Lucas Mertehikian (1986) nació en Buenos Aires y trabaja como lector y corrector para distintas editoriales. Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires -donde es adscripto de la cátedra de Literatura del Siglo XX-, entre 2004 y 2005 participó de la revista "Caleidoscopio", un emprendimiento fomentado por la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires a través del Fondo Cultura BA. Actualmente es colaborador de las revistas "Ñ" y "Los Inrockuptibles", y forma parte de la editorial cooperativa Garrincha, junto a otros jóvenes escritores argentinos. Este año ha publicado su primer libro: el poemario "Las listas" -que ya fue traducido al inglés-, del que la crítica ha dicho que "podría explicarle la ciudad y la época a quien lo tuviera como única documentación primaria", realzando "la inteligencia insidiosa y la sensibilidad endurecida" de su autor. Mertehikian declara que, en general -más por razones de rutina laboral que de preferencia- escribe de noche, y recuerda que el primer libro que leyó, a los diez años, fue "Robinson Crusoe" del escitor británico Daniel Defoe (1660-1731). Reconoce que, si bien no tiene el hábito de la relectura, cada tanto vuelve a "El corazón de las tinieblas" del novelista británico de origen polaco Joseph Conrad (1857-1924), autor al que, junto al francés Albert Camus (1913-1960) y la poetisa argentina Alejandra Pizarnik (1936-1972), toma como punto de referencia para analizar algunos de los tantos mecanismos con los que el miedo se ha manejado en la literatura. El miedo, al que un autor experto como el estadounidense Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) ha calificado como "la emoción más antigua y más intensa de la humanidad", ha sido sobradamente tratado en el amplio espectro de géneros literarios. Tomando en cuenta esta premisa, Mertehikian analizó -en un artículo publicado en el nº 2 de la revista "Caleidoscopio" de abril de 2005- aquellos mecanismos, desentrañando al mismo tiempo el papel que juega la misteriosa figura del Otro en sus innumerables manifestaciones. A continuación se transcriben los párrafos más relevantes del texto en los que el articulista menciona específicamente el género novelístico.
EN EL UMBRAL DE LO DISLOCADO
Una de las grandes peculiaridades de la literatura como género discursivo es la extraña condición de aquellos sujetos de enunciación que damos en llamar "escritores" y que, a pesar de los avances y los sucesivos estudios de la crítica, siguen siendo parte de la piedra angular que sustenta al género. Es que el escritor como sujeto de enunciación es, esencialmente, un sujeto dislocado: por un lado, tenemos lo que podemos llamar escritor-ser social y, por el otro, el escritor-autor. Por escritor-ser social sólo debemos entender al escritor como personaje inserto dentro de un complejo juego de relaciones sociales en el que participa activamente. Por escritor-autor, en cambio, quiero referirme a esa "función" de la que tanto se ha escrito y que está íntimamente vinculada con su obra: el escritor que es reconocible por un estilo determinado y que aboga, conciente o no, por una "ideología de la calidad". Ahora bien, esa naturaleza ambigua del escritor no se pone en funcionamiento sino a través del intercambio permanente entre ambas facetas. El escritor-ser social sabe del escritor-autor y viceversa: uno se define por el otro, ambos se definen por su interacción. Por lo tanto, aquello que suceda en una de estas categorías repercutirá inequívocamente sobre la otra: según cómo se trabaje esa interacción, esa intrincada relación causa-efecto, será que tendremos buenos y malos escritores. Es necesario reconocer esa dualidad que rodea a toda obra literaria para tratar de identificar los mecanismos que en ella funcionan. En este caso, los mecanismos del miedo.
