Hace
setenta años -esto es, en 1951- varios hechos relevantes ocurrían en la
Argentina: Chaco y La Pampa dejaban de ser territorios nacionales y se
convertían en provincias; nacía Canal 7, el primer canal de televisión del
país; el gobierno expropiaba el diario “La Prensa”, principal portavoz desde su
fundación en 1869 del liberalismo y el conservadurismo; en Buenos Aires se
jugaban los primeros Juegos Panamericanos, el mayor evento deportivo
multidisciplinario de América; en la costa oeste de la bahía Margarita de la
península Antártica se fundaba la Base San Martín, la primera estación
científica continental argentina y en aquel entonces la más austral del mundo;
y, luego de la promulgación de la ley 13.010 cuatro años antes, las mujeres argentinas
pudieron votar por primera vez.
En el ámbito cultural, el cineasta Carlos Schlieper (1902-1957) estrenaba “Los árboles mueren de pie”, película que, con guión del dramaturgo español Alejandro Casona (1903-1965) basado en su obra teatral homónima, es considerada una de las mejores de la denominada Época de Oro del cine argentino; el narrador, poeta, ensayista y dramaturgo Leopoldo Marechal (1900-1970) estrenaba en el Teatro Nacional Cervantes la obra teatral “Antígona Vélez”, una tragedia basada en la llamada “Conquista del Desierto”, la supuesta campaña “civilizatoria” llevada adelante por el Estado argentino entre 1878 y 1885 que exterminó a una gran parte de los pueblos originarios y les expropió sus tierras para repartirlas entre un puñado de terratenientes, políticos y militares; el escritor Ernesto Sabato (1911-2011) publicaba su libro ensayos “Hombres y engranajes”; y Jorge Luis Borges (1899-1986), por entonces presidente del Sindicato Argentino de Escritores, dictaba en el Colegio Libre de Estudios Superiores la conferencia “El escritor argentino y la tradición”, una charla que, más allá del enfoque editorial y cultural sobre la identidad latinoamericana y la misión del escritor latinoamericano, tenía un marcado contenido político.
Pero en ese año, también, acaecieron dos sucesos trascendentales en la vida de Julio Cortázar (1914-1984), uno de los escritores argentinos más importantes de todos los tiempos: la publicación de “Bestiario”, el primero de sus libros de cuentos, y su exilio autoimpuesto que lo llevó a abandonar la Argentina y establecerse en París, ciudad en la que viviría hasta el final de su vida. Con el paso de los años fueron innumerables los ensayos y artículos que se escribieron sobre la vida y la obra de este notable escritor. Uno de ellos, “Julio Cortázar o la cachetada metafísica”, fue escrito por el escritor y periodista chileno Luis Harss (1936) y formó parte de su libro “Los nuestros” que fuera publicado en 1966. Algunos fragmentos de esa obra son los que siguen a continuación.
En el ámbito cultural, el cineasta Carlos Schlieper (1902-1957) estrenaba “Los árboles mueren de pie”, película que, con guión del dramaturgo español Alejandro Casona (1903-1965) basado en su obra teatral homónima, es considerada una de las mejores de la denominada Época de Oro del cine argentino; el narrador, poeta, ensayista y dramaturgo Leopoldo Marechal (1900-1970) estrenaba en el Teatro Nacional Cervantes la obra teatral “Antígona Vélez”, una tragedia basada en la llamada “Conquista del Desierto”, la supuesta campaña “civilizatoria” llevada adelante por el Estado argentino entre 1878 y 1885 que exterminó a una gran parte de los pueblos originarios y les expropió sus tierras para repartirlas entre un puñado de terratenientes, políticos y militares; el escritor Ernesto Sabato (1911-2011) publicaba su libro ensayos “Hombres y engranajes”; y Jorge Luis Borges (1899-1986), por entonces presidente del Sindicato Argentino de Escritores, dictaba en el Colegio Libre de Estudios Superiores la conferencia “El escritor argentino y la tradición”, una charla que, más allá del enfoque editorial y cultural sobre la identidad latinoamericana y la misión del escritor latinoamericano, tenía un marcado contenido político.
