28 de octubre de 2023

Intervencionismo de Estados Unidos en Latinoamérica. Una secuencia nefasta

8º parte: Estados Unidos “tiene mucho que hacer”

Poco después, entre agosto y octubre de 2008, planificó y promocionó en Bolivia un proceso de enfrentamientos internos y actos de desobediencia civil y política que buscaba derrocar al presidente Evo Morales (1959), quien finalmente logró abortar el Golpe militar que amenazaba la democracia del país. Al mes siguiente, en Honduras, sectores opositores apoyados por Estados Unidos iniciaron una crisis política que culminaría en junio de 2009 con el derrocamiento del presidente Manuel Zelaya (1952) y la instalación -mediante elecciones “libres”- de Porfirio Lobo (1947) como Jefe de Estado, quien fue reconocido por Washington inmediatamente. Pocos meses más tarde, en octubre de 2009, con la complicidad del presidente Álvaro Uribe (1952) instaló cinco bases militares en Colombia. Luego, en septiembre de 2010, una supuesta revuelta policial contra una ley salarial fue la excusa para impulsar en Ecuador un Golpe de Estado contra el presidente Rafael Correa (1963), que finalmente fracasó. Correa había cometido la osadía de implementar un proyecto político y socioeconómico llamado “Revolución Ciudadana” con el objetivo de lograr gradualmente la construcción socialista de la sociedad ecuatoriana.
No fue menor la intervención injerencista estadounidense durante la segunda década del presente siglo. En 2012, en Paraguay, el presidente Fernando Lugo (1951) fue destituido por medio de un controvertido juicio político. Fue el primer Golpe parlamentario en la región efectuado bajo la figura del “lawfare” (guerra judicial), esto es el uso político del sistema judicial para lograr erosionar el poder de los políticos progresistas, que fue impulsado por la derecha paraguaya y apoyado por Estados Unidos. Al año siguiente, en Venezuela, cuando Nicolás Maduro (1962) resultó electo Presidente, la oposición organizada por la embajada norteamericana promovió una guerra económica y un asedio político contra el sucesor del mencionado Chávez. Así, quien proponía continuar con la “ola progresista” de su antecesor, se vio envuelto en una crisis que afectó los ámbitos institucionales, políticos y sociales.


El “lawfare” fue utilizado nuevamente en 2016, en este caso para destituir a la presidenta de Brasil Dilma Rousseff (1947). Tras el espionaje diplomático y económico por parte de Estados Unidos y frente a las denuncias y procesos por corrupción durante su gobierno, se fraguó un Golpe parlamentario y se instaló en el poder a Michel Temer (1940). Y al año siguiente el ex presidente Luiz Inácio “Lula” da Silva (1945), tras un juicio sin las garantías debidas y viciado en todas las acciones procesales, fue condenado por corrupción a doce años de prisión. El “lawfare”, una vez más, fue orquestado por Estados Unidos para que las elecciones fueran ganadas por el derechista Jair Bolsonaro (1955). Luego de algo más de un año y medio de detención, Lula sería liberado por orden de la Corte Suprema.
En 2018 el presidente ecuatoriano Lenin Moreno (1953) adquirió de manos del vicepresidente de Estados Unidos Mike Pence (1959) equipamiento militar y acordó el entrenamiento de las fuerzas de seguridad de su país por personal estadounidense, a la vez que permitió el uso del aeropuerto de las islas Galápagos para maniobra de aviones militares de Estados Unidos. Ese mismo año un operativo terrorista intentó asesinar al presidente venezolano Maduro. El frustrado complot fue orquestado por la oligarquía y grupos ultraderechistas colombianos apoyados por Estados Unidos, quien refugió a varios terroristas solicitados de extradición por la justicia venezolana. Luego, con la aquiescencia del por entonces presidente de Estados Unidos Donald Trump (1946), fue nombrado como Presidente “encargado” de Venezuela el legislador Juan Guaidó (1983). Poco después, en una reunión en la Casa Blanca Trump le preguntó a Guaidó: “¿Qué pasaría si el Ejército estadounidense bajara y se deshiciera de Maduro?”, a lo que éste respondió: “Por supuesto nosotros siempre daremos la bienvenida a la ayuda de Estados Unidos”. Cuando se le preguntó si los venezolanos estarían dispuestos a “organizarse, formarse y combatir” porque “el Ejército estadounidense tenía experiencia en formar a fuerzas extranjeras”, contestó: “Sí, lo estaría”.


En noviembre de 2019, mediante un Golpe cívico-militar fue derrocado en Bolivia el presidente Morales acusado de haber fraguado el resultado de las elecciones. Después de varias semanas de incidentes por parte de la derecha boliviana, con el apoyo nacional de las Fuerzas Armadas y la Policía, e internacional de Estados Unidos, presentó su renuncia y fue sustituido interinamente sin quórum parlamentario por la senadora de la oposición Jeanine Añez (1967). Y en diciembre de 2022  fue destituido el presidente de Perú Pedro Castillo (1969), quien desde el inicio de su mandato había sido hostigado por la élite peruana y los grupos económicos transnacionales. Fue reemplazado por la vicepresidenta Dina Boluarte (1962) quien, tras reprimir al pueblo causando más de doscientas muertes, fue reconocida por Estados Unidos.
Puede afirmarse que durante el transcurso de las primeras décadas del siglo XXI, las relaciones entre Estados Unidos y América Latina, si bien tuvieron una cierta continuidad con la época precedente, mostraron nuevas realidades. En comparación con lo que ocurría durante los siglos anteriores, la relación se basó menos en la geopolítica y la seguridad nacional y pasaron a concentrarse específicamente en cuestiones de comercio, finanzas, energía y recursos naturales. En un contexto mundial y continental marcado por el ascenso de China y su proyección de poder e influencia, para el gobierno de Estados Unidos la región a la que llamaban el “patio trasero” estadounidense, debido a las políticas implementadas desde Beijing a lo largo y ancho de América Latina, estaban sustituyendo la “Doctrina Monroe” por la “Doctrina Mao”, lo cual era una amenaza a la “paz y la seguridad” del imperio norteamericano.


Los tratados de libre comercio de China con varios países sudamericanos cobraron una gran relevancia, convirtiéndose claramente así en el mayor competidor de Estados Unidos en el plano comercial. Los países de América del Sur comenzaron a exportar materias primas a China y a importar bienes manufacturados de ese país en una clara relación centro-periferia. De ese modo quedaron bastante relegados acuerdos multilaterales entre los países latinoamericanos creados en los últimos años del siglo anterior como el Mercado Común del Sur (Mercosur), fundado en 1991. Como respuesta, en un contexto de pérdida de soberanía y de posición hegemónica, Estados Unidos impulsó un ambicioso plan de libre comercio llamado Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) que incluía a todos los países americanos desde Canadá hasta Argentina salvo Cuba. Sin embargo el proyecto virtualmente desapareció en la práctica de la agenda política regional en 2005.
En 2006 las cinco economías nacionales emergentes que en la primera década del siglo XXI eran las más prometedoras del mundo conformaron una asociación política y económica con el nombre BRICS, utilizando las iniciales de los países miembros: Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica. Para Estados Unidos esto implicó un problema ya que los integrantes de dicho bloque comercian entre ellos utilizando sus propias monedas y no el dólar. Cuando en agosto de 2023 se anunció la incorporación desde el 1 de enero de 2024 de Arabia Saudita, Argentina, Emiratos Árabes Unidos, Egipto, Etiopía e Irán, el presidente Joseph “Joe” Biden (1942) por medio de un portavoz del Departamento de Estado, señaló diplomáticamente que los países podían elegir los socios y grupos con los que quisieran asociarse. Sin embargo, el despliegue generado por los BRICS motivó la reacción negativa de las potencias occidentales. Fue así que otro portavoz declaró: “Estados Unidos está observando los movimientos en América Latina, y sobre los BRICS no será la excepción, no le gusta la idea de su expansión en América Latina”.


