DIALOGO SOBRE EL ARTE DE LA NOVELA
Todas las novelas de todos los tiempos se orientan hacia el enigma del yo. En cuanto se crea un ser imaginario, un personaje, se enfrenta uno automáticamente a la pregunta siguiente: ¿qué es el yo? ¿Mediante qué puede aprehenderse el yo? Esta es una de las cuestiones fundamentales en las que se basa la novela en sí. Según las diferentes respuestas a esta pregunta uno podría distinguir las diferentes tendencias y, probablemente, los diferentes períodos en la historia de la novela. Los primeros narradores europeos no conocen el enfoque psicológico. Bocaccio nos cuenta simplemente acciones y aventuras. Sin embargo, detrás de todas esas historias divertidas, se nota una convicción: mediante la acción sale el hombre del mundo repetitivo de lo cotidiano en el cual todos se parecen a todos, mediante la acción se distingue de los demás y se convierte en individuo. Dante lo dijo: "En todo acto la primera intención de quien lo realiza es revelar su propia imagen". Al comienzo la acción es comprendida como el autorretrato de quien actúa.
Cuatro siglos después de Bocaccio, Diderot se muestra más escéptico: su "Jacques le fataliste et son maître" (Jacques el fatalista), el protagonista seduce a la novia de su amigo, se emborracha de felicidad, su padre le da una paliza, un regimiento pasa por allí, se alista por despecho, en la primera batalla le alcanza una bala en la rodilla y se queda cojo para el resto de su vida. Creía empezar una aventura amorosa cuando, en realidad, avanzaba hacia su invalidez. Nunca podrá reconocerse en su acto. Entre el acto y él se abrirá una fisura. El hombre quiere revelar mediante la acción su propia imagen, pero ésta no se le parece. El carácter paradójico del acto es uno de los grandes descubrimientos de la novela. Pero si el yo no es aprehensible en la acción, ¿dónde y cómo se lo puede aprehender? Llegó entonces el momento en que la novela, en su búsqueda del yo, tuvo que desviarse del mundo visible de la acción y orientarse hacia el invisible de la vida interior. A mediados del siglo XVIII Richardson descubre la forma de la novela por medio de cartas en las que los personajes confiesan sus pensamientos y sentimientos. ¿Es éste el nacimiento de la novela psicológica? El término es, por supuesto, inexacto y aproximativo. Evitémoslo y utilicemos una perífrasis: Richardson puso la novela en el camino de la exploración de la vida interior del hombre. Conocemos a grandes continuadores: el Goethe de "Werther", Laclos, Constant, luego Stendhal y los escritores de su época son sus continuadores.
El apogeo de esta evolución se encuentra en Proust y en Joyce. Joyce analiza algo aún más inalcanzable qué "el tiempo perdido" de Proust: el momento presente. No hay aparentemente nada más evidente, más tangible y palpable, que el momento presente. Y sin embargo se nos escapa completamente. Toda la tristeza de la vida radica en eso. Durante un solo segundo, nuestra vida, nuestro oído, nuestro olfato, perciben (a sabiendas o sin saberlo) un montón de acontecimientos y, por nuestro cerebro, desfila toda una retahíla de sensaciones e ideas. Cada instante representa un pequeño universo, irremediablemente olvidado al instante siguiente. Ahora bien, el gran microscopio de Joyce logra detener, aprehender ese instante fugitivo y enseñárnoslo. Pero la búsqueda del yo concluye, una vez más, con una paradoja: cuanto mayor es la lente del microscopio que observa al yo, más se nos escapan el yo y su unicidad: bajo la gran lente joyciana que descompone en átomos el alma, todos somos. Pero si el yo y su carácter único no son aprehensibles en la vida interior del hombre, ¿dónde y cómo se los puede aprehender? ¿Y se los puede aprehender? Por supuesto que no. La búsqueda del yo siempre ha terminado y siempre terminará en una paradójica insaciabilidad. No digo fracaso, porque la novela no puede franquear los límites de sus propias posibilidades, y la revelación de estos límites es ya un gran descubrimiento, una gran hazaña cognoscitiva. Ello no impide que tras tocar el fondo que implica la exploración detallada de la vida interior del yo, los grandes novelistas hayan comenzado a buscar, consciente o inconscientemente, una nueva orientación.
Siempre se habla de la trinidad sagrada de la novela moderna: Proust, Joyce, Kafka. A mi juicio, esta trinidad no existe. En mi historia personal de la novela, es Kafka quien inaugura la nueva orientación: la orientación postproustiana. La forma en que él concibe el yo es totalmente inesperada. ¿Por qué K. es definido como un ser único? No es gracias a su aspecto físico (del que no se sabe nada), ni gracias a su biografía (nadie la conoce), ni gracias a su nombre (no lo tiene), ni a sus recuerdos, ni a sus inclinaciones ni a sus complejos. ¿Acaso gracias a su comportamiento? El campo libre de sus actos es lamentablemente limitado. ¿Gracias a su pensamiento interior? Sí, Kafka sigue continuamente las reflexiones de K., pero éstas apuntan exclusivamente a la situación presente: ¿qué hay que hacer ahí, en lo inmediato? ¿Ir hacia el interrogatorio o esquivarlo? ¿Obedecer a la llamada del sacerdote o no? Toda la vida interior de K. está absorbida por la situación en que se encuentra atrapado, y nada de lo que pudiera superar esta situación (los recuerdos de K., sus reflexiones metafísicas, sus consideraciones sobre los demás) nos es revelado. Para Proust, el universo interior del hombre constituía un milagro, un infinito que no dejaba de asombrarnos. Pero no es éste el asombro de Kafka. No se pregunta cuáles son las motivaciones interiores que determinan el comportamiento del hombre. Plantea una cuestión radicalmente diferente: ¿cuáles son aún las posibilidades del hombre en un mundo en el que los condicionamientos exteriores se han vuelto tan demoledores que los móviles interiores ya no pesan nada? Efectivamente, ¿en qué hubiera podido cambiar esto el destino y la actitud de K. si hubiera tenido pulsiones homosexuales o una dolorosa historia de amor? En nada. Con Proust una inmensa belleza se aleja lentamente de nosotros. Y para siempre y sin retorno. Gombrowicz tuvo una idea tan chusca como genial. El peso de nuestro yo depende, según él, de la cantidad de población del planeta. Así, Demócrito representaba una cuatrocientos millonésima parte de la humanidad; Brahms, una mil millonésima; el mismo Gombrowicz, una dosmil millonésima. Desde el punto de vista de esta aritmética, el peso del infinito proustiano, el peso de un yo, de la vida interior de un yo, se hace cada vez más leve. Y en esta carrera hacia la levedad, hemos franqueado un límite fatal.
Desde Balzac, el universo de nuestro ser tiene carácter histórico y las vidas de los personajes se desarrollan en un espacio del tiempo jalonado de fechas. La novela ya no podrá jamás desembarazarse de esta herencia de Balzac. Incluso Gombrowicz, quien inventa historias fantásticas, improbables, quien viola todas las reglas de la verosimilitud, no la elude. Sus novelas están situadas en un tiempo fechado y perfectamente histórico. Pero no hay que confundir dos cosas: hay, por una parte, la novela que examina la dimensión histórica de la existencia humana y, por otra, la novela que ilustra una situación histórica, que describe una sociedad en un momento dado, una historiografía novelada. La novela no examina la realidad, sino la existencia. Y la existencia no es lo que ya ha ocurrido, la existencia es el campo de las posibilidades humanas, todo lo que el hombre puede llegar a ser, todo aquello de que es capaz. Los novelistas perfilan el mapa de la existencia descubriendo tal o cual posibilidad humana. Pero una vez más: existir quiere decir: "ser en el mundo". Hay que comprender como posibilidades tanto al personaje como su mundo. En Kafka, todo esto está claro: el mundo kafkiano no se parece a ninguna realidad conocida, es una posibilidad extrema y no realizada del mundo humano. Es cierto que esta posibilidad se vislumbra detrás de nuestro mundo real y parece prefigurar nuestro porvenir. Por eso se habla de la dimensión profética de Kafka. Pero, aunque sus novelas no tuvieran nada de profético, no perderían su valor, porque captan una posibilidad de la existencia (posibilidad del hombre y de su mundo) y nos hacen ver lo que somos y de lo que somos capaces. Si un autor considera una situación histórica como una posibilidad inédita y reveladora del mundo humano, querrá describirla tal cual es. El caso es que la fidelidad a la realidad histórica es algo secundario en relación al valor de la novela. El novelista no es ni un historiador ni un profeta: es un explorador de la existencia.
Dos siglos de realismo psicológico han creado algunas normas casi inviolables: 1) hay que dar el mínimo de información sobre un personaje, sobre su apariencia física, su modo de hablar y de actuar; 2) hay que dar a conocer el pasado de un personaje, porque en él se encuentran todas las motivaciones de su comportamiento presente; y 3) el personaje debe gozar de una total independencia, es decir que el autor y sus propias consideraciones deben desaparecer para no perturbar al lector, quien quiere rendirse a la ilusión y considerar la ficción una realidad. Musil ha roto ese viejo acuerdo entre la novela y el lector. Y, con él, otros novelistas. ¿Qué sabemos del aspecto físico de Esch, el personaje más importante de Broch? Nada, salvo que tenía los dientes muy grandes. ¿Qué sabemos de la infancia de K. o de Svejk? Ni a Musil, ni a Broch, ni a Gombrowicz les molesta estar presentes en sus novelas a través de sus pensamientos. El personaje no es un simulacro de ser viviente. Es un ser imaginario. Un ego experimental. La novela vuelve así a sus comienzos. Don Quijote es casi impensable como ser vivo. Sin embargo, en nuestra memoria, ¿qué personaje está más vivo que él? Quiero decir con esto que la imaginación del lector completa automáticamente la del autor.
La novela podría entonces ser definida como una meditación poética sobre la existencia. Heidegger caracteriza la existencia mediante una forma archiconocida: "in-der-welt-sein", "estar-en-el-mundo". El hombre no se relaciona con el mundo como el sujeto con el objeto, como el ojo con el cuadro; ni siquiera como el actor con el decorado de una escena. El hombre y el mundo están ligados como el caracol y su concha: el mundo forma parte del hombre, es su dimensión y, a medida que cambia el mundo, la existencia (su "estar-en-el-mundo") también cambia. Desde Balzac, el "mundo" de nuestro ser tiene carácter histórico y las vidas de los personajes se desarrollan en un espacio del tiempo jalonado de fechas. La novela ya no podrá jamás desembarazarse de esta herencia de Balzac. Incluso Gombrowicz, quien inventa historias fantásticas, improbables, quien viola todas las reglas de la verosimilitud, no la elude. Sus novelas están situadas en un tiempo fechado y perfectamente histórico. Pero no hay que confundir dos cosas: hay, por una parte, la novela que examina la dimensión histórica de la existencia humana y, por otra, la novela que ilustra una situación histórica, que describe una sociedad en un momento dado, una historiografía novelada. Existen muchas novelas escritas sobre la Revolución Francesa, sobre Maria Antonieta o sobre 1914, sobre la colectivización de la URSS (a favor o en contra) o sobre el año 1984; todas ellas son novelas de vulgarización que revelan un conocimiento no-novelesco en el lenguaje de la novela. Ahora bien: la única razón de ser de la novela es decir aquello que tan sólo la novela puede decir.