3 de junio de 2024

Los avatares del fascismo en el siglo XXI

3) Algunas consideraciones previas

No son pocos los intelectuales que a lo largo de los años se han dedicado a reflexionar sobre el fascismo. Algunos lo han hecho sobre la época más manifiesta de su preponderancia en la Europa de la primera mitad del siglo XX, otros vinculándolo a las sanguinarias dictaduras que proliferaron en América Latina en los años ’60 y ’70 del mismo siglo, y otros relacionándolo con la actual armonización acentuada con el neoliberalismo que prospera en la actualidad. Remontándose en el tiempo, fue el filósofo e historiador británico Isaiah Berlin (1909-1997) el que en su ensayo “Joseph de Maistre y los orígenes del fascismo”, se remontó a los albores de la Revolución Francesa, una época en la que los miembros de la Asamblea Constituyente sentados a la derecha del presidente del organismo pertenecían al grupo más conservador que defendía los valores del monarquismo, el nacionalismo y las tradiciones, mientras que los sentados a la izquierda, más progresistas, bregaban por el republicanismo, el secularismo y la igualdad social.
Berlin se refirió al teórico político y filósofo francés Joseph de Maistre (1753-1821), un firme partidario de la monarquía hereditaria y crítico feroz de toda forma de constitucionalismo, quien consideró a la Revolución Francesa como un “acontecimiento satánico” y “radicalmente malo”, y condenó a la democracia por ser la “causa del desorden social”. Para  el historiador británico, ese odio violento del teórico político francés a la libre circulación de las ideas, su desprecio hacia todos los intelectuales, su conservadurismo y su visión profundamente pesimista sobre los cambios generados por la revuelta iniciada en 1789, constituyeron el núcleo de los totalitarismos que imperaron en el siglo XX y que encontrarían su mayor expresión en el fascismo.
Sabido es que a partir de entonces, progresivamente los términos “derecha” e “izquierda” fueron utilizados para denominar ideologías político-económicas contrapuestas. La de derecha más centrada en el individuo y la iniciativa privada (liberalismo, nacionalismo,  conservadurismo), y la de izquierda enfocada en el bienestar colectivo y el Estado como dueño y administrador de los medios de producción (socialismo, cooperativismo, colectivismo). Naturalmente la distinción entre derecha e izquierda se ha ido reconfigurando a lo largo de la historia, pero lo que parece evidente es que la ideología de derecha prefiere conservar los valores tradicionales, mientras que la de izquierda brega por modificar la situación presente, una dualidad política que aún hoy en día perdura.


Más allá de estas consideraciones, resulta prácticamente indudable negar que el fascismo, desde su surgimiento en Italia durante la Primera Guerra Mundial, es la emblemática expresión de la derecha. Para el economista serbio-estadounidense Branko Milanović (1953), la escisión entre derecha e izquierda que se remonta a la Revolución Francesa, ya no es tan útil como solía ser. Afirma en su ensayo “This time is different” (Esta vez es diferente) que el fascismo actual “no enfrenta a la clase dominante de una gran potencia contra otra, sino a los descontentos nacionales contra sus propias elites urbanas y contra los inmigrantes. Es una ideología perniciosa, pero su nivel de amenaza y peligrosidad es mucho menor que a principios del siglo XX”.
Desde otro punto de vista, el historiador italiano Enzo Traverso (1957) habla en su ensayo “Posfascismo. Fascismo como concepto transhistórico” de las diferencias cruciales entre el fascismo clásico y la nueva derecha radical. “El ascenso de la derecha radical -afirma- es uno de los rasgos más destacados de la situación internacional actual. Desde los años ‘30 del pasado siglo, el mundo no había experimentado un crecimiento similar de movimientos de derecha radical, que inevitablemente despiertan la memoria del fascismo. Hoy, los partidos de extrema derecha están en el poder en varios países europeos y esa tendencia ha adoptado una dimensión global. Los fantasmas del fascismo reaparecen y reabren viejos debates: ¿acaso el viejo concepto de fascismo da cuenta de la novedad del ascenso de las derechas radicales?”.
Agrega después: “El concepto de fascismo es transhistórico; transciende el tiempo en que apareció y puede ser utilizado con el fin de aprehender nuevas experiencias, que están conectadas con el pasado a través de una tela de araña de continuidades temporales (este fue el caso de las dictaduras latinoamericanas de los años ‘70). No obstante, las comparaciones históricas establecen analogías y diferencias más que homologías y repeticiones. A veces revelan que los viejos conceptos no funcionan y deben renovarse. El concepto de fascismo parece a la vez inapropiado e indispensable para comprender esta nueva realidad. Esta es la razón por la cual el concepto de posfascismo se corresponde con este paso transicional. Posfascismo debe ser entendido tanto en términos cronológicos como políticos: por un lado, estos movimientos aparecen con posterioridad al fascismo y pertenecen a otro contexto histórico; por otro, no pueden definirse comparándolos al fascismo clásico, que sigue siendo una experiencia fundacional”.
Y finaliza: “Las raíces de los movimientos de derecha radical son antiguas, pero su ascenso ha sido significativamente potenciado por la crisis económica, que ha revelado dramáticamente la relación simbiótica existente entre las élites políticas y las financieras. Hoy en día el posfascismo está creciendo en todas partes y no sabemos el desenlace de su proliferación. Podría mantenerse en el marco de la democracia liberal, pero también podría experimentar una nueva radicalización, especialmente en el caso de un colapso de la Unión Europea, que es uno de sus objetivos. Las premisas de ambos desarrollos ya existen. La segunda opción lograría la transformación del fascismo en un concepto transhistórico. En este caso, nos veríamos compelidos a reconocer que el fascismo no fue un paréntesis del siglo XX”.