El miedo ha actuado siempre en la literatura porque es, como escribió Lovecraft, "la emoción más antigua y más intensa de la humanidad”. Y, por supuesto, el escritor pertenece a ese conjunto social que reconoce con facilidad al miedo. Lo que es más, la humanidad, y con ella los escritores, han intentado defenderse de esa emoción desde tiempos inmemoriales, precisamente por ser ella demasiado intensa. El refinamiento de esa defensa terminó por hacer de la literatura una de sus principales herramientas. Así, se ha racionalizado al miedo, se lo ha escrito, se lo ha comercializado. Y si, como concluyó Lovecraft, "el más antiguo y el más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido", la forma más primitiva que encontró el cuerpo social para controlar esa emoción fue la de delimitar, cercar y expulsar de sí lo extraño para sólo después, y casi de manera anecdótica, adentrarse en su verdadera realidad. Los escritores, entonces, desde su ambigüedad constitutiva, han debido enfrentar al miedo y a lo desconocido. A veces, le dieron forma según los patrones de la sociedad en la que vivían, otras veces tomaron esos moldes frágiles, pero supieron alejarse un poco de ellos. Algunos hicieron de su condición dual el elemento principal de su propia manifestación del miedo.
En su prestigioso trabajo "Orientalism" (Orientalismo), Edward Said hace una profunda y crítica cronología del discurso orientalista, esa red de textos que actúa en distintas esferas del saber académico y que, habiéndose constituido como doctrina e ideología, ha determinado a lo largo del tiempo las relaciones entre Oriente y Occidente. Para él, "el orientalismo es un estilo occidental que pretende dominar, reestructurar y tener autoridad sobre Oriente" y ha sido a través de él que "la cultura europea ha sido capaz de manipular -e incluso dirigir- Oriente desde un punto de vista político, sociológico, militar, ideológico, científico e imaginario a partir del período posterior a la Ilustración". Así, fueron primero los imperios francés y británico y más tarde el norteamericano los principales hacedores de esas tácticas de dominación basadas en la construcción de estructuras de pensamiento opuestas (Occidente y Oriente) y siempre caracterizadas por una fundamental relación de poder que ponía a Occidente por sobre Oriente. Esa dicotomía provocó por mucho tiempo la fascinación de los escritores occidentales por Oriente, algo así como una fascinación por lo oscuro, por lo desconocido, sí, pero también por lo abominable. Para Said, los autores occidentales (desde Marx hasta Flaubert, pasando por infinidad de intelectuales europeos y americanos) estudiaban y hasta viajaban a Oriente sólo para corroborar ideas a priori: "Oriente fue orientalizado, no sólo porque se descubrió que era 'oriental', según los estereotipos de un europeo medio del siglo XIX, sino también porque se podía conseguir que lo fuera. El Oriente 'real', a lo sumo, provocaba la visión de un escritor, pero raramente la guiaba". Desde este marco teórico es interesante analizar una de las obras más significativas de la literatura del siglo XX: "Heart of darkness" (El corazón de las tinieblas), de Joseph Conrad.
Escrita hacia 1902, esta obra mostraba un estilo ya maduro y dejaba ver la influencia de la vida de marino que había llevado durante varios años. La novela es la historia de Marlow, hombre de mar y de negocios que debió trabajar para una compañía de marfil, internándose en la selva y dedicándose a la búsqueda de un hombre de la compañía que, aunque eficiente, se había descarriado, se había "perdido": Kurtz. Desde el principio, Conrad recurre al relato enmarcado para atraparnos en su historia. El primer narrador que nos presenta es un navegante que, mientras la oscuridad cae sobre el Támesis, sigue atentamente el relato de su capitán (Marlow). La elección no es azarosa: gracias a ella, se dejan ver rastros de oralidad en la narración, y el autor sabe que así prepara mejor al lector, al que no le cuesta sentirse identificado con ese muchacho ingenuo que se dispone a escuchar las historias de su capitán. Sus intervenciones son breves y al principio le permite a Conrad introducir una pequeña reflexión sobre la técnica narrativa: "Los relatos de los marinos tienen una franca sencillez: toda su significación puede encerrarse dentro de la cascara de una nuez. Pero Marlow no era un típico hombre de mar y para él la importancia de un relato no estaba dentro de la nuez, sino afuera, envolviendo la anécdota". Esta breve reflexión del escritor sobre su propio trabajo debe servir también de advertencia al lector: todo el esfuerzo de Marlow como narrador (y por ende, de Conrad como autor) estará en presentar lo desconocido en forma de "atmósfera", como una sensación, una recurrente potencialidad. La historia que Marlow tiene para contar permite ese objetivo, pues debe narrar cómo llegó a ese punto recóndito del mapa que era "nada más que un río" y que con el tiempo se había llenado de nombres que poco significaban. Marlow nunca nos dice exactamente dónde debió dirigirse: tenemos algunas pistas (el marfil, las "sombras negras" que son los hombres, el calor sofocante, la expansión comercial de principios del siglo XX) que nos inclinan a pensar en Africa, pero siempre se trata de "algún lugar", todas son especulaciones. Esta desinformación (parcial, al menos) encierra un doble significado: por un lado, contribuye a crear esa atmósfera de misterio que percute sobre la ansiedad del lector; por el otro, refleja una realidad del pensamiento europeo de la época: ¿es necesario decir de qué parte de la selva desconocida se trata? Aún cuando se tratara de Africa, ¿alguna parte de ella es distinta de otra? Lo otro, entonces, se define no sólo en los caracteres humanos, sino también en cuestiones tales como el clima y la flora. Se trata de un paisaje distinto y, en consecuencia, en él viven personas distintas. Esto no es menor: los europeos han logrado dominar a la naturaleza, los nativos, en cambio, no.
