12 de febrero de 2021

Acerca de Cortázar, el cronopio inmortal (III). Vicente Battista

Cuando Cortázar nació, la Primera Guerra Mundial estaba comenzando. En una de las numerosísimas cartas que componen la nutrida correspondencia que mantuvo a lo largo de su vida, decía: “Mi nacimiento fue un producto del turismo y la diplomacia; a mi padre lo incorporaron a una misión comercial cerca de la legación argentina en Bélgica y como acababa de casarse se llevó a mi madre a Bruselas. Me tocó nacer en los días de la ocupación de Bruselas por los alemanes”. Tras registrar al hijo como argentino en el consulado, la familia pudo salir de Bélgica rumbo a Suiza. Allí, el matrimonio tuvo otra hija y, poco tiempo más tarde, se radicaron en Barcelona. De su estancia en la capital catalana, el único recuerdo que guardó Cortázar fue el del Parque Güell ubicado en el barrio La Salut del distrito de Gràcia, lugar adonde su madre los llevaba a jugar a él y a su hermana. Luego, tras la finalización de la guerra, los Cortázar pudieron regresar a la Argentina y se instalaron en la calle Rodríguez Peña nº 585 de Banfield, un antiguo barrio al sur de la ciudad de Buenos Aires.
Cuando el futuro escritor contaba con seis años de vida su padre abandonó la familia, por lo cual las dificultades económicas estuvieron a la orden día a lo largo de toda la infancia y la juventud de Cortázar. Nunca más volvió a verlo ni a tener noticias de él, salvo cuando publicó su primer libro y, dado que se llamaban igual, recibió una carta suya en la que le prohibía usar su nombre. Tal vez esta ausencia fue la más significativa de su vida. “Tuve una infancia en la que no fui feliz y esto me marcó muchísimo”, diría años más tarde. Fue entonces cuando la familia se fue a vivir con la abuela materna y una prima de la madre. “Crecí en una casa llena de gatos, perros, tortugas y cotorras. Era el paraíso. Pero en ese paraíso yo era Adán”, diría en otra carta. También la enfermedad de su hermana, la que desde muy pequeña tuvo episodios de epilepsia, marcó su infancia. Él mismo fue un niño con asma y con problemas de bronquitis, lo que lo llevó a pasar largas horas en cama, con lo cual la lectura fue una gran compañera.
“Mis primeros libros me los regaló mi madre. Fui un lector muy precoz y, en realidad, aprendí a leer por mi cuenta, con gran sorpresa de mi familia, que incluso me llevó al médico porque creyeron que era una precocidad peligrosa y tal vez lo era, como se ha demostrado más tarde. Muy pronto me dediqué directamente a sacar los libros que encontraba en las bibliotecas de la casa, con lo cual muchas veces leí libros que estaban al margen de mi comprensión a los siete, ocho, nueve años de edad. Pero otros, en cambio, me hicieron mucho bien, porque eran libros en alguna manera superiores a mis posibilidades, pero que me abrían horizontes imaginarios absolutamente extraordinarios”. Así, desde la lectura de las enciclopedias “Pequeño Larousse Ilustrado”, “Tesoro de la juventud” y “Almanaque Peuser”, pasó a leer las novelas de Victor Hugo (1802-1885), de Edgar Allan Poe (1809-1849), de Julio Verne (1828-1905), de Maurice Leblanc (1864-1941) y hasta los ensayos de Michel de Montaigne (1533-1592).
El escritor argentino Vicente Battista (1940), autor de obras tan recordadas como los libros de cuentos “Esta noche reunión en casa” y “Como tanta gente que anda por ahí”, o las novelas “El libro de todos los engaños” y “Sucesos argentinos”, se refirió en numerosas ocasiones a Cortázar, tanto en escritos como en entrevistas y conferencias. En este caso se reproducen fragmentos de “El autor y su obra”, texto que escribiera en la antología “Julio Cortázar. Los relatos” que el “Círculo de Lectores” publicara en 1974; y de “Cortázar, un modelo para atacar” y “Cortázar y el impacto de ‘Rayuela’ en la literatura” publicados en 2014, en ocasión de conmemorarse el centenario del nacimiento de Cortázar, en la revista “Nueva Nota” y en el “Suplemento Literario Télam” respectivamente.