Tal vez por esa razón, en enero de 2023 la jefa del Comando Sur de Estados Unidos Laura Richardson (1963) viajó a Argentina y Chile, visitando principalmente el Estrecho de Magallanes de cara a la Antártida, donde el gobierno argentino impulsó un Polo Logístico Antártico con la posibilidad de que participen capitales chinos y rusos. El Comando Sur (“SouthCom”) es una unidad del Pentágono que fue diseñada para defender los intereses de Estados Unidos en la región. Controla las setenta y seis bases de Estados Unidos en América Latina, y proporciona entrenamiento, inteligencia y coordinación militar a todas las fuerzas armadas regionales bajo las recomendaciones del Departamento de Estado. También encaró  una nueva ofensiva buscando detener la construcción de la cuarta central atómica argentina con tecnología china. Durante su estadía lanzó una “advertencia” sobre los riesgos y la “inconveniencia” de asociarse con China en materia nuclear y recalcó el “interés de Washington en lograr la cooperación de Argentina”.
Otro de los temas de su agenda fueron los recursos naturales estratégicos que abundan en Sudamérica como el litio, el cobre, el petróleo y el agua dulce, recursos todos ellos que forman parte de la “estrategia de seguridad” estadounidense en la región. En un claro rol injerencista declaró en varios medios de prensa que Estados Unidos “tiene mucho que hacer” sobre el Triángulo del Litio de Argentina, Chile y Bolivia, las reservas de petróleo, cobre y oro de Venezuela, el petróleo crudo de Guyana, los bosques de la Amazonia y el 31% del agua dulce del mundo. Ya en marzo de 2022, en una audiencia del Comité de Servicios Armados del Senado estadounidense, había señalado que “nuestro vecindario compartido está siendo atacado por una serie de desafíos transfronterizos transversales que amenazan directamente a nuestra patria. Esto aún es verdad hoy y es un llamado a la acción. El mundo está en un punto de inflexión. Nuestros países aliados en Latinoamérica con los que estamos unidos por el comercio, valores compartidos, tradiciones democráticas y lazos familiares están sintiendo el impacto de interferencia externa y coerción. La República Popular de China continúa expandiendo su influencia económica, diplomática, tecnológica y militar en Latinoamérica y el Caribe”.
Como quiera que sea, lo cierto es que en la actualidad la región está gobernada por insulsos regímenes democráticos que no generaron cambios perceptibles en las condiciones de vida de las grandes mayorías y, por variadas y complejas razones, no han hecho más que llevar a sus respectivos pueblos a un cuadro de desencanto democrático. Los gobiernos, parlamentos y partidos políticos son calificados pobremente por las sociedades, generando un proceso de creciente abstención en las elecciones y una pérdida de legitimidad de su desempeño. Paralelamente, la región se ha hecho aún más pobre y desigual, acentuando sus peores rasgos históricos. Según las cifras de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), casi la mitad de los habitantes de América Latina hoy son pobres. A la par, se ha mantenido o reforzado la desigualdad. América Latina es desde tiempos remotos la región con menos equidad en el mundo en desarrollo. Y ese rasgo se reforzó por los efectos negativos del proceso de globalización y las carencias de recursos públicos originadas por los programas de ajuste inspirados por el FMI, que han reducido los fondos destinados a políticas sociales.
Allá por 1970 el economista y sociólogo alemán André Gunder Frank (1929-2005) en su ensayo “Lumpenbourgeoisie: lumpendevelopment. Dependence, class and politics in Latin America”. (Lumpenburguesía: lumpendesarrollo. Dependencia, clase y política en Latinoamérica) hizo un esbozo de la historia latinoamericana criticando el rol desempeñado por los países hegemónicos a lo largo de la historia de América Latina. Primero el Imperio español, luego Inglaterra, para pasar finalmente a señalar a los Estados Unidos de América. En palabras de Frank, el mundo estaba dividido en “centro” y “periferia”, o sea, países dominantes y países subdesarrollos, lo cual fue originado por el sistema capitalista. La relación entre metrópoli y periferia estuvo vinculada por un mercado que sólo sirvió para el enriquecimiento del “centro” a costa del empobrecimiento de la “periferia”.


Ese mismo año, el sociólogo, economista y profesor universitario brasileño Theotônio dos Santos (1936-2018) publicaba “A teoria da dependencia. Balanço e perspectivas” (La teoría de la dependencia. Balance y perspectivas), obra en la cual explicó que los efectos de la inversión extranjera sobre la estructura de la economía latinoamericana generaba la formación de corporaciones filiales de empresas norteamericanas y europeas, conducidas bajo parámetros monopólicos y explotadores. En su teoría de la dependencia especificó que la relación predominante entre los países del primer y tercer mundo, entre las economías centrales autosuficientes y prósperas y las economías periféricas, aisladas, débiles y poco competitivas, al contrario del supuesto de la teoría económica neoclásica de que el comercio internacional beneficia a todos los participantes, sólo son las economías centrales las que se favorecen.
La situación actual de Latinoamérica desde el punto de vista de su inserción internacional está indudablemente condicionada por la ofensiva de los capitales, ya sean estadounidenses, chinos, franceses o de donde sean, para instaurar un modelo de acumulación que les permita aumentar la tasa de ganancia. En ese contexto, muchos de los gobiernos populistas de la región intentan impulsar el desarrollo económico y un estado de bienestar destacando el papel protagónico del Estado, pero siempre sucumben ante el papel dominante que juega Estados Unidos mediante los usurarios créditos que da el FMI con el propósito de “dar a los países un respiro para que puedan ajustar sus políticas de manera ordenada, lo que sentará las bases de una economía estable y un crecimiento sostenible”. Una patraña más entre las tantas que viene soportando la región desde hace cientos de años.

21 de octubre de 2023

Intervencionismo de Estados Unidos en Latinoamérica. Una secuencia nefasta

7º parte: Los turbulentos años ‘70

El 24 de marzo de 1976 se produjo el Golpe de Estado en Argentina. Asumió el poder una dictadura militar encabezada por el Teniente General Jorge Rafael Videla (1925-2013), a quien sucedería el Teniente General Roberto E. Viola (1924-1994) en marzo de 1981, el Teniente General Leopoldo Galtieri (1926-2003) en diciembre del mismo año, y el General de División Reynaldo Bignone (1928-2018) en julio de 1982. El autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional”, que duraría hasta diciembre de 1983, contó con la estrecha colaboración y el apoyo de los más altos niveles del poder en Washington. Los presidentes norteamericanos Gerald Ford (1913-2006), James Carter (1924) y Ronald Reagan (1911-2004) sucesivamente, apoyaron sin miramientos la sistemática campaña de delitos de lesa humanidad llevada adelante por la dictadura como los secuestros ilegales, las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones forzadas, las torturas, el robo de bebés y la violencia sexual.
En los años siguientes Estados Unidos centró sus intervenciones en varios países de Centroamérica, una región que en los años ’80 atravesó difíciles circunstancias políticas marcadas por enfrentamientos armados en tres países. En El Salvador el conflicto confrontó al aparato represivo estatal asesorado por Estados Unidos, con las guerrillas del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN); en Nicaragua comenzó a desarrollarse un enfrentamiento en las fronteras con Costa Rica y Honduras entre el recién constituido gobierno del Frente Sandinista para la Liberación Nacional (FSLN) y la “Contra”, una fuerza paramilitar compuesta por antiguos miembros de la Guardia Nacional asesorada por la CIA; y en Guatemala se revitalizó un conflicto que venía desde 1960 cuando se conformó otro frente de organizaciones guerrilleras, la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), que enfrentó al Ejercito Nacional (también apoyado por Estados Unidos) en los territorios mayas del norte del país.


