29 de octubre de 2011

Sobre la novela (25). Umberto Eco y la ironía intertextual

El semiólogo y escritor italiano Umberto Eco (1932) se doctoró en Filosofía en la Universidad de Turín con su tesis "Il problema estetico in San Tommaso" (El problema estético en Santo Tomás). Después de trabajar varios años para la RAI (Radio Audizione Italiana), comenzó su carrera docente en diversas universidades, en Turín primero, para hacerlo luego en Milán, Florencia y Bolonia, enseñando Estética, Comunicación Visual y Semiótica. Su gusto por la filosofía tomista y la cultura medieval está presente prácticamente en toda su obra, y se manifiesta de manera explícita en su primer novela "Il nome della rosa" (El nombre de la rosa) aparecida en 1980 y convertida rápidamente en un gran suceso editorial. A ésta le siguieron "Il pendolo di Foucault" (El péndulo de Foucault), "L'isola del giorno prima" (La isla del día de antes), "Baudolino", "La misteriosa fiamma della regina Loana" (La misteriosa llama de la reina Loana) e "Il cimitero di Praga" (El cementerio de Praga), con disímiles grados de aceptación tanto de parte de la crítica como del público lector. Eco es, además, autor de una extensa obra ensayística que abarca principalmente las áreas de la semiótica, la lingüística, la estética, la sociología, la poética de vanguardia, la comunicación de masas y la moralidad. Entre sus numerosos libros, traducidos muchos de ellos a las principales lenguas del mundo, se destacan "Opera aperta" (Obra abierta), "Apocalittici e integrati" (Apocalípticos e integrados), "La struttura assente" (La estructura ausente), "Trattato di semiótica generale" (Tratado de semiótica general), "Semiótica e filosofia del linguaggio" (Semiótica y filosofía del lenguaje), "I limiti dell'interpretazione" (Los límites de la interpretación), "La ricerca de la lingua perfecta" (La búsqueda de la lengua perfecta), "La definizione dell'arte" (La definicion del arte), "Il superuomo di massa" (El superhombre de masas) y "Cinque scritti morali" (Cinco escritos morales). Umberto Eco, quien dice ser un filósofo "porque la semiótica es la única forma de filosofía posible en este momento, todo el resto es literatura", es un habitual conferencista. En febrero de 1999 pronunció una disertación sobre la narrativa posmoderna en Forli, ciudad de la región de Emilia-Romaña al noreste italiano, cuyos tramos más significativos se reproducen a continuación.

IRONIA INTERTEXTUAL Y NIVELES DE LECTURA

Voy a detenerme en algunas características de la narrativa denominada posmoderna que algunos críticos y teóricos de la literatura han encontrado presentes en mi narrativa. Estas características son la metanarratividad, el dialogismo (en el sentido bajtiniano de que los textos se hablan entre sí), la doble codificación y la ironía intertextual. Aunque yo no sepa todavía qué es exactamente el posmodernismo, debo admitir que las características recién citadas están en mis novelas. Ahora bien, quisiera distinguirlas, porque no es raro que se las considere como cuatro aspectos de la misma estrategia textual.
La metanarratividad, en cuanto reflexión que el texto hace sobre sí mismo y la propia naturaleza, o como intrusión de la voz del autor que medita sobre lo que está contando y que incluso llega a exhortar al lector a que comparta sus reflexiones, es mucho más antigua que el posmodernismo. Se manifiesta en las reflexiones que hace Manzoni, por ejemplo, sobre la oportunidad de hablar de amor en sus novelas. Admito que en la novela moderna la estrategia metanarrativa se manifiesta con mayor insistencia, y yo mismo, para exasperar la reflexión que el texto realiza sobre sí mismo, he recurrido a lo que denominaría "dialogismo artificial", es decir, a la puesta en escena de un manuscrito sobre el que la voz narradora reflexiona, y que intenta descifrar y juzgar en el momento mismo en que relata. También el dialogismo, sobre todo en su naturaleza más evidente de "citacionismo", no es ni virtud ni vicio posmoderno, de otro modo Bajtín no habría podido hablar al respecto con tanto adelanto. Llegamos ahora a la denominada doble codificación. La expresión la ha acuñado Charles Jencks, para el cual en la arquitectura posmoderna: "El edificio o la obra de arte se dirigen simultáneamente a un público minoritario de elite, usando códigos 'altos', y a un público de masas, usando códigos 'populares'". Esta idea puede entenderse de muchas maneras.


Muchas obras literarias, a causa de un redescubrimiento de la intriga novelesca, han sido aceptadas también por un gran público, que en teoría habría debido ser repelido por soluciones estilísticas de vanguardia, como el recurso del monólogo interior, el juego metanarrativo, la pluralidad de "voces" que se ensamblan en el curso de la narración, el desbarajuste de las secuencias temporales, los saltos de registro estilístico, el enmarañarse de narraciones en tercera o en primera persona con el discurso indirecto libre. Pero ello significaría sólo que una característica del denominado estilo posmoderno es proponer relatos capaces de atraer a un gran público aunque empleen referencias doctas y soluciones estilísticas "cultas", es decir (en los casos más felices), si saben fundir ambos componentes de manera no tradicional. Es una característica indudablemente interesante y no es una casualidad que haya suscitado perplejos intentos de explicación por parte de los teóricos del denominado "best-seller" de calidad, que gusta aun teniendo alguna validez artística y ocupa al lector con problemas o procedimientos que una vez eran prerrogativa únicamente del arte de elite. Nunca ha estado claro si el "best-seller" de calidad debe entenderse como novela con vocación popular que hace uso de algunas estrategias "cultas" o como novela "culta" que por alguna misteriosa razón se vuelve popular. En el primer caso, el fenómeno debería explicarse en términos de análisis estructural de la obra, decidiendo, por ejemplo, que su recurso al gusto popular se debe a su reproposición de una "historia", quizá policíaca, que arrastra al lector permitiéndole superar los puntos estilística o estructuralmente ásperos. En el segundo caso, el fenómeno sería competencia de una estética, o mejor aún, de una sociología de la recepción.
Habría que decir, por ejemplo, que el "best-seller" de calidad no depende de un proyecto de poética, sino de una transformación de las tendencias de los lectores, dado que no hay que subestimar el crecimiento de una categoría de lectores "populares" que, hartos de textos "fáciles" e inmediatamente consoladores, aprecian la fascinación de obras que los desafían a una experiencia más laboriosa pero de alguna manera saciadora, y aceptan releerlas más de una vez; y muchos lectores, que el mundo editorial se obstina en considerar todavía "ingenuos", han absorbido por distintas vías muchas de las técnicas de la literatura contemporánea, y, por lo tanto, ante un "best-seller" de calidad, se sienten menos cohibidos que algunos sociólogos de la literatura. En ese sentido, un "best-seller" de calidad sería un fenómeno tan antiguo como el mundo. Un "best-seller" de calidad ha sido, sin duda, la "Divina Comedia", si damos crédito a la leyenda según la cual Dante castiga al herrero que cantaba de mala manera sus versos (y aun cantándolos de mala manera, los cantaba y, por lo tanto, los conocía). "Best-seller" de calidad fue Shakespeare, a juzgar por el público popular que lo seguía, aunque quizás no captaba muchas sutilezas y su reutilización de textos previos. "Best-seller" de calidad fue "Los novios" de Manzoni, que concedía muy poco, con su ritmo a veces ensayístico, a los gustos de quienes hasta entonces se habían alimentado de novelas góticas y de popularísimos folletines; pues bien, fue víctima de un sinfín de ediciones pirata. Y, si lo pensamos bien, han sido "best-sellers" de calidad todas las grandes obras que nos han llegado en múltiples manuscritos y ediciones impresas siguiendo la ola de un éxito que no ha tocado sólo a los lectores de elite, desde la "Eneida" hasta "Orlando furioso", desde el "Quijote" hasta "Pinocho". Por lo tanto, no se trata de fenómenos extraordinarios sino habituales en la historia del arte y de la literatura aunque época por época pueden haberse explicado de maneras distintas.


Volvamos a las distintas características atribuidas a la narración posmoderna. Por lo que concierne a la metanarratividad, es imposible que el lector no capte las reflexiones metanarrativas. Podrá sentirse molesto, podrá ignorarlas (saltarlas), pero se da cuenta de que existen. Para llegar a la doble codificación (y esto nos dice cuántos perfiles adopta esta noción), podemos tener: un lector que no acepta el conglomerado de estilemas y contenidos cultos con estilemas y contenidos populares, y precisamente por eso puede negarse a leer, pero lo hace porque reconoce el conglomerado; un lector que se siente a gusto precisamente porque se complace con este alternarse de dificultad y afabilidad, desafío y aliento; y por último, un lector que capta el texto en su conjunto como una invitación afable y no se da cuenta de hasta qué punto se remite a estilemas elitarios, y, por lo tanto, disfruta de la obra, pero pierde sus referencias. Sólo este tercer caso nos introduce en la estrategia de la ironía intertextual. Una obra puede abundar en citas de textos ajenos sin ser por ello ejemplo de ironía intertextual. Los casos de ironía intertextual caracterizan formas de literatura que, por muy docta que sea, puede conseguir también éxito popular: el texto puede leerse de manera ingenua, sin captar las remisiones intertextuales, o puede leerse con plena conciencia de estas remisiones, o por lo menos con la convicción de que es preciso ponerse en su búsqueda. A diferencia de los casos más generales de doble codificación, la ironía intertextual, al poner en juego la posibilidad de una doble letura, no invita a todos los lectores a un mismo festín. Los selecciona, y prefiere a los lectores intertextualmente enterados, salvo que no excluye a los menos preparados.
Si tuviéramos que explicar el fenómeno de la ironía intertextual a un estudiante de los primeros años de universidad, o en cualquier caso a alguien inexperto en estos asuntos, tendríamos que decirle quizá que, en virtud de esta estrategia citacionista, un texto presenta dos niveles de lectura. Pero si, en lugar de un profano, tuviéramos delante a un asiduo de teorías literarias, podríamos experimentar cierta dificultad ante dos posibles preguntas. Primera pregunta: la ironía intertextual, ¿tiene algo que ver con el hecho de que en un texto pueden darse no sólo dos sino incluso cuatro niveles de lectura distintos, es decir, literal, moral, alegórico, anagógico, como nos enseña toda la hermenéutica bíblica y como Dante pretende para su obra poética? Segunda pregunta: la ironía intertextual, ¿tiene algo que ver con los dos lectores modelo de los que habla la semiótica textual, el primero denominado lector semántico y el segundo lector crítico o estético? Pasemos a la primera pregunta, y es decir a la teoría de los sentidos plúrimos de un texto. No es necesario pensar en los cuatro sentidos de las escrituras, basta pensar en el sentido moral de las fábulas: desde luego, un lector ingenuo puede entender la fábula del lobo y del cordero como la crónica de una disputa entre animales pero, aún en el caso en que el autor no se apresurara a informarlo de qué se habla en la fábula, resultaría muy difícil no captar un sentido parabólico, una lección de carácter universal, como sucede precisamente con las parábolas evangélicas. Esta presencia simultánea de un sentido literal y de un sentido moral está presente en toda la narrativa, incluso en la menos preocupada por la educación de los lectores, como podría suceder con una novela policíaca de carácter adocenado. Incluso de ahí podría extraer el lector sabio y sensible una serie de enseñanzas morales, o sea, que el delito no compensa, que tarde o temprano la verdad sale a relucir, que la ley y el orden están destinados a triunfar siempre, que la razón humana sabe aclarar los misterios más complejos. Se podría decir incluso que, en ciertas obras, el sentido moral forma cuerpo en tal grado con el sentido literal que constituye un único sentido.


Completamente distinta es la respuesta a la segunda pregunta. He teorizado repetidamente el hecho de que un texto (y más un texto con finalidad estética o, en el caso que nos ocupa, un texto narrativo) tiende a construir un doble "lector modelo". El texto se dirige, ante todo, a un lector modelo de primer nivel, que denominaremos semántico, el cual desea saber -y justamente- cómo acaba la historia (si Ahab consigue capturar a la ballena, si Leopold Bloom se encuentra con Stephen Dedalus, después de haberse cruzado con él casualmente algunas veces en el transcurso del 16 de junio de 1904, si Pinocho se convierte en un niño de carne y hueso, si el Narrador consigue ajustar sus cuentas con el Tiempo Perdido). Pero el texto se dirige también a un lector modelo de segundo nivel, que denominaremos semiótico o estético, el cual se pregunta en qué tipo de lector le pide que se convierta ese relato, y quiere descubrir los procedimientos del autor modelo que lo está instruyendo paso a paso. En palabras pobres, el lector de primer nivel quiere saber qué sucede, el de segundo nivel cómo se relata lo que sucede. Para saber cómo acaba la historia basta, normalmente, leer una sola vez. Para convertirse en lector de segundo nivel es preciso leer muchas veces, y algunas historias hay que leerlas un sinfín de veces. No existen lectores exclusivamente de segundo nivel; es más, para llegar a serlo hay que haber sido un buen lector de primer nivel. Lo seguro es que se puede ser lector de primer nivel sin acceder nunca al segundo, como les pasa a los que se apasionan por igual con "Los novios" y "Gargantúa y Pantagruel", sin darse cuenta de que el segundo es más rico léxicamente que el primero. O como los que, no sin razón, se aburrieran al leer el "Sueño de Polífilo", porque, entre todo ese ir generando neologismos, no se entiende bien dónde va a parar la historia. Cuidémonos bien de entender esta distinción de niveles como si, por una parte, hubiera un lector que se conforma fácilmente, al que le interesa la historia, y, por la otra, un lector con un paladar estéticamente fino, interesado por el lenguaje. Si así fuera, deberíamos leer "El conde de Montecristo" en el primer nivel apasionándonos e incluso derramando ardientes lágrimas en todo momento; y luego, en el segundo nivel, deberíamos darnos cuenta, como corresponde, de que está escrito fatal desde el punto de vista estilístico, por lo que decidimos que se trata de una novela malísima. En cambio, el milagro de obras como "El conde de Montecristo" es que, aun estando fatalmente escritas, son obras maestras de la narrativa. Y, por lo tanto, el lector de segundo nivel no es sólo aquel que se da cuenta de que la novela está mal escrita, sino también aquel que, a pesar de ello, se da cuenta de que la estructura narrativa es perfecta, los arquetipos están todos en su punto, los golpes de escena se dosifican al milímetro, el aliento (aunque a veces jadee) es casi homérico.
Con todo, es en este segundo nivel de lectura crítica donde se decide si el texto tiene dos o más sentidos, si vale la pena ir en busca del sentido alegórico, si la fábula narra también acerca del lector, y si estos sentidos distintos se vinculan en un conjunto sóli­do y armónico o pueden fluctuar independientes. El "Ulises" de Homero mata a los pretendientes: un sólo sentido, dos lectores, el que disfruta de la venganza de Ulises y el que disfruta del arte homérico, ninguna ironía citacionista. En el "Ulises" de Joyce hay dos sentidos, a la manera bíblico-dantesca (la historia de Bloom como alegoría de la historia de Ulises), pero es muy difícil no darse cuenta de que se trata de una historia que vuelve a recorrer las peregrinaciones de Ulises, y, si alguien no lo notara, el título le ofrecería la clave. Quedan los dos niveles de lectura posibles, porque puede haber quien lea el "Ulises" para saber sólo como acaban las cosas; aunque una lectura tan limitada y limitativa es altamente improbable, en resumidas cuentas exageradamente dispendiosa, y sería aconsejable interrumpir la experiencia después del primer capítulo para dedicarse a historias más inmediatamente satisfactorias. Es imposible no leer "El despertar de Finnegan" sino como un inmenso laboratorio intertextual, salvo que se quiera recitar en voz alta para disfrutarlo como pura música. Los sentidos son muchos más que los cuatro de la sagrada escritura, son infinitos o, por lo menos, indefinidos. El lector de primer nivel sigue una o dos lecturas posibles de cada juego de palabras, luego se detiene apurado, se pierde, sube al segundo nivel para admirar la sutileza de un encasillamiento imprevisible e insoluble de étimos y de lecturas posibles, vuelve a intentar entender si en el texto está pasando algo, se vuelve a perder, y así en adelante. "El despertar de Finnegan" no nos ayuda a entender las distinciones de las que estamos hablando, las pone en entredicho todas, hace trampas. Pero lo hace sin fingimientos, no engaña al lector ingenuo, permitiéndole que siga adelante sin darse cuenta del juego en que se ve implicado. Lo agarra por el cogote y lo echa a patadas por la puerta de servicio.


Al intentar estas distinciones, nos damos cuenta, creo, de que la pluralidad de los sentidos es un fenómeno que se instaura en un texto aunque el autor no pensara en él en absoluto y no haya hecho nada para estimular una lectura con sentidos múltiples. Incluso el peor escribidor que cuente historias de sangre, horror y muerte, o de sexo y violencia, no puede evitar dejar fluctuar un sentido moral, aunque sólo sea la celebración de la indiferencia hacia el mal, o del sexo y de la violencia como únicos valores. Lo mismo puede decirse de los dos niveles de lectura, semántico y estético. Bien mirado, esta posibilidad se da también ante un horario de ferrocarriles. Dos horarios distintos me dan, en el nivel semántico, la misma información, pero puedo juzgar al primero como mejor organizado y más fácil de consultar que el segundo, pasando, pues, a un juicio de organicidad y funcionalidad que concierne más al cómo que al qué. No sucede así con la ironía intertextual. A menos que no vivamos esa busca, de plagios o de ecos intertextuales inconscientes, normalmente la lectura como caza de la cita se presenta como una relación de desafío entre el lector y un texto (por no querer hablar de las intenciones del autor), que estimula de alguna manera el descubrimiento de su secreto dialógico.
Lo cierto es que, si hemos de ser precisos, la ironía intertextual no es, técnicamente hablando, una forma de ironía. La ironía consiste en decir no lo contrario de lo verdadero sino lo contrario de lo que se presume que el interlocutor cree verdadero. Es ironía definir como muy inteligente a una persona estúpida, pero sólo si el destinatario sabe que la persona es estúpida. Si no lo sabe, la ironía no se capta y se ofrece sólo una información falsa. Por lo tanto la ironía, cuando el destinatario no es consciente del juego, se transforma sencillamente en una mentira. Y, por, último, ni siquiera el más ingenuo de los lectores puede pasar a través de las mallas del texto sin advertir la sospecha de que a veces -o a menudo- remita a algo que está fuera. Donde se ve, entonces, que la ironía intertextual no sólo no es un acuerdo explícito, tácito, sino una provocación e invitación a la inclusión, para poder así transformar, poco a poco, también al lector ingenuo en un lector que empieza a percibir el perfume de muchos otros textos que han precedido al que está leyendo.