 
Un hombre tocando el clarinete, solo, en un cuarto vacío, de pronto y sin que medie razón alguna, en mitad de una nota tira el clarinete por la ventana y detrás del clarinete se tira él. Así, o con palabras parecidas, alguien alguna vez definió al cuento. Hay que haber leído muchísimos cuentos, o ser cuentista, para entender lo genuino de esa definición. Porque de eso se trata, de inventar con palabras una realidad que esté por encima o por debajo de nuestra cotidiana realidad. Un universo en donde, sin asombro, la única salida lógica sea por la ventana; detrás del clarinete.
Kafka, que sabía muy bien eso, supo cómo administrar el asombro. En “La metamorfosis” la sorpresa de Gregorio Samsa (y nuestra propia sorpresa) apenas durará unos minutos, poco tiempo si tenemos en cuenta que no es frecuente amanecer transformado en abominable insecto; después Samsa y nosotros a lo largo del libro nos manejaremos con esa irrealidad que en la página uno habíamos aceptado como real. Administrar el asombro, entonces, integrarlo. Aquello de las panteras que, según Kafka, a diario profanaban el templo e interrumpían el rito y que, poco después, con naturalidad, comenzaron a ser parte del rito.
Kafka y Cortázar se escabullen del prolijo orden del biógrafo, le hacen trampa a la lógica encuadernada: uno era checoslovaco, de origen judío y escribía en alemán; el otro nació en Bélgica, vive en Francia y escribe en argentino. Los dos son cuentistas, no escritores de cuentos. Entiéndase el matiz: gente que escribe cuentos, buenos cuentos, hay mucha; cuentistas (permítaseme el subrayado) apenas unos pocos, el rasgo que los diferencia es muy sutil. Cortázar lo supo explicar así: “el gran cuento breve condensa la obsesión de la alimaña, es una presencia alucinante que se instala desde las primeras frases para fascinar al lector, hacerle perder contacto con la desvaída realidad que lo rodea, arrasarlo a una sumersión más intensa y avasalladora. De un cuento así se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y tantas otras de resignación”. Cuentos así sólo los logran algunos pocos, aquellos que hacen verosímil que la ventana sea la única salida lógica. Poe o Maupassant, Quiroga o Kipling, Kafka o Borges. Y Cortázar entre ellos, por supuesto.
De padres argentinos, Julio Cortázar nació en Bruselas (Bélgica) en 1914. A los cinco años llega a la Argentina, permanece hasta 1951; luego elige Francia como país de residencia y desde entonces vive allí. De la época argentina quedará el remoto recuerdo de cátedras en colegios secundarios y en la universidad, algunas notas y críticas desperdigadas en revistas y periódicos de la época; quedará un libro de poemas que pese a lo imperativo del título, “Presencia”, había publicado con el seudónimo Julio Denis y quedará un poema dramático, “Los reyes”, en el que, desde una óptica inédita, se retoma el mito del Minotauro. Casi la totalidad de su obra, profundamente argentina, se produce en Europa. Contrasentido que no mueve al asombro: desde el siglo pasado ésta es una constante que se repite con la mayor parte de la literatura hispanoamericana. No es necesario abrumar con ejemplos.
Su primer libro de cuentos, “Bestiario”, aparece en 1951. Política y culturalmente la Argentina vivía un periodo de transición: se comenzaba a tener conciencia de los límites de la propuesta peronista y se verificaba que, pese a tantos himnos nacionales, la producción literaria nacional había sido escasa. Paradójicamente, sin embargo, aquél sería un terreno fértil para el cultivo de una nueva categoría de lector que a partir de 1955 comenzará a observar (y a participar) del hecho literario desde un espacio diferente: como parte activa y cómplice de ese texto que se está produciendo. “Bestiario” podría ser, entonces, una de las obras que anticipan ese nuevo período cultural que habría de iniciarse en los alrededores del año 1955, tendría su apogeo en 1963 y su culminación en 1969.
