Tras
cursar la escuela primaria en la Escuela Pública Nº 10 de Banfield, en 1928
Cortázar ingresó en la Escuela Normal Superior de Profesores “Mariano Acosta”
ubicada en el barrio porteño de Balvanera. Allí se graduó como Maestro Normal
en 1932, y como Profesor Normal en Letras tres años más tarde. Precisamente en
1932 la familia se había mudado a un departamento en el barrio de Villa del
Parque, por lo que, en sus primeros cuatro años de estudio, viajaba en tren
desde Banfield hasta la estación Constitución y allí tomaba el tranvía 98 que
lo dejaba a un poco más de una cuadra del colegio. La ciudad de Buenos Aires a
la que llegaba todos los días estaba modernizándose aceleradamente. A su
incesante incremento demográfico se le sumó una notable transformación
estructural signada por el trazado de algunas de sus principales avenidas, la
instalación del alumbrado eléctrico en reemplazo de los antiguos sistemas de
gas y kerosene, la ampliación de la red de subterráneos y la aparición de medios
de transporte como el tranvía y los colectivos urbanos.
Esto implicó un gran cambio en cuanto a sus vivencias en el pueblo suburbano de Banfield. Mientras los territorios de la infancia aparecen frecuentemente en su narrativa, los años de su formación en esa Buenos Aires cosmopolita sólo se registran en referencias aisladas como la dedicatoria en el cuento “Torito” de “Final del juego” en la que escribió: “A la memoria de don Jacinto Cúcaro, que en las clases de Pedagogía del Normal Mariano Acosta, allá por el año 30, nos contaba las peleas de Suárez”, o en “Escuela de noche” de “Deshoras”, su último libro de cuentos de 1982, en el que recreó el clima de opresión y violencia física propio de una época en que la Argentina era gobernada por sectores autoritarios.
De los siete años que pasó en el Mariano Acosta sólo rescataría a un par de sus profesores y consolidó amistades con compañeros de estudios con los que mantendría afinidades intelectuales y afectivas a lo largo de su vida, entre ellos el futuro crítico musical y director del Teatro Colón Jorge D'Urbano (1917-1988), el futuro pintor y poeta Eduardo Jonquières (1918-2000) y, sobre todo, Francisco “Paco” Reta (1918-1942) a quien Cortázar consideraba su mejor amigo y que muriera prematuramente víctima de una insuficiencia renal con complicaciones cardíacas. “En esa escuela había una tentativa sistemática o no de ir deformando las mentalidades de los alumnos para encaminarlos a un terreno de conservadurismo, de nacionalismo, de defensa de los valores patrios; en una palabra, fabricación de pequeños fascistas”, le diría al escritor y periodista Osvaldo Soriano (1943-1997) en una entrevista que éste le hiciera en París en 1983. Una experiencia que, cincuenta años más tarde, volcaría en el cuento “La escuela de noche”. “Si de algo me sirvió la escuela fue para crearme un capital de amigos. Es decir, para salir de esos cursos con algunos amigos que luego fueron amigos de toda la vida”.
Fue con esos amigos con los que compartió cautelosamente los poemas que escribía por entonces, algunos de los cuales publicaría en 1938 en “Presencia”, su primer poemario firmado con el seudónimo de Julio Denis. Sin embargo, tal como le confesaría al poeta francés Pierre Lartigue (1936-2008) años después en París, “que yo tenga una conciencia vergonzosa respecto a la poesía procede de que ninguno de mis amigos gustara de mis poemas y que se entusiasmaran inmediatamente con mi prosa. Ellos, al igual que los críticos argentinos, me clasificaron como prosista. Eso me hizo considerar mi poesía como actividad privada”. Y precisamente sobre esa veta poética de Cortázar es el ensayo que el doctor en Literatura y profesor de Gramática en la Universidad de Castilla-La Mancha Andrés García Cerdán (1972) publicara en “Cartaphilus. Revista de Investigación y Crítica Estética” en el año 2009. Lo que sigue son algunos fragmentos de ese texto que, bajo el título “La poesía de Julio Cortázar. Discurso del no método, método del no discurso”, apareció en la prestigiosa publicación de la Universidad de Murcia.
