, revelando la estrategia con la cual Cortázar
vuelve a caer parado, esta vez frente a las vanguardias dominantes en los
sesenta y setenta. Cortázar asume esa corrección reductora muchos años después
de sucedidos los hechos y a muchos kilómetros de distancia, favoreciendo un
proceso de desgorilización al que está dispuesto a someterse para ganar el
aprecio y la simpatía de una nueva izquierda que goza de una visión distinta
del peronismo de la que él pudo haber acuñado en los años cuarenta como
consecuencia de las transformaciones político-sociales que tienen lugar entre
el derrocamiento de Perón y la revolución cubana, un proceso que Cortázar desconoce
pero al que adhiere con fervor.
(…)
Algo de
exótico tenía Buenos Aires, después de todo. Alemania acababa de perder la
guerra y si uno quería ver a un nazi de cerca, ése era un buen lugar para
comenzar (todavía lo es). Al llegar a Buenos Aires, Cortázar no tiene muy claro
qué quiere hacer pero, desde luego, la docencia no está entre sus planes.
Atilio García Mellid, hasta entonces al frente de la Cámara Argentina del
Libro, acaba de ganar un dudoso premio municipal y pronto será recompensado en
su obsecuencia con una embajada en Canadá. El “timing” del belga es
inmejorable. ¿Cómo hizo para ganar esa sinecura?
Por acefalía
del cargo, el Consejo Directivo resolvió llamar a concurso para la provisión
del cargo de gerente de la cámara, estableciendo una serie de requisitos cuyo
cumplimiento señalara en buena medida la capacidad y aptitudes que tal función
requiere. Asimismo resolvió destacar de su seno una Comisión a la que correspondió
actuar en la recepción de antecedentes y exámenes, elevando un dictamen por el
cual aconsejaba la designación del señor Julio Florencio Cortázar, temperamento
que fue aceptado por el C.D. en sesión del 8 de marzo, por lo cual el señor
Cortázar quedó al frente de la Gerencia de la entidad.
La Cámara
del Libro es un lugar tranquilo. Cortázar puede darse el gusto de acudir medio
día y desde ahí habrá de vincularse con escritores y editores a los que ofrece
sus servicios como traductor y de los que depende para que sus escritos sean
editados. La misma maquinaria que no cuestiona a Cortázar por sus simpatías con
los aliados durante la guerra cuestiona a Jorge Luis Borges, editor de “Los
Anales de Buenos Aires”, revista en la que aparece publicado por primera vez “Casa
tomada”. Dentro del peronismo todo, fuera del peronismo nada.
(…)
En Buenos
Aires Cortázar se siente a gusto (como se sintió al llegar a Chivilcoy y
Mendoza) y supone haber tomado la decisión correcta abandonando las cátedras en
la universidad. Por axiomático que suene, no deja de ser menos cierto a esta
altura de los acontecimientos que, donde fuera que estuviera parado, Cortázar
siempre se encuentra mejor que donde había estado hasta entonces. En Suiza,
mejor que en Bruselas; en Barcelona mejor que en Zürich y en Banfield mejor que
en Barcelona; en Bolívar mejor que en casa de su madre y en Chivilcoy mejor que
en Bolívar; en Mendoza mejor que en Chivilcoy y Bolívar, y en Buenos Aires mejor
que en Cuyo o la pampa. Y en París… Bueno, en París uno puede darse el gusto de
extrañar casi todo.
Ya en
Buenos Aires, regresa, como en los buenos tangos (o los peores), a la casita
que la vieja conserva en la calle Artigas junto a Ofelia y la abuela Victoria.
Por un momento cree haber recobrado la memoria de un paraíso perdido. La rutina
de ir y venir de casa al trabajo y del trabajo a casa acaba por convertirse en
una pesadilla: viajar colgado del estribo de un colectivo “aguantando a
sudorosos descamisados en la plataforma” es un precio demasiado alto. Pero para
eso están los amigos. Fredi Guthmann le presenta a una prima que está a punto
de marcharse a París. La prima buscaba quien se hiciera cargo de su
departamento en la calle Suipacha al 1200. Cortázar consigue lo imposible en
menos de veinticuatro horas, un bulín por cuatro meses en el centro cerca de su
lugar de trabajo y la trama para un cuento.
La
propietaria del bulo era Susanne Weil, quien por entonces vivía junto a Andrée
Delsalle.
Susanne
acabará convirtiéndose en el personaje central del cuento “Carta a una señorita
en París”. El relato está escrito en forma de carta (algo que le sale con
naturalidad) del supuesto inquilino a la propietaria del inmueble (suena bien
inmueble, ¿no?) que vive en París contándole los pormenores de una angustiosa
noche (¿día?) en la que unos conejitos que el protagonista ha vomitado terminan
por destruir el decorado. Por momentos da la impresión de que Cortázar no se
siente cómodo: “Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la
calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar
en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas
que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con
polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará”.
La carta
(¿el cuento?) angustia. Hacia el final, el escritor habla del amanecer, de un
balcón y de la posibilidad de tirar a los conejitos a la calle para deshacerse
de ellos; también de sí mismo, si acaso él fuera ese otro cuerpo del que está
hablando: “No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre
los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que
conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales”.
(…)
Pensar que
lo que pueda contar en sus cuentos es necesariamente autobiográfico es un capricho,
justificado pero un capricho al fin, un capricho en el que se advierte la
precariedad con la que convive Cortázar fuera de la casa de su madre. Más
adelante, dice en el mismo relato: “Usted sabe por qué vine a su casa, a su
quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que
no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento
de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua
conveniencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance
a mí a alguna otra parte donde quizá…”.
Desde
aquel bulín prestado en Barrio Norte hasta su despacho en la Cámara del Libro,
Cortázar camina y fantasea con la posibilidad de regresar a Ítaca. Después de
todo, la guerra ya terminó, y en Buenos Aires ardió Troya. Europa vuelve a ser
un destino posible, con lo cual ya no quedan razones para seguir soñando con
México o planeando expediciones a la Puna. París liberada es mucho más
apetecible que una Buenos Aires ocupada.
(…)
Las
mañanas y las noches son suyas. Antes de mediodía trabaja en traducciones que
le permitirán reunir el dinero que necesita para el viaje. A la Cámara del
Libro, a muy pocas cuadras de su departamento, concurre recién después del
mediodía. A las traducciones que viene realizando para Viau por encargo de su
amigo Jorge D’Urbano van a sumarse una de “Robinson Crusoe” ilustrada por Carybé;
“Naissance de l’Odyssée” de Giono; “The man who knew too much” de Chesterton, y
una monumental biografía de Pushkin escrita por Henri Troyat que no hemos
podido localizar. En muchos casos quien traduce es Natasha Czernichowska mientras
que Julio Cortázar se limita a dar forma castellana a las traducciones de la
rusa. Con los beneficios que piensa obtener de la última traducción citada
estima haber reunido lo suficiente como para emprender el viaje: “Si lo cobro
de una vez, me voy a Europa (y no vuelvo nunca más, se entiende)”.
(…)
Hacia
fines de 1946, Cortázar desarrolla un texto que provisoriamente titula “El
laberinto” y al que alternativamente se referirá como “poema dialogado”, “teatro
poético” o “tragedia lírica”. El escrito, que finalmente se conocerá como “Los
reyes”, recrea la leyenda del Minotauro encerrado en su laberinto. Para
Cortázar debió de ser una grata sorpresa la coincidencia temática con un cuento
casi coetáneo de Borges, al respecto de lo cual nuestro protagonista se dirige
al venerable en una carta celosamente conservada en la Universidad de Virginia.
La carta,
hasta hoy inédita, es la siguiente: “A Jorge Luis Borges. Habrá usted notado
desde algún tiempo atrás la presencia del Minotauro circulando otra vez sordamente
entre los hombres que escriben sus imágenes. Luego de hallarlo en el Thesée de
Gide -entrevisto apenas, pero hermoso-, lo encuentro pleno de admirable
inteligencia en el relato que llama usted ‘La casa de Asterión’. He querido
entonces hacerle llegar este minotauro mío, que curiosamente profetiza al morir
(murió en enero de este año) lo que hoy ocurre: su retorno incesante y
repetido. Acéptelo usted como testimonio de cariño hacia Asterión, de nostalgia
por su voz tan ceñida, tan libre de lo innecesario. Con afecto, Julio Cortázar”.
(…)
En una de
sus últimas entrevistas, Borges se refería a su cuento: “Yo trabajé en una
revista que se llamaba ‘Los Anales de Buenos Aires’. Ahí publicó, por primera
vez en su vida, un cuento Julio Cortázar. Un cuento que ilustró mi hermana. Un
cuento que se llamó ‘Casa tomada’. Cuando teníamos que entrar en prensa, había
tres páginas en blanco. Entonces, a mí se me ocurrió un argumento, ‘La casa de
Asterión’. Fui a ver a la persona que hacía las ilustraciones, la condesa de
Wrede, austríaca; le expliqué más o menos el tema cretense, un personaje que no
se sabe muy bien quién es, un guerrero que avanzaba hacia él. Hizo un lindo dibujo”.