Obviamente, público y crítica no repararon en “Bestiario”, habría que esperar hasta la aparición de “Rayuela” -un texto fundamental en la narrativa hispanoamericana- para retroceder hasta los primeros cuentos de Cortázar y descubrir que allí ya estaban delineadas todas las obsesiones y toda la problemática que podrían leerse a lo largo de su obra: el manifiesto rechazo a lo empírico, a la visión positivista de la realidad. Cortázar no ha abundado en explicaciones sobre la génesis del libro. Lo cierto es que su publicación dividió en dos el gusto de muchos lectores. Lo dividió en antes de “Rayuela” y en después de “Rayuela”. Fue una novela fundamental en una década de novelas fundamentales. “Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez, también fue publicada en la Argentina en esos tiempos.
La novela, como se sabe, se divide en dos partes principales: “El lado de allá”, que ocurre en París, y “El lado de acá”, que transcurre en Buenos Aires. Los personajes principales son Horacio, un exiliado amante del jazz, y La Maga, una uruguaya sorprendente, de la cual la mayor parte de los lectores masculinos se enamoraron perdidamente. Del mismo modo que Shakespeare hace morir a Romeo y a Julieta para que el amor sea eterno y jamás caiga ni se pierda en la rutina tediosa de los días, Julio Cortázar no cuenta una historia con final feliz. No puede. No quiso.
Por supuesto que el personaje principal femenino, La Maga, es absolutamente fascinante. La Maga existió, fue real. Julio Cortázar la conoció en un viaje a París y ella se presentó públicamente luego de que él muriera. Si Horacio es el propio Cortázar, no lo sé, o sí. Casi todos los personajes, en todas las novelas, tienen que ver con el autor, son un poco el autor.
Si bien Cortázar tenía un formidable sentido del humor, el modo de lectura que propone para “Rayuela” lejos está de ser un chiste. Ted Nelson, un científico estadounidense habló en 1965 de una red universal de información, una suerte de fantástico banco de datos al que podían acceder usuarios de cualquier rincón  del mundo. Proponía una escritura electrónica, idéntica al clásico texto impreso, que en lugar de leerse sobre papel, se leía en la pantalla de una computadora.
Pero tenía un agregado fundamental: el lector, en lugar de seguir la ruta lineal a la que naturalmente invita todo libro, se encontraba con una red de senderos alternativos a los que podía acceder a su antojo mediante unas conexiones previamente establecidas. Recordemos que “Rayuela”, que propone eso mismo sobre las páginas de papel, apareció en 1963; es decir que Cortázar se anticipó por lo menos dos años a lo que había propuesto Nelson. Fue un adelantado.
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“El artista -escribió alguna vez- sustituye la fórmula por el ensalmo, la descripción por la visión, la ciencia por la magia”. Por tal causa, se hará natural que aquel hombre vomite conejos, que una fuerza extraña expulse a Irene y su hermano de su propia casa o que Delia elabore bombones rellenos de insectos. Como será natural que, libros después, Nico (muerto hace ya muchos años) se instale compulsivamente en la vida de Luis y Laura; que un atolondrado motociclista a partir de un accidente se descubra guerrero tolteca a punto de ser sacrificado en plena guerra florida o que un oscuro corredor de bolsa ingrese por el portón del Pasaje Güemes, en Buenos Aires, y salga por la puerta de la Galería Vivienne, en París. Aquello del clarinetista y la ventana de que hablábamos al principio, o para decirlo con palabras de Cortázar: “hombres que en algún momento cesan de ser ellos y su circunstancia, hay una hora en la que se anhela ser uno mismo y lo inesperado, uno mismo, y el momento en que la puerta que antes y después da al zaguán se entorna lentamente para dejarnos ver el prado donde relincha el unicornio”.