En aquellos años ’30 del siglo pasado, además del fascismo italiano y el nazismo alemán también surgió como expresión de la extrema-derecha el falangismo español. Tras el triunfo del bando nacionalista ante el bando republicano en la Guerra Civil, se instaló en España la dictadura del general Francisco Franco (1892-1975), un régimen que fue apoyado tanto por el totalitarismo italiano como por el nacionalsocialismo alemán. Durante el conflicto armado se cometieron todo tipo de atrocidades en masa, brutalidades todas ellas que fueron registradas por los medios de prensa de entonces. Muchos reconocidos escritores trabajaron como corresponsales durante ese conflicto, entre los que se puede mencionar a Ilya Ehrenburg (1891-1967), John Dos Passos (1896-1970), Antoine de Saint Exupéry (1900-1944), George Orwell (1903-1950), Arthur Koestler (1905-1983) y Martha Gellhorn (1908-1998). También hubo dos corresponsales extranjeros que dejaron constancia de aquellos acontecimientos, y ambos fueron grandes escritores que sobresaldrían tanto por sus obras literarias que por su labor como periodistas. Se trata del estadounidense Ernest Hemingway (1899-1961) y del argentino Raúl González Tuñón (1905-1974). Con matices, cada uno de ellos se refirió a lo que sucedía en España por aquellos días. 
Como corresponsal de la “North American Newspaper Alliance”, el autor de novelas como “The sun also rises” (Fiesta) y “The old man and the sea” (El viejo y el mar) escribió numerosos artículos en los cuales describió los horrores de los ataques de la aviación y la artillería fascistas durante la Guerra Civil. Cuando regresó a su país natal dio un discurso en el Segundo Congreso de Escritores Estadounidenses que se llevó a cabo en el Carnegie Hall de New York. Allí, entre otras cosas, expresó: “Los verdaderamente buenos escritores lo siguen siendo bajo casi todas las formas de gobierno existentes y que ellos puedan tolerar. Sólo hay una forma de gobierno que no produce buenos escritores y ese sistema es el fascismo. Ya que el fascismo es una mentira contada por matones. Un escritor que no mienta no puede vivir y trabajar bajo el fascismo”. Así como su experiencia como conductor de ambulancias en el ejército italiano durante la Primera Guerra Mundial le sirvió para escribir “A farewell to arms” (Adiós a las armas), su paso por España en 1936 y 1937 dio lugar a uno de sus obras más famosas, la novela “For whom the bell tolls” (Por quién doblan las campanas).
Otro tanto sucedió con el autor de los poemarios “El violín del diablo” y “Miércoles de ceniza”, quien cubrió el conflicto como corresponsal de los diarios argentinos “Crítica” y “Nueva España”. La serie de textos que escribió luego serían publicados bajo el título “8 documentos de hoy” y “Las puertas del fuego”. También por entonces escribió los poemarios “La muerte en Madrid” y “La rosa blindada”. En el prólogo de este último habló sobre su posición con respecto al arte vanguardista y sobre la necesidad de que todos los poetas se definiesen en contra del fascismo e hiciesen una poesía revolucionaria. “Participé en los movimientos literarios de vanguardia -escribió- y, sobre todo, el surrealismo contó con mi entusiasmo firme. Fue una manera de evadirse y volver a la multitud, de ganar la calle, de volver a imponer valores olvidados por la burguesía para entrar luego de lleno en el drama del hombre y su esperanza. Es el momento de cambiar la vida porque en este momento el fascismo es el principal enemigo de la cultura y del arte, tanto como de la dignidad humana”.