Esto implicó un gran cambio en cuanto a sus vivencias en el pueblo suburbano de Banfield. Mientras los territorios de la infancia aparecen frecuentemente en su narrativa, los años de su formación en esa Buenos Aires cosmopolita sólo se registran en referencias aisladas como la dedicatoria en el cuento “Torito” de “Final del juego” en la que escribió: “A la memoria de don Jacinto Cúcaro, que en las clases de Pedagogía del Normal Mariano Acosta, allá por el año 30, nos contaba las peleas de Suárez”, o en “Escuela de noche” de “Deshoras”, su último libro de cuentos de 1982, en el que recreó el clima de opresión y violencia física propio de una época en que la Argentina era gobernada por sectores autoritarios.
De los siete años que pasó en el Mariano Acosta sólo rescataría a un par de sus profesores y consolidó amistades con compañeros de estudios con los que mantendría afinidades intelectuales y afectivas a lo largo de su vida, entre ellos el futuro crítico musical y director del Teatro Colón Jorge D'Urbano (1917-1988), el futuro pintor y poeta Eduardo Jonquières (1918-2000) y, sobre todo, Francisco “Paco” Reta (1918-1942) a quien Cortázar consideraba su mejor amigo y que muriera prematuramente víctima de una insuficiencia renal con complicaciones cardíacas. “En esa escuela había una tentativa sistemática o no de ir deformando las mentalidades de los alumnos para encaminarlos a un terreno de conservadurismo, de nacionalismo, de defensa de los valores patrios; en una palabra, fabricación de pequeños fascistas”, le diría al escritor y periodista Osvaldo Soriano (1943-1997) en una entrevista que éste le hiciera en París en 1983. Una experiencia que, cincuenta años más tarde, volcaría en el cuento “La escuela de noche”. “Si de algo me sirvió la escuela fue para crearme un capital de amigos. Es decir, para salir de esos cursos con algunos amigos que luego fueron amigos de toda la vida”.
Fue con esos amigos con los que compartió cautelosamente los poemas que escribía por entonces, algunos de los cuales publicaría en 1938 en “Presencia”, su primer poemario firmado con el seudónimo de Julio Denis. Sin embargo, tal como le confesaría al poeta francés Pierre Lartigue (1936-2008) años después en París, “que yo tenga una conciencia vergonzosa respecto a la poesía procede de que ninguno de mis amigos gustara de mis poemas y que se entusiasmaran inmediatamente con mi prosa. Ellos, al igual que los críticos argentinos, me clasificaron como prosista. Eso me hizo considerar mi poesía como actividad privada”. Y precisamente sobre esa veta poética de Cortázar es el ensayo que el doctor en Literatura y profesor de Gramática en la Universidad de Castilla-La Mancha Andrés García Cerdán (1972) publicara en “Cartaphilus. Revista de Investigación y Crítica Estética” en el año 2009. Lo que sigue son algunos fragmentos de ese texto que, bajo el título “La poesía de Julio Cortázar. Discurso del no método, método del no discurso”, apareció en la prestigiosa publicación de la Universidad de Murcia.
Signada
por la noche, por la mirada vital y por el compromiso humano, la poesía de
Julio Cortázar es abundante en sentidos y resonancias y propicia al comentario.
De su lectura, a la que habríamos de llegar desde una complicidad esencial, con
una inocencia restituida, uno emerge consciente de haber cambiado y ser también
ese otro que nos acompaña, que habita nuestra piel desde una profundidad mítica
y que apenas comparece salvo a la orilla de los sueños, en el ínterin del juego,
en la aceptación de la llama, la herida y la nostalgia del reino en que nos
hemos convertido.
Desde las palabras, que buscan el acceso, desde los silencios, en que está escrito el milagro, desde la acción implicada en el verso, el lector accede a un archipiélago textual en gran medida desconocido e inexplorado. La obra poética cortazariana será una inquisición de la condición humana y un impulso que dimensiona el lugar del artista en la historia y entre las cosas. En el destino poético de Julio Cortázar se cumple cabalmente la paradoja lírica que encierra la expresión “discurso del no método, método del no discurso”, atrio vital y estético con que se abre “Salvo el crepúsculo” y que postula una mirada inconforme y expansiva. No en vano, en Cortázar se advierten tangencialmente muchas de las aspiraciones de la poesía moderna con una intensidad y una amplitud inauditas.