Después de “Bestiario” aparecieron otros cuatro libros de cuentos: “Final del juego” (1956), “Las armas secretas” (1958), “Todos los fuegos el fuego” (1966) y “Octaedro” (1974); cuatro novelas: “Los premios” (1960), “Rayuela” (1963), “62/Modelo para armar” (1968) y “Libro de Manuel” (1973); tres libros que escapan a la clasificación por género: “Historias de Cronopios y de Famas” (1962), “La vuelta al día en ochenta mundos” (1967) y “Último round” (1969); una antología de sus poemas: “Pameos y meopas” (1971) y un texto entre narrativo, poético e ideológico: “Prosa del observatorio” (1972).
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Suele decirse que a los artistas se los conoce por su obra. Es cierto, “Edipo Rey” nos sigue conmoviendo, pese a que ignoramos quién fue realmente Sófocles, sabemos que derrotó a Esquilo en una contienda poética y que tomó parte de la expedición que dirigió Pericles contra los habitantes insurrectos de Samos; pero nada sabemos acerca de su pensamiento político.
Es compresible, los casi tres milenios que nos separan lo hacen comprensible. Esto no sucede con los artistas contemporáneos: los conocemos por sus obras y por sus acciones políticas. Julio Cortázar, uno de nuestros grandes escritores, podría ser un verdadero modelo para armar acerca de esas acciones. En el espacio de la literatura, “Rayuela” marca un antes y un después en la narrativa en lengua española; sus cuentos se inscriben entre los mejores relatos del siglo XX. Pero Cortázar, además de un brillante escritor fue un hombre comprometido políticamente. Intentaremos reconstruir el singular modo en que arribó a ese compromiso.


Nació en Bruselas. “Mi nacimiento fue un producto del turismo y la diplomacia”, explicaría años después. Efectivamente, su padre, Julio José, era funcionario de la embajada argentina en Bélgica. Aquella primera etapa europea se iba a extender a lo largo de cuatro años -desde 1914 hasta 1918-, su segunda etapa en Europa sería muchísimo más larga, desde 1951 hasta su muerte en 1984. Pero entre una y otra fecha vivió en la Argentina. Fue testigo del advenimiento del peronismo y fue precisamente el peronismo quien lo llevó a dejar el país. Partió, según él mismo confesara, en busca de un poco de paz: no aguantaba los bombos peronistas, que no le permitían escuchar a Alban Berg. En sus cuentos “Las puertas del cielo” y “La banda” da cuenta de eso. No le preocupaba que lo tildasen de antiperonista, de hecho, lo era. “En los años 44/45 -dijo- participé en la lucha política contra el peronismo, y cuando Perón ganó las elecciones presidenciales, preferí renunciar a mis cátedras antes de verme obligado a ‘sacarme el saco’ como le pasó a tantos colegas que optaron por seguir en sus puestos”.
Su confesada condición de antiperonista no le impidió reconocer la grandeza de un texto esencial para nuestra literatura, escrito precisamente por un peronista. Estoy hablando de “Adán Buenoayres”. Numerosas voces de derecha se alzaron furiosas contra la novela de Leopoldo Marechal: no soportaban que una obra de esa magnitud hubiera sido escrita por un peronista. Fue Cortázar quien, contra la furia de la “intelligenzia” de aquellos años, destacó la calidad y la grandeza de “Adán Buenoayres”. “La aparición de este libro me parece un acontecimiento extraordinario en las letras argentinas, y su diversa desmesura un signo merecedor de atención y expectativa”, con estas palabras iniciaba el comentario publicado en la revista “Realidad”, en marzo de 1949.
Dos años más tarde se había instalado en París. Continuaba siendo ese hombre ajeno a los compromisos políticos, al que sin riesgo a equívocos se lo podría tildar de liberal. Claro que en lugar de adoptar la lengua francesa, siguió escribiendo en argentino, en porteño. Tal vez por aquello de que mi patria es la lengua. Sin embargo, ese estar afuera le traerá inconvenientes y conflictos. David Viñas destacó que Cortázar se veía obligado a resaltar ciertos productos argentinos (el dulce de leche “La Martona”, por ejemplo) con el único fin de darle tono porteño a la escritura. A Cortázar ese sermón no pareció importarle mucho. Algunos años antes de esa diatriba había viajado a Cuba invitado como jurado del premio Casa de las Américas. Estuvo en la isla algo menos de dos meses, pero fueron suficientes para que aquel escritor liberal se convirtiera en un ortodoxo de la Revolución: aquello que no había sabido ver en el peronismo ahora lo estaba viendo, sintiendo, en la Revolución cubana.
Bastó con que dejara de ser un escritor liberal y se convirtiera en un intelectual de izquierda para que, precisamente, desde cierto sector de esa izquierda se lo atacara sin descanso. No aceptaban que aquel artista ajeno al compromiso político ahora apoyase a los movimientos revolucionarios de América Latina. El domingo 8 de diciembre de 1974, con el título “Julio Cortázar, la responsabilidad del intelectual latinoamericano”, diversos intelectuales progresistas le cuestionaron su vivir en París. En noviembre de 1978, en un artículo publicado en la revista “Eco”, Cortázar se refirió al “genocidio cultural” que sufría la Argentina durante la dictadura cívico-militar. El pensamiento de derecha repudió ese concepto, y el repudio curiosamente fue compartido por algún sector del supuesto progresismo.
Entre otras muchas cosas, esto motivó una mentada polémica de Liliana Heker con Julio Cortázar y alentó que Alberto Giordano, en un artículo publicado en la revista “Punto de Vista”, sostuviera que Cortázar eludía las polémicas serias porque por sobre todo estaba ocupado “en la celebración narcisista de su figura de escritor comprometido”. ¿Calificaríamos de poco seria “Literatura en la revolución y revolución en la literatura”, aquella polémica que a mediados de 1969 mantuvo con Oscar Collazos? ¿O tal vez por entonces a Cortázar no le inquietaban las celebraciones narcisistas?
No bien recuperamos la democracia, visitó la Argentina. Dicen que intentó saludar a Alfonsín. Dicen que Alfonsín se negó a recibirlo. Después llovieron excusas, se habló de malos entendidos y se articularon las tonterías que suelen articularse en este tipo de situaciones. Lo cierto es que luego de una sangrienta dictadura cívico-militar, el primer presidente democrático argentino se negó a recibir a su compatriota, uno de los mayores escritores vivos quien, además, había cuestionado y denunciado sin cesar a esa dictadura.
Pero la obra de arte y la actitud ética de su autor siempre superan esos rencorosos rasguños. Nadie en su sano juicio podría cuestionar hoy el compromiso de Cortázar, la calidad de su escritura y todo lo que ha significado y significa para la literatura en lengua española.
Hay que tener en cuenta que muchísimos escritores suelen transcribir en sus textos las obsesiones que los persiguen. Eso no debería preocuparnos, siempre y cuando el producto que consigan sea de calidad. Borges dijo alguna vez: “Yo solo escribo lo que ya está escrito”. Es ahí donde reside el secreto: escribir lo mismo, pero de otro modo. Eso nos lleva a la verdad profunda de toda literatura: su escritura. No hay que confundir repetición con plagio o autoplagio. El plagio degrada; la repetición no.
Hay autores que cuentan con una obra cumbre, sin discusión. Pienso en Cervantes y el Quijote. Pero la mayoría de los grandes autores de todos los tiempos tienen más de un título que podría considerarse obra cumbre. Entiendo que Cortázar podría estar entre esos autores. “62/Modelo para armar” es una formidable novela que propone nuevas formas en el espacio de la narrativa. Y casi todos los cuentos de Cortázar son insoslayables y de lectura obligada.