También por aquellos años, el filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940) escribió el ensayo “Das kunstwerk im zeitalter seiner technischen reproduzierbarkeit” (La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica). Lo hizo durante su exilio en París tras la persecución de los judíos por parte del nazismo, lo que motivó que nunca pudiera regresar a su Berlín natal. En el ensayo habló sobre “la forma alienada y alienante de una humanidad sin conciencia” e identificó al fascismo con la estetización de la política. Publicado por primera vez en 1936, sobre el final del mismo escribió: “La humanidad, que antiguamente, en Homero, era un objeto de contemplación de los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en objeto de contemplación de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado tal grado que le permite vivenciar su propia aniquilación como un goce estético de primer orden. Así es la estetización de la política que el fascismo practica”.
Obviamente también hubo valoraciones halagüeñas sobre el fascismo. En abril de 1939 el teniente coronel Juan D. Perón (1895-1974) -futuro presidente de la Argentina- llegaba a Italia destinado sucesivamente al comando de la División Andina Tridentina de Merano, a la División de Infantería de Montaña de Pinerolo y a la Escuela de Alpinismo de Aosta. Durante los dos años de su experiencia europea conoció Alemania, donde visitó los escenarios de las batallas del frente oriental de la Primera Guerra Mundial, y pasó fugazmente por Francia, España -seis meses después de la terminación de la Guerra Civil-, Portugal, Hungría y Albania. Durante su viaje, Perón captó profundamente algunas de las manifestaciones del fascismo italiano que le serían de utilidad en su carrera política. En las cartas que le envió a su cuñada, la profesora María Tizón Erostarbe (1894-1977), definió al fascismo como “un gran movimiento espiritual contemporáneo, lógica reacción contra un siglo de materialismo comunizante. Este gran hombre que es Mussolini sabe lo que quiere y conoce bien el camino para llegar a ese objetivo. Si las fuerzas desatadas al servicio del mal se oponen a sus designios luchará hasta morir, y si lo matan, quedará su doctrina, aunque yo siempre he tenido más fe al hombre que a las doctrinas”.
Según observó la historiadora argentina María Sáenz Quesada (1940) en su obra “1943. El fin de la Argentina liberal. El surgimiento del peronismo”, las cartas a su cuñada contenían interesantes observaciones: “Como se aprecia en esta correspondencia, Perón estaba convencido de que el fascismo era el mejor sistema de gobierno para equilibrar las relaciones entre capital y trabajo, y pensaba, como la mayoría de sus compatriotas, que la Argentina era un país inmensamente rico en condiciones de soportar la mala administración de sus recursos”. En una entrevista Perón diría que “el fascismo italiano llevó a las organizaciones populares a una participación efectiva en la vida nacional, de la cual había estado siempre apartado el pueblo. Hasta el ascenso de Mussolini al poder, la nación iba por un lado y el trabajador por otro y éste último no tenía ninguna participación en aquélla. Empecé a descubrir que la evolución nos conduciría, sino a las corporaciones o gremios, pues no era posible retroceder hasta la Edad Media, a una fórmula en la cual el pueblo tuviera participación activa y no fuera un convidado de piedra de la comunidad. Pensé que tal debería ser la forma política del futuro, es decir la democracia popular, la verdadera democracia social”.


Durante los poco más de nueve años de gobierno, al que llegó elegido democráticamente en dos oportunidades, el Estado asumió una participación activa en la economía. La atracción ejercida por el peronismo sobre los trabajadores tuvo que ver con las mejoras salariales, el establecimiento del aguinaldo y vacaciones anuales pagas para todos los trabajadores en relación de dependencia, la indemnización por accidentes laborales y las jornadas de trabajo de ocho horas diarias, mejoras todas ellas que lograron una subordinación de los sindicatos al liderazgo de Perón. En un discurso en la Bolsa de Comercio declaró: “Señores capitalistas, no se asusten de mi sindicalismo, nunca mejor que ahora estará seguro el capitalismo ya que yo también lo soy porque tengo estancia y en ella operarios. Lo que quiero es organizar estatalmente a los trabajadores, para que el Estado los dirija y les marque rumbos”. Además de decretar a los empleados públicos la obligatoriedad de afiliarse al Partido Justicialista, también nacionalizó el Banco Central, creó diversas empresas estatales en áreas de servicios y estableció la gratuidad de la enseñanza pública universitaria.
Sin embargo, en los años siguientes al fin de la Segunda Guerra Mundial, el escenario internacional había cambiado notoriamente. Tras la caída de la economía, Perón recurrió al endeudamiento externo y buscó la estabilización económica mediante la reducción del gasto público y el ajuste sobre los salarios, lo que generó un aumento de la conflictividad social y una crisis política. Fue entonces cuando se hicieron visibles las características fascistoides del gobierno. Se persiguió y encarceló a los dirigentes antagonistas, se censuró a todos los medios de prensa de la oposición, se exacerbó el culto a la personalidad y el adoctrinamiento en los jóvenes mediante los libros de texto escolares y se reprimió salvajemente las protestas de los trabajadores. Finalmente Perón fue derrotado por un golpe militar y huyó del país.
Pronto, varios escritores expresaron su opinión sobre el gobierno derrocado. Uno de ellos fue Jorge Luis Borges (1899-1986) quien, en el nº 237 de la revista “Sur” publicada poco después del Golpe de Estado, escribió un artículo titulado “L’illusion comique” en el que expresó que “durante años de oprobio y bobería, los métodos de la propaganda comercial y de la ‘litérature pour concierges’ (literatura para sirvientes) fueron aplicados al gobierno de la república. Hubo así dos historias: una, de índole criminal, hecha de cárceles, torturas, prostituciones, robos, muertes e incendios; otra, de carácter escénico, hecha de necedades y fábulas para consumo de patanes”. Poco después, en una entrevista derramó varias sentencias: “el justicialismo es un remedo bastante pálido de Mussolini y de Hitler. Hitler se mató. Perón durante la revolución de 1955 estaba escondido”; “yo detesto a los comunistas pero, por lo menos, tienen una teoría. Los peronistas, en cambio, son snobs”; “el peronismo no tiene una idea y representa solamente un régimen de aprovechados”; “los peronistas no son ni buenos, ni malos; son incorregibles”.
Otro fue Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964), quien en el prólogo de su ensayo
“¿Qué es esto?” publicado en 1956 escribió: “El pueblo sabía muy bien quién era Perón, representante acreditado del nacional socialismo y del fascismo y del falangismo por igual. Usó los programas revolucionarios y en parte el léxico para poner en vigencia, solapadamente, un programa retrógrado, netamente nazi-fascista, aunque no de agresión y conquista, sino de sumisión y entrega. El pueblo ignorante no tuvo defensa en la intelectualidad ignorante; y así como uno se entregó por decepción y codicia, la otra se entregó por imbecilidad. El pueblo sobre el que Perón imperó no fue únicamente el de los descamisados gremiales sino el de los andrajosos intelectuales, escritores y periodistas”. También, en diversas entrevistas, se expresaron Tulio Halperín Donghi (1926-2014) y Marcos Aguinis (1935). Para el primero, autor de “El ocaso de la Nación Argentina. El peronismo bajo la lupa”, “Perón, ante la experiencia de los hechos, estableció el ‘fascismo posible’, es decir, estableció la máxima dosis de fascismo que la Argentina de la segunda posguerra era capaz de soportar”. Y para el segundo, psicoanalista y autor de ensayos como “Elogio de la culpa” y “El atroz encanto de ser argentinos”, “el fascismo se adaptó a cada país. La versión argentina fue el peronismo”.