En 1983, alrededor de siete mil soldados norteamericanos acompañados por unos pocos de Jamaica y Barbados, invadieron la isla de Granada, la que atravesaba un proceso de fuertes disputas internas entre las distintas fuerzas políticas. El pretexto de la CIA para llevar adelante la “Operation Urgent Fury” (Operación Furia Urgente) fue la construcción del Aeropuerto Internacional Punto Salinas, en Saint George, la capital de la isla, en la que participaban activamente obreros y técnicos cubanos y que, para Estados Unidos, sería utilizada como base militar soviética. Se puso fin así a un proceso de transformación social iniciado cuatro años antes que incluía el establecimiento de la educación gratuita bajo métodos pedagógicos liberadores, un nuevo sistema de atención médica apoyado por Cuba y la reducción del desempleo. Tras la invasión, la mayor parte de la economía quedó en manos privadas y la represión se mantuvo en constante aumento.
Seis años más tarde se produjo la décimo tercera invasión de Estados Unidos a Panamá. El presidente norteamericano George Herbert Bush (1924-2018) decidió castigar al ex colaborador de la CIA y valioso aliado del gobierno de Estados Unidos ante la creciente influencia de Cuba en Centroamérica, el triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua y el avance de las guerrillas en El Salvador, el ya citado Manuel Noriega, acusándolo de espionaje en favor de Cuba y de usar a Panamá para traficar drogas a los Estados Unidos. Una avalancha de cazabombarderos surcó el cielo panameño arrojando bombas sobre las zonas más densamente pobladas de la capital, donde había una gran cantidad de la población viviendo en caserones antiguos de madera, el aeropuerto y varias bases militares. La “Operation Just Cause” (Operación Causa Justa), tal como se la llamó, provocó que miles de soldados y civiles panameños murieran durante la guerra. A su fin, las fuerzas militares panameñas fueron disueltas y Noriega terminó siendo acusado formalmente por tráfico de drogas y excluido de la nómina de agentes de la CIA.


A comienzos de 1990 Estados Unidos intervino masivamente en el proceso electoral de Nicaragua financiando y apoyando la candidatura de Violeta Chamorro (1929), quien encabezaba la coalición Unión Nacional Opositora (UNO) buscando poner fin al período revolucionario encabezado por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) desde 1979. Dentro de los cambios socio-económicos que había realizado el sandinismo puede mencionarse el reparto de las tierras que estaban en manos de una pequeña minoría con el fin de crear granjas cooperativas, congregando así a pequeños productores facilitándoles el acceso a créditos, herramientas e insumos. Además había implementado una campaña de alfabetización que redujo el índice de analfabetismo del 50% al 13%, e implementó planes de vacunación masiva y de educación sanitaria básica, que lograron reducir muy ostensiblemente las tasas de enfermedades y la mortalidad infantil. Todos estos programas se perdieron al ser abandonados por el gobierno liberal posrevolucionario.
El susodicho Eduardo Galeano publicaría en 1992 “Ser como ellos. El capitalismo visto desde la periferia”, una selección de artículos publicados en distintos medios de prensa. En algunos de ellos emitió sentencias tales como “los Estados Unidos pueden ejercer impunemente su función de policías del mundo. Y ya se sabe que ese país, que nunca fue invadido por nadie, tiene la vieja costumbre de invadir a los demás”. También: “El precario equilibrio del mundo, que rueda al borde del abismo, depende de la perpetuación de la injusticia. Es necesaria la miseria de muchos para que sea posible el derroche de pocos. Para que pocos sigan consumiendo de más, muchos deben seguir consumiendo de menos. Y para evitar que nadie se pase de la raya, el sistema multiplica las armas de guerra. Incapaz de combatir contra la pobreza, combate contra los pobres, mientras la cultura dominante, cultura militarizada, bendice la violencia del poder”.


Dos años después, en septiembre de 1994, por orden del presidente Bill Clinton (1946), más de veinte mil soldados norteamericanos, con el apoyo de barcos de guerra, helicópteros y buques de la Marina, invadieron Haití en el marco de la “Operación Uphold Democracy” (Operación Defender la Democracia). Esta vez el pretexto fue garantizar la transferencia del poder de la cúpula golpista encabezada por el General Raoul Cédras (1949) al presidente electo Jean Bertrand Aristide (1953), un sacerdote de la Iglesia Católica partidario de la Teología de la Liberación, quien se había convertido en el primer presidente haitiano elegido de manera democrática en la historia del país. Durante la dictadura, la policía sembró el terror en todo el país con salvajes asesinatos y los militares llevaron a cabo cientos de detenciones, torturas y ejecuciones extrajudiciales. Pero eso no era lo que preocupaba al imperio del Norte. Su verdadero interés estaba centrado en la propuesta de Aristide de concederle a los Estados Unidos las privatizaciones de empresas cementeras y de telecomunicaciones y aplicar las medidas neoliberales exigidas por el FMI, cosa que hizo respaldado por el contingente de soldados estadounidenses que se quedaron en Haití hasta principios del 2000.
Después de haber atravesado todos estos contratiempos durante tantos años, los países latinoamericanos se encontraban inmersos en la última década del siglo XX tanto en profundas crisis estructurales en materia socio-económica como orgánicas en materia político-institucional. Históricamente la región presentó una distribución del ingreso muy inequitativa, pero en aquellos años el crecimiento de la desigualdad, el agravamiento de la pobreza extrema, el incremento de la precarización laboral y el retraso del pensamiento político que condujo a una supuesta ausencia de alternativas, no hicieron más que aumentar la vulnerabilidad de los ciudadanos en medio de una drástica reestructuración social. En ese ámbito, en las sociedades latinoamericanas una reorganización de tal envergadura afectó también a la política y acrecentó la insatisfacción de la ciudadanía sobre la calidad de la democracia. Se puso entonces de manifiesto que cuando una democracia no cumple con lo que, tal vez ilusoriamente, se espera de ella, se genera un clima de frustración que termina por minar la credibilidad de las instituciones.


En el marco de esa crisis, en América Latina se adoptó la tendencia hacia la apertura y desregulación de los mercados. Con variantes en cuanto a la intensidad y velocidad de esos cambios, en los años ‘90 la mayoría de los países de la región se encolumnaron en la aplicación de políticas macroeconómicas que respondían a los lineamientos de las concepciones impuestas desde los Estados Unidos. El camino elegido fue el denominado “Washington Consensus” (Consenso de Washington), un paquete de fórmulas económicas neoliberales ideadas por el economista británico John Williamson (1937-2021) en conjunto con el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y el Departamento del Tesoro de Estados Unidos. Su objetivo era, al menos en su decálogo de medidas, impulsar el crecimiento económico y la distribución equitativa para pasar del subdesarrollo a la prosperidad. Entre las medidas que recomendaba el Consenso figuraban la minimización del gasto público, los impuestos y las subvenciones, el incremento de las inversiones extranjeras, el favorecimiento a las empresas privadas y la desregulación de los precios y los despidos.
Muchos países latinoamericanos, sumidos en la deuda pública, la inflación y las crisis políticas y económicas, acataron el decálogo. Para solucionar el problema de la deuda externa, los países que se encontraban fuertemente endeudados con el tesoro estadounidense, sobre todo Argentina, Brasil, Ecuador, México y Venezuela, aceptaron el “Brady Bonds” (Plan Brady), una serie de medidas ideadas por el entonces Secretario del Tesoro de los Estados Unidos Nicholas Brady (1930) destinadas a reestructurar la deuda de los países deudores mediante la emisión de documentos financieros llamados bonos, lo cual supuestamente facilitaría la reestructuración de las deudas al disponer de préstamos que podían devolver con comodidad gracias a unos plazos más asequibles. Dichos bonos contaban con el respaldo del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional. Sin embargo ninguno de los dos planes sirvió para mejorar la situación de los países endeudados, al contrario, el subdesarrollo, la pobreza y la marginación social alcanzaron niveles negativos excepcionales.


La década de los '90 fue sin dudas el escenario de cambios que mostraron una profundidad y vertiginosidad sin precedentes. Algunos de estos cambios estuvieron fuertemente condicionados por las transformaciones ocurridas a nivel global. La caída del muro de Berlín y del bloque socialista, el nuevo orden mundial signado por la hegemonía militar de Estados Unidos y la multipolaridad económica, la creciente globalización de los mercados y el continuo avance científico-tecnológico fueron algunos de los procesos que más impactaron en la realidad socio-económica y política latinoamericana. Esos procesos tuvieron su correlato en un conjunto de transformaciones ocurridas en la región como la apertura de las economías al mercado mundial, las modificaciones de las funciones del Estado y una mayor presencia del neoliberalismo. Todas ellas fueron algunas de las transformaciones de características comunes que afectaron al conjunto de los países latinoamericanos, y ninguna de ellas produjo una evolución correlativa en las condiciones de vida de los pueblos.
De esta manera Estados Unidos se convirtió en el principal impulsor del modelo neoliberal. Su táctica consistió en destituir el poder político de la economía de los países que adhirieron a estos planes para dejarla en manos del poder de las empresas transnacionales, principalmente norteamericanas, y sus aliados locales. Ello no impidió, no obstante, su “ayuda” civil y militar en países como Venezuela, Haití, Bolivia, Honduras, Colombia y Ecuador durante los primeros años del siglo XXI con la anuencia de los presidentes George W. Bush (1946) primero, y Barack Obama (1961) después. En Venezuela intentó un golpe militar contra el presidente Hugo Chávez (1954-2013) en abril de 2002; y en Haití apoyó el golpe militar que derrocó a su antiguo aliado Jean Bertrand Aristide en febrero de 2004, quien por entonces había cometido el “error” de restablecer las relaciones diplomáticas con los gobiernos de Cuba y Venezuela.

17 de octubre de 2023

Intervencionismo de Estados Unidos en Latinoamérica. Una secuencia nefasta

6º parte: Los convulsionados años ‘60

No fue necesario que pasase mucho tiempo para que, cuando el presidente de Brasil João Goulart (1918-1976) adoptó medidas socialistas como una reforma agraria que incluía el reparto de tierras agrícolas no utilizadas, el aumento del impuesto a la renta, nacionalización del petróleo, inversiones en el sector de la salud pública y en la educación destinadas a una campaña de alfabetización y la exigencia a las empresas multinacionales de invertir sus ganancias comerciales en Brasil, las Fuerzas Armadas, con el apoyo del presidente de Estados Unidos Lyndon Johnson (1908-1973), el Director de la CIA John Alexander McCone (1902-1991) y el embajador estadounidense en Brasil Abraham Lincoln Gordon (1913- 2009), lo derrocaron el 1 de abril de 1964 mediante un golpe militar.

Al año siguiente Estados Unidos envió miles de Marines a la República Dominicana para reprimir un movimiento popular que intentaba restaurar en el poder al derrocado presidente progresista y democráticamente electo Juan E. Bosch (1909-2001), quien había sido derrocado por un Golpe de Estado casi siete meses después de asumir la presidencia. Al asumir, Bosch había hecho una profunda reestructuración del país. Promulgó una nueva constitución que, entre otras cosas, estipulaba los derechos laborales y la libertad sindical, y se ocupaba por los sectores tradicionalmente excluidos como las mujeres embarazadas, los hijos ilegítimos, las personas sin hogar, la niñez, la familia, la juventud y los pequeños agricultores. Todo esto no hizo más enfrentarlo a los sectores tradicionalmente poderosos. Los industriales recelaban de los beneficios que la nueva Constitución otorgaba a la clase obrera y los terratenientes se opusieron a las medidas contra el latifundio. Estas disposiciones eran algo que Estados Unidos no estaba dispuesto a aceptar.
En 1966 también se entrometió enviando armas, asesores y Boinas Verdes, en el conflicto que asolaba a Guatemala, una guerra civil entre miembros del Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) en contra de los grupos paramilitares llamados Escuadrones de la Muerte, los cuales durante la llamada “Operación Limpieza” se encargaban de secuestrar y asesinar a intelectuales, sindicalistas, artistas, escritores, estudiantes, docentes y cualquier otro opositor político durante la dictadura del coronel Enrique Peralta Azurdia (1908-1997). En medio de este desbarajuste el dictador llamó a elecciones, las cuales fueron ganadas por el miembro del Partido Revolucionario (PR) Julio César Méndez Montenegro (1916-1996) quien emprendió algunas tímidas reformas sociales e intentó frenar la ola de violencia, asesinatos y secuestros con la declaración del Estado de Emergencia y la restricción de libertades, pero no consiguió mayores resultados.


Ese mismo año el “Che” Guevara, creyente de que la internacionalización de la Revolución Cubana era urgente y necesaria, decidió emprender una insurrección guerrillera en Bolivia, país al que consideraba como una posición estratégica para irradiar su influencia hacia Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Perú. Según su teoría, no era necesario esperar que las condiciones sociales produjeran una insurrección popular sino que podía ser la propia acción armada la que creara las condiciones para que se desencadenara un movimiento revolucionario. En octubre de 1967 fue herido en combate y capturado por las fuerzas de la dictadura militar boliviana de René Barrientos (1919-1969), quienes contaban con el apoyo de la CIA y de un grupo de Boinas Verdes que había enviado el antes citado presidente norteamericano Lyndon Johnson para supervisar y asesorar en la persecución y la ejecución de Guevara. Tras torturarlo y cortarle las manos por orden del agente de la CIA Félix Rodríguez (1941), finalmente fue ejecutado por el sargento del ejército boliviano Mario Terán (1942-2022) el 9 de octubre de ese año.
Indudablemente la revolución cubana había constituido un severo golpe a la hegemonía de Estados Unidos en Latinoamérica, marcó un punto de inflexión ante su política injerencista que no respetaba los principios de la soberanía nacional y de la autodeterminación de los pueblos, y pasó a ser un modelo a seguir para muchos de ellos. En agosto de 1967, en La Habana se creó la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS) a la que asistieron diversos movimientos de izquierda de América Latina para promocionar el establecimiento de Estados socialistas que superasen el subdesarrollo económico, social y cultural. En ese encuentro se concluyó que, en América Latina, se presentaban realidades socioeconómicas y políticas susceptibles de crear situaciones revolucionarias. Así comenzaron varios ciclos de lucha armada en el continente mediante la guerrilla rural, a la que se le sumaría después la urbana.


La muerte del Che Guevara en Bolivia y la destrucción de su movimiento guerrillero fueron un duro golpe a los partidarios de esta forma de lucha. No obstante, los focos insurreccionales fueron apareciendo en varios países de la región. Los más destacados fueron las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) dirigidas por Carlos Olmedo (1944-1971) en Paraguay, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) capitaneado por Miguel Enríquez (1944-1974) en Chile, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) conducido por Guido “Inti” Peredo (1937-1969) en Bolivia, el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T) liderado por Raúl Sendic (1925-1989) en Uruguay y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) acaudillado por Mario “Roby” Santucho (1936-1976) en Argentina. Todos ellos fueron asesinados por las respectivas fuerzas de seguridad salvo Sendic, quien durante catorce años estuvo preso en condiciones inhumanas hasta que fue indultado estando muy enfermo. Se trasladó a París donde falleció por causa de una crisis cardíaca provocada por una dolencia neurológica. Los especialistas que lo trataron en Francia no descartaron que el origen de la enfermedad que lo llevó a la muerte radicara en los años de torturas y cautiverio que había pasado en la cárcel.
Los objetivos de estos movimientos revolucionarios eran lograr inculcar el socialismo, construyendo frentes de masas en todas las esferas sociales y clases subalternas con el propósito de agudizar las contradicciones de clase y preparar, así, la insurrección ante la inevitable resistencia que opondrían las clases dominantes. Por otro lado, con el triunfo electoral en 1970 de la Unidad Popular en Chile, que llevó a la presidencia al socialista Salvador Allende (1908-1973), se abrieron nuevas expectativas en algunos sectores de la izquierda que sostenía la vía político-electoral para llegar al poder. La democracia, a través del sufragio, parecía ser la vía mediante la cual era posible someter a los designios populares a las clases dominantes en América Latina. Esta situación generó una rápida reacción del presidente de Estados Unidos Richard Nixon (1913-1994), quien impulsó el Golpe de Estado en 1973 a manos del general Augusto Pinochet (1915-2006) apoyado por la CIA.


Lo mismo había hecho en 1971 apoyando al general Hugo Banzer (1926-2002) en Bolivia cuando éste dio un Golpe de Estado contra el general Juan José Torres (1920-1976) quien había asumido el poder en octubre de 1970 mediante un levantamiento popular con la participación de trabajadores, organizaciones campesinas, el movimiento universitario y un sector de militares leales, y adoptado una posición explícitamente antiimperialista llevando adelante medidas como la nacionalización de las minas, la reposición salarial de los mineros, la expulsión del Cuerpo de Paz Norteamericano, el incremento del presupuesto asignado a las universidades bolivianas y la creación de las Corporaciones Estatales de Desarrollo, algo también inaceptable para los intereses norteamericanos.
La década de los años ‘70 fue un momento muy particular en la historia de América Latina. Con la Guerra Fría entre el capitalismo estadounidense y el pseudocomunismo soviético como trasfondo, en medio de álgidos debates ideológicos y el crecimiento de las pujas políticas, gran parte de una generación abrazó las armas y emprendió la guerra de guerrillas, lo que dio pié al nacimiento de cruentas dictaduras militares coordinadas en toda la región. Mientras todo eso ocurría, el escritor uruguayo Eduardo Galeano  (1940-2015) escribió una obra incisiva y extensa en la que realizó con minuciosidad un recorrido histórico desde la colonización europea de América hasta la América Latina contemporánea. En “Las venas abiertas de América Latina” se refirió al constante saqueo de los recursos naturales de la región por parte de los imperios coloniales, no sólo europeos sino también los de Estados Unidos.
Las denuncias sobre el colonialismo y el imperialismo que relató en su libro cobrarían una actualidad inmensa cuando Estados Unidos, durante la segunda mitad de esa década, implantó el Plan Cóndor en América Latina, mediante el cual se persiguió a opositores, se reprimió ilegalmente y se masacró a una parte de la población. Entre muchas otras cosas afirmó que “cada vez que Estados Unidos salva a un pueblo, lo deja convertido en un manicomio o en un cementerio”, o “ahora América es, para el mundo, nada más que los Estados Unidos: nosotros habitamos, a lo sumo, una sub América, una América de segunda clase, de nebulosa identificación. Es América Latina, la región de las venas abiertas”. Ese recuento exaltado, conmovedor, de la piratería que arrasó al continente latinoamericano hizo que el libro fuera censurado, no sólo en Uruguay, sino también en Chile y en Argentina por sus respectivas dictaduras.


No fueron pocos los escritores que en sus obras exploraron las causas y consecuencias de las desigualdades en las sociedades capitalistas latinoamericanas de entonces. El mexicano Juan Rulfo (1917-1986) publicó el libro de cuentos “El llano en llamas”, relatos en los que expresivamente habló sobre la realidad de los campesinos de su tierra; y en la novela “Pedro Páramo” exploró la naturaleza y la condición humana en un contexto de pobreza y opresión en el México rural. Por su parte el peruano Manuel Scorza (1928-1983), de orígenes familiares indígenas, en sus novelas “Redoble por Rancas” y “El jinete insomne” reveló las tensiones sociales que se generaban por las políticas desarrollada por los gobiernos de turno. La explotación de los indios y la posesión de la tierra por la oligarquía terrateniente configuraban una realidad que había sido pasada por alto incluso por ciertos sectores de la izquierda latinoamericana.
Unos años antes, el chileno Nicomedes Guzmán (1914-1964) lo había hecho en “Los hombres oscuros”, “La sangre y la esperanza” y “Donde nace el alba”, novelas en las que reveló la vida de las clases sociales chilenas más pobres afectadas por la injusticia social, la explotación de trabajadores, la vida miserable de los suburbios, la degradación moral en la pobreza y la corrupción en el poder. Más adelante lo haría el escritor chileno Luis Sepúlveda (1949-2020), quien en las novelas “Nombre de torero” y “El fin de la historia” hizo que sus protagonistas hicieran todo lo posible por combatir a quienes defendían la amnesia como razón de Estado, como se quiso hacer en Chile, e indagó sobre los verdugos que apoyaron y trabajaron para la dictadura, inmiscuyéndose así en los terribles años que él había vivido en primera persona.


No pasaría mucho tiempo hasta que, en noviembre de 1975, los líderes de los servicios de inteligencia militar de Argentina, Bolivia, Chile, Paraguay y Uruguay fundaran el “Plan Cóndor”, una campaña de represión política y terrorismo de Estado respaldada por Estados Unidos bajo el mando del presidente Gerald Ford (1913-2006) que incluía operaciones de inteligencia, el aniquilamiento de la generación revolucionaria y el asesinato de opositores para salvaguardar la “seguridad nacional” y reestructurar las sociedades en base a la doctrina neoliberal. Para llevarlo adelante se creó una base centralizada de información sobre los movimientos guerrilleros, partidos y grupos de izquierda, sindicalistas, religiosos, políticos y supuestos enemigos de los gobiernos autoritarios involucrados en el plan, se identificó y atacó a los considerados enemigos políticos a nivel regional y se realizaron operativos fuera de la región para encontrar y eliminar personas que se hallaban en otros países tanto de América como de Europa. Las computadoras para almacenar toda esa información fueron suministradas por la CIA ya que ningún otro país del continente disponía de la tecnología suficiente para hacerlo.
Por entonces el Director de la CIA, William Colby (1920-1996), declaraba sin empacho que “los Estados Unidos de América tienen el derecho de actuar ilegalmente en cualquier país del mundo, investigar y llevar a cabo operaciones e intromisiones en asuntos internos”. El diseño criminal de este plan provino del asesoramiento personal del Secretario de Estado Henry Kissinger (1923), del FBI, la CIA e Interpol, y contó el visto bueno del Pentágono y la Secretaría de la Defensa de los Estados Unidos. En su organización y puesta en práctica se utilizaron grupos ya existentes como el “Esquadrão da Morte” (Escuadrón de la Muerte) de Brasil, al mando del Detective de la Policía Mariel Mariscöt (1940-1981) y la “Alianza Anticomunista Argentina” (Triple A) organizada por José López Rega (1916-1989),  Ministro de Bienestar Social y secretario privado del General Juan D. Perón (1895-1974).

14 de octubre de 2023

Intervencionismo de Estados Unidos en Latinoamérica. Una secuencia nefasta

5º parte: La “guerra fría”

A fines de 1941 tanto Alemania como Italia cumplieron su pacto con Japón y le declararon la guerra a Estados Unidos. Esto marcó la entrada de la potencia militar más poderosa del mundo en la Segunda Guerra Mundial. Por la misma época le declararon la guerra al Eje conformado por Alemania, Italia y Japón países caribeños como Costa Rica, Cuba, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, Panamá y República Dominicana. Entre 1942 y 1943 se unieron Brasil, México, Bolivia y Colombia, y en febrero de 1945 lo hicieron Argentina, Chile, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela.
La entrada de Estados Unidos implicó un gran cambio en la evolución de la guerra. Con su aporte de moderna tecnología armamentística y un gran número de soldados desempeñó un papel clave en la derrota de Alemania e Italia en Europa, sobre todo cuando en junio de 1944 lideró el desembarco en Normandía, que fue la operación militar más grande y compleja de la guerra. Luego, tras los letales bombardeos atómicos en Hiroshima y Nagasaki, también fue derrotado Japón. Entre los miembros más destacados del Ejército de los Estados Unidos suele mencionarse a los generales Douglas MacArthur (1880-1964) por su rol en el Frente del Pacífico, George Patton (1885-1945) por su desempeño en norte de África y Sicilia y Dwight Eisenhower (1890-1969) como comandante supremo en el frente de la Europa occidental.
El fin de la contienda marcó el comienzo de lo que se conoció como “Guerra Fría”, un término acuñado en 1945 por el escritor inglés George Orwell (1903-1950) en su ensayo “You and the atomic bomb” (Usted y la bomba atómica). El escritor, muy conocido por sus novelas “Animal farm” (Rebelión en la granja) y “Nineteen eighty-four” (1984), alertó en su ensayo sobre los peligros derivados de la energía nuclear que podía ser controlada por una elite política para beneficiarse de la situación derivada del temor a la destrucción total. “Es posible que estemos dirigiéndonos no a un desmoronamiento general sino a una época de una estabilidad tan horrorosa como los imperios esclavistas de la Antigüedad. Aún pocas personas han considerado sus implicaciones ideológicas, es decir, la clase de visión del mundo, la clase de creencias y la estructura social que prevalecerían en un Estado que fuera a la vez inconquistable y que estuviera en un estado permanente de guerra fría con sus vecinos”.


Dicha guerra enfrentó política, económica, social e ideológicamente a las dos superpotencias de la época, la Unión Soviética y los Estados Unidos, por la supremacía del mundo en general y por la influencia en América Latina en particular. Como medida preventiva Estados Unidos bajo el mando del presidente Harry Truman (1884-1972) crearía en 1949 una alianza militar llamada “Organización del Tratado del Atlántico Norte” (OTAN), con el objetivo de frenar la influencia soviética en Europa, a lo que la Unión Soviética respondería con la creación en 1955 del “Pacto de Varsovia”, un acuerdo de cooperación militar entre los Estados socialistas del bloque del Este impulsado por el líder soviético Nikita Jrushchov (1894-1971). La Guerra Fría culminaría con el desplome de la Unión Soviética en 1991 y el triunfo mundial del modelo capitalista, un modelo económico que emergería triunfal tanto como la cultura norteamericana.
Concluida la Segunda Guerra Mundial, en 1946 Estados Unidos inauguró en Panamá la “School of the Americas” (Escuela de las Américas) con el objetivo de entrenar a soldados latinoamericanos en técnicas de guerra y contrainsurgencia. Inicialmente llamada “Latin American Training Center” (Centro de Adiestramiento Latinoamericano) del Ejército de los EE.UU., allí se formarían muchos protagonistas de las venideras dictaduras militares como Roberto Viola (1924-1994) y Leopoldo Galtieri (1926-2003) de Argentina, Omar Torrijos (1929-1981) y Manuel Noriega (1934-2017) de Panamá, Manuel Contreras (1929-2015) de Chile, Gregorio Álvarez (1925-2016) de Uruguay, Efraín Ríos Montt (1926-2018) de Guatemala, Hugo Banzer (1926-2002) de Bolivia, Juan Melgar Castro (1930-1987) de Honduras, Roberto d'Aubuisson (1944-1992) de El Salvador y Vladimiro Montesinos (1945), Ollanta Humala (1962) de Perú y Luis Posada Carriles (1928-2018) de Venezuela.


Fue apodada años después por el diario panameño “La Prensa” la “Escuela de Asesinos” y por el ex presidente de Panamá Jorge Illueca (1918-2012) “base gringa para la desestabilización de América Latina”. En sus “Manuales de Entrenamiento”, partiendo de la premisa de que las organizaciones subversivas aprovechaban el descontento de la población y que, por consiguiente, la mayor parte de las insurrecciones eran apoyadas por elementos descontentos de esa sociedad ya que las actividades insurrectas como el sabotaje, la subversión, el espionaje, las incursiones y las emboscadas eran llevadas a cabo por los insurrectos desde el interior de la estructura de esas sociedades, recomendaban técnicas de interrogatorio como el secuestro, la tortura, la ejecución, el chantaje y el arresto tanto de los insurrectos como de sus familiares.
Al año siguiente, con la intención de neutralizar las tendencias de algunos países latinoamericanos que estaban tomando conciencia sobre la relación semicolonial que mantenían con Estados Unidos e intentaban nuevos marcos de autonomía relacionándose con otras potencias, desde Washington se organizó la “Meeting of Consultation of Ministers of Foreign Affairs” (Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores) en la que se pretendía alinear a todo el hemisferio sur en su propia estrategia. En su declaración inaugural se sostuvo que “todo atentado de un Estado no americano contra la integridad o la inviolabilidad del territorio, contra la soberanía o independencia política de un Estado americano, será considerado como un acto de agresión contra los Estados que firman esta Declaración. En el caso de que se ejecuten actos de agresión o de que haya razones para creer que se prepara una agresión por parte de un Estado no americano contra la integridad o la inviolabilidad del territorio, contra la soberanía o independencia política de un Estado americano, los Estados signatarios de la presente declaración consultarán entre sí para concertar las medidas que convenga tomar”. Así, Estados Unidos logró comprometer a todos los países americanos en su campo defensivo frente a la creciente tensión de la Guerra Fría.


Esta Declaración fue el antecedente del “Inter American Treaty of Reciprocal Assistance” (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca - TIAR), mediante el cual los países miembros (Argentina, Bahamas, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana, Trinidad y Tobago, Uruguay y Venezuela) se comprometieron a actuar colectivamente ante “cualquier hecho o situación que pueda poner en peligro la paz de América”. Luego, en 1948, conformó la “Organization of American States” (Organización de los Estados Americanos - OEA) con el objetivo de “trabajar para fortalecer la paz, la seguridad y la consolidación la democracia, promover los derechos humanos, apoyar el desarrollo social y económico favoreciendo el crecimiento sostenible en América”.
Sin embargo, a pesar de tan loables propósitos, en los años siguientes propició, con la participación de la “Central Intelligence Agency” (Agencia Central de Inteligencia - CIA) dirigida por el contralmirante Roscoe Hillenkoetter (1897-1982), el derrocamiento de gobiernos constitucionales en Cuba y Guatemala. En La Habana apoyó al general Fulgencio Batista (1901-1973) para derrocar a Carlos Prío Socarrás (1903-1977), y en Ciudad de Guatemala hizo lo mismo con el coronel Carlos Castillo Armas (1914-1957) para derrocar a Jacobo Árbenz (1913-1971). Ambos dictadores instalaron sangrientas tiranías signadas por la violencia y la represión. En el caso cubano, la equivocación de Prío Socarrás había sido su esfuerzo por establecer un nuevo orden social en Cuba combatiendo la corrupción política y económica. Si se tiene en cuenta que las empresas estadounidenses controlaban 95% de la inversión extranjera, esto resultó inaceptable. En cuanto a Árbenz, su pecado había sido la nacionalización de tierras de la empresa estadounidense United Fruit Company, algo también inadmisible para Estados Unidos.