Pero en ese año, también, acaecieron dos sucesos trascendentales en la vida de Julio Cortázar (1914-1984), uno de los escritores argentinos más importantes de todos los tiempos: la publicación de “Bestiario”, el primero de sus libros de cuentos, y su exilio autoimpuesto que lo llevó a abandonar la Argentina y establecerse en París, ciudad en la que viviría hasta el final de su vida. Con el paso de los años fueron innumerables los ensayos y artículos que se escribieron sobre la vida y la obra de este notable escritor. Uno de ellos, “Julio Cortázar o la cachetada metafísica”, fue escrito por el escritor y periodista chileno Luis Harss (1936) y formó parte de su libro “Los nuestros” que fuera publicado en 1966. Algunos fragmentos de esa obra son los que siguen a continuación.
Los años han demostrado, tanto en nuestra parte del mundo como en otros lugares, que vivir en conflicto con su país puede ser la mejor forma de comprenderlo. Tal vez la pasión antagónica sea el único martillo capaz de remachar el clavo de la verdad. Si en nuestra literatura el abrazo fraterno está cediendo lugar a la provocación y a la afrenta, es porque al profundizar su experiencia de la realidad el novelista ha ido más allá de la inmediata preocupación social para mirarse y cuestionarse en su soledad. Al margen de todos los sistemas de valores establecidos, se ve menos como el profeta de un orden social que como un apóstata envuelto en una singularidad absoluta. Desde esa posición de completa violencia, se instala en las dudas fundamentales, “metafísicas”. Es el “solitario forzado” de Octavio Paz: no un simple disconforme sino un rebelde ante la condición humana.
Desde Arlt, y sus locos y lanzallamas, la novela del Río de la Plata ha vivido cada vez más a las patadas con la vida cotidiana. El “Adán Buenosayres” de Marechal -un libro que fue marginado por años, por razones nada metafísicas: el autor había sido peronista- ya blasfemaba contra las condiciones intolerables de la Vida Ordinaria. Adán añoraba ese día lejano en que “la sed del hombre” daría con el “agua justa y el exacto manantial”. De esa “obsesión arcádica”, como la llamaba Marechal, y del misticismo literario, la tradición del poeta maldito, sale un novelista como Julio Cortázar, que habita regiones de frontera.
(…)
Por su ascendencia, Cortázar hereda un viejo dilema. Nació en 1914, de padres argentinos, en Bruselas. Sus antepasados fueron vascos, franceses y alemanes. Ha sido, espiritualmente, un poco de todo en su vida. Desde los cuatro años se crió en Banfield, un suburbio de Buenos Aires, la ciudad cuyos instintos y actitudes ocupan el trasfondo de su obra. Nadie es más argentino que Cortázar. Pero en el plano intelectual abandonó su país hace tiempo para entrar en un contexto más amplio. Lo ha angustiado siempre la constante migración interior entre mundos que es el destino del expatriado. Los desplazados que pueblan su obra atestiguan la permanencia de un conflicto sin solución que Cortázar ha sabido aprovechar para enriquecer su visión. Desde el principio se las arregló para trascender las limitaciones de la cultura porteña. Como Borges, sintiéndose ajeno en su casa, se buscó en los mapas de otras ciudades.
(…)
Se lanzó en el mundo de las letras alrededor de 1941 con un librito de sonetos, firmados con el seudónimo de Julio Denis y por suerte olvidados desde entonces. “Muy mallarmeanos”, dice sucintamente. El Cortázar de esa época, con sus gustos refinados, era un esteta. Hubo un largo silencio, y luego, en 1949, publicó “Los reyes”, una serie de diálogos sobre el tema del Minotauro de Creta, en un estilo exquisito y pretencioso que refleja su afición libresca a la mitología clásica. No llaman la atención esas primeras obras. Pero ya en 1951, apenas dos años después de “Los reyes”, se revelaba un Cortázar distinto en el deslumbrante “Bestiario”, que marca su ingreso en la literatura fantástica. El Cortázar de “Bestiario”, aunque todavía exquisito por momentos, es breve y luminoso. Ha leído con provecho a Poe, Hawthorne y Ambrose Bierce, y estudiado de cerca a Saki, Jacobs, Wells, Kipling, Lord Dunsany, E. M. Forster y además ha descubierto a Lugones, al viejo maestro Quiroga y por supuesto a Borges. Es un cuentista hábil, demasiado hábil, quizá. Cinco años después, en “Final del juego”, sigue entreteniéndose con sus sortilegios.
(…)
Sin embargo, ya se insinúa otro cambio radical en su próxima colección de cuentos, “Las armas secretas”. Sin sacrificar lo imaginario, ni las aperturas a la metafísica, Cortázar ha comenzado a dibujar personajes de carne y hueso, tomados de la vida cotidiana. El estilo es más espontáneo y vigoroso. Ahora, conociéndose mejor, y a mayor distancia de la Argentina, ve más de frente el mundo que lo rodea. Lo que allí encuentra lo describe en 1960 en su primera novela, “Los premios”. Es la obra tentativa e informe de un autor inseguro que busca un tema en el que pueda reconocerse y hallar una forma adecuada de expresión.
Le siguieron, en 1962, las ingeniosas “Historias de cronopios y de famas”, surtido variado de notas sueltas, bocetos, retazos, breves atisbos de dimensiones ocultas que le permiten tratar con fantasía y humor aspectos de la vida argentina. Los chistosos y amorfos cronopios y famas, seres incorpóreos que se revisten de extraños hábitos en los que discernimos sin embargo una caricatura de caracteres porteños, eran burbujas poéticas. Con este libro, Cortázar pareció clausurar una etapa de su obra. Lo que siguió fue un huracán. Se llamaba “Rayuela”, una “antinovela” explosiva que es una agresión, que arremete contra la dialéctica vacía de la civilización occidental y la tradición racionalista. Es una obra ambiciosa e intrépida, a la vez un manifiesto filosófico, una rebelión contra el lenguaje literario y la crónica de una extraordinaria aventura espiritual. El Cortázar de “Rayuela” es un pescador en aguas profundas que tiende mil redes, un hombre de infinitos recursos, violento, contradictorio, jubiloso, paradójico: no sólo un gran humorista que eclipsa a todos los demás de nuestra literatura, sino también -como lo demuestran los “capítulos prescindibles” donde se confunden sutilmente la polémica, a veces algo pedante, y la materia dramática en gestación- un temible teórico literario.
(…)
“Como todos los niños que se apasionan por la lectura, muy pronto intenté escribir. Mi primera novela la terminé a los nueve años. Ya pueden imaginarse… Y poemas inspirados por Poe, naturalmente. A los doce años escribía poemas de amor a una condiscípula… Sólo mucho más tarde, cuando tenía ya treinta o treinta y dos años (aparte de una gran cantidad de poemas que andan por ahí, perdidos o quemados) empecé a escribir cuentos”. Pero no publicó ninguno. “Nunca llevé nada a ningún editor. Durante muchos años viví lejos de Buenos Aires… Soy maestro. Me recibí en la Escuela Normal Mariano Acosta de Buenos Aires; luego estudié el profesorado en letras e ingresé en la Facultad de Filosofía y Letras. Aprobé los exámenes de primer año, pero en ese momento me ofrecieron unas cátedras en un pueblo de la provincia de Buenos Aires, y como en mi casa había muy poco dinero y yo quería ayudar a mi madre que me había educado con mucho sacrificio (mi madre nos crió, a mi hermana y a mí; mi padre se fue de casa cuando yo era muy chico, y no hizo nada por nosotros), apenas cumplí veinte años y me ofrecieron trabajo, lo acepté. Abandoné los estudios en la facultad y me fui al campo. Allí pasé cinco años como profesor de enseñanza secundaria. Y allí empecé a escribir cuentos, aunque jamás se me ocurrió publicarlos. Luego me fui a Mendoza, a la Universidad de Cuyo, donde me ofrecían unas cátedras de nivel universitario. En los años 44-45 participé en la lucha política contra el peronismo, y cuando Perón ganó las elecciones presidenciales, preferí renunciar a mis cátedras antes de verme obligado a ‘sacarme el saco’ como les pasó a tantos colegas que optaron por seguir en sus puestos. Conseguí un empleo en Buenos Aires, en la Cámara Argentina del Libro, y allí seguí escribiendo cuentos”.
(…)
Dice: “Me crié en una casa de gente medianamente instruida que, como decía Chesterton, es siempre lo peor. Esto no tiene nada que ver con el cariño, es un asunto de índole intelectual... Al terminar mis estudios, cuando me fui al campo, viví completamente aislado y solitario. Resolví ese problema, si se puede llamar resolverlo, gracias a una cuestión de temperamento. Vivía en pequeñas ciudades donde había muy poca gente interesante, prácticamente nadie. Me pasaba el día en mi habitación del hotel o de la pensión donde vivía, leyendo y estudiando. Eso me fue útil y al mismo tiempo peligroso. Fue útil en el sentido de que devoré millares de libros. Toda la información libresca que puedo tener la fundé en esos años. Y fue peligroso en el sentido de que me quitó probablemente una buena dosis de experiencia vital”.
(…)
Recuerda que “desde niño, todo lo que tuviera vinculación con un laberinto me resultaba fascinador. Creo que eso se refleja en mucho de lo que llevo escrito. De pequeño fabricaba laberintos en el jardín de mi casa. Me los proponía”. Por ejemplo, de su casa en Banfield hasta la estación de ferrocarril había unas cinco cuadras. “Cuando yo iba solo, iba saltando. Mi laberinto era un camino que yo tenía perfectamente trazado, y que consistía principalmente en cruzar de una vereda a otra a lo largo del camino. En ciertas piedras que me gustaban yo daba el salto y caía sobre esa piedra. Si por casualidad no podía hacerlo o me fallaba el salto, tenía la sensación de que algo andaba mal, de que no había cumplido con el ritual. Varios años viví obsesionado por esa ceremonia, porque era una ceremonia”.
Los juegos
callejeros, ceremoniales y laberínticos siempre, abundan en la obra de
Cortázar. Todo “Bestiario” es como el relato que da título al volumen, donde
los problemas afectivos de una niña hipersensible se encarnan en la figura de
un tigre de pesadilla que circula por un caserón en el que se enredan sin
desembocar nunca interminables habitaciones y pasillos. En “Casa tomada” una
pareja de hermanos es expulsada poco a poco de su propia casa por intrusos
desconocidos (¿antepasados?, ¿temores reprimidos?, ¿invasores peronistas?) que
les van cerrando puertas y corredores. En “Los venenos”, en “Final del juego”,
el laberinto toma la forma de un enorme hormiguero. Y está el juego laberíntico
que da título a “Rayuela”.
(…)
“Muchos de esos cuentos (incluso puedo señalar uno concretamente) representan una especie de autopsicoanálisis”, dice Cortázar. El caso concreto es el de “Circe”, donde una muchacha procaz asquea a sus novios ofreciéndoles bombones rellenos de cucarachas. “Cuando escribí ese cuento pasaba por una etapa de gran fatiga en Buenos Aires. En esa época buscaba independizarme de mi empleo y tener una profesión. Hice toda la carrera de traductor público en ocho o nueve meses, lo que me resultó muy penoso. Me cansé y empecé a tener síntomas neuróticos. Noté que cuando comía me preocupaba constantemente el temor de encontrar moscas o insectos en la comida. Eso me dio la idea del cuento, la idea de un alimento inmundo. Y cuando lo escribí, por cierto que sin proponérmelo como cura, descubrí que había obrado como un exorcismo porque me curé inmediatamente. Supongo que otros cuentos están en la misma línea. El cuento de los conejitos -‘Carta a una señorita en París’- coincidió también con una etapa de neurosis bastante aguda. Ese departamento al que llego y donde vomito un conejo en el ascensor (digo vomito porque está narrado en primera persona) existía tal cual se lo describe, y a él fui a vivir en esa época y en circunstancias personales un tanto penosas. Escribir el cuento también me curó de muchas inquietudes”.
Algunos de los cuentos apuntan más lejos que otros. A veces son como crucigramas en los que se cifra algo así como una ecuación de lo invisible. “Ómnibus”, por ejemplo, uno de los más sutiles y especulativos -por lo que se ha prestado a las interpretaciones más diversas; se lo ha visto como una parábola sobre la muerte, y también alguna vez como una alegoría política; y Cortázar no niega que pueda ser las dos cosas, y otras también. No es ni un puro juego verbal ni una simple metáfora, sino una ruptura.
(…)
El lenguaje, sobre todo en “Bestiario”, es sencillo y directo. Casi han desaparecido los rebuscamientos. La superficie es nítida y cristalina. Pero por debajo corren fuerzas opacas que llevan a una silenciosa catarsis en la que hay a la vez alivio y desbordamiento. Si en este desbordamiento nos parece intuir la proximidad de una experiencia mística, la intuición queda confirmada más tarde en “El perseguidor”, un cuento donde la dimensión metafísica está en el borde mismo de la realidad. “El perseguidor” no es ya una construcción fantástica, sino un relato situado dentro de un contexto particular. Su tema es justamente desbordamiento místico o metafísico, que se confunde con la inspiración artística. Aquí vemos a un Cortázar que al poner pie en tierra va tomando conciencia de sus verdaderas preocupaciones. El escenario es París. Cuando Cortázar escribió “El perseguidor”, había liquidado hacía tiempo sus asuntos en Buenos Aires, pero la distancia ha dado una nueva inminencia porteña a su obra.
(…)
Cuando compuso “Los premios” un poco más tarde, Cortázar se esforzó en remediar esa deficiencia. En “Los premios”, la búsqueda de una salida -caprichosa a veces, hasta bufona, pero sin perder nunca de vista la meta final- se complica: ya no sólo constituye el tema y el argumento de la novela sino que se incorpora al proceso de la escritura. Cortázar se abandona un poco al impulso del momento en “Los premios”, dejando que las cosas sucedan -en la frase de Neruda- “sin forma obstinada”. Hay menos cálculo que en los cuentos, y un mayor acercamiento a la realidad psicológica y social. El tema, en el plano de la anécdota, es un crucero en barco que un grupo de personas que en general no se conocen hacen juntas por pura coincidencia, simplemente porque se han ganado el pasaje en una lotería. En un plano simbólico primario, es un viaje interior de cada pasajero hacia la confrontación consigo mismo. Pero es también el viaje interior del autor en busca de su propia verdad. Los obstáculos son numerosos. El fin permanece equívoco e inalcanzable. Su representación física es la popa del barco, que ha sido misteriosamente cerrada a los pasajeros. Allí no llegará nadie indemne, ni siquiera el autor, que como los demás pasajeros ignora las razones de la interdicción. “Me hallaba en la misma situación que López, Medrano o Raúl -dice Cortázar-: Tampoco yo sabía lo que había en la popa. Hasta hoy no lo sé”.
(…)
“La verdad es que me atraen las situaciones marginales -dice Cortázar-. Prefiero las callejuelas perdidas a los grandes bulevares. Detesto los itinerarios clásicos, en todos los órdenes”. A veces bastan las pequeñas rupturas, como en “Historias de cronopios y de famas”, una antología de esos chistes serios pero espeluznantes que son su especialidad: maniáticas instrucciones para subir por una escalera, o para dar cuerda a un reloj; un comentario sobre los inconvenientes de la decapitación; una sección titulada “Ocupaciones raras”, todas inquietantes. Cuando se publicó el libro en la Argentina, lo recibió la artillería pesada. Los poetas lo trataron con respeto, dice Cortázar, pero los pocos críticos que se dignaron mencionarlo lamentaron que un escritor tan “serio” se permitiera escribir un libro tan poco importante. “Ahí -dice- se toca a fondo una de las peores cosas de mi país, la estúpida noción de importancia. El juego por el juego mismo no existe casi nunca en nuestra literatura”.
