Jorge Luis Borges (1899-1986) opinaba en una entrevista de 1975 que el género policial "es ingenioso pero sin vida. Yo creo que ese desdén se debe al carácter artificial que tiene la narrativa policial. Los artificios del género son pocos y el lector los puede agotar con cierta facilidad". Sin embargo, cautivado por el orden y el rigor racional que requiere el género, Borges había ligado la ficción policial con el discurso filosófico en algunos relatos de su libro "Ficciones" en 1944, dando comienzo a la corriente metafísica en la narración detectivesca al incluir en sus tramas meditaciones sobre la esencia del hombre, los límites del conocimiento y las fronteras entre realidad y ficción. Al respecto, Ernesto Sabato (1911-2011) señaló en su libro de ensayos "Uno y el universo" de 1945: "A Borges le gusta confundir al lector: uno cree estar leyendo un relato policial y de pronto se encuentra con Dios o con el falso Basílides". En la legendaria revista "Sur", Borges reseñaba las últimas publicaciones del género y hablaba de la "avara economía en los medios", la "primacía del cómo sobre el quién", del "pudor de la muerte" y de la "necesidad y maravilla en la solución". Fue en esa misma revista -en su nº 228 correspondiente a Mayo-Junio de 1954- que se comentó la aparición de "Heterodoxia", la reunión de ensayos de Sabato entre los que incluía una teoría sobre el género policial. En ella, el autor de "El túnel" discrepaba con la desarrollada por el crítico literario francés Roger Caillois (1913-1978) en lo referente a su evolución e intentaba vincular el género policial clásico con la filosofía de Gottfried Leibniz (1646-1716).
A Sabato la novela policial le parecía un claro ejemplo de literatura-juego, esa clase de literatura que pone el acento en el aliento estético en desmedro del aliento metafísico, ya que convierte "una multitud de hechos incoherentes en un riguroso esquema lógico-matemático". No obstante ello, su novela "El túnel" presentó claros elementos distintivos del género: la revelación de un asesinato, las causales y la descripción del crimen. Lo novedoso fue que el desenlace queda descubierto desde las líneas iniciales, lo que no disminuye el interés que suscita la trama. Sabato evita el suspenso como elemento de atracción y hace hincapié en la soledad del protagonista, con lo que, de alguna manera, invierte la estructura tradicional de la novela policial. En esta novela también aprovechó para observar con ironía a la novela policial clásica, a la novela-problema. En uno de sus pasajes, una mujer que la defiende dice: "Son la única clase de novelas que puedo leer ahora, te diré, me encantan. Todo tan complicado y detectives tan maravillosos que saben de todo: sobre la época de Ming, grafología, teoría de Einstein, baseball, arqueología, quiromancia, economía política, estadística de la cría de conejos en la India. Y después son tan infalibles que da gusto". Y, por medio de otro personaje, cuestiona la excesiva producción de novelas policiales clásicas al hacerle decir: "La novela policial representa en el siglo XX lo que la novela de caballería en la época de Cervantes. Más todavía, creo que podría hacerse algo equivalente a Don Quijote: una sátira de la novela policial. Imaginen ustedes un individuo que se ha pasado la vida leyendo novelas policiales y que ha llegado a la locura de creer que el mundo funciona como una novela de Nicholas Blake o de Ellery Queen. Imaginen que ese pobre tipo se larga finalmente a descubrir crímenes y a proceder en la vida real como procede un detective en una de esas novelas. Creo que se podría hacer algo divertido, trágico, simbólico, satírico y hermoso".
Dada la importancia que se le atribuye a la influencia de la novela policial en esta obra -la historia de un crimen pasional, la relación entre sus protagonistas y cómo el asesino fue haciéndose a la idea de cometer el homicidio- resulta esclarecedora la acotación que hiciera el narrador y crítico literario argentino Enrique Anderson Imbert (1910-2000) en su clásica "Historia de la literatura hispanoamericana": "En 'El túnel' el mundo aparece visto desde los ojos de un 'yo' desligado, casi pura subjetividad". Y añade: "La confesión (del asesino) interesa, no por el crimen, sino porque cada palabra es símbolo de su proceso de locura y su locura símbolo de una metafísica desesperada". Lo que sigue a continuación son varios fragmentos tomados de distintos ensayos en los que Sabato se refirió a la novela policial.