Al teorizar sobre los relatos sobrenaturales, Lovecraft escribió que "el factor más importante de todos es la atmósfera, ya que el criterio último de autenticidad no reside en que encaje una trama, sino que se haya sabido crear una determinada sensación". Conrad sabe eso y los elementos que utiliza para generar esa sensación son diversos: la selva densa e impenetrable, el río oscuro que se extiende hasta el infinito, las sombras negras que se mueven por la costa, el clima que enloquece. En fin, una amplia gama de "indicios" que evidencian la proximidad del peligro. Pero además de ellos, ha decidido desarrollar su novela en torno de una ausencia: la ausencia de Kurtz. De esta forma, el relato de Marlow no es sino el relato de una búsqueda, forma máxima de la potencialidad, y, lo que es más, de la búsqueda de un hombre que se presume incierto, extraño, absorbido por ese ambiente enrarecido en el que ha debido vivir. Así, el relato se va desplazando constantemente hacia Kurtz, hacia el ausente que termina siendo el verdadero protagonista de la obra, y con razón: sólo sabemos de él que es un hombre notable y que algo le ha ocurrido en la selva, algo monstruoso y fascinante, algo que lo ha transformado por completo. Hasta aquí, algunos de los procedimientos del escritor-autor para adentrar a su público en la esfera de lo desconocido. Otras consideraciones más "políticas" sobrevuelan y encierran la novela. Dice Marlow, sobre la explotación comercial: "Aquello era robo con violencia, asesinato con agravantes en gran escala. La conquista de la tierra, que por lo general consiste en arrebatársela a quienes tienen una tez de color distinto o narices ligeramente más chatas que las nuestras, no es nada agradable cuando se observa con atención. Lo único que la redime es la idea. Una idea que la respalda, algo que se puede enarbolar". Podríamos señalar que tal vez no exista tal idea que respalde esa conquista (la razón, la religión, el progreso, etc.), sino que en realidad se trata de otra derivación de lo mismo: la intención de crear sobre la base de narices y colores distintos una identidad propia y necesariamente homogénea. Pero si bien Conrad no puede terminar de escapar del filtro europeo con el que mira el mundo, se diferencia de otros autores por su buena voluntad. Marlow observa con compasión a los hombres esclavizados y hasta afirma: "Eran considerados como criminales y la ley ultrajada, como las bombas que estallaban, les había llegado del mar cual otro misterio igualmente incomprensible".
De cualquier manera, esas consideraciones son puestas a raya por otros rasgos de la novela. Por ejemplo, cuando habla de los nativos, Conrad los concibe como "seres del pasado" y le cuesta creer que descendamos todos de un tronco común. No puede llegar a considerarlos como contemporáneos a él: son seres perdidos en otro espacio del tiempo, en otro mundo. Tampoco es inocente la posición de Kurtz respecto a estos hombres. El vive con ellos, sí, pero no como uno más: los nativos lo adoran como a un dios y siguen sus órdenes sin cuestionarlo. A pesar de lo cruel que pueda llegar a ser Kurtz, ellos no quieren que se vaya. De esta forma, lo sobrenatural atraviesa la obra para agigantar el misterio que rodea a la selva, excitar al lector y, al mismo tiempo, confirmar esa evidente superioridad del hombre blanco. Los europeos pueden escribir lo sobrenatural, los nativos deben adorar al distinto. Algunos otros detalles son interesantes: Conrad no hace hablar a los nativos en su mismo idioma, pero tampoco permite que Kurtz hable en el de ellos. El entiende lo que los nativos dicen, pero no les contesta en su lengua. Si bien podemos suponer que cuando vivía con ellos sí lo hacía (y esto es sólo una suposición), Conrad no nos lo muestra. Por último, una consideración sobre los personajes. Marlow comienza su relato seguro de que los conquistadores son "ellos" y que los conquistados son los "otros", pero esa certeza se va confundiendo a medida que avanza la obra. Gracias a Kurtz, ese europeo notable que decidió observar desde adentro al "enemigo", los mundos se confunden y tal vez el "otro", el distinto en esa selva, sea el europeo. Kurtz, hemos dicho, termina siendo el verdadero protagonista de la obra. Su naturaleza incierta contribuye a la creación de la atmósfera. Marlow sólo se puede referir a él metonímicamente: Kurtz es, más que un hombre completo, una voz. En torno a él gira el relato en todas sus dimensiones: no sólo activa la trama, sino que además dispara muchos de los razonamientos, explícitos o implícitos, de Conrad. Sobre él se construye esa confusión de mundos opuestos que permite al miedo trabajar en tantas direcciones distintas: "Lo importante -dice Marlow- era saber a quien pertenecía él, cuántos poderes de las tinieblas lo reclamaban como suyo". Habla por Kurtz, pero también por Conrad.
A lo largo del siglo XX, la condición de sujeto dislocado del escritor dio a luz distintos proyectos y formas de encarar dicha ambigüedad. Distintas ideologías cobraron fuerza y su repercusión en el ámbito de la literatura no se hizo esperar. Parecía que el escritor no podía darle la espalda a su tiempo. Esa consideración se hizo evidente en la obra de autores de distintas tendencias políticas y literarias: la influencia interdisciplinaria fue en aumento y los géneros literarios se volvieron híbridos, afianzándose lo que ya había aparecido en tiempos anteriores. Entre esas obras atravesadas por diferentes corrientes de pensamiento filosófico, estaba la del francés Albert Camus. Publicada en 1942, "L'étranger" (El extranjero) está dividida en dos partes. En la primera parte, Camus nos presenta a Mersault, personaje que se caracteriza por su indiferencia y su carácter extremadamente sencillo. La novela comienza cuando éste recibe la noticia de la muerte de su madre, internada en un asilo a unos cuantos kilómetros de la ciudad. Luego de asistir al entierro, el relato recorre algunos días en la vida de este hombre: vemos cómo entabla relación de pareja con María, una compañera de trabajo, y de amistad con Raimundo, un vecino libertino y de honestidad dudosa. Es este último quien sufre un altercado con una mujer cuyo hermano, árabe, lo busca para vengarla. Ya hacia el final de la primera parte, Raimundo invita a Mersault y María a pasar un día en la playa. Allí vuelve a aparecer el hermano de la mujer ofendida, acompañado por otros árabes: Raimundo y Mersault se cruzan y pelean con ellos. Finalmente, Mersault toma un revólver, vuelve solo al lugar de la pelea y, sin titubear, mata al árabe. La segunda parte de la novela comprende el juicio de Mersault y sus días en la cárcel, esperando primero su sentencia y luego su ejecución. Durante ese tiempo, Camus hace un recorrido por algunas de las conversaciones que el criminal tiene con el juez de instrucción, con un guardia, con un sacerdote. Nos muestra, además, los días del juicio y la declaración de la sentencia: la guillotina.
Cualquier análisis que se haga de "El extranjero" comenzará y terminará por su protagonista: Mersault. Es él quien narra la historia en primera persona y a partir de él se erigen dos realidades: la suya, por un lado, y la del "mundo normal", por el otro. La suya es una realidad impávida, inmutable, dominada por sensaciones físicas y sentimientos tenues, casi inexistentes. Se trata, en verdad, de un personaje libre de toda exageración. Mersault, es el "otro", el intruso: el crimen termina por evidenciar esa realidad latente. Nuevamente, la decisión del autor en cuanto al narrador no es inocente: si uno lee la primera parte de la novela, le costará encontrar rastros obvios de "anormalidad" en su protagonista hasta el momento del asesinato del árabe. Sucede que el relato de Mersault crea una atmósfera envolvente, una sensación de calma que es, a la vez, causa del efecto de tensión de la primera parte: el lector sabe que, en cualquier momento, algo pasará. Camus hace explícita esa intención al promediar el libro: "Entonces todo vaciló. El mar cargó un soplo espeso y ardiente. Me pareció que el cielo se abría en toda su extensión para dejar que lloviera fuego. Todo mi ser se distendió sobre el revólver. El gatillo cedió, toqué el vientre pulido de la culata y allí, con el ruido seco y ensordecedor, todo comenzó. Sacudí el sudor y el sol. Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa en la que había sido feliz". El sonido del revólver destruye el equilibrio del día y, a la vez, la atmósfera de calma y tensión en la que el lector estaba envuelto. El disparo sacude al lector, lo requiere, lo despierta. A partir de allí, nada será lo mismo. Mersault lo sabe: le espera el juicio, el rechazo y la condena. El lector, por su parte, ya no podrá confiar en ese personaje que, de pronto, se revela repugnante. Comienza a armar el rompecabezas en su cabeza, a reconstruir no sólo el crimen, sino también toda la narración previa. Recorre las páginas precedentes, reúne indicios: el disparo ha exaltado no sólo su atención, adormecida, sino también su conciencia. Durante el juicio, el Procurador ordena esas pistas que al lector le cuesta advertir como algo más que datos anecdóticos. Mersault dejó a su madre en un asilo, no lloró durante su entierro, no sabía su edad exacta. De hecho, a los pocos días de su muerte iniciaba una relación de naturaleza incierta, iba al cine, reía, hacía amigos. El abogado defensor pregunta: "En fin, ¿se le acusa de haber enterrado a su madre o de haber matado a un hombre?". "Sí -se exalta el Procurador-, yo acuso a este hombre de haber enterrado a su madre con su corazón criminal". El Procurador continúa en su alegato: "Estoy persuadido, señores de que no encontrarán ustedes demasiado audaz mi pensamiento si digo que el hombre que está sentado en este banco es también culpable de la muerte que este Tribunal deberá juzgar mañana. Debe ser castigado en consecuencia". Al día siguiente se juzgaría, por supuesto, a un parricida. A esta altura, es conveniente aclarar que la traducción más exacta del título original sería "El extraño", pues el vocablo francés "étranger" acepta ambas traducciones (la misma palabra "extranjero" proviene del latín "estraneus", que también significa extraño). La diferencia no es grande, pero es importante si pensamos que por "extranjero" entendemos a alguien que llega de "otro lado", mientras que Mersault se ha forjado dentro de la misma sociedad a la que perturba. Es sólo después del crimen que esa sociedad toma conciencia del carácter repulsivo de este hombre y lo aparta, convirtiéndolo en extranjero.
En "Surveiller et punir" (Vigilar y castigar), Michel Foucault señala que en la antigüedad el crimen más horroroso era, precisamente, el parricidio. No es casual que los personajes de Camus hagan referencia a este crimen. Es el máximo de todos ellos, en tanto constituye un levantamiento contra un determinado orden: se atenta contra la vida o la voluntad de aquel que lo ha engendrado, es decir, aquel que le ha dado la vida dentro de ese orden, que lo ha insertado en él. Y entonces, la sociedad lo expulsa de sí. Además, es notable que se trate de establecer el crimen buscando otras pruebas de amoralidad en el acusado. En palabras de Foucault: "Bajo el nombre de crímenes y de delitos, se siguen juzgando efectivamente objetos jurídicos definidos por el Código, pero se juzga a la vez pasiones, instintos, anomalías, achaques, inadaptaciones, efectos de medio o herencia". Quienes juzguen dirán: "no son ellos los juzgados; si los invocamos, es para explicar los hechos que hay que juzgar y para determinar hasta qué punto se hallaba implicada en el delito la voluntad del sujeto. Respuesta insuficiente. Porque son ellas, esas sombras detrás de los elementos de la causa, las efectivamente juzgadas y castigadas". En efecto, a Mersault se lo juzga no sólo por el crimen de un hombre, sino también por "anormal" y "amoral". El mismo señala que, durante el juicio "se habló mucho de mí y quizás más de mí que de mi crimen" y que el juzgado lo miraba como buscando en él no el crimen sino el ridículo. Ahora bien, si el crimen será castigado con la pena capital, se esperará también la reforma del condenado, aún en el momento previo a la muerte. Se trata de castigar el cuerpo, pero también de corregir el alma. Por eso también abundan las referencias religiosas. El juez de instrucción intenta conmover a Mersault con una imagen de Cristo crucificado. No sólo no lo logra, sino que además aclara que es el primer acusado que no se angustia ante esa imagen del dolor. Mersault incluso se rehusa a conversar con el sacerdote que quiere aliviar su alma, ayudarle a reconocer sus faltas y arrepentirse, rechazando así las formas de corrección que la sociedad tiene para ofrecerle. De cualquier manera, Mersault es conciente de que su voluntad será derrotada: "Pues, pensándolo bien, considerando las cosas con calma, comprobaba que lo defectuoso de la cuchilla era que no dejaba ninguna posibilidad, absolutamente ninguna. Si por alguna eventualidad inesperada, el golpe fallaba, se volvía a empezar. En consecuencia, lo fastidioso era que el condenado tenía que desear el buen funcionamiento de la máquina. He dicho que es el lado defectuoso. Es verdad, en un sentido. Pero en otro sentido me veía obligado a reconocer que estaba ahí todo el secreto de una buena organización. En suma: el condenado estaba obligado a colaborar moralmente. Por su propio interés todo debía marchar sin tropiezos".
En definitiva, Camus, como Conrad, opera con el miedo, pero si Conrad, en tanto escritor europeo (Conrad-ser social) trataba de interpretar lo desconocido y ponerlo a raya, Camus grita la existencia de lo distinto y denuncia los mecanismos de control de la sociedad en la que vive. Por supuesto, esto no significa que Camus reivindique el crimen, pero necesita de él, pues sin el crimen nunca nadie podría haber juzgado a Mersault: no se podría hacer dentro de la novela, ni tampoco podría hacerlo el lector. Jugando con la atmósfera, Camus asusta a su público, lo confunde. Nadie puede sentirse identificado con el amoral asesino, pero también cuesta aceptar la pertenencia a ese mundo del que el Procurador es su representante máximo: un mundo que acusa constantemente, un mundo que no acepta que un hombre no llore a su madre. Esa parece ser la intención última de Camus: atemorizar a su lector, acusarlo, hacerlo reflexionar. Demostrar cómo la sociedad coloca en el criminal aquello que no acepta de sí misma: lo oscuro, lo abyecto, lo anormal. La sugestión y la denuncia parecen ser, en Camus, las formas del miedo. Los mecanismos del miedo, hemos visto, son vastos y complejos. Han cambiado y tal vez evolucionado con el paso del tiempo. Como todo en literatura, han estado sujetos a muchos otros procesos y acontecimientos que, aunque no fuesen estrictamente literarios, tampoco le eran del todo ajenos. Y con esa evolución los escritores pudieron primero asumir sus miedos, para recién después amalgamarlos con el resto de su obra y enriquecerla sin necesidad de retringirla. Los cambios, al fin y al cabo, son inevitables. Pero si la sentencia de Lovecraft era cierta y el miedo es tan intenso como él creía, no debemos esperar que desaparezca pronto de la literatura. Lejos de ser ésta una mala noticia para el género, el miedo y lo desconocido lo estimulan y fortalecen.