7 de octubre de 2023

Intervencionismo de Estados Unidos en Latinoamérica. Una secuencia nefasta

4º parte: La “gran depresión”

Por su parte otro escritor boliviano, en este caso Tristán Marof (1898-1979), promovió una defensa del potencial político y cultural de los indígenas en sus ensayos “El ingenuo continente americano”, “La justicia del Inca” y “La tragedia del Altiplano”. A su vez, el ecuatoriano Jorge Icaza (1906-1978) expuso en su novela “Huasipungo” la degradada situación en que se encontraban los aborígenes, sometidos a la esclavitud por las oligarquías locales que contaban con el apoyo de la autoridad civil y eclesiástica; y en “En las calles” narró la situación de los indígenas perdidos en las grandes ciudades, lugares donde sus protestas se esfumaban sin alcanzar nunca las altas esferas del gobierno de turno. Todas estas obras fueron escritas en el período de entreguerras y expresaron notablemente la dura realidad de entonces.
Estados Unidos había salido vencedor en la Primera Guerra Mundial no sólo en lo militar sino también en el tablero geopolítico. La Europa que había dominado al mundo hasta entonces se vio necesitada de endeudarse fuertemente con la nueva potencia emergente, cuya pujanza industrial se centraba grandes conglomerados empresariales. Estados Unidos se convirtió por entonces en una potencia económica acaparando casi la mitad de las reservas globales de oro y era el principal productor y exportador de materias primas en el mundo, lo que le permitió monopolizar la economía mundial. Fue una época conocida como los “años locos” o los “felices años 20”. El pujante mercado de valores se convertía en el símbolo del crecimiento de la economía norteamericana. La Bolsa de Valores subía sin interrupciones desde el principio de la década, coincidiendo con un largo período de bonanza económica que sus contemporáneos vieron como una era de prosperidad sin fin.
En consecuencia, la especulación comenzó a dominar los mercados financieros. El banquero Charles E. Mitchell (1877-1955), presidente del National City Bank, declaraba el 15 de octubre, sólo una semana antes del desplome: “En la actualidad los mercados se encuentran en una situación inmejorable. El precio de los valores se asienta sobre las sólidas bases de la prosperidad general de nuestro país”. Sin embargo la burbuja estalló cuando se produjo la caída abrupta de la Bolsa de Valores, lo que generó una crisis financiera impresionante conocida como la “Gran Depresión”. Se contaban por decenas de miles los ciudadanos que se habían dejado tentar por la especulación bursátil, financiada en gran medida con créditos bancarios. Pero, en apenas seis días a finales de octubre de 1929, la Bolsa de Nueva York se hundió estrepitosamente. El crac borró de un plumazo el febril optimismo del mercado bursátil y la supuesta invulnerabilidad del Estados Unidos de los años ‘20.


La incertidumbre llegó hasta tal punto que los ahorristas retiraron grandes sumas de dinero de los bancos, lo que sumado a la falta de pago de los préstamos, llevó a muchos de ellos a la quiebra. Miles de norteamericanos no pudieron hacer frente al pago de sus hipotecas, fueron desalojados y terminaron viviendo en miserables asentamientos en las afueras de las ciudades conocidos como “shantytowns”. Millones de personas entraron en la pobreza, empresas de diversos rubros fueron a la bancarrota, el desempleo llegó a niveles altísimos y se profundizaron las contradicciones en la estructura económica y política no sólo de Estados Unidos sino también de muchos países europeos que se vieron afectados por la crisis, algo que aceleró las tendencias a resolver dichas contradicciones a través de un nuevo reparto de las colonias, de las esferas de influencia y de los mercados mundiales.
Además, cuando toda la magnitud de la bancarrota y la subsiguiente depresión se hicieron evidentes, el derrumbe del “sueño americano” se hizo presente en las novelas y cuentos de renombrados escritores. La venta de libros se había reducido estrepitosamente y muchos autores llevaron a la literatura sus sensaciones de frustración. El retrato de las miserias del hombre y su desorientación quedaron reflejados en obras como “The last tycoon” (El último magnate) de Francis Scott Fitzgerald (1896-1940), “The big money” (El gran dinero) de John Dos Passos (1896-1970), “The sound and the fury” (El sonido y la furia) de William Faulkner (1897-1962), “To have and have not” (Tener y no tener) de Ernest Hemingway (1899-1961), “The grapes of wrath” (Las uvas de la ira) de John Steinbeck (1902-1968) o "God's little acre” (La parcela de Dios) de Erskine Caldwell (1903-1987).