La negación del discurso, heredada de las poéticas de vanguardia y de la experiencia existencial, procura un texto poético que no se sujeta a normas preestablecidas ni a códigos convencionales. El “discurso” es visto como un procedimiento artificial y una coacción a la indeleble vocación de apertura de la poesía. El poema no se adscribe de antemano a ninguna consideración discursiva por ser su naturaleza proteica, instantánea, impulsiva, inestable, vertiginosa e irreductible. El poema se adueñará de un registro intuitivo en que se alimentan su esplendor y su alcance polisémico y poliédrico. Lo mistérico, lo órfico, lo alquímico y lo surreal en que el poema de la modernidad cortazariana se desenvuelve rechazan de raíz la posibilidad de un modo discursivo al que atenerse. Igualmente, la negación del método se ha de entender desde el olvido de los aprendizajes que cultura y educación nos han legado impositivamente.
Desde una inconsciencia voluntaria, desde un orden solar, el poeta tratará de explotar los ángulos no metódicos de la creación como forma matinal y adánica de libertad, atento a la nueva cosmovisión que se adivina en el horizonte. Más allá de lo sistemático, el propio lenguaje, que no es fórmula, que carece en principio de una estructura tangible y definida, tiende por instinto al conjuro, al rapto iluminado, a la imagen intraducible, con lo que instaura un hálito mágico y una sugestión que, por su esencial extrañeza al método, se prevén incontenibles. El texto poético cortazariano será siempre una huida de las limitaciones que la censura, la autocensura y el orden implican y un desvelamiento original de la realidad oculta al otro lado de las apariencias empíricas y lingüísticas, en el lado secreto del universo sémico. Al fin, método y discurso son sospechosos de albergar unos condicionantes peligrosos en su aceptación de la costumbre y los procedimientos al uso.
Cortázar es poeta en la medida en que concibe poéticamente la realidad, en la que se injiere palabra a palabra y que quisiera transformar, devolver a su doble originalidad. Cortázar es poeta en la medida en que escribe versos de forma continuada toda su vida, por más que en largos años los conserve en el secreto o conciba esa escritura como un mundo privado, intromiso, siempre extensión natural de su necesidad expresiva, de su respirar. De alguna forma, el silencio, la disparidad y la lateralidad en la publicación de poesía preservan a Cortázar de avatares e implicaciones exteriores que podrían haber alterado su virginidad y su espontaneidad poéticas. Esa obra, que se labra en la intimidad, no repercute sino en un ámbito doméstico y, sin embargo, atiende siempre a la existencia de un lector al otro lado de la página. Plantea, además, un diálogo intempestivo y feraz con aquellos poetas en los que se identificó.
En la poesía de Cortázar apreciamos, además, un instrumento de prospección de los límites y la excepcionalidad en que el mundo tiene su razón de ser. La lógica afectiva ha de guiar sus pasos por los más insospechados “senderos”. Su aproximación poética a la realidad ha nacido, en primera instancia, de un lenguaje poético que huye de retóricas, afectaciones, servidumbres o delicuescencias; proviene, en definitiva, de un cauce biológico, genesíaco, amniótico. Una vez acogida la naturalidad matinal del lenguaje, el poema será intercesión pulcra y determinante en la realidad social y natural. Otra realidad amanece en la palabra poética: aquella que el lenguaje lleva inscrita en su código mítico y su capacidad de prospección y transformación.
Estos extremos se comprenden si concedemos que en Cortázar la revolución y la necesidad de ruptura son evidentes desde casi sus primeras composiciones poéticas. Por más que sea con el final de los años ‘50 cuando ocurra definitivamente la inflexión que, vertebrando su obra, lo conduzca a los dominios de una poesía real, el camino se inicia en la adolescencia bonaerense. Cortázar, por tanto, es consciente desde muy pronto de que ser revolucionario en la creación implica llevar la revolución a las palabras, a las formas, a la concepción de la estética y a la visión de la realidad. Esa paulatina, pero profunda, metamorfosis de su obra trasunta una modulación de su pensamiento, su entregada relación con la historia y su concepto de existencia. La naturalidad será la enseña de esa transformación poética que negará lo literario a priori, rehusará lo libresco y lo solemne y se adentrará en los límites difusos en que vida y arte coinciden, se respaldan, se fusionan. La noción misma de escritura participa simultáneamente del rechazo a la sacralización estética y de la invocación a la distracción, lo que en última instancia abra paso a su originalidad.