En “Cronopios”, Cortázar se encarga de demostrar lo contrario. El libro le vino como un relámpago. “Era en el año 1951 y yo acababa de llegar a París. Una noche, escuchando un concierto en el Théâtre des Champs Élysées, tuve bruscamente la noción de unos personajes que se llamarían cronopios. Eran tan extravagantes que no alcanzaba a verlos claramente; como una especie de microbios flotando en el aire, unos globos verdes que poco a poco iban tomando características humanas. En los cafés, en las calles, en el métro, fui escribiendo rápidamente las historias de los cronopios, a los que ya se sumaban las famas y las esperanzas… Escribí estos textos como un puro juego”.
(…)
Igualmente, en “Rayuela”, compuso cierta escena de circo porque le daba una oportunidad “para incluir algunos elementos de humor, de pura invención: por ejemplo, el gato calculista, con el que me reí mucho”. Las aperturas de “Rayuela” son más que experimentación literaria. Identifican al artista con el hombre. Suena pretencioso, pero es una invitación a explorar las posibilidades humanas. A estirarse cada uno más allá de su alcance. Aprender a hablarse ha sido su forma de entablar el diálogo con los demás. Y la tarea no ha sido en vano.
(…)
“Muchos de esos cuentos (incluso puedo señalar uno concretamente) representan una especie de autopsicoanálisis”, dice Cortázar. El caso concreto es el de “Circe”, donde una muchacha procaz asquea a sus novios ofreciéndoles bombones rellenos de cucarachas. “Cuando escribí ese cuento pasaba por una etapa de gran fatiga en Buenos Aires. En esa época buscaba independizarme de mi empleo y tener una profesión. Hice toda la carrera de traductor público en ocho o nueve meses, lo que me resultó muy penoso. Me cansé y empecé a tener síntomas neuróticos. Noté que cuando comía me preocupaba constantemente el temor de encontrar moscas o insectos en la comida. Eso me dio la idea del cuento, la idea de un alimento inmundo. Y cuando lo escribí, por cierto que sin proponérmelo como cura, descubrí que había obrado como un exorcismo porque me curé inmediatamente. Supongo que otros cuentos están en la misma línea. El cuento de los conejitos -‘Carta a una señorita en París’- coincidió también con una etapa de neurosis bastante aguda. Ese departamento al que llego y donde vomito un conejo en el ascensor (digo vomito porque está narrado en primera persona) existía tal cual se lo describe, y a él fui a vivir en esa época y en circunstancias personales un tanto penosas. Escribir el cuento también me curó de muchas inquietudes”.
Algunos de los cuentos apuntan más lejos que otros. A veces son como crucigramas en los que se cifra algo así como una ecuación de lo invisible. “Ómnibus”, por ejemplo, uno de los más sutiles y especulativos -por lo que se ha prestado a las interpretaciones más diversas; se lo ha visto como una parábola sobre la muerte, y también alguna vez como una alegoría política; y Cortázar no niega que pueda ser las dos cosas, y otras también. No es ni un puro juego verbal ni una simple metáfora, sino una ruptura.
(…)
El lenguaje, sobre todo en “Bestiario”, es sencillo y directo. Casi han desaparecido los rebuscamientos. La superficie es nítida y cristalina. Pero por debajo corren fuerzas opacas que llevan a una silenciosa catarsis en la que hay a la vez alivio y desbordamiento. Si en este desbordamiento nos parece intuir la proximidad de una experiencia mística, la intuición queda confirmada más tarde en “El perseguidor”, un cuento donde la dimensión metafísica está en el borde mismo de la realidad. “El perseguidor” no es ya una construcción fantástica, sino un relato situado dentro de un contexto particular. Su tema es justamente desbordamiento místico o metafísico, que se confunde con la inspiración artística. Aquí vemos a un Cortázar que al poner pie en tierra va tomando conciencia de sus verdaderas preocupaciones. El escenario es París. Cuando Cortázar escribió “El perseguidor”, había liquidado hacía tiempo sus asuntos en Buenos Aires, pero la distancia ha dado una nueva inminencia porteña a su obra.
(…)
Cuando compuso “Los premios” un poco más tarde, Cortázar se esforzó en remediar esa deficiencia. En “Los premios”, la búsqueda de una salida -caprichosa a veces, hasta bufona, pero sin perder nunca de vista la meta final- se complica: ya no sólo constituye el tema y el argumento de la novela sino que se incorpora al proceso de la escritura. Cortázar se abandona un poco al impulso del momento en “Los premios”, dejando que las cosas sucedan -en la frase de Neruda- “sin forma obstinada”. Hay menos cálculo que en los cuentos, y un mayor acercamiento a la realidad psicológica y social. El tema, en el plano de la anécdota, es un crucero en barco que un grupo de personas que en general no se conocen hacen juntas por pura coincidencia, simplemente porque se han ganado el pasaje en una lotería. En un plano simbólico primario, es un viaje interior de cada pasajero hacia la confrontación consigo mismo. Pero es también el viaje interior del autor en busca de su propia verdad. Los obstáculos son numerosos. El fin permanece equívoco e inalcanzable. Su representación física es la popa del barco, que ha sido misteriosamente cerrada a los pasajeros. Allí no llegará nadie indemne, ni siquiera el autor, que como los demás pasajeros ignora las razones de la interdicción. “Me hallaba en la misma situación que López, Medrano o Raúl -dice Cortázar-: Tampoco yo sabía lo que había en la popa. Hasta hoy no lo sé”.
(…)
“La verdad es que me atraen las situaciones marginales -dice Cortázar-. Prefiero las callejuelas perdidas a los grandes bulevares. Detesto los itinerarios clásicos, en todos los órdenes”. A veces bastan las pequeñas rupturas, como en “Historias de cronopios y de famas”, una antología de esos chistes serios pero espeluznantes que son su especialidad: maniáticas instrucciones para subir por una escalera, o para dar cuerda a un reloj; un comentario sobre los inconvenientes de la decapitación; una sección titulada “Ocupaciones raras”, todas inquietantes. Cuando se publicó el libro en la Argentina, lo recibió la artillería pesada. Los poetas lo trataron con respeto, dice Cortázar, pero los pocos críticos que se dignaron mencionarlo lamentaron que un escritor tan “serio” se permitiera escribir un libro tan poco importante. “Ahí -dice- se toca a fondo una de las peores cosas de mi país, la estúpida noción de importancia. El juego por el juego mismo no existe casi nunca en nuestra literatura”.
En “Cronopios”, Cortázar se encarga de demostrar lo contrario. El libro le vino como un relámpago. “Era en el año 1951 y yo acababa de llegar a París. Una noche, escuchando un concierto en el Théâtre des Champs Élysées, tuve bruscamente la noción de unos personajes que se llamarían cronopios. Eran tan extravagantes que no alcanzaba a verlos claramente; como una especie de microbios flotando en el aire, unos globos verdes que poco a poco iban tomando características humanas. En los cafés, en las calles, en el métro, fui escribiendo rápidamente las historias de los cronopios, a los que ya se sumaban las famas y las esperanzas… Escribí estos textos como un puro juego”.
(…)
Igualmente, en “Rayuela”, compuso cierta escena de circo porque le daba una oportunidad “para incluir algunos elementos de humor, de pura invención: por ejemplo, el gato calculista, con el que me reí mucho”. Las aperturas de “Rayuela” son más que experimentación literaria. Identifican al artista con el hombre. Suena pretencioso, pero es una invitación a explorar las posibilidades humanas. A estirarse cada uno más allá de su alcance. Aprender a hablarse ha sido su forma de entablar el diálogo con los demás. Y la tarea no ha sido en vano.