ESQUEMA LOGICO-MATEMATICO Y GEOMETRIZACION EN LA NOVELA POLICIAL
De Leibniz a Poe. El lenguaje de la vida y de la literatura no obedece a leyes rígidas, porque su objetivo no es decir verdades sino lograr victorias. Se cambian a cada instante las modalidades del juego, como en el póker, para tomar desprevenido al adversario, para engañarlo con recursos inesperados. El lenguaje de la ciencia es el lenguaje de la verdad. El de la vida y de la literatura es el lenguaje de la mentira. Para Leibniz no existen en el universo hechos brutos ni casualidades: todo tiene su razón se ser, y si muchas veces no la alcanzamos es porque nos parecemos a Dios pero no lo suficiente. De todos modos, el ideal del conocimiento humano es el de ir reduciendo la masa caótica de las verdades de hecho al orden divino de las verdades de razón. Los físicos, que encajan el tumultuoso movimiento de una catarata en una fórmula matemática, realizan en la tierra ese ideal leibniziano; el día en que los hombres puedan calcular un odio o deducir un crimen, Leibniz por fin respirará tranquilo. Mientras tanto, algunos escritores policiales tratan de calmarlo. Edgar Poe, aficionado a las ciencias físico-matemáticas, inventó de golpe y en toda su perfección el género policial estricto. Procede así: mediante una hipótesis, trata de hacer coherentes un conjunto enigmático de hechos: un guante ensangrentado, un cadáver, una impresión digital, un cigarrillo a medio fumar, una sonrisa; esa hipótesis debe explicar el crimen mediante los hechos restantes, del mismo modo como un físico explica el estallido de una estrella merced a las presiones, temperaturas y masas. Ese ejercicio es estrictamente racional y aseado. Como corresponde a un temperamento platónico, el caballero Auguste Dupin no es propenso a andar por los tejados, ni a disfrazarse, ni a manejar el revólver: simplemente construye cadenas de silogismos. Su criminal podría -y tal vez debería- ser designado por el símbolo 22akM-gamma. Hace bien Graham Greene en calificar a sus novelas policiales de "entretenimientos". Pero no veo razón -fuera de razones comerciales- para que se califiquen de policiales a novelas como "El cartero llama dos veces". En tal caso, ¿por qué no calificar también de policial a "Crimen y castigo"? Solamente en el caso en que el acento esté colocado sobre el juego, el artificio, el pasatiempo. En general, nadie lo toma en serio: ni el literato que lo fabrica -por algo se pone seudónimo- ni el editor que lo industrializa, ni el lector que lo consume. Con razón esta literatura la leen los negociantes cansados que viajan en avión.
Sobre la presunta jerarquía del género policial. La novela policial se fundamenta en una hipótesis: significa establecer una rigurosa cadena causal que termina en el crimen. El universo en que se mueven estos personajes está regido por leyes inexorables, donde no hay lugar para el milagro: es un universo estrictamente racional. Para que la novela cumpla con esta condición, se descartan deliberadamente los elementos irracionales o demoníacos que no se puedan plegar al esquema. La perfección del mecanismo implica la simplicidad de los personajes, del mismo modo que un alfil no es capaz de actitudes imprevistas o problemas de conciencia. Y por supuesto que ningún alfil posee conciencia: su voluntad es en realidad la del jugador que pone la mano sobre él. En la novela corriente, el acento está colocado sobre la verdad, sobre el drama, sobre lo humano; en la narración policial (estricta), está puesto sobre el juego, sobre el artificio. La investigación del enigma es un pasatiempo, y tiene ni más ni menos jerarquía que un problema de ajedrez o una ingeniosa charada. Por eso no hay en este tipo de literatura drama auténtico, aunque abunde lo más dramático de la vida, que es la muerte. Los personajes parecen disfrazados o actores que, en cuanto terminen con su trabajo del día, irán juntos -criminales y detectives- a tomar una copa al bar más cercano. Ahora bien: muchos autores se resisten a admitir esta jerarquía subalterna y entonces nos señalan la riqueza psicológica de tal novela o la excelente descripción de un poniente en tal otra. Ninguna de las instituciones académicas que cuidan la pureza del género tolera la inclusión de un elemento que al final no tenga su exacta posición en el rompecabezas; destinado a confundir al lector, sería condenado como un deshonesto recurso. Así, ningún autor respetable incluirá un guante con manchas de sangre o un hermoso paisaje que no tengan que ver con el crimen. Es cierto que