18 de febrero de 2025

El hartazgo de una persona común y corriente hastiado de las aporías y los embustes de un enajenado y sociópata presidente (2/2)

Por la tarde salió a hacer unas compras y, cuando el semáforo peatonal lo habilitó a cruzar la avenida, no hizo más que dar un par de pasos cuando por unos centímetros no lo atropelló un auto que, a alta velocidad, sin dudas había cruzado la otra avenida con el semáforo vehicular en rojo. Algunos peatones que venían detrás de él putearon indignados al conductor, quien seguramente no escuchó los insultos. Este episodio lo llevó a pensar en las irracionalidades que veía todos los días en los conductores de autos, camiones y colectivos que no respetaban las más elementales normas de tránsito. Semejante caos llevaba a muchos conductores a insultarse, a amenazarse e, inclusive, a agarrarse a trompadas en medio de la calle; una muestra, una más, pensó, del clima de violencia imperante en el país. Esto le recordó, mientras entraba en el supermercado, una sentencia que alguna vez había leído del filósofo Leontyev, quien decía que excluir la violencia de la vida humana equivaldría a eliminar un color en el espectro del arco iris. Tenía razón el ruso, pensó.
Cuando salió del supermercado, se cruzó con una vecina que había visto como casi lo atropellaba aquel auto. ¿Cómo está?, le preguntó ella. Bien, bien, no pasa nada, le respondió. ¡Sí, gracias a Dios no le pasó nada!, le dijo la vecina. Sí, sí, masculló él, hasta luego. Y siguió caminando hacia su casa al tiempo que trataba de recordar la inscripción que los soldados nazis llevaban en la hebilla del cinturón de sus uniformes. Gott… gott… ¿cómo era?, se preguntó. Se acordó que los nazis invocaban a Dios, pero no podía recordar la frase completa, así que cuando llegó a su casa, tras acomodar las cosas que había comprado, buscó en internet y allí la encontró: “Gott mit uns”, que significaba “Dios está con nosotros”. Bueno, pensó, tenía razón la vecina porque, aunque yo no sea nazi, Dios estuvo conmigo, ¡ja, ja!
Y, como una cosa lleva a la otra, no pudo dejar de relacionar el lema nazi con el eslogan de los fascistas “Dio, patria e familia”, “Dios, patria y familia”, el cual era usado en la actualidad por la primera ministra de Italia, Giorgia Meloni. Entonces puteó por lo bajo cuando, al sentarse a cenar y prender la televisión, pudo ver al impresentable presidente argentino usando, una vez más, la misma consigna fascista. Se preguntó entonces si los argentinos, los jóvenes sobre todo eran conscientes de la manipulación idiotizante que practicaba sobre ellos el presidente. Si se daban cuenta de que cuando les prometía devolverles la libertad, lo único que hacía era imponerles conceptos abstractos sobre las facultades que poseían para actuar de acuerdo a sus propias voluntades, mientras él falsificaba falazmente la historia y los datos reales de la economía “libertaria”. Un asco, pensó, todo esto es una verdadera inmundicia. Y una vez más se preguntó: ¿Qué espera la sociedad argentina para reaccionar?
Esa noche, mientras lavaba los platos pensó en la cantidad de veces que había escuchado al trastornado presidente -cuya campaña electoral había sido financiada, entre otros, por un grupo empresario multinacional que era el mayor productor de acero en Argentina y por los dueños de la más grande cadena patagónica de supermercados- hablar del supremo “todopoderoso”. Que él era un enviado de Dios, que Dios le había encomendado la misión de ser presidente, que Dios era libertario y su sistema era el libre mercado, y hasta que había visto tres veces la resurrección de Cristo. Como si eso no fuera poco, también había escuchado a sus seguidores decir que efectivamente el presidente era un emisario de Dios porque lo habían visto en una “premonición”. Y otra vez puteó por lo bajo. Mejor me voy a acostar, se dijo, y eso es lo que hizo. Como siempre, tomó un libro de la mesa de luz y se puso a leer.
A la mañana siguiente, al leer los diarios digitales, vio que el presidente nuevamente había utilizado referencias bíblicas para sustentar sus políticas. ¿Citar pasajes de la Biblia para defender su aciaga gestión?, se preguntó. ¿Cuántos otros disparates hay que escucharle decir a este endemoniado sujeto? A renglón seguido buscó en internet y encontró párrafos del Evangelio de Lucas en los que Jesús le decía a los miembros de su “pequeño rebaño” que vendieran sus posesiones y le diesen limosna a los que pasaban necesidades, que no temieran ya que Dios les entregaría el reino del Cielo. Bueno, se dijo, para los poderosos de hoy en día su reino está en la Tierra. No necesitan ser dadivosos ni caritativos, su paraíso no es celestial, es terrenal. O acaso, pensó, el gobierno libertario no le está aplicando a los multimillonarios tasas impositivas más bajas que a ningún otro grupo social, ampliando cada vez más la desigualdad social. Es más, pensó, en sus pomposos discursos el presidente aseguraba que regular los monopolios, destruirle las ganancias, afectaría el crecimiento económico del país; que los grandes capitalistas eran los héroes de la historia del progreso de la humanidad; que eran benefactores sociales porque lejos de apropiarse de la riqueza ajena, contribuían al bienestar general, etc. etc. ¿Cómo terminará todo esto?, se preguntó, e irónicamente se respondió: sólo Dios lo sabe.
En medio de su hastío al escuchar semejantes idioteces, como si no fuera poco tuvo que prestar oídos a una senadora cordobesa que aseguraba que Dios se había hecho hombre, refiriéndose al presidente argentino, el que era guiado por las fuerzas del cielo en su lucha por la libertad. ¿Será posible que la gente acepte estos disparates con total naturalidad?, se preguntó. Dios, Dios, todos se la pasan hablando de Dios, respaldando sus actos en el “señor todopoderoso”. Fue cuando pensó que el farsante mandatario argentino no era el único que lo hacía. Seguro debe haber muchos más, se dijo, y se puso a buscar en internet. Así encontró frases que le confirmaron su parecer a la vez que lo indignaban. Por ejemplo, la del dictador español Francisco Franco quien, tras su victoria en la guerra civil, en un acto llevado a cabo en una iglesia de Madrid dijo que “por la gracia de Dios” había vencido con heroísmo a los enemigos de la verdad. “Señor Dios -continuó- préstame tu asistencia para conducir a este pueblo a la plena libertad del imperio, para gloria tuya y de la Iglesia. Señor: que todos los hombres conozcan a Jesús, que es Cristo, hijo de Dios vivo”.
Otro tanto había hecho Hitler en Alemania creando el movimiento “Deutsche Christen”, una organización de cristianos alemanes que se presentaban a sí mismos como “las S.S. de Cristo en lucha por la destrucción de los males físicos, sociales y espirituales”. Hacían referencia a la “Schutzstaffel”, la organización paramilitar que tenía como norma la aplicación del terror y el crimen como solución a los asuntos políticos. Unos años después, en Argentina, al poco tiempo de haber iniciado su segunda presidencia, el general Perón le pedía a Dios que para terminar con “los malos de adentro y con los malos de afuera, con los deshonestos y con los malvados”, no tuviera que emplear la represión aplicando “penas terribles”. Y en Paraguay, el dictador Alfredo Stroessner creaba una secta político-religiosa conocida como “Pueblo de Dios”, la que se autoproclamaba como católica, apostólica y paraguaya, y ante sus integrantes aseguraba que tenía “la misión divina” de ser presidente. Vaya, se dijo, cuántas coincidencias con el cretino presidente argentino.
Siguió buscando y encontró discursos de dos genocidas dictadores latinoamericanos durante los años ’70 del siglo XX: Augusto Pinochet y Jorge Rafael Videla. El chileno, con motivo del primer aniversario del golpe de Estado que lo había llevado al poder, proclamó: “¡Oh Dios todopoderoso, tú que por tu sabiduría infinita nos has ayudado a desenvainar la espada para que nuestra querida patria encuentre su libertad, yo te pido ante mis conciudadanos lo que tantas veces te pedí en el silencio de la noche: concédele hoy tu ayuda a este pueblo que, en la fe, busca su mejor destino”. Y el argentino, quien se consideraba un “soldado divino”, con respecto a los miles de desaparecidos durante su dictadura declaró que lo suyo había sido “una guerra justa, una guerra defensiva” porque estaba en juego “el futuro de la Argentina”, y que Dios nunca le había soltado la mano. “Me ha tocado transitar un tramo muy sinuoso, muy abrupto del camino, pero estas sinuosidades me están perfeccionando a los ojos de Dios, con vistas a mi salvación eterna”.
También encontró alusiones a la “sacrosanta deidad” en boca de sujetos como Alberto Fujimori en Perú, Jair Bolsonaro en Brasil, Nayib Bukele en El Salvador, Jeanine Áñez en Bolivia, Donald Trump en Estados Unidos, José Antonio Kast en Chile, Santiago Peña en Paraguay, Patricia Bullrich en Argentina… Vaya, vaya, se dijo, todos estos canallas despreciables se la pasan justificando sus aberraciones, sus barbaridades, respaldados por Dios. No estoy tan equivocado el pensar lo que pienso. Todo esto no es más que una descomunal falacia. ¿O estaré equivocado? ¿Qué es lo mío, negacionismo o ignorancia? Pues la verdad es que no lo sé, se respondió. De lo que sí estaba seguro era de que gran parte de las personas eran creyentes, ya fuese que practicasen el catolicismo, el judaísmo, el islamismo, el hinduismo o cualquier otra religión. Para todas ellas la idea de la existencia de un Dios era importante ya que les ayudaba a ordenar y encontrarle un sentido a sus vidas. En fin, se dijo, cada uno tendrá sus razones y sus argumentos para sostener sus pensamientos.
Esa tarde, mientras caminaba hacia el parque, vio unas cuantas personas durmiendo en la vereda recostadas sobre restos de colchones o simplemente sobre trapos sucios. Incluso vio a un par de mujeres con varios chicos a su alrededor, también tirados sobre la vereda, todos andrajosos y mugrientos. También vio a unos cuantos míseros cartoneros que arrastraban, cual bestias de carga, carros repletos de cosas que habían encontrado en los contenedores de basura para venderlas y poder sobrevivir. Qué bien que estamos, se dijo irónicamente, cada día un poco mejor. Cuando se sentó en un banco del parque, encendió un cigarrillo, abrió su bolso maletín y sacó el libro “Un mundo raro. Dos relatos mexicanos” de la escritora chilena Marcela Serrano, autora que le encantaba. Pero no pudo concentrarse en la lectura. Las imágenes de los chicos flacuchos y harapientos que había visto poco antes, se le aparecían en la mente con persistencia. Puteó por lo bajo y pensó que no había nada que hacerle, no podía sacarse esos pensamientos de la cabeza.
A todo esto, mientras regresaba a su casa, también recordó la cantidad de medidas controversiales que había tomado el lenguaraz presidente en los últimos tiempos: la eliminación del Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad; los cierres del Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo, del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y del Instituto de Tecnología Industrial; la supresión de los tributos al Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales y de la entrega de medicamentos gratuitos a jubilados y pensionados; el retiro de la Argentina de la Organización Mundial de la Salud; la paralización de las obras públicas, ya fuesen viviendas, hospitales, escuelas, rutas, gasoductos, etc… Vaya, se dijo, todas estas medidas afectan a la ciencia, la cultura y la educación, y todas fueron hechas por decreto. ¿En vez de una democracia, no estaremos en una autocracia?
Como si fuera poco, pensó, mientras la indigencia en la Argentina está creciendo a un ritmo aún más alto que la pobreza, la mitad de los trabajadores están en condiciones de informalidad, la violencia de género está en aumento y casi un tercio de los argentinos ha sido víctima de un delito en el último año, este nefasto presidente dio un descabellado discurso en el Foro Económico Mundial en el cual criticó, entre otros grupos, a las personas trans, a las parejas gay y a los migrantes, acusó a las mujeres de querer ganar privilegios sobre los hombres, y vinculó a la homosexualidad con la pedofilia. También dijo que una ideología relacionada con la justicia social, el antirracismo, el feminismo interseccional, el ambientalismo, los derechos de las minorías, la igualdad económica y la inclusión, era una epidemia que había que curar y el cáncer que había que extirpar.
Y, poco tiempo después, promovió invertir en una criptomoneda que resultó ser una estafa multimillonaria. ¿Cuántas insensateces pueden tolerarse?, se preguntó. Sobre todo, cuando son realizadas por un dirigente indolente que es capaz de hacer cualquier cosa menos de sentir vergüenza, que permite la germinación de la impunidad, el avance de la inequidad y el uso exagerado del doble discurso. ¿El común de las personas tiene conciencia de ello?, volvió a preguntarse. Viendo la sumisión de las personas a las redes sociales que difundían noticias falsas, imágenes retocadas y datos no contrastados con la intención deliberada de engañar, inducir al error, manipular las decisiones personales, desprestigiar o enaltecer a una institución o persona con el propósito de obtener ganancias económicas o rédito político, la respuesta que le vino a la mente fue que no, ya que, dada la influencia de esos medios, era prácticamente imposible pensar que la gente tomase conciencia de la realidad.
Buscando una respuesta a las preguntas que se hacía recordó a Sarmiento, el docente y escritor que había gobernado el país unos ciento cincuenta años atrás promoviendo con ahínco la educación pública, gratuita y laica, quien alguna vez había escrito que las palabras argentino e ignorante se escribían con las mismas letras y que había que luchar para que no se transformaran en sinónimos. ¿Habremos vencido en esa lucha?, se preguntó él. Me parece que no, se respondió afligido. Si hay algo que hoy prolifera es el desconocimiento, la ineptitud, el olvido, la torpeza, la mala educación, la inconsciencia… Qué pedante suena de mi parte, se dijo inmediatamente. ¿Quién soy yo para opinar así? ¿Acaso soy un viejo ilustrado, una lumbrera? No, se dijo, creo que soy sensato, nada más.
Esa noche se puso a buscar en su biblioteca algún libro que lo hiciera pensar en otra cosa, pero vaya uno a saber por qué, eligió “El espíritu de la utopía” de Ernst Bloch. En él, el filósofo alemán afirmaba que había un imperativo categórico: echar por tierra todas las relaciones en las que el hombre fuese un ser humillado, esclavizado, abandonado, despreciable. Sí, es cierto, se dijo. Y probablemente esto suene hoy en día como una utopía, lo que lo llevó a preguntarse que había escrito Tomás Moro en “Utopía” su obra más famosa. Buscó ese libro la mañana siguiente y se puso a releerlo. Esa tarde, sentado en un banco del parque lo terminó. La isla de Utopía era una sociedad ideal en la cual el hombre aspiraba a su felicidad estableciendo, como una condición de la posibilidad de su realización, la propiedad común de los bienes en contraste con el sistema de propiedad privada y la relación conflictiva entre las sociedades. Y recordó que también Gramsci había escrito sobre el tema diciendo que la libertad no era una utopía porque era una aspiración primordial, porque toda la historia de los hombres era lucha y trabajo por suscitar instituciones sociales que garantizaran el máximo de libertad. En fin, se dijo, seré un utopista y lo seguiré siendo hasta el final de mis días.