Por otro lado, el escritor, crítico literario y periodista Edmund Wilson (1895-1972), quien había comenzado su carrera como hombre de letras, se convirtió en un intelectual en busca de soluciones. Así lo reflejó en su ensayo “An appeal to progressives” (Una llamada a los progresistas) en el que argumentó que, hasta la quiebra de Wall Street, los liberales y progresistas norteamericanos habían estado apostando por el capitalismo para que promoviera el bienestar y creara una vida razonable para todos. Pero el capitalismo se había venido abajo, y él esperaba “que los norteamericanos estuviesen dispuestos ahora por primera vez a poner su idealismo y su genio para la organización en apoyo de un experimento social radical. El capitalismo ha seguido su curso y tendremos que buscar otros ideales además de los que el capitalismo ha fomentado”.
Entre 1931 y 1932 recorrió gran parte de Estados Unidos para recoger información sobre la crisis en cada lugar que visitó. Escribió numerosos artículos para diversos medios como “Vanity Fair”, “The New Republic” y “The New Yorker”, los cuales fueron recopilados en “The american jitters. A year of the slump” (El desasosiego norteamericano. Un año de crisis). En ellos denunció los excesos del capitalismo desenfrenado y contó que en su periplo había visto ciudades abatidas y desoladas cuyos bancos habían quebrado, los barrios se habían vaciado de comercios, sus fábricas estaban arruinadas, sus obreros y los peones de granja, los jornaleros de fruta y leñadores se habían reducido a una condición miserable y desposeída. Para él, la gravedad de esa historia era una consecuencia práctica del errar humano.


Sin embargo, a pesar de la magnitud de la crisis, el presidente Herbert Hoover (1874-1964) no abandonó la política intervencionista de su país en Centroamérica. En la República Dominicana, en 1930, apoyó el comienzo de la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo (1891-1961), un militar surgido de la Guardia Nacional, fomentada y entrenada por Estados Unidos. Luego, en 1933, el presidente Franklin Roosevelt (1882-1945) ordenó que la Infantería de Marina abandonase Nicaragua ante la arremetida del revolucionario Ejército Defensor de la Soberanía Nacional pero dejó el control del país en manos del general Anastasio Somoza García (1896-1956), director de la Guardia Nacional quien, tras el asesinato de decenas de guerrilleros revolucionarios, en 1937 perpetró un Golpe de Estado e instaló una larga dictadura con el pleno apoyo de Estados Unidos. Ese mismo año la policía colonial estadounidense abrió fuego sobre una pacífica manifestación civil organizada por el Partido Nacionalista de Puerto Rico en conmemoración de la abolición de la esclavitud en la isla, siguiendo las órdenes del estadounidense gobernador colonial Blanton C. Winship (1869-1947).
También en 1937, en Brasil Getulio Vargas (1883-1954) daba un golpe militar e instauraba un régimen conocido como “Estado Novo” (Estado Nuevo), en el cual quedaron abolidas las instituciones democráticas y suspendidas la vida partidaria y las elecciones, se censuró a la prensa gráfica y se persiguió y encarceló a los opositores. Se consolidó así una aproximación económica entre Brasil y Estados Unidos, la cual dio lugar a una vinculación que comprendía desde concesiones territoriales, militares y estratégicas hasta un alineamiento político. Fue así que el país más grande de Sudamérica entró en la órbita económica y cultural norteamericana. Sería el escritor brasileño Jorge Amado (1912-2001) quien representaría literariamente la vida y las costumbres de la gente bajo el régimen dictatorial. En sus novelas “Los ásperos tiempos”, “Agonía de la noche” y “Luz en el túnel”, reunidas en la trilogía titulada “Los subterráneos de la libertad”, describió una realidad marcada por el mantenimiento de la esclavitud, las acciones conspirativas, manifestaciones, huelgas, prisiones, torturas y muertes, todos signos de violencia y modos de dominación respaldados por el imperialismo norteamericano.