el guante ensangrentado es más grosero y que ni siquiera tiene el merito literario del paisaje. Pero lógicamente, ambos constituyen elementos ajenos, y ¿por qué ha de ser repudiable un guante gratuito y no lo ha de ser un paisaje igualmente gratuito, aunque sea hermoso? ¿Estamos tratando de descubrir un crimen o de extasiarnos ante la belleza universal? A menos que ese poniente tenga su razón de ser -en el sentido leibniziano de la expresión-, no hay argumento alguno que permita tolerar semejante contingencia. Aparte de que una buena descripción de la naturaleza puede ser tan despistadora para el lector como un guante ensangrentado, en cuyo caso es de una deshonestidad ya directamente vergonzosa. En una narración policial estricta todos y cada uno de los elementos que aparecen deben tener una rigurosa y determinada relación con el enigma que se investiga: desde la forma de una carpeta de mesa hasta un bello poniente. Como este grandioso programa es utópico, toda novela policial es fatalmente imperfecta. De acuerdo. Pero al menos que sus autores no nos vengan a invocar sus imperfecciones como muestra de su jerarquía literaria.
Acerca de los brillantes detectives. El género policial estricto, desde sus orígenes, buscó la originalidad y la sorpresa. Una de las paradojas que inauguró fue la de prescindir de la policía; quiero decir, la de reemplazar un cuerpo profesional atacado de perenne idiotez por brillantes aficionados que descubren los enigmas más intrincados entre dos estudios de arte chino o dos partidas de bridge. Así comenzaron a desfilar "maîtres" retirados, como Hermes Theocopullos; rentistas melómanos y einstenianos, como Philo Vance; caballeros geniales, como Sherlock Holmes. Que yo sepa, la reducción al absurdo de esta raza fue lograda por dos escritores argentinos -Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares-, al inventar a don Isidro Parodi, detective aficionado que resuelve las charadas criminales encerrado en su celda de la Penitenciaría Nacional. Parodi resulta así la réplica exacta del astrónomo puro Leverrier, que enclaustrado en su cuarto de matemático, mediante el razonamiento puro, descubre un nuevo planeta. La raíz de este fenómeno debe buscarse en la esencia racionalista y leibniziana del género policial estricto. No habría sido verosímil encomendar los complicados procesos lógicos a un cuerpo tan reconocidamente tonto como el cuerpo policial, que si bien ha producido campeones de box no ha dado jamás un filósofo de cierto renombre. Nada impide, en cambio, que esos sagaces detectives se encuentren fuera, entre rentistas refinados o profesores de ciencias. Estos aficionados deben estar dotados de una genial lucidez, apta para distinguir la trama racional debajo del confuso caos de la realidad, las "verdades de la razón" debajo de las "verdades de los hechos". De modo que hasta don Isidro, con su matecito azul y su cucheta, resulta un modesto simulacro de Dios leibniziano: encerrado entre las cuatro paredes de su celda, realiza una discreta y suburbana versión de la "característica universal". Pero el género nació de la noble necesidad de racionalizar y asombrar, lo que lo impulsa a una constante renovación de recetas. Y así como al comienzo el criminal era el individuo menos sospechoso y luego fue menester abandonar esa ingenua variante porque no puede asombrar más que una sola vez; del mismo modo se trató de inyectar una curiosa originalidad haciendo que los crímenes los descubra la policía: el bondadoso comisario Maigret, de Simenon, o el inspector Buhle, de Peyrou. Claro que ya no es el torpe funcionario de antes sino un policía que sólo es concebible después del género policial, después de este viaje de ida y vuelta hasta el reino de la logística. Este detective de Peyrou no golpea ni tortura: es tranquilo y eficaz; y ha traído del amateurismo esa singular propensión a la cultura filosófica que llega significativamente hasta la admiración por Leibniz. De este modo, al final de su excéntrico periplo, la narración policial se acerca a la realidad, ya que, al fin de cuentas, nunca se ha visto que un crimen verdadero haya sido descubierto por un golfista o un crítico de arte; mal o bien -generalmente mal, generalmente no en forma científica como quería Poe, generalmente con una mezcla de razonamientos y tumefacciones que acercan el género más a la física que a la matemática pura- es siempre la policía quien descubre los crímenes. No me parece malo que de vez en cuando también los novelistas policiales reconozcan este moderado hecho.
Geometrización de la novela. "La muerte y la brújula" representa un caso extremo de geometrización y es el legítimo descendiente de la novela científica inaugurada por Poe. En ésta se procede así: hay un conjunto de hechos -cadáveres, guantes perdidos, impresiones digitales, palabras, odios conocidos- que es necesario hacer coherente mediante una hipótesis; esta hipótesis debe explicar el crimen mediante los hechos restantes del mismo modo que un astrofísico intenta explicar el estallido de una estrella mediante las presiones interiores, temperaturas, masas y fuerzas gravitatorias. ¿Qué significa explicar? Significa establecer una rigurosa cadena causal que termina en el crimen. El universo en que se mueven estos personajes está regido por leyes inexorables, donde no hay lugar para el milagro: es un universo estrictamente racional. Para que la novela cumpla con esta condición, se descartan deliberadamente los elementos irracionales o demoníacos que no se pueden plegar al esquema. Ciertos sucesos en la serie de crímenes de "La muerte y la brújula" pueden parecer la obra de un criminal maniático, y en cierto sentido es así; pero esa manía obedece a un canon geométrico y la serie de actos demenciales obedece a un plan racional. Quizá para una Inteligencia Divina, todo lo irracional que existe en nuestro mundo sea también aparente. En este sentido, la novela policial científica presenta con claridad un problema de vasta trascendencia y es algo así como su reducción al absurdo: ¿es racional la realidad? La novela común sería así el reino de la contingencia y de las verdades de hecho en tanto que esta clase de novela policial sería el reino de la necesidad y de las verdades de la razón. El detective que convierte una multitud de hechos incoherentes en un riguroso esquema lógico-matemático, realiza el ideal leibniziano del conocimiento. Claro que faltaría saber si nuestro universo ha sido hecho por un Autor con mentalidad parecida a la de Edgar Poe. En "La muerte y la brújula" se da un paso más y la realidad se convierte en geometría. Los personajes son títeres, pero no como consecuencia de un defecto de construcción sino, precisamente, por su perfecto ajuste. La perfección del mecanismo implica la simplicidad de los personajes, del mismo modo que un alfil no es capaz de actitudes imprevistas o problemas de conciencia. Por encima de la psicología, Borges desenvuelve un problema de lógica y geometría. El pistolero Red Scharlach odia al detective Erik Lönnrot y jura matarlo. Este es el único elemento psicológico, pero es apenas el motor que pone en marcha la maquinaria matemática. Como Borges, el criminal ama la simetría, el rigor geométrico, el número, el silogismo; de manera que piensa y ejecuta un plan matemático: el detective termina por hallarse en el punto prefijado de un rombo trazado sobre la ciudad, y el pistolero lo mata como quien termina una demostración. Si esta novela policial culmina en la geometría, es evidente que sus elementos ingresan al propio tiempo en este reino de la intemporalidad. No hay razón para hablar de un transcurso, no hay que confundir el tiempo que se tarda en hacer una demostración con el tiempo intrínseco que puede existir en los elementos puestos en juego. Tampoco se puede hablar de causalidad: en estas novelas policiales no existe ninguna causa de ningún crimen, como la rectitud de un ángulo no es la causa de que el cuadrado de la hipotenusa sea igual a la suma de los cuadrados de los catetos. En estas ficciones, como en la geometría, hay implicación.
Conclusión. El resultado es el siguiente: la culminación de cierto género policial conduce a la novela geométrica y por lo tanto a la eternidad. Cuando el lector lee y va haciendo desfilar las hojas delante de sí, este museo de formas eternas y petrificadas sufre un simulacro de tiempo, prestado por el que lee. Y cuando la lectura termina, las sombras de la eternidad vuelven a posarse sobre sus criminales y policías.