Desde el signo convulso de los tiempos, los experimentos cortazarianos se vinculan con esa condición de hombre inconforme. Su postura es radical y antiliteraria. No en vano, desde una óptica surreal, la poesía era lo contrario a la literatura. Su inconformismo militante atenta contra las instituciones sociopolíticas, contra el orden acostumbrado y contra los estratos complacientes de vida “burguesa”. Su condición de “homme revolté” implica una conciencia crítica de la sociedad y de los productos culturales y una pretensión antropofánica. Su irrupción en la cultura, la sociedad y la lengua desde el estilete del poema adquiere dimensiones tan radicales y tan frescas que alzan a Cortázar a un lugar privilegiado en los umbrales del medio siglo. En “Rimbaud”, “Teoría del túnel”, “Rayuela”, “Carta abierta para abrirla más”, “Sobre la situación de intelectual latinoamericano” y muchísimos textos más, el argentino sienta las bases de una poética contestataria y dispuesta a lo visionario, lo surreal y lo social simultáneamente.
Desde el poema, Cortázar asistirá entusiasta a la revocación de una cosmovisión y el surgimiento de otra. Los años ‘50 son años de un hiperintelectualismo empapado de experiencias creativas de todo tipo y todo alcance. Los años ‘60, el mayo francés, la contracultura y los procesos revolucionarios de liberación le harán concebir un mundo prometido. Los años ‘70 los dedicará poéticamente a la fragua activa de su utopía: un mundo de paz social, de igualdad, de imaginación, de disolución de los límites, en el que la palabra poética ostenta el valor incantatorio y la condición insurrecta que la habilitan en su intento de cambio del mundo y de la vida, siguiendo los mensajes admonitorios de Arthur Rimbaud y Karl Marx. El mundo, hermoso y terrible, lo mantendrá en esta lucha hasta el final de sus días.
Desde las palabras, que buscan el acceso, desde los silencios, en que está escrito el milagro, desde la acción implicada en el verso, el lector accede a un archipiélago textual en gran medida desconocido e inexplorado. La obra poética cortazariana será una inquisición de la condición humana y un impulso que dimensiona el lugar del artista en la historia y entre las cosas. En el destino poético de Julio Cortázar se cumple cabalmente la paradoja lírica que encierra la expresión “discurso del no método, método del no discurso”, atrio vital y estético con que se abre “Salvo el crepúsculo” y que postula una mirada inconforme y expansiva. No en vano, en Cortázar se advierten tangencialmente muchas de las aspiraciones de la poesía moderna con una intensidad y una amplitud inauditas.
La negación del discurso, heredada de las poéticas de vanguardia y de la experiencia existencial, procura un texto poético que no se sujeta a normas preestablecidas ni a códigos convencionales. El “discurso” es visto como un procedimiento artificial y una coacción a la indeleble vocación de apertura de la poesía. El poema no se adscribe de antemano a ninguna consideración discursiva por ser su naturaleza proteica, instantánea, impulsiva, inestable, vertiginosa e irreductible. El poema se adueñará de un registro intuitivo en que se alimentan su esplendor y su alcance polisémico y poliédrico. Lo mistérico, lo órfico, lo alquímico y lo surreal en que el poema de la modernidad cortazariana se desenvuelve rechazan de raíz la posibilidad de un modo discursivo al que atenerse. Igualmente, la negación del método se ha de entender desde el olvido de los aprendizajes que cultura y educación nos han legado impositivamente.
Desde una inconsciencia voluntaria, desde un orden solar, el poeta tratará de explotar los ángulos no metódicos de la creación como forma matinal y adánica de libertad, atento a la nueva cosmovisión que se adivina en el horizonte. Más allá de lo sistemático, el propio lenguaje, que no es fórmula, que carece en principio de una estructura tangible y definida, tiende por instinto al conjuro, al rapto iluminado, a la imagen intraducible, con lo que instaura un hálito mágico y una sugestión que, por su esencial extrañeza al método, se prevén incontenibles. El texto poético cortazariano será siempre una huida de las limitaciones que la censura, la autocensura y el orden implican y un desvelamiento original de la realidad oculta al otro lado de las apariencias empíricas y lingüísticas, en el lado secreto del universo sémico. Al fin, método y discurso son sospechosos de albergar unos condicionantes peligrosos en su aceptación de la costumbre y los procedimientos al uso.
Cortázar es poeta en la medida en que concibe poéticamente la realidad, en la que se injiere palabra a palabra y que quisiera transformar, devolver a su doble originalidad. Cortázar es poeta en la medida en que escribe versos de forma continuada toda su vida, por más que en largos años los conserve en el secreto o conciba esa escritura como un mundo privado, intromiso, siempre extensión natural de su necesidad expresiva, de su respirar. De alguna forma, el silencio, la disparidad y la lateralidad en la publicación de poesía preservan a Cortázar de avatares e implicaciones exteriores que podrían haber alterado su virginidad y su espontaneidad poéticas. Esa obra, que se labra en la intimidad, no repercute sino en un ámbito doméstico y, sin embargo, atiende siempre a la existencia de un lector al otro lado de la página. Plantea, además, un diálogo intempestivo y feraz con aquellos poetas en los que se identificó.
En la poesía de Cortázar apreciamos, además, un instrumento de prospección de los límites y la excepcionalidad en que el mundo tiene su razón de ser. La lógica afectiva ha de guiar sus pasos por los más insospechados “senderos”. Su aproximación poética a la realidad ha nacido, en primera instancia, de un lenguaje poético que huye de retóricas, afectaciones, servidumbres o delicuescencias; proviene, en definitiva, de un cauce biológico, genesíaco, amniótico. Una vez acogida la naturalidad matinal del lenguaje, el poema será intercesión pulcra y determinante en la realidad social y natural. Otra realidad amanece en la palabra poética: aquella que el lenguaje lleva inscrita en su código mítico y su capacidad de prospección y transformación.
Estos extremos se comprenden si concedemos que en Cortázar la revolución y la necesidad de ruptura son evidentes desde casi sus primeras composiciones poéticas. Por más que sea con el final de los años ‘50 cuando ocurra definitivamente la inflexión que, vertebrando su obra, lo conduzca a los dominios de una poesía real, el camino se inicia en la adolescencia bonaerense. Cortázar, por tanto, es consciente desde muy pronto de que ser revolucionario en la creación implica llevar la revolución a las palabras, a las formas, a la concepción de la estética y a la visión de la realidad. Esa paulatina, pero profunda, metamorfosis de su obra trasunta una modulación de su pensamiento, su entregada relación con la historia y su concepto de existencia. La naturalidad será la enseña de esa transformación poética que negará lo literario a priori, rehusará lo libresco y lo solemne y se adentrará en los límites difusos en que vida y arte coinciden, se respaldan, se fusionan. La noción misma de escritura participa simultáneamente del rechazo a la sacralización estética y de la invocación a la distracción, lo que en última instancia abra paso a su originalidad.
Desde el signo convulso de los tiempos, los experimentos cortazarianos se vinculan con esa condición de hombre inconforme. Su postura es radical y antiliteraria. No en vano, desde una óptica surreal, la poesía era lo contrario a la literatura. Su inconformismo militante atenta contra las instituciones sociopolíticas, contra el orden acostumbrado y contra los estratos complacientes de vida “burguesa”. Su condición de “homme revolté” implica una conciencia crítica de la sociedad y de los productos culturales y una pretensión antropofánica. Su irrupción en la cultura, la sociedad y la lengua desde el estilete del poema adquiere dimensiones tan radicales y tan frescas que alzan a Cortázar a un lugar privilegiado en los umbrales del medio siglo. En “Rimbaud”, “Teoría del túnel”, “Rayuela”, “Carta abierta para abrirla más”, “Sobre la situación de intelectual latinoamericano” y muchísimos textos más, el argentino sienta las bases de una poética contestataria y dispuesta a lo visionario, lo surreal y lo social simultáneamente.