(…)
Según
contó, Cortázar viajaba de regreso a su casa cuando se vio envuelto en un
sueño. Supone el escritor que algo misterioso hizo que así sucediera y estima
que una fuerza arcaica lo habría sometido a esa experiencia de la mitología en
un lugar tan distante del Parnaso como pudo haberlo sido Buenos Aires, en una
situación tan de su tiempo como un viaje en colectivo de Colegiales al barrio
de Agronomía. “Lo cual le daría la razón a Jung en el sentido de que todo está
en nosotros, que hay una especie de memoria de los antepasados y que por ahí un
archibisabuelo tuyo que vivió en Creta cuatro mil años antes de Cristo, por
obra de genes y cromosomas, te manda algo que corresponde a su tiempo y no al
tuyo. Y tú, sin darte cuenta, acabas escribiendo un cuento o una novela que
arrastra un mensaje muy antiguo, muy arcaico. No tengo otra explicación que dar”.
(…)
Cortázar
dice no tener abolengo. Desconoce quién es su abuelo y no tiene la menor idea de
dónde está su padre. Sin embargo, cree haber vivido una experiencia
sobrenatural que lo ha puesto en contacto con un retatarabuelo que vivió en
Creta hace casi seis mil años. Cortázar va más allá cuando insinúa que la
posesión fue tan cabal que el resultado no respondió a sus impulsos sino a los
de aquella fuerza que lo sometía: “Incluso el lenguaje en el que está escrito
viene de alguien que no soy yo, un lenguaje suntuoso, lleno de palabras que
bailan”. Y si no es él, ¿quién? Acaso el otro Cortázar. Aquí habría que hacer
una separación, delimitar las responsabilidades. Quien habla en la cita no es
el Cortázar de 1946 sino el Cortázar de 1977 durante una entrevista realizada
por la Televisión Española en la que también dijo cosas tales como que el
Renacimiento italiano y el Siglo de Oro español eran el resultado de la
conjunción de los planetas y que tampoco encontraba una explicación para eso.
(…)
La idea de
haber sido sometido a un llamado ancestral, de haberse convertido en el
receptor de un legado atípico, contradice aquello que dicta el sentido común.
Miniaturas y laberintos estaban de moda. Cortázar debió de haberlo sabido
cuando recurrió a ellos para someter sus propias agonías dando lugar a su
versión del mito y a la inversión de los roles protagónicos con la que ya
habían jugado otros antes que él. En 1977, el recuerdo desdibujado le haría
decir: “Yo vi en el Minotauro al hombre libre, al hombre diferente al que la
sociedad, el sistema, encierra inmediatamente en clínicas psiquiátricas y a
veces en laberintos. Teseo, en cambio, es el perfecto defensor del orden que le
hace el juego al rey; en cierta forma, un gángster que en nombre del rey viene
a matar al poeta. Cuando Teseo encuentra al Minotauro ve que no se ha comido a
los rehenes y que con ellos juega y danza y que son felices. Entonces el joven
Teseo, que tiene los procedimientos de un perfecto fascista, lo mata”.
Y ya en 1982,
en ocasión del prólogo para la versión francesa, remataría esa interpretación
disculpatoria de la obra: “Comprendo que a pesar de su envoltorio
espontáneamente anacrónico y del lujo verbal fuera de época -y muy especialmente
de la mía, la Argentina de los años cuarenta- escribí de un modo abstracto
aquello que intentaría más tarde comprender y expresar en el interior de la
realidad que me envolvía. Ahora como entonces, sigo creyendo que el Minotauro -es
decir, el poeta, la criatura doble, capaz de percibir una realidad diferente y
más rica que la realidad habitual- no ha dejado de ser ese ‘monstruo’ que los
tiranos y sus partidarios de todos los tiempos temen y odian y quieren
aniquilar para que su palabra no llegue a las orejas del pueblo y no derrumbe las
murallas que los encierran en sus redes de leyes y de tradiciones petrificantes”.
(…)
En las
circunstancias en las que fue escrito “Los reyes” es poco probable que Cortázar
pretendiera aleccionar al modo de las fábulas (después de todo, el Minotauro es
medio animal en más de un sentido). Borges no pretende instruir en este
sentido. En su cuento queda claro que él es el Minotauro que mata a nueve
atenienses cada nueve años porque estima que así se verán liberados de su
condena. El Minotauro borgeano se compadece y espera que Teseo se compadezca de
él matándolo, es decir liberándolo; por lo cual, cuando se produce el
encuentro, la buena bestia no ofrece resistencia alguna. En la muerte, el
Minotauro de Borges ve su liberación. En la muerte del Minotauro de “Los reyes”,
Cortázar cree ver un acto de injusticia… treinta años más tarde.