En una
entrevista, Cortázar describió al Banfield de su infancia como “un pueblecito
que en esa época era realmente un pueblecito casi de campo a media hora de
Buenos Aires, media hora de tren. Es ese tipo de barrio que tantas veces encuentras
en las letras de los tangos. No era el suburbio de la ciudad, pero es un poco
el meta-suburbio, el suburbio que le sigue, o sea calles no pavimentadas, por
donde en mi infancia todavía había mucha gente que andaba a caballo… y era
sumamente suburbano, con pequeños faroles en las esquinas, una pésima
iluminación, que favorecía el amor y la delincuencia en proporciones más o
menos iguales. Y que hizo que mi infancia fuera un poco cautelosa y temerosa,
porque las madres tenían mucho miedo por los niños. Había realmente un clima a
veces inquietante en esos lugares y al mismo tiempo era para un niño un
paraíso, porque la casa tenía un gran jardín que daba sobre otros jardines. Y
entonces ese era mi reino. En algunos cuentos eso ha vuelto, ha sido evocado
porque yo lo siento muy presente y muy vivo. Ahí hice los estudios primarios en
una escuelita de la zona. Mi madre me ha dicho que desde los 8, 9 años había
que pescarme por aquí (señala el cuello) y sacarme un poco al sol porque yo
leía y escribía demasiado”.
En otra declaró: “Mi madre dice que empecé a escribir a los ocho años, con una novela que guarda celosamente a pesar de mis desesperadas tentativas por quemarla”. Pero antes de ella ya había escrito algunos sonetos y cuentos cortos. Cortázar recordó que en cierta ocasión un pariente suyo descubrió una serie de poemas suyos y se los dio a su madre, diciéndole que evidentemente “esos poemas no eran míos, que yo los copiaba de alguna antología de poemas”, por lo cual su madre llegó a preguntarle si esos poemas eran realmente suyos. Leía tanto que algún médico llegó a recomendarle leer menos durante cinco o seis meses y salir más a tomar un poco de sol. Muchos de esos recuerdos de su infancia los volcaría años más tarde en cuentos como “La señorita Cora”, “Final del juego”, “Bestiario” o “Los venenos” entre otros.
En los años ‘70 afirmó que “la literatura siempre fue un ejercicio lúdico para mí. No creo haber cambiado de actitud entre aquel niño que construía un mecano y se pasaba horas inventando una nueva grúa y el hecho de inventar un ‘modelo para armar’ en la escritura”. Por entonces había conocido al escritor uruguayo Mario Benedetti (1920-2009), con quien trabó una sincera amistad. “A Julio lo conocí en París, creo que en 1966, en casa de unos amigos comunes. Desde el pique me pareció un tipo entrañable, sin falsas modestias ni caricaturas de vanidad”, declararía años más tarde el autor de “La tregua”, “El porvenir de mi pasado”, “Gracias por el fuego”, “Montevideanos” y “La muerte y otras sorpresas” entre tantas otras obras memorables. En 1972 publicó “Letras del continente mestizo”, un tomo de ensayos entre los que figuró “Julio Cortázar, un narrador para lectores cómplices”. Doce años más tarde, cuando Cortázar falleció, publicó “Julio Cortázar, ese ser entrañable” en la revista “Casa de las Américas”. Fragmentos de ambos textos pueden leerse a continuación.
“Es muy
fácil advertir que cada vez escribo menos bien, y ésa es precisamente mi manera
de buscar un estilo. Algunos críticos han hablado de regresión lamentable,
porque naturalmente el proceso tradicional es ir del escribir mal al escribir
bien. Pero a mí me parece que entre nosotros el estilo es también un problema
ético, una cuestión de decencia. ¡Es tan fácil escribir bien! ¿No deberíamos
los argentinos (y esto no vale solamente para la literatura) retroceder
primero, bajar primero, tocar lo más amargo, lo más repugnante, lo más obsceno,
todo lo que una historia de espaldas al país nos escamoteó tanto tiempo a
cambio de la ilusión de nuestra grandeza y nuestra cultura, y así, después de
haber tocado fondo, ganarnos el derecho a remontar hacia nosotros mismos, a ser
de verdad lo que tenemos que ser?”. Así se expresa Julio Cortázar en una
entrevista. En “Los premios”, primera novela de Cortázar (anteriormente había
publicado un poema dramático y tres volúmenes de cuentos), ese retroceso a la
sinceridad, esa intención de tocar fondo, eran visibles; el método de muestreo
entonces utilizado parecía destinado a comprender y rescatar el país escamoteado.
En “Rayuela”, segunda novela, existe probablemente una intención similar,
aunque ya no dirigida al país sino al individuo que también se escamotea a sí
mismo. En última instancia, empero, ese propósito podría ser interpretado como
un modo extremo, hiperbolizado, de intentar salvar el país mediante el rescate
individual de cada una de sus células.
(…)
Julio Cortázar publicó la primera edición de “Bestiario” en 1951, el libro que provocó su ascenso a una inicial notoriedad de élite. En la mayor parte de aquellos ocho cuentos, el autor empleaba una fórmula que le daba un buen dividendo de efectos: lo fantástico acontecía dentro de un marco de verosimilitud y los personajes empleaban los lugares comunes y los coloquialismos en que se especializa al bonaerense. En algunos pasajes, el lector tenía la impresión de que hasta lo fantástico funcionaba como un lugar común. En el cuento “Carta a una señorita de París”, por ejemplo, el hecho de que el protagonista vomitara con alguna frecuencia conejitos vivos, era relatado en primera persona con el acento puesto en un imprevisto resorte del absurdo: mientras el personaje pensaba que no pasaría de diez conejitos, todo le sonaba a normal, mas al producir el conejito undécimo, se veía excedido por lo insólito y sólo entonces recurría al suicidio.
(…)
Tal vez ahora, cuando los volúmenes de cuentos “Bestiario”, “Las armas secretas” y “Final del juego” figuran sostenidamente en los cuadros de “best-sellers”, y es oportuna la relectura íntegra de sus relatos, haya llegado la ocasión de indagar qué formidable secreto ha hecho de Cortázar (pese a la inexplicable exclusión de su nombre en las más difundidas antologías del cuento latinoamericano) uno de los más notables creadores del género en nuestro idioma. “Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen a género llamado fantástico por falta de mejor nombre”, ha declarado Cortázar, “y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa a efecto, de psicologías definidas, de geografías bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones de esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo”. Releyendo prácticamente de un tirón todos los cuentos de Cortázar, es posible advertir que llamarlos fantásticos delataba en verdad la falta de mejor nombre, ya que la afinidad esencial que los une y los orienta, pone el acento en otra característica, para la cual lo fantástico es sólo un medio, un recurso subordinado. En la cita que figura más arriba, el propio Cortázar se encarga de brindar el nombre de ese rasgo: la excepción.
(…)
Si se tiene la paciencia de efectuar una suerte de lectura colacionada de sus cuentos, se verá que muchos de los elementos o recursos fantásticos usados en los mismos, son meras prolongaciones de lo real, o sea que lo increíble no parte (como en la clásica literatura feérica, o en las viejas sagas chinas de lo sobrenatural) de una raíz inverosímil, sino que proviene de un dato (un sentimiento, un hecho, una tensión, un impulso neurótico) absolutamente creíble y verificable en la realidad. Un cuento como “Cartas de mamá” construye su fantasmagoría a partir de un tangible remordimiento; “Las ménades” crea la suya a partir de una historia colectiva que desgraciadamente no es nada irreal; “Casa tomada” trasmuta en fantasmal una retirada que, en el trasfondo de su ansiosa anécdota, acaso simbolice algo así como el Dunkerke de una clase social que poco a poco va siendo desalojada por una presencia a la que no tiene el valor, ni tampoco las ganas, de enfrentar. En “Ómnibus”, lo fantástico esta dado sólo por esa cosa insólita, misteriosa, innominada, que siempre parece a punto de desencadenarse y sin embargo no se desencadena; lo fantástico no es lo que ocurre sino lo que amenaza ocurrir.
Pero no todos los cuentos de Cortázar recurren a lo fantástico. Es más: esa doble posibilidad, fantasía-realismo, constituye un ingrediente más de su tensión, de su indeclinable ejercicio del suspenso. No bien el lector se da cuenta de que este narrador no usa exclusivamente lo fantástico, queda para siempre a la angustiosa espera de los dos rumbos. “La noche boca arriba”, es un ejemplo típico de un cuento que sólo al final suelta sus amarras con lo estrictamente verosímil. “Después del almuerzo” y “Los buenos servicios”, por el contrario, están anunciando siempre un desenlace irreal y en cambio acceden a la sorpresa justamente por la puerta de servicio. En “El móvil”, se planifica la anécdota de modo tal que todo el cuento aparece como muy realista, pero luego resulta que son el impulso, la razón de esa misma anécdota los que se vuelven inexorablemente fantásticos, irreales. En “Circe”, el horror planea tan puntualmente sobre el barniz romántico de la historia que cuando la peripecia se desliza entre aquel barniz romántico y su complementario horror, es el arduo equilibrio el que se convierte en excepción.
En la desvelada búsqueda de la excepción, suele ocurrir que Cortázar desorganice el tiempo. “Sobremesa” plantea un cruce de cartas entre dos personas perfectamente lúcidas, cartas redactadas, por otra parte, en términos absolutamente cuerdos. La colisión irreal viene de una asombrosa incompatibilidad entre las respectivas realidades, entre las respectivas corduras; lo fantástico del relato deriva de ese deliberado y habilísimo desajuste, porque si las cartas que firma Federico Moraes constituyen la regla, las que firma Alberto Rojas serán entonces la excepción, y viceversa. El lector tiene la espesa, escalofriante impresión de estar frente a dos tableros, desigualmente gobernados, uno por el tiempo propiamente dicho, y otro por un simple partenaire del tiempo. El escalofrío viene precisamente de no saber cuál es cuál. En “Las armas secretas” también es el tiempo quien dispone y predispone. Por el mero recurso de intercalar oportunamente un episodio del pasado, Cortázar deposita en el cuento una carga de excepción, allí sí fantasmal.
En otra declaró: “Mi madre dice que empecé a escribir a los ocho años, con una novela que guarda celosamente a pesar de mis desesperadas tentativas por quemarla”. Pero antes de ella ya había escrito algunos sonetos y cuentos cortos. Cortázar recordó que en cierta ocasión un pariente suyo descubrió una serie de poemas suyos y se los dio a su madre, diciéndole que evidentemente “esos poemas no eran míos, que yo los copiaba de alguna antología de poemas”, por lo cual su madre llegó a preguntarle si esos poemas eran realmente suyos. Leía tanto que algún médico llegó a recomendarle leer menos durante cinco o seis meses y salir más a tomar un poco de sol. Muchos de esos recuerdos de su infancia los volcaría años más tarde en cuentos como “La señorita Cora”, “Final del juego”, “Bestiario” o “Los venenos” entre otros.
En los años ‘70 afirmó que “la literatura siempre fue un ejercicio lúdico para mí. No creo haber cambiado de actitud entre aquel niño que construía un mecano y se pasaba horas inventando una nueva grúa y el hecho de inventar un ‘modelo para armar’ en la escritura”. Por entonces había conocido al escritor uruguayo Mario Benedetti (1920-2009), con quien trabó una sincera amistad. “A Julio lo conocí en París, creo que en 1966, en casa de unos amigos comunes. Desde el pique me pareció un tipo entrañable, sin falsas modestias ni caricaturas de vanidad”, declararía años más tarde el autor de “La tregua”, “El porvenir de mi pasado”, “Gracias por el fuego”, “Montevideanos” y “La muerte y otras sorpresas” entre tantas otras obras memorables. En 1972 publicó “Letras del continente mestizo”, un tomo de ensayos entre los que figuró “Julio Cortázar, un narrador para lectores cómplices”. Doce años más tarde, cuando Cortázar falleció, publicó “Julio Cortázar, ese ser entrañable” en la revista “Casa de las Américas”. Fragmentos de ambos textos pueden leerse a continuación.
(…)
Julio Cortázar publicó la primera edición de “Bestiario” en 1951, el libro que provocó su ascenso a una inicial notoriedad de élite. En la mayor parte de aquellos ocho cuentos, el autor empleaba una fórmula que le daba un buen dividendo de efectos: lo fantástico acontecía dentro de un marco de verosimilitud y los personajes empleaban los lugares comunes y los coloquialismos en que se especializa al bonaerense. En algunos pasajes, el lector tenía la impresión de que hasta lo fantástico funcionaba como un lugar común. En el cuento “Carta a una señorita de París”, por ejemplo, el hecho de que el protagonista vomitara con alguna frecuencia conejitos vivos, era relatado en primera persona con el acento puesto en un imprevisto resorte del absurdo: mientras el personaje pensaba que no pasaría de diez conejitos, todo le sonaba a normal, mas al producir el conejito undécimo, se veía excedido por lo insólito y sólo entonces recurría al suicidio.
(…)
Tal vez ahora, cuando los volúmenes de cuentos “Bestiario”, “Las armas secretas” y “Final del juego” figuran sostenidamente en los cuadros de “best-sellers”, y es oportuna la relectura íntegra de sus relatos, haya llegado la ocasión de indagar qué formidable secreto ha hecho de Cortázar (pese a la inexplicable exclusión de su nombre en las más difundidas antologías del cuento latinoamericano) uno de los más notables creadores del género en nuestro idioma. “Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen a género llamado fantástico por falta de mejor nombre”, ha declarado Cortázar, “y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa a efecto, de psicologías definidas, de geografías bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones de esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo”. Releyendo prácticamente de un tirón todos los cuentos de Cortázar, es posible advertir que llamarlos fantásticos delataba en verdad la falta de mejor nombre, ya que la afinidad esencial que los une y los orienta, pone el acento en otra característica, para la cual lo fantástico es sólo un medio, un recurso subordinado. En la cita que figura más arriba, el propio Cortázar se encarga de brindar el nombre de ese rasgo: la excepción.
(…)
Si se tiene la paciencia de efectuar una suerte de lectura colacionada de sus cuentos, se verá que muchos de los elementos o recursos fantásticos usados en los mismos, son meras prolongaciones de lo real, o sea que lo increíble no parte (como en la clásica literatura feérica, o en las viejas sagas chinas de lo sobrenatural) de una raíz inverosímil, sino que proviene de un dato (un sentimiento, un hecho, una tensión, un impulso neurótico) absolutamente creíble y verificable en la realidad. Un cuento como “Cartas de mamá” construye su fantasmagoría a partir de un tangible remordimiento; “Las ménades” crea la suya a partir de una historia colectiva que desgraciadamente no es nada irreal; “Casa tomada” trasmuta en fantasmal una retirada que, en el trasfondo de su ansiosa anécdota, acaso simbolice algo así como el Dunkerke de una clase social que poco a poco va siendo desalojada por una presencia a la que no tiene el valor, ni tampoco las ganas, de enfrentar. En “Ómnibus”, lo fantástico esta dado sólo por esa cosa insólita, misteriosa, innominada, que siempre parece a punto de desencadenarse y sin embargo no se desencadena; lo fantástico no es lo que ocurre sino lo que amenaza ocurrir.
Pero no todos los cuentos de Cortázar recurren a lo fantástico. Es más: esa doble posibilidad, fantasía-realismo, constituye un ingrediente más de su tensión, de su indeclinable ejercicio del suspenso. No bien el lector se da cuenta de que este narrador no usa exclusivamente lo fantástico, queda para siempre a la angustiosa espera de los dos rumbos. “La noche boca arriba”, es un ejemplo típico de un cuento que sólo al final suelta sus amarras con lo estrictamente verosímil. “Después del almuerzo” y “Los buenos servicios”, por el contrario, están anunciando siempre un desenlace irreal y en cambio acceden a la sorpresa justamente por la puerta de servicio. En “El móvil”, se planifica la anécdota de modo tal que todo el cuento aparece como muy realista, pero luego resulta que son el impulso, la razón de esa misma anécdota los que se vuelven inexorablemente fantásticos, irreales. En “Circe”, el horror planea tan puntualmente sobre el barniz romántico de la historia que cuando la peripecia se desliza entre aquel barniz romántico y su complementario horror, es el arduo equilibrio el que se convierte en excepción.
En la desvelada búsqueda de la excepción, suele ocurrir que Cortázar desorganice el tiempo. “Sobremesa” plantea un cruce de cartas entre dos personas perfectamente lúcidas, cartas redactadas, por otra parte, en términos absolutamente cuerdos. La colisión irreal viene de una asombrosa incompatibilidad entre las respectivas realidades, entre las respectivas corduras; lo fantástico del relato deriva de ese deliberado y habilísimo desajuste, porque si las cartas que firma Federico Moraes constituyen la regla, las que firma Alberto Rojas serán entonces la excepción, y viceversa. El lector tiene la espesa, escalofriante impresión de estar frente a dos tableros, desigualmente gobernados, uno por el tiempo propiamente dicho, y otro por un simple partenaire del tiempo. El escalofrío viene precisamente de no saber cuál es cuál. En “Las armas secretas” también es el tiempo quien dispone y predispone. Por el mero recurso de intercalar oportunamente un episodio del pasado, Cortázar deposita en el cuento una carga de excepción, allí sí fantasmal.
Sin embargo, resultó curioso comprobar que los dos mejores cuentos (“El perseguidor”, “Final del juego”) de estos tres volúmenes, se atienen a anécdotas que ni por un instante abandonan el carril fehaciente, el minucioso tilde del detalle. ¿Y la excepción? En el primer caso, la excepción es el protagonista: Johnny Carter, el saxofonista negro, consumidor de drogas, olvidadizo, mujeriego, preocupado (como el espléndido personaje de “Una flor amarilla” y tantas otras criaturas de Cortázar) por el tiempo. Johnny tiene alucinaciones, ve extrañas urnas, vislumbra una puerta que ha empezado a abrirse, una puerta junto a la cual está Dios, “ese portero de librea, ese abridor de puertas a cambio de una propina”. Al igual que el escritor, el personaje busca sus propios medios (la droga, la alucinación, el éxtasis cuando toca el saxo alto) de fabricarse una personal fantasmagoría, pero ésta, precisamente debido al empleo de tales medios, se vuelve verosímil. Para admitirla, el lector no tiene por qué expatriarse del sentido común.
En “Final del juego”, sutil y aparentemente inocente recreación de adolescencia, el narrador imagina (o evoca) una limpia trama lineal, sin interpolaciones ni trastrueques. En esa historia de tres muchachas que, junto a las vías del ferrocarril, juegan a las estatuas y a las actitudes, y de ese modo impresionan y aluden a un joven pasajero de rulos rubios y ojos dulces que viaja diariamente en el tren de las dos y ocho, todo parece preparado para un cuento manso, distendido. El juego de las estatuas es atractivo, porque inmoviliza provisoriamente a los ágiles; es alegre, porque esa parálisis fingida apenas significa una broma, una parodia. Pero en el cuento de Cortázar aparece una excepción a esa regla: la lisiada Leticia, que sólo disimula el defecto físico cuando se inmoviliza en el juego. Su parálisis real socava retroactivamente la liviandad y la inocencia del entretenimiento.
Con tales fracturas de lo corriente, de lo vulgar, de lo siempre admitido, Cortázar no está sin embargo trastornando o enredando la historia o los valores del género. Más bien está creando en la línea acumulativamente clásica que pasa por Poe, Maupassant, Chejov, Quiroga, Hemingway; una línea que implica un rigor (rigor en la sencillez, cuando el tema la vuelve obligatoria, y también rigor en la complejidad, cuando ésta se convierte en el único medio de transformar el cuento en algo significativo) que va desde la técnica hasta la sensibilidad, desde la intuición verbal hasta la firme autocrítica; una línea que implica que el cuento no nace ni muere en su anécdota sino que contiene (son palabras de Cortázar) “esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana”. La gran novedad que este notable escritor introduce en el género, no es (como en “Rayuela”) una revolución formal o de estructura; la gran novedad es la de su inteligencia, la de su alma; es su flamante, renacido, inédito aprovechamiento de la lección de los viejos maestros, esos alertados tronchadores de lo cotidiano, esos tenaces salvadores de la hondura.
(…)
La trama de “Los premios”, la primera de sus dos novelas, no es demasiado complicada. Se ha realizado una rifa, organizada por algún ente vagamente estatal, con un viaje transoceánico como máxima recompensa. La novela junta en el Malcolm al más heterogéneo de los pasajes, pero el novelista no confía en el azar en la misma medida que sus personajes; de ahí que los elija en carácter de muestras de varias capas sociales, varios estratos de cultura, diversos niveles generacionales. Los personajes de “Los premios” son deliberadamente representativos. Semejante método de muestreo le da a la novela cierta rigidez especulativa, acentuada aún más por el confinamiento de los pasajeros a la mitad, sólo a la mitad, del Malcolm. Porque a la otra mitad -la que incluye la popa- los pasajeros no tienen acceso: un coordinado hermetismo de impenetrables puertas y exóticos marineros, impide inexorablemente el paso. A lo largo de las cuatrocientas y pico de páginas de que consta la novela, el lector no sabrá a ciencia cierta (el pretexto del título siempre suena a falso) por qué misteriosa razón el tránsito a la popa está vedado. La prohibición alcanza a los pasajeros y también al lector.
El viaje es, en definitiva, algo trunco, ya que sólo durará tres días, y el ciclo se cerrará volviendo al café London, que había sido el punto inicial de concentración de los premiados. Con ese ciclo que empieza y acaba en el café London, Cortázar parece estarle diciendo a sus connacionales, y quizás a otros latinoamericanos, que toda aventura argentina (o acaso rioplatense, o tal vez latinoamericana) está contaminada por charlas de café; que la charla de café es el mayor intento de comunicación que el individuo realiza con su prójimo, y, asimismo, la única y modesta variante de su compromiso. En todo esto hay, naturalmente, una simplificación, pero todo simbolismo literario está simplificando algo, y, por otra parte, tiene el derecho de hacerlo, siempre y cuando funcione además como literatura. A diferencia de Kafka, en cuyo mecanismo de eterna postergación, está la presencia inasible de Dios, en Cortázar detrás de la postergación está sólo la nada.
Ahora bien, así como en “Los premios” Cortázar niega rotundamente todo propósito alegórico y acaba sin embargo construyendo una alegoría de la frustración, así también en “Rayuela” -que desde la solapa anuncia su condición de contranovela- termina creando un mundo de una dimensión distinta, original y hasta polémica, pero que sigue siendo novelesco, aunque tal vez en un sentido más hondo y esencial. En un “Tablero de dirección” el autor advierte: “A su manera este libro es muchos libros, pero sobre todo es dos libros. El primero se deja leer en la forma corriente y termina en el capítulo 56, al pie del cual hay tres vistosas estrellitas que equivalen a la palabra Fin. Por consiguiente, el lector prescindirá sin remordimientos de lo que sigue. El segundo se deja leer empezando por el capítulo 73 y siguiendo luego en el orden que se indica al pie de cada capítulo”. El primer libro se divide a su vez en dos partes: “Del lado de allá” y “Del lado de acá”.
(…)
“Rayuela” es, como hoy todos los críticos lo admiten, una obra clave, no sólo de la narrativa cortazariana, sino de la novela latinoamericana del siglo XX. Creo que este libro, además de la doble lectura que el autor, sagazmente, propone, tuvo también un doble disfrute para todos nosotros. Por un lado, el rigor artístico. Creo que es la lección más contundente y transmisible acerca de cuáles deben ser las prioridades para alguien que pretende hacer literatura. En ese sentido, “Rayuela” puede ser disfrutada en varias zonas, a saber: la conformación técnica, el retrato de personajes, el estilo provocativo, la alerta sensibilidad para las peculiaridades del lenguaje rioplatense, la comicidad de palabras e imágenes, la sutil estrategia de las citas ajenas. Ese contenido se brinda al lector en un impecable envase.
(…)
Nadie más empecinado que Cortázar en la crítica a los contenidos del lenguaje. Él mismo ha aseverado que en “Rayuela” “se cuestionan todos los parámetros de la civilización occidental dentro de la órbita capitalista”. Y, en una carta que publicara la revista “Señales” de Buenos Aires, expresó: “Hace años que estoy convencido de que una de las razones que más se oponen a una gran literatura argentina de ficción es el falso lenguaje literario (sea realista y aún neorrealista, sea alambicadamente estetizante). Quiero decir que si bien no se trata de escribir como se habla en Argentina, es necesario encontrar un lenguaje literario que llegue, por fin, a tener la misma espontaneidad, el mismo derecho que nuestro hermoso, inteligente, rico y hasta deslumbrante estilo oral”. Cortázar siempre intentó deslizarle casi secretamente al lector la semiconvicción de que su oído era argentino (hasta sus personajes franceses hablaban como porteños) y, por tanto, que el lenguaje del mundo se incorporaba a su ser a través de ese oído. “En París todo le era Buenos Aires, y viceversa”, escribió Cortázar acerca de Oliveira, su personaje de “Rayuela”, pero la viceversa apenas si se notaba.
Con su muerte, probablemente se calmarán los desaforados enconos y surgirán las tardías reivindicaciones. Curiosamente, Julio era un ser desprovisto de odios; jamás respondía a los virulentos ataques, que pretendían ser literarios, pero en el fondo eran políticos. Algunos pensarán que Cortázar muerto molesta menos que Cortázar vivo. Se equivocan, claro. Cortázar les molestará siempre, ya que su obra y su actitud seguirán marcando rumbos, abriendo caminos, y los lectores, que siempre le fueron fieles, y particularmente los jóvenes de Latinoamérica, los de hoy y los de mañana, seguirán acudiendo a sus páginas como quien penetra en un mundo en que la realidad es un descubrimiento, y la fantasía, un hecho cotidiano. La verdad escueta, irreversible, es que hemos perdido a un ser entrañable que nos contaba historias inesperadas y asombrosas.