Desde el poema, Cortázar asistirá entusiasta a la revocación de una cosmovisión y el surgimiento de otra. Los años ‘50 son años de un hiperintelectualismo empapado de experiencias creativas de todo tipo y todo alcance. Los años ‘60, el mayo francés, la contracultura y los procesos revolucionarios de liberación le harán concebir un mundo prometido. Los años ‘70 los dedicará poéticamente a la fragua activa de su utopía: un mundo de paz social, de igualdad, de imaginación, de disolución de los límites, en el que la palabra poética ostenta el valor incantatorio y la condición insurrecta que la habilitan en su intento de cambio del mundo y de la vida, siguiendo los mensajes admonitorios de Arthur Rimbaud y Karl Marx. El mundo, hermoso y terrible, lo mantendrá en esta lucha hasta el final de sus días.
Así pues, el viaje de la poesía se ha iniciado en una pulsión individual, analógica, que responde a un instinto atávico, que se retrae a lo mágico y la metáfora como correlato del principio de realidad, y se deriva hacia los terrenos en que la palabra encarna en el Hombre. El humanismo cortazariano se aleja de patrones e ideales para regresar a una región anterior y anticipar un mundo futuro. Podemos decir que el suyo es un utopismo crítico, analógico y comprometido, ocurrido desde la rebeldía, el juego y el amor. Los vasos comunicantes poéticos le permiten esa introspección propia en el contexto de una interacción social. El poeta, raptado de sí mismo, órgano de expresión de lo otro, es voz del pueblo. El conocimiento de sí mismo redundará en el reconocimiento de un futuro para la humanidad en que se cumplan las pretensiones de reintegración de lo humano en todas sus dimensiones. En definitiva, en el Cortázar poeta podemos advertir unas transformaciones que se derivan del momento histórico en que le tocó vivir, de su intuición estética y de su perenne atrevimiento renovador.
Los primeros pasos poéticos de Cortázar hallaron el estímulo en la lectura de los grandes poetas del simbolismo y el modernismo: Edgar Allan Poe, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Lord Byron, Rubén Darío. En ellos se cifraban las vastas pretensiones de Ideal, de Pureza, de Vida, desde una abstracción estética que rendía los reinos de la Belleza, la sensualidad, el placer. En Presencia, la abstracción viene aparejada al hermetismo, al formalismo y a un individualismo en que se contienen las cláusulas del arte por el arte. La primera evolución posible es la observada a la luz de Góngora o Neruda, en una suerte de contención expresiva que cuaja en los sonetos de su primer libro. El idealismo poético en que Cortázar se mueve en los años ‘30 lo vinculan a la estética órfico-elegíaca del neorromanticismo de la generación del ‘40. El cultivo exigente del soneto ofrece la imagen de un poeta entregado a su labor constructiva, con deseos de mostrarse muy poeta y enseñando sus cartas artísticas. La explosión hacia los ámbitos de otro entendimiento de la literatura vendrá dada por la exposición a la aventura surrealista y la implicación en un existencialismo en cuya base alienta un imperativo social en forma de compromiso.
Así, los años ‘50 y ‘60 traen a un Cortázar más abierto a posibilidades, solícito en su atención a todo lo que signifique renovación formal, y predispuesto a una conciliación definitiva del arte y la vida, del poeta y la transformación de la sociedad. En ese esfuerzo de fusión de las substancias vitales y poéticas -si es que hubiera alguna diferencia- Cortázar se atiene a un discurso que, sin negar su esencial libertad, se propone metas concretas. Las denuncias de opresión, esclavitud, alienación y violencia en su poesía responden a esta voluntad directiva de intervención en la vida social. Para el argentino, el lenguaje da la medida de esta transformación. Las palabras son el carbono 14 que le permite fechar un texto sólo por el vocabulario y el estilo. Cuanta más distancia hay entre la sustancia verbal del poema y la realidad, más antiguo es ese poema. Cuanto más abstracto es un poema más antiguo es.
Los años ‘70 serán de entrega a las causas sociopolíticas de los pueblos latinoamericanos y a un humanismo de pretensiones universales. Las razones de la cólera de Cortázar se entenderán entonces desde una triple perspectiva, contando con una continuidad y una convivencia de estratos. La cólera esteticista es abstracta, individualista, snob, escapista y distante; la cólera surreal-existencial, mágica y heroica, se aventura en las posibilidades más radicales del lenguaje y la expresión y las propuestas más innovadoras, que en último término pretenden traducir un estado de excitación existencial en que se refleja la muerte del Libro y las estéticas tradicionalistas; la cólera social, prosecución natural del compromiso surreal con la revolución y el compromiso sartreano, se caracteriza por la entrega de la obra al otro, por la cercanía en los asuntos a la realidad inmediata, por la concreción de objetivos y por una intención comunitaria y unitiva de los intentos poéticos, en donde siempre asoma el hombre.
Si antes de “Presencia” se evidenciaban las huellas de Poe o Baudelaire, como grandes testigos de una concepción “romántica” de la vida en evolución hacia otros paradigmas poéticos, juvenil y pretencioso Cortázar se desenvuelve en las rimas consonantes, el endecasílabo y el alejandrino de la canción “maldita” o se refugia en el romance lorquiano o los ritmos modernistas de “Bruma”. En “Presencia” asistimos al nacimiento a la luz de un poeta, hijo de la Argentina poética de la generación del ‘40. Hay singularidades en este primer libro, de sonetos, en los que se acoge de nuevo a influencias de los maestros del clasicismo (Góngora, Garcilaso), las ínfulas simbolistas de Mallarmé, el huracán imaginístico nerudiano o la música interior de Rilke. Los siguientes serán años de crecimiento rápido: la historia de la sangre de Rimbaud, la experiencia surreal que marca toda su carrera, los primeros contactos serios con el existencialismo. De un compromiso estético iremos hacia un compromiso de raíz ontológica, que se transformará en una vocación social y humanista. En ese periodo que va de los años ‘40 a los ‘60, en los que Cortázar no publica ningún libro de poesía, se fundamentan las profundas cualidades que hacen de él un poeta de latitud e intensidad considerables.
El poema pierde el respeto a los aspectos formales, a la musicalidad tradicional, a los aprioris del género. Canciones desarraigadas a la patria, poemas de vacío existencial y de dudas metafísicas, devociones a pintores y escritores queridos, paisajes para una batalla fantástica, breves poemas de amor en que la ternura, la soledad y el hedonismo van de la mano. París es una fiesta intelectual, una fiesta en que se funden el dolor y el descubrimiento de lo hermoso, la marginalidad y el instante sin final, los monstruos y las maravillas. Ya en esos años se ha revelado esa medular tendencia cortazariana a la denuncia de la violencia y los abusos. Los poemas que aparezcan en 1971 en “Pameos y meopas” recogen esa etapa, aunque sea parcialmente.
El inicio de los ‘60 consagrará su actividad político-social, lo que en los poemas aparece con claridad. Dueño de su independencia, el poema es arrebato y denuncia; también juego y encantamiento, diatriba y desenfreno surreal, intimismo y socialismo. Quizá sea ésta la época de mayor fecundidad y altura poética del argentino. En este momento se puede hablar de la persistencia de las dos cosmovisiones que obran en la vida del argentino, que se complementan, a las que no se renuncia. En cualquier caso, Cortázar se reserva el derecho a pasear con Aquiles por el Hades, a milonguear, a recordar a Robert Desnos al tiempo que se encuentra con Paul Blackburn.
Al final de su vida, siguiendo esa personal regla de conciliación de los contrarios, la poesía permutante convivirá con otra de tono conversacional y confesional, sin desprenderse de sus necesarias veleidades intelectualistas o de sus panegíricos socialistas. Los últimos poemas a Carol Dunlop o “Negro el diez”, en un tono reflexivo y de cierta oscuridad, escrito en el hospital gravemente enfermo, encierran una madurez y una solvencia que hacen a Cortázar ser el poeta del que no podemos prescindir. El poeta es, al fin, un mago moderno, un mago metafísico, un mago social y un mago ontológico. Su objetivo no es tanto explorar lo real como apoderarse del mundo. Para ello pone en funcionamiento una empresa total de trascendencia de los límites, que ha de rendir la totalidad, el cielo en la tierra, el mundo nuevo. Cortázar creció en esta idea y la defendió con la seriedad con que juegan los niños.