Indudablemente, durante la primera mitad del siglo XX, el desarrollo de los países latinoamericanos estuvo fuertemente marcado por la presencia y el fortalecimiento de los Estados Unidos como un imperio capitalista, pues en estos años ejerció una hegemonía sin precedentes sobre el continente americano en medio del debilitamiento internacional de Europa. Mediante sus políticas intervencionistas se aseguraron la obtención de recursos naturales como el azúcar, el caucho, el cobre, la madera, el petróleo, la plata y el zinc. Además implementaron la industria pesada, conquistaron mercados de consumo y afianzaron el dominio sobre las transacciones financieras. En materia económica, la penetración del capital estadounidense se logró a través de la intervención de entidades como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), instituciones creadas poco antes del fin de la Segunda Guerra Mundial con el propósito de “mejorar el nivel de vida de los países miembros”, “alcanzar su estabilidad financiera”, “promover su desarrollo económico a largo plazo”, “favorecer el crecimiento equilibrado del comercio internacional”, “adoptar políticas que ayuden a sus miembros a resolver sus problemas de balanza de pagos” y “fomentar estrategias para reducir la pobreza”.
Por supuesto ninguno de estos meritorios objetivos detallados en sus cartas fundacionales se llevaron a cabo, todo lo contrario. A partir de la concesión de préstamos a los países latinoamericanos, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial formaron una dupla para poner en marcha las fórmulas de ajuste interviniendo directamente en la determinación de las políticas económicas de los países prestatarios. Estos préstamos fueron invariablemente signados por un carácter político y fueron acordados por las instituciones a condición de que los gobiernos nacionales adoptasen un programa de estabilización económica y de reformas de estructura económica de acuerdo con las exigencias del prestador. En una suerte de chantaje económico, el objetivo de estos préstamos consistió en mantener a las naciones deudoras en una sujeción que les impidiese embarcarse en una política económica nacional independiente.
Pero a pesar de que América Latina se convirtió en el laboratorio principal para las medidas económicas recetadas por el FMI, lo cual consolidó la hegemonía del dólar, así como su predominio financiero, diplomático y cultural, Estados Unidos no abandonó su intervencionismo en materia política y militar en la región. Sobre todo después del triunfo de la Revolución Cubana, uno de los eventos más importantes de la historia política de América Latina y el Caribe durante el siglo XX. El alzamiento llevado adelante por el “Movimiento 26 de Julio” encabezado por Fidel Castro (1926-2016)​, derrocó mediante la guerra de guerrillas urbanas y rurales al régimen dictatorial del antes mencionado Batista, un mandatario pro-norteamericano que había transformado a La Habana en un gran casino y prostíbulo para los hombres de negocios estadounidenses mientras, en las zonas rurales, la mayoría de los campesinos vivía en barracones con techo de guano y piso de tierra desprovistos de sanitarios, agua corriente y electricidad, y casi la mitad de los cubanos eran analfabetos.


El 1 de enero de 1959 las tropas revolucionarias comandadas, además de Fidel y su hermano Raúl Castro (1931), por Juan Almeida (1927-2009), Ernesto “Che” Guevara (1928-1967) y Camilo Cienfuegos (1932-1959), sellaron su triunfo. No fue necesario que pasase mucho tiempo para que el presidente norteamericano Dwight Eisenhower (1890-1969) autorizara la realización en gran escala de acciones encubiertas para derribar al gobierno revolucionario que había impulsado varias medidas de carácter socialista, algunas de las cuales, como la Ley de Reforma Agraria, afectaron a los intereses estadounidenses en la isla. Así, en abril de 1961, con John F. Kennedy (1917-1963) como nuevo presidente norteamericano, se produjo la invasión de Bahía de Cochinos, una operación militar de la CIA con mercenarios cubanos exiliados en Estados Unidos que buscaban derrocar a Fidel Castro. En menos de tres días los invasores fueron derrotados en Playa Girón.
Ante el fracaso de la invasión, cuatro meses después Kennedy impulsó la creación de un programa denominado “Alliance for Progress” (Alianza para el Progreso), cuyo objetivo general era “promover la democracia representativa” y “mejorar la vida de todos los habitantes del continente”, aunque su verdadera finalidad era prevenir la tentación revolucionaria y “profundizar en la integración económica de Latinoamérica” con la “ayuda externa” norteamericana. Esa ayuda se hizo palpable por primera vez el 7 de noviembre de ese mismo año cuando el ejército ecuatoriano derrocó con el apoyo de la CIA al presidente constitucional José M. Velasco Ibarra (1893-1979), quien se oponía a la política imperial de Estados Unidos, había intentado poner en marcha una reforma agraria y había estableciendo fuertes lazos de amistad con el gobierno revolucionario cubano.

7 de octubre de 2023

Intervencionismo de Estados Unidos en Latinoamérica. Una secuencia nefasta

4º parte: La “gran depresión”

Por su parte otro escritor boliviano, en este caso Tristán Marof (1898-1979), promovió una defensa del potencial político y cultural de los indígenas en sus ensayos “El ingenuo continente americano”, “La justicia del Inca” y “La tragedia del Altiplano”. A su vez, el ecuatoriano Jorge Icaza (1906-1978) expuso en su novela “Huasipungo” la degradada situación en que se encontraban los aborígenes, sometidos a la esclavitud por las oligarquías locales que contaban con el apoyo de la autoridad civil y eclesiástica; y en “En las calles” narró la situación de los indígenas perdidos en las grandes ciudades, lugares donde sus protestas se esfumaban sin alcanzar nunca las altas esferas del gobierno de turno. Todas estas obras fueron escritas en el período de entreguerras y expresaron notablemente la dura realidad de entonces.
Estados Unidos había salido vencedor en la Primera Guerra Mundial no sólo en lo militar sino también en el tablero geopolítico. La Europa que había dominado al mundo hasta entonces se vio necesitada de endeudarse fuertemente con la nueva potencia emergente, cuya pujanza industrial se centraba grandes conglomerados empresariales. Estados Unidos se convirtió por entonces en una potencia económica acaparando casi la mitad de las reservas globales de oro y era el principal productor y exportador de materias primas en el mundo, lo que le permitió monopolizar la economía mundial. Fue una época conocida como los “años locos” o los “felices años 20”. El pujante mercado de valores se convertía en el símbolo del crecimiento de la economía norteamericana. La Bolsa de Valores subía sin interrupciones desde el principio de la década, coincidiendo con un largo período de bonanza económica que sus contemporáneos vieron como una era de prosperidad sin fin.
En consecuencia, la especulación comenzó a dominar los mercados financieros. El banquero Charles E. Mitchell (1877-1955), presidente del National City Bank, declaraba el 15 de octubre, sólo una semana antes del desplome: “En la actualidad los mercados se encuentran en una situación inmejorable. El precio de los valores se asienta sobre las sólidas bases de la prosperidad general de nuestro país”. Sin embargo la burbuja estalló cuando se produjo la caída abrupta de la Bolsa de Valores, lo que generó una crisis financiera impresionante conocida como la “Gran Depresión”. Se contaban por decenas de miles los ciudadanos que se habían dejado tentar por la especulación bursátil, financiada en gran medida con créditos bancarios. Pero, en apenas seis días a finales de octubre de 1929, la Bolsa de Nueva York se hundió estrepitosamente. El crac borró de un plumazo el febril optimismo del mercado bursátil y la supuesta invulnerabilidad del Estados Unidos de los años ‘20.


La incertidumbre llegó hasta tal punto que los ahorristas retiraron grandes sumas de dinero de los bancos, lo que sumado a la falta de pago de los préstamos, llevó a muchos de ellos a la quiebra. Miles de norteamericanos no pudieron hacer frente al pago de sus hipotecas, fueron desalojados y terminaron viviendo en miserables asentamientos en las afueras de las ciudades conocidos como “shantytowns”. Millones de personas entraron en la pobreza, empresas de diversos rubros fueron a la bancarrota, el desempleo llegó a niveles altísimos y se profundizaron las contradicciones en la estructura económica y política no sólo de Estados Unidos sino también de muchos países europeos que se vieron afectados por la crisis, algo que aceleró las tendencias a resolver dichas contradicciones a través de un nuevo reparto de las colonias, de las esferas de influencia y de los mercados mundiales.
Además, cuando toda la magnitud de la bancarrota y la subsiguiente depresión se hicieron evidentes, el derrumbe del “sueño americano” se hizo presente en las novelas y cuentos de renombrados escritores. La venta de libros se había reducido estrepitosamente y muchos autores llevaron a la literatura sus sensaciones de frustración. El retrato de las miserias del hombre y su desorientación quedaron reflejados en obras como “The last tycoon” (El último magnate) de Francis Scott Fitzgerald (1896-1940), “The big money” (El gran dinero) de John Dos Passos (1896-1970), “The sound and the fury” (El sonido y la furia) de William Faulkner (1897-1962), “To have and have not” (Tener y no tener) de Ernest Hemingway (1899-1961), “The grapes of wrath” (Las uvas de la ira) de John Steinbeck (1902-1968) o "God's little acre” (La parcela de Dios) de Erskine Caldwell (1903-1987).