Mientras tanto el presidente Roosevelt, siguiendo los principios del economista británico John Maynard Keynes (1883-1946), promovió un programa que buscó dar respuesta a la depresión económica: el “New Deal” (Nuevo Trato). Con ese plan buscó reducir el desempleo y atacar el hambre ante el pánico de las clases acomodadas a las grandes tensiones que se venían acumulando en la clase obrera norteamericana y los millones de desocupados. Algunas de las medidas que implementó fueron la creación de un seguro de desempleo y de un sistema de seguridad social, la contratación directa de desempleados por parte del Estado, la realización de un vasto plan de obras públicas financiado por el gobierno federal y llevado a cabo por contratistas privados, la disminución de las importaciones y la regulación de los mercados financieros.
Si bien logró aumentar la producción industrial y bajar algo la desocupación, no fue hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial cuando la economía norteamericana saldría del larguísimo túnel, impulsada por la demanda generada por las necesidades bélicas. Hubo una gran inversión pública y se desarrolló el aparato militar-industrial. Se reclutaron diecisiete millones de hombres en el ejército y se incorporaron masivamente al mercado de trabajo las mujeres y los negros. Si bien Estados Unidos se declaró oficialmente neutral, el gobierno proporcionó un fuerte apoyo diplomático a Reino Unido y, en 1940, como parte de la alianza imperialista anglo-estadounidense, despachó tropas para vigilar las bases navales y aéreas caribeñas que antes controlaba Inglaterra en Antigua, Bahamas, Bermudas, Guayana Británica, Jamaica, Santa Lucía y Trinidad.
El relativo aislamiento de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial le permitió consolidar su posición como potencia dominante en la región. Estados Unidos utilizó su poder económico y militar para influir en los acontecimientos de otros países americanos y promover sus intereses regionales. Esto marcó un periodo de mayor imperialismo estadounidense en las Américas, en el que trató de establecerse como potencia dominante en el hemisferio occidental. Recién ingresó abiertamente a la guerra en diciembre de 1941 cuando Japón lanzó un ataque aéreo sorpresa contra la base naval de Estados Unidos en Pearl Harbor, Hawái, como represalia por la ayuda militar que el gobierno estadounidense le daba a China, país que estaba en guerra con Japón desde 1937.


Mientras tanto la Alemania de Adolf Hitler (1889-1945) seguía conquistando gran parte de Europa, la Italia de Benito Mussolini (1883-1945) hacía lo propio en el norte de África y el Japón de Hideki Tojo (1884-1948) hacía otro tanto en la Manchuria china, algo que hizo que la neutralidad norteamericana fuese cada vez más difícil de sostener. Esa neutralidad fue una cuestión muy conflictiva y la mayoría del pueblo estadounidense, que recordaba las pérdidas de la Primera Guerra Mundial y aún se estaba recuperando de los efectos de la Gran Depresión, se oponía a entrar en cualquier guerra en el extranjero. Sin embargo, el bombardeo de Pearl Harbor conmocionó a Estados Unidos y lo llevó a declararle la guerra a Japón, primero, y a Alemania e Italia poco después.
Sólo un miembro del Congreso, la representante de Montana Jeannette Rankin (1880-1973), primera mujer congresista y gran activista por los derechos de las mujeres, votó en contra de la declaración. Firme pacifista, ya había votado en contra de la entrada de Estados Unidos a la Primera Guerra Mundial. En cambio grandes empresarios como Henry Ford (1863-1947) y James David Mooney (1884-1957), fundador y ejecutivo de las empresas Ford Motor Company y General Motors respectivamente, se oponían porque ambos habían hecho grandes inversiones en la Alemania nazi y habían sido condecorados con la “Verdienstorden vom Deutschen Adler” (Orden del Águila Alemana), un premio honorario otorgado a extranjeros simpatizantes del “Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei” (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán).