El escritor francés Pierre Robert Leclercq (1931) es periodista y crítico literario en el periódico "Le Monde". Autor de una voluminosa obra que incluye cuentos, biografías, poemas, novelas y ensayos, es en estos dos últimos géneros en los que mayor trascendencia ha obtenido. Sus novelas se caracterizan por una eficaz amalgama de datos históricos con ácidas críticas a la política, la burguesía y los medios de comunicación. Entre ellas figuran "Le tramway de Kafka" (El tranvía de Kafka), "Les destins extraordinaires de Timothée Trimm et de son petit journal" (El destino extraordinario de Timoteo Trimm y de su pequeño periódico), "La comtesse de Loynes" (La condesa de Loynes), "L'enfant de paille" (El niño de paja), "Le libraire de la rue Poliveau" (El librero de la calle Poliveau), "Thérésa. La diva du ruisseau" (Teresa. La diva del arroyo), "Un bon citoyen" (Un buen ciudadano), "L'arbre" (El árbol), "Mes catins" (Mis rameras), "Un petit regard s'il vous plait" (Una pequeña mirada por favor) y "Les sachants"
(El conocimiento). De su obra ensayística merece mencionarse "Essai sur le metier de romancier Versailles" (Ensayo sobre el oficio de novelista en Versalles), "George Sand. Les années Aurore" (George Sand. Los años Aurora) y "Ou est passe l'esprit critique?" (¿Qué pasó con el pensamiento crítico?). En el siguiente artículo, aparecido en el nº 6 de la revista "Magazín Literario" de diciembre de 1997, Leclercq se refiere a la aberrante práctica llevada adelante por la Iglesia Católica entre los años 1559 y 1966 a través del "Index librorum prohibitorum et expurgatorum" (Indice de libros prohibidos y expurgados), un catalogo que incluía libros considerados "perniciosos para la fe", dando por sentado que separaba la luz de las tinieblas al arrojar a las tinieblas todo aquello que cuestionase sus dogmas al salir a la luz. Esta política de prohibición duró tanto tiempo que, a principios del siglo XIX, el escritor y periodista español José María Blanco White (1775-1841) declaró con mordacidad: "Alguien que desee formar una buena biblioteca debería recoger exclusivamente sus libros en el índice de las obras prohibidas". Balzac, Flaubert, Greene, Proust, Sartre, Stendhal, Swift, Zola, son sólo algunos de los novelistas cuyas obras fueron incluidas en algún momento en el "Index", y hasta Cervantes se vio obligado a suprimir del capítulo XXXVI de la segunda parte del "Quijote" un párrafo que decía que "las obras de caridad que se hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada". El Vaticano, que en su actual Código de Derecho Canónico mantiene aún regulaciones acerca de libros, escritura y medios de difusión, y reafirma la "obligación moral de no leer los libros indicados", contó para esta nefasta tarea con la complicidad de sucesivos organismos gubernamentales de todo el mundo. La censura, que se ejerció durante mucho tiempo como control institucional, regularmente fue implementada con violencia, como en el caso de la última dictadura militar argentina (1976-1983), durante la que no sólo se prohibieron libros sino que también se persiguió a escritores y, en algunos casos, éstos pasaron a conformar la tenebrosa lista de detenidos-desaparecidos. Así, fueron prohibidos, por ejemplo, libros de Benedetti, Cortázar, Galeano, Gambaro, García Márquez, Neruda y Viñas, y hasta el celebérrimo "Le petit prince" (El principito) de Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944) corrió la misma suerte. Ya antes, en la Argentina, hubo prohibiciones célebres como la de "The Buenos Aires affair" de Manuel Puig (1932-1990), la de "Nanina" de Germán García (1944), la de "Para hacer el amor en los parques" de Nicolás Casullo (1944-2008) o la de "Monte de Venus" de Reina Roffé (1951), por citar sólo algunos casos. Leclercq habla, entonces, sobre los cuatro siglos en que el Vaticano practicó la excomunión del libro.
LOS LIBROS EN EL INDEX
"El árbol que no da buenos frutos es cortado y arrojado al fuego" (Mateo, VII, 20). La exclusión es clara, neta y definitiva. Para aquel que se somete a la Ley, el rechazo de la comunidad se presenta como la sanción más temida. De Roberto el Piadoso a Luis XIV, la excomunión se mantuvo durante mucho tiempo como el arma pontifical por excelencia sobre los poderes temporales, como la más temida. Por eso, sólo se ocupaba de ciertos problemas políticos que escapaban al buen pueblo. Para todos y cada uno, las prohibiciones provenían de otro campo, de la alimentación codificada al onanismo, del suicidio al divorcio y, por supuesto, de las cosas que no se adecuaban a la moral natural: el robo, el crimen, el falso testimonio. Sólo faltaba la lectura. Pero se la incluiría en 1543, por iniciativa del papa Pablo III, y se oficializaría esta inclusión con su sucesor, en 1559.
Si los progresos de la impresión explican esta decisión, la Iglesia no esperó a Gutenberg para tachar a algunos libros de sospechosos, prohibirlos e incluso, para más seguridad, prenderles fuego. Muy tempranamente se distinguen los buenos textos de los malos. Ya Pablo, que bautizó a los efesios, se regocija de que "muchos de los que habían profesado las artes mágicas traían sus libros y los quemaban en público" (Hechos, XIX, 19). Esto es: "Fahrenheit 451" en los bordes del Mar Egeo, en el año 54 de nuestra era. Entonces, Pablo III, Alessandro Farnesio, hermano de Giulia, cuyos amores con los Borgia le valieron el cardenalato (lo llamaban "cardenal enagua"), padre de tres bastardos, no parecía un Papa que fuera a renovar rigurosamente la Iglesia. Sin embargo, fue él quien puso en marcha el Concilio de Tremo, reactivó la Inquisición y tuvo la idea del "Index" (en latín, "indicador"). La puesta en acción de la medida no era simple, pero muy rápidamente se estableció una lista de las obras perjudiciales, acompañada por sanciones. Multa o destierro eran las penas para los lectores de las obras nocivas y los que las comercializaban. "Prohibir", palabra clave sin la que las religiones perderían su razón de ser.
Cuando Pablo IV llegó al trono de San Pedro, oficializó el reglamento, instituyendo la Congregación del Index -"Congregación de desgracia", dirá Huysmans- y ordenó la confección de un catálogo de los libros que no había que leer: el "Index librorum prohibitorum". Se prohibió la publicación a sesenta y un libreros, y los vendedores de "libros mal pensantes" fueron derivados a los tribunales de la Inquisición renovada, a la que le estaba recomendado "no recurrir en ningún caso a la condescendencia".
Estas medidas pueden parecer excesivas para castigar simples lecturas, pero se estaba luchando contra la herejía. Se buscaba evitar que los predicadores que enseñaban la doctrina cristiana fueran influidos por textos que pusieran la ortodoxia en tela de juicio. Se agregarían otras a estas razones primeras, principalmente en lo que a las "buenas costumbres" respecta y según las extrañas inquietudes de la Iglesia en cuanto al uso que podemos hacer de nuestro sexo. La exclusión siempre es insoportable cuando ataca a los individuos. Cuando un tribunal de lectores o de viajeros se adjudica la libertad de prohibir un libro o una película, se le agrega el ridículo: hace alarde de un poder odioso y pretencioso. Cuánta razón tiene Gide cuando dice: "No creas que tu verdad pueda ser encontrada por otro, más que nada ten vergüenza de eso".
"La verdad": de eso se trata. Más exactamente, de una verdad: la que se defiende en nombre de una religión, aplicando la prohibición a pensamientos considerados no conformes. Durante más de cuatro siglos, el Vaticano ejerció la excomunión del libro, seleccionó obras que sólo algunos "profesionales" podían conocer, aunque únicamente si sometían su necesidad de lectura al obispado. Los demás, estaban desterrados del conocimiento. Sin duda, esto no evitó que las "malas ideas" surgieran y dieran sus frutos; sin duda, también pudo frenarlas, permitir a defensores de la censura excluir a mucha gente del acercamiento al saber que los habría ayudado a rebelarse o, simplemente, a adquirir una cultura. En mi infancia, que no se remonta a Pablo III, leer a Zola era un pecado: no había que leer a un señor que "hacía caca en las iglesias".
Al ver la lista de condenados, nos sorprendemos de que en el curso de los siglos vayan disminuyendo. ¿Es porque la Congregación se muestra más flexible o porque las condenas pierden su efecto? En el siglo XVII hay noventa y tres condenados, entre los cuales se encuentran Pascal por sus "Pensees" (Pensamientos), Descartes por su "Les passions de l'âme" (Las pasiones del alma) y Michel de Montaigne por sus "Essais" (Ensayos).
En el siglo XVIII, cincuenta y dos, con Locke, "el Hércules de la metafísica", como decía Voltaire, otra víctima junto con Diderot, Condorcet, Condillac, Rousseau y tantos pensadores que no querían dejar a la Ilustración desdibujada. En el siglo XIX, sólo son decinueve: Lamennais y sus dos condenas a "Paroles d'un croyant" (Palabras de un creyente), Victor Hugo por "Les misérables" (Los miserables) y "Notre-Dame de Paris" (Nuestra Señora de París), Stendhal por "Le Rouge et le Noir" (Rojo y negro), Baudelaire por sus "Les fleurs du mal" (Las flores del mal), Flaubert por "Madame Bovary" (La señora Bovary) y "Salammbô" (Salambó), el "Grand dictionnaire universel du XIXe siècle" (Gran Diccionario Larousse), aunque un Huysmans ruegue al abate Mugnier que haga todo lo posible para evitarle lo que considera como un oprobio y el piadoso León Bloy, a su manera, dé su opinión irrevocable: "Me importa un bledo el 'Index', que para mí sólo representa una abertura a través de la cual se deshonra a la Iglesia". En el siglo XX la Iglesia prosigue con su empresa de castración (ocultar la totalidad o cierta parte de una obra es inutilizarla, quitarle todo vigor, como a Gide, Sartre o Kazantzakis): entre otras víctimas, Gabriele D'Annunzio por "Il piacere" (El placer), "L'innocente" (El inocente) y "Le vergini delle rocce" (Las vírgenes de las rocas), Anatole France por los cuatro volúmenes de "Histoire contemporaine" (Historia contemporánea), "Les sept femmes de Barbe Bleue" (Las siete mujeres de Barba Azul) y "Les dieux ont sois" (Los dioses tienen sed), Simone de Beauvoir por "Le deuxième sexe" (El segundo sexo) y "Les mandarins" (Los mandarines) y el abate Jean Steinmann por su "Vie de Jesus" (Vida de Jesús), un título cuyos peligros ya había experimentado Renán.
En 1948 apareció la última edición del "Index librorum prohibitorum". Su supresión se realizaría en 1966 bajo el papado de Pablo VI. Pero si un reglamento eclesiástico ya no existe, no leer obras antirreligiosas o inmorales sigue siendo una "exigencia moral". ¡Como si la moral exigiera ignorancia! En esta religión, como en otras, -y sabemos hasta dónde puede llegar la protección de las Escrituras- el libro representa un peligro. Las instituciones, ya sean de Dios o del hombre, siempre tienen miedo de lo que está escrito, así como temen la contradicción y la libertad.