Por otro lado, el escritor, crítico literario y periodista Edmund Wilson (1895-1972), quien había comenzado su carrera como hombre de letras, se convirtió en un intelectual en busca de soluciones. Así lo reflejó en su ensayo “An appeal to progressives” (Una llamada a los progresistas) en el que argumentó que, hasta la quiebra de Wall Street, los liberales y progresistas norteamericanos habían estado apostando por el capitalismo para que promoviera el bienestar y creara una vida razonable para todos. Pero el capitalismo se había venido abajo, y él esperaba “que los norteamericanos estuviesen dispuestos ahora por primera vez a poner su idealismo y su genio para la organización en apoyo de un experimento social radical. El capitalismo ha seguido su curso y tendremos que buscar otros ideales además de los que el capitalismo ha fomentado”.
Entre 1931 y 1932 recorrió gran parte de Estados Unidos para recoger información sobre la crisis en cada lugar que visitó. Escribió numerosos artículos para diversos medios como “Vanity Fair”, “The New Republic” y “The New Yorker”, los cuales fueron recopilados en “The american jitters. A year of the slump” (El desasosiego norteamericano. Un año de crisis). En ellos denunció los excesos del capitalismo desenfrenado y contó que en su periplo había visto ciudades abatidas y desoladas cuyos bancos habían quebrado, los barrios se habían vaciado de comercios, sus fábricas estaban arruinadas, sus obreros y los peones de granja, los jornaleros de fruta y leñadores se habían reducido a una condición miserable y desposeída. Para él, la gravedad de esa historia era una consecuencia práctica del errar humano.


Sin embargo, a pesar de la magnitud de la crisis, el presidente Herbert Hoover (1874-1964) no abandonó la política intervencionista de su país en Centroamérica. En la República Dominicana, en 1930, apoyó el comienzo de la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo (1891-1961), un militar surgido de la Guardia Nacional, fomentada y entrenada por Estados Unidos. Luego, en 1933, el presidente Franklin Roosevelt (1882-1945) ordenó que la Infantería de Marina abandonase Nicaragua ante la arremetida del revolucionario Ejército Defensor de la Soberanía Nacional pero dejó el control del país en manos del general Anastasio Somoza García (1896-1956), director de la Guardia Nacional quien, tras el asesinato de decenas de guerrilleros revolucionarios, en 1937 perpetró un Golpe de Estado e instaló una larga dictadura con el pleno apoyo de Estados Unidos. Ese mismo año la policía colonial estadounidense abrió fuego sobre una pacífica manifestación civil organizada por el Partido Nacionalista de Puerto Rico en conmemoración de la abolición de la esclavitud en la isla, siguiendo las órdenes del estadounidense gobernador colonial Blanton C. Winship (1869-1947).
También en 1937, en Brasil Getulio Vargas (1883-1954) daba un golpe militar e instauraba un régimen conocido como “Estado Novo” (Estado Nuevo), en el cual quedaron abolidas las instituciones democráticas y suspendidas la vida partidaria y las elecciones, se censuró a la prensa gráfica y se persiguió y encarceló a los opositores. Se consolidó así una aproximación económica entre Brasil y Estados Unidos, la cual dio lugar a una vinculación que comprendía desde concesiones territoriales, militares y estratégicas hasta un alineamiento político. Fue así que el país más grande de Sudamérica entró en la órbita económica y cultural norteamericana. Sería el escritor brasileño Jorge Amado (1912-2001) quien representaría literariamente la vida y las costumbres de la gente bajo el régimen dictatorial. En sus novelas “Los ásperos tiempos”, “Agonía de la noche” y “Luz en el túnel”, reunidas en la trilogía titulada “Los subterráneos de la libertad”, describió una realidad marcada por el mantenimiento de la esclavitud, las acciones conspirativas, manifestaciones, huelgas, prisiones, torturas y muertes, todos signos de violencia y modos de dominación respaldados por el imperialismo norteamericano.


Mientras tanto el presidente Roosevelt, siguiendo los principios del economista británico John Maynard Keynes (1883-1946), promovió un programa que buscó dar respuesta a la depresión económica: el “New Deal” (Nuevo Trato). Con ese plan buscó reducir el desempleo y atacar el hambre ante el pánico de las clases acomodadas a las grandes tensiones que se venían acumulando en la clase obrera norteamericana y los millones de desocupados. Algunas de las medidas que implementó fueron la creación de un seguro de desempleo y de un sistema de seguridad social, la contratación directa de desempleados por parte del Estado, la realización de un vasto plan de obras públicas financiado por el gobierno federal y llevado a cabo por contratistas privados, la disminución de las importaciones y la regulación de los mercados financieros.
Si bien logró aumentar la producción industrial y bajar algo la desocupación, no fue hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial cuando la economía norteamericana saldría del larguísimo túnel, impulsada por la demanda generada por las necesidades bélicas. Hubo una gran inversión pública y se desarrolló el aparato militar-industrial. Se reclutaron diecisiete millones de hombres en el ejército y se incorporaron masivamente al mercado de trabajo las mujeres y los negros. Si bien Estados Unidos se declaró oficialmente neutral, el gobierno proporcionó un fuerte apoyo diplomático a Reino Unido y, en 1940, como parte de la alianza imperialista anglo-estadounidense, despachó tropas para vigilar las bases navales y aéreas caribeñas que antes controlaba Inglaterra en Antigua, Bahamas, Bermudas, Guayana Británica, Jamaica, Santa Lucía y Trinidad.
El relativo aislamiento de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial le permitió consolidar su posición como potencia dominante en la región. Estados Unidos utilizó su poder económico y militar para influir en los acontecimientos de otros países americanos y promover sus intereses regionales. Esto marcó un periodo de mayor imperialismo estadounidense en las Américas, en el que trató de establecerse como potencia dominante en el hemisferio occidental. Recién ingresó abiertamente a la guerra en diciembre de 1941 cuando Japón lanzó un ataque aéreo sorpresa contra la base naval de Estados Unidos en Pearl Harbor, Hawái, como represalia por la ayuda militar que el gobierno estadounidense le daba a China, país que estaba en guerra con Japón desde 1937.


Mientras tanto la Alemania de Adolf Hitler (1889-1945) seguía conquistando gran parte de Europa, la Italia de Benito Mussolini (1883-1945) hacía lo propio en el norte de África y el Japón de Hideki Tojo (1884-1948) hacía otro tanto en la Manchuria china, algo que hizo que la neutralidad norteamericana fuese cada vez más difícil de sostener. Esa neutralidad fue una cuestión muy conflictiva y la mayoría del pueblo estadounidense, que recordaba las pérdidas de la Primera Guerra Mundial y aún se estaba recuperando de los efectos de la Gran Depresión, se oponía a entrar en cualquier guerra en el extranjero. Sin embargo, el bombardeo de Pearl Harbor conmocionó a Estados Unidos y lo llevó a declararle la guerra a Japón, primero, y a Alemania e Italia poco después.
Sólo un miembro del Congreso, la representante de Montana Jeannette Rankin (1880-1973), primera mujer congresista y gran activista por los derechos de las mujeres, votó en contra de la declaración. Firme pacifista, ya había votado en contra de la entrada de Estados Unidos a la Primera Guerra Mundial. En cambio grandes empresarios como Henry Ford (1863-1947) y James David Mooney (1884-1957), fundador y ejecutivo de las empresas Ford Motor Company y General Motors respectivamente, se oponían porque ambos habían hecho grandes inversiones en la Alemania nazi y habían sido condecorados con la “Verdienstorden vom Deutschen Adler” (Orden del Águila Alemana), un premio honorario otorgado a extranjeros simpatizantes del “Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei” (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán).