31 de diciembre de 2018

Entremeses literarios (CXCIV)

PUNTOS DE VISTA 
Eduardo Galeano
Uruguay (1940-2015)

Si Eva hubiera escrito el Génesis... ¿Cómo sería la primera noche de amor del género humano? Eva hubiera puesto algunos puntos sobres las íes; quizá, digo yo, no sé, hubiera aclarado que ella no nació de ninguna costilla, que no conoció a ninguna serpiente, que no ofreció nunca ninguna manzana a nadie y que nadie le dije que: “Parirás con dolor” y “Tu marido te dominará”... Y que todo eso, diría Eva, no son más que calumnias que Adán contó a la prensa.


EL OBSTÁCULO
Amado Nervo
México (1870-1919)

Por el sendero misterioso, recamado en sus bordes de exquisitas plantas en flor y alumbrado blandamente por los fulgores de la tarde, iba ella, vestida de verde pálido, verde caña, con suaves reflejos de plata, que sentaba incomparablemente a su delicada y extraña belleza rubia. Volvió los ojos, me miró larga y hondamente y me hizo con la diestra signo de que la siguiera. Eché a andar con paso anhelado; pero de entre los árboles de un soto espeso surgió un hombre joven, de facciones duras, de ojos acerados, de labios imperiosos.
- No pasarás -me dijo, y puesto en medio del sendero abrió los brazos en cruz.
- Sí pasaré -respondile resueltamente y avancé; pero al llegar a él vi que permanecía inmóvil y torvo.
- ¡Abre camino! -exclamé.
No respondió. Entonces, impaciente, le empujé con fuerza. No se movió. Lleno de cólera al pensar que la Amada se alejaba, agachando la cabeza embestí a aquel hombre con vigor acrecido por la desesperación; mas él se puso en guardia y, con un golpe certero, me echó a rodar a tres metros de distancia. Me levanté maltrecho y con más furia aún volví al ataque dos, tres, cuatro veces; pero el hombre aquel, cuya apariencia no era de Hércules, pero cuya fuerza sí era brutal, arrojome siempre por tierra, hasta que al fin, molido, deshecho, no pude levantarme. ¡Ella, en tanto, se perdía para siempre! Aquella mirada reanimó mi esfuerzo e intenté aún agredir a aquel hombre obstinado e impasible, de ojos de acero; pero él me miró a su vez de tal suerte, que me sentí desarmado e impotente. Entonces una voz interior me dijo:
- ¡Todo es inútil; nunca podrás vencerle!
Y comprendí que aquel hombre era mi Destino.


LA ROSA
Juan Eduardo Zúñiga
España (1929)

Ante el estudiante, un coche pasó rápidamente, pero él pudo entrever en su interior un bellísimo rostro femenino. Al día siguiente, a la misma hora, volvió a cruzar ante él y también atisbó la sombra clara del rostro entre los pliegues oscuros de un velo. El estudiante se preguntó quién era. Esperó al otro día, atento en el borde de la acera, y vio avanzar el coche con su caballo al trote y esta vez distinguió mejor a la mujer de grandes ojos claros que posaron en él su mirada. Cada día el estudiante aguardaba el coche, intrigado y presa de la esperanza: cada vez la mujer le parecía más bella. Y, desde el fondo del coche, le sonrió y él tembló de pasión y todo ya perdió importancia, clases y profesores: solo esperaría aquella hora en la que el coche cruzaba ante su puerta. Y al fin vio lo que anhelaba: la mujer le saludó con un movimiento de la mano que apareció un instante a la altura de la boca sonriente, y entonces él siguió al coche, andando muy deprisa, yendo detrás por calles y plazas, sin perder de vista su caja bamboleante que se ocultaba al doblar una esquina y reaparecía al cruzar un puente. Anduvo mucho tiempo y a veces sentía un gran cansancio, o bien, muy animoso, planeaba la conversación que sostendría con ella. Le pareció que pasaba por los mismos sitios, las mismas avenidas con nieblas, con sol o lluvias, de día o de noche, pero él seguía obstinado, seguro de alcanzarla, indiferente a inviernos o veranos. Tras un largo trayecto interminable, en un lejano barrio, el coche finalmente se detuvo y él se aproximó con pasos vacilantes y cansados, aunque iba apoyado en un bastón. Con esfuerzo abrió la portezuela y dentro no había nadie. Únicamente vio sobre el asiento de hule una rosa encarnada, húmeda y fresca. La cogió con su mano sarmentosa y aspiró el tenue aroma de la ilusión nunca conseguida.


EL PADRE
Raymond Carver
Estados Unidos (1938-1988)

El bebé estaba en una canasta al lado de la cama, y llevaba puesto un pelele y un gorro blanco. La canasta de mimbre estaba recién pintada, acolchada con pequeños edredones azules, y sujeta con cintas de color azul claro. Las tres hermanitas y la madre, que se acababa de levantar de la cama y aún no se había despertado del todo, y la abuela rodeaban todas al bebé y observaban cómo miraba con fijeza y de cuando en cuando se llevaba el puño a la boca. No sonreía ni reía, pero a veces parpadeaba y movía la lengua entre los labios cuando una de las niñas le pasaba la mano por la barbilla.
El padre estaba en la cocina y les oía jugar con el bebé.
- ¿A quién quieres tú pequeñín? -dijo Phyllis, y le hizo cosquillas en la barbilla-. Nos quiere a todos, pero al que quiere de veras es a papá, ¡porque papá también es chico!
La abuela se sentó en el borde de la cama y dijo:
- ¡Mirad su bracito! Tan gordo. ¡Y esos deditos! Igualitos que los de su madre.
- ¿No es una preciosidad? -dijo la madre-. Tan sano, mi niñito. -Se inclinó sobre la cuna, besó al bebé en la frente y tocó la colcha que le tapaba el brazo-. Nosotros también le queremos.
- ¿Pero a quién se parece, a quién se parece? -exclamó Alice, y todas ellas se acercaron a la canasta para ver a quién se parecía.
- Tiene los ojos bonitos -dijo Carol.
- Todos los bebés tienen los ojos bonitos -dijo Phyllis.
- Tiene los labios del abuelo -dijo la abuela-. Fíjense en esos labios.
- No sé… -dijo la madre-. No sabría decir.
- ¡La nariz! ¡La nariz! -gritó Alice.
- ¿Qué pasa con su nariz? -preguntó la madre.
- En la nariz se parece a alguien -dijo la niña.
- No, no sé… -dijo la madre-. No creo.
- Esos labios… -dijo entre dientes la abuela-. Esos deditos… -dijo, destapando la mano del bebé y extendiéndole los menudos dedos-. ¿A quién se parece este niño?
- No se parece a nadie -dijo Phyllis. Y todas se acercaron aún más a la canasta.
- ¡Ya sé! ¡Ya sé! -dijo Carol-. ¡Se parece a papá!
Todas miraron al bebé de muy cerca.
- ¿Pero a quién se parece su papá? -preguntó Phyllis.
- ¿A quién se parece papá? -repitió Alice, y entonces todas ellas miraron a la vez hacia la cocina, donde el padre estaba en la mesa, de espaldas a ellas.
- ¡Vaya, a nadie! -dijo Phyllis, y se puso a lloriquear un poco.
- Calla -dijo la abuela, apartando la mirada. Luego volvió a mirar al bebé.
- ¡Papá no se parece a nadie! -dijo Alice.
- Pero tendrá que parecerse a alguien -dijo Phyllis, secándose los ojos con una de las cintas. Y todas salvo la abuela miraron al padre, que seguía sentado en la cocina. Se había dado la vuelta en su silla y tenía la cara pálida y sin expresión.


CRIANZAS
Cristina Peri Rossi
Uruguay (1941)

Siempre imagino que mi madre tiene nada más que veinticinco años (la edad que ella tenía cuando yo nací), de ahí, que me enfurezca si la oigo arrastrar los pies, cloquear, toser o pensar como una vieja. No entiendo por qué a los veinticinco años le han salido arrugas ni me explico cómo siendo tan joven se acuesta tan temprano. Si en algún momento de pavorosa lucidez advierto que es una vieja, tal descubrimiento me llena de horror, por lo cual trato inmediatamente de expulsar dicho conocimiento de la luz de mi conciencia, de manera que enseguida recupera sus veinticinco años. Ella me trata a mí continuamente como si yo fuera una niña, por lo cual nos entendemos perfectamente. No insisto en crecer, porque sé que es inútil: para nosotras dos, el tiempo se ha estacionado y ninguna cosa en el mundo podría hacerlo correr. Moriré de cinco años y ella de veinticinco: a nuestros funerales asistirá una muchedumbre de ancianos niños y de niños que jamás llegaron a crecer.


COLORES ALTERADOS
Federico G. Rudolph
Argentina (1970)

Era todo un artista. Quería pintar un van Gogh, pero temía que lo tomaran por un loco. Se cortó el lóbulo de su oreja izquierda. Con sus dedos, y con la sangre que brotaba de su herida,  plasmó en rojo -en el muro mayor del manicomio en que vivía-, la más bella de las palomas de Picasso.


EL PRIMER HOMBRE
Alfonso Osorio Carvajal
Colombia (1936-2012)

Estaba convencido de que era Adán, de que siempre lo había sido, de que alguna vez vivió en el paraíso. La idea lo atormentaba, no lo dejaba dormir, le sacudía el cerebro como si se tratara de una mezcladora de cemento. Era consciente de que ya habían pasado miles de años desde que a Dios se le había ocurrido la idea de crear al primer hombre, mas no dejaba de pensar que tenía algo que ver con ese suceso. Su sospecha sobre el particular era fija, persistente y casi patológica. Sin embargo, esto era un secreto que no se podía confiar a nadie, pues corría el peligro de pasar por loco. De todas maneras debía continuar su paso por este mundo, resignado como el que más, a tener que vivir con una costilla de menos.


LENGUAJE
Ernesto Sábato
Argentina (1911-2011)

El lenguaje comienza siendo un simple gruñido para designar todas las cosas; luego se va diversificando y especializando; este proceso se llama enriquecimiento y es alentado por los padres y profesores de lenguas. Pero cuando se llega a tener cien o doscientas mil palabras, se encuentra que el ideal consiste en expresarse con diez o veinte. El lenguaje del filósofo es muy reducido: objeto, sujeto, materia, causa, espacio, tiempo, fin y alguna otra más. Si lo apuran mucho se arregla con una sola palabra, como apeirón o sustancia. Es probable que el ideal de muchos filósofos sea terminar finalmente en el gruñido único y monista.


ERNESTO EL EMBOBADO
José María Méndez
El Salvador (1916-2006)

Elena Estévez -española extremeña- era extraordinariamente elegante, exquisita. Emanaba efluvios enervantes; evidenciaba energía, espíritu. En escueto elogio: encantaba. Encontrándola empezaba el embrujo. Esto experimentó Ernesto Echegoyén, emigrante europeo, exembajador estoniano. Enamorose. Encontrábase entonces Ernesto en el Ecuador, en “El Exeter”. Ella emergió en el espejo, esplendorosa, escotada, envuelta en encajes. Efectivamente estaba en escalera. Enardecido, exaltado, Ernesto empezó espetándole exabruptamente escandaloso exordio: ¡Escaso ejemplar! Ella, endiabladamente elástica, escapó, envolviéndolo en enigmático ensueño. Ernesto estaba ebrio, en eclipse, en el Edén. Elenita empezó esquivándolo. Empero enseguida entendiéronse. Escarceos en esquinas. Enternecidas epístolas. Enojos, explicaciones. Ensueños, éxtasis, etcétera.
Epílogo: enlace.


LA OBRA MAESTRA
Álvaro Yunque
Argentina (1889-1982)

El mono cogió un tronco de árbol, lo subió hasta el más alto pico de una sierra, lo dejó allí, y, cuando bajó al llano, explicó a los demás animales:
-  ¿Ven aquello que está allá? ¡Es una estatua, una obra maestra! La hice yo.
Y los animales, mirando aquello que veían allá en lo alto, sin distinguir bien qué fuere, comenzaron a repetir que aquello era una obra maestra. Y todos admiraron al mono como a un gran artista. Todos menos el cóndor, porque él era el único que podía volar hasta el pico de la sierra y ver que aquello solo era un viejo tronco de árbol. Dijo a muchos animales lo que había visto, pero ninguno creyó al cóndor, porque es natural en el ser que camina no creer al que vuela.

26 de diciembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XXVIII) 4º parte. Desenlace incierto

Impresiones (como síntoma de inquietud)
5. Sobre la toma de consciencia

Uno puede llegar a pensar en muchas cosas, y volver a pensar y pensar. Pero, en medio de la desazón reinante, estas meditaciones dan la impresión que nada resuelven. Pensar parecería no arreglar nada. Una idea no sería más que una potencia imaginaria, una nube en forma de hongo que no destruye nada, que no construye nada, que se levanta desde una suerte de conciencia enceguecedora. Sin embargo, alguna vez dijo el matemático y físico francés Henri Poincaré (1854-1912) que el pensamiento “no es más que un relámpago en medio de la larga noche, pero ese relámpago lo es todo". Y, efectivamente, el pensamiento lo es todo. La Historia comienza cuando los hombres empie­zan a pensar en el transcurso del tiempo no en fun­ción de procesos naturales sino en función de una serie de acontecimientos específicos en que ellos se hallan comprometidos conscientemente y en los que conscientemente pueden influir. La historia, nos dice el historiador suizo Jacob Burckhardt (1818-1897) en “Weltgeschichtliche betrachtungen” (Reflexiones sobre la historia universal), es “la ruptura con la naturaleza causada por el despertar de la conciencia”. La His­toria es la larga lucha del hombre, mediante el ejerci­cio de su razón, por comprender el mundo que lo rodea y actuar sobre él.
El desarrollo de la conciencia que de sí mis­mo han tomado los hombres puede decirse que nació con René Descartes (1596-1650), que fue el primero en establecer la posición del hombre como ser que puede no sólo pensar sino pensar acerca de su propio pensamiento, que puede observarse a sí mismo en el acto de observar, de modo que el hombre es simultáneamente sujeto y ob­jeto de pensamiento y observación. Esta noción terminó de hacerse explícita hacia finales del siglo XVIII cuando Jean Jacques Rousseau abrió el cami­no hacia nuevas profundidades de la comprensión y la conciencia de sí mismo en el hombre, y brindó a la especie una nueva misión del mundo de la natu­raleza y de la civilización tradicional. Hoy en día, cuando la ciencia se interesa cada vez más por la elaboración de hipótesis operativas con las que se pueda so­meter la naturaleza a sus propósitos y alterar el medio ambiente, es notorio que el hom­bre ha logrado, mediante el ejercicio consciente de la razón, transformarse a sí mismo y modificar lo que lo rodea.
Estos cambios son producto fundamentalmente de los descubrimientos e inventos científicos, de su más difundida aplicación y de los hechos acarreados por ellos, directa o indirectamente. Su aspecto más visible es una revolución social comparable a la que, en los siglos XV y XVI, inauguró la subi­da al poder de una nueva clase social arraigada en las finan­zas y en el comercio, y más tarde, ya en el siglo XVIII, basada en la industria. Pero la época contemporá­nea ha ensanchado la lucha de una forma portentosa. El hombre pensante se propone ahora comprender y modificar, no sólo el mundo circundante, sino tam­bién a sí mismo, y esto ha añadido una nueva dimensión a la razón y una nueva dimen­sión a la Historia. Suele decirse que el hombre contemporáneo es consciente de sí mismo, y por lo tanto de la Historia, como nunca lo ha sido antes; que escruta de buena gana la penumbra de la que procede con la esperanza en que los débiles rayos de luz que en ella perciba ilumi­narán la oscuridad hacia la que se dirige. Y a la vez, que sus aspiraciones y ansiedades relacionadas con el camino que le queda por andar han aguzado su penetra­ción de lo que ha quedado atrás; que pasado, presente y futuro están ahora vinculados en la interminable cadena de su historia como nunca lo habían estado. Pero, ¿se puede generalizar? ¿Todos los hombres son conscientes del aciago presente de la humanidad? ¿Se puede tener esperanza cuando, año tras año, es cada vez mayor la cantidad de pobres e indigentes mientras que el 80% de la riqueza planetaria se concentra en el 1% de la población mundial?


Porque al tomar realmente conciencia sobre los avatares de la historia es cuando un pensamiento en forma de relámpago nocturno -tal como lo definiera Poincaré- aparece como producto de la aceleración del proceso de crisis que vivimos en estos años, una encrucijada histórica singular signada por el catastrófico abismo fiscal y el crecimiento exponencial de la deuda externa de la primera potencia mundial (epicentro de la crisis sistémica global y pilar de la estructura económica internacional), el derrumbe de las estructuras del estado de bienestar en los países desarrollados, la escalada de un ordinario populismo en los eufemísticamente llamados países en vías de desarrollo y la agudización de la miseria avecindada al parecer ya definitivamente en los países más menesterosos del globo. Esta cuestión depara interrogantes y controversias que cuestionan muy seriamente la subsistencia de las corrientes sociales, políticas y económicas predominantes. Hoy más que nunca está claro que la historia intelectual tiene que evolucionar y, de alguna manera, allanar el camino para nuevas reflexiones y el replanteamiento de las tesis consideradas intocables que, indudablemente, deben modificarse ante los vertiginosos cambios históricos que se están produciendo y ser expuestas al debate y a la crítica.
Allá por 1968, el antes mencionado ensayista argentino Arturo Jauretche enumeraba en su jugoso “Manual de zonceras argentinas” las técnicas de la “colo­nización pedagógica” utilizadas por el poder para, mediante el uso de su dominio económico, manejar el instrumental de la cultura en función de sus propios intereses. Así mencionaba, por ejemplo, “falsificar la historia, dividir ideológicamente a la población con planteos ajenos a la realidad, crear intereses vinculados a la dependencia y dotarlos de un pensamiento acorde, controlar el periodismo y todos los medios de información, manejar la cátedra, elaborar o destruir los prestigios políticos o intelectuales o morales, orientar toda la enseñanza, proponer modelos imposibles y ocultar los posibles”, etc. Todas estas variadas técnicas están patentizadas notoriamente hoy -no sólo en la Argentina sino también en buena parte del mundo globalizado- en los escándalos mundiales de corrupción corporativa y en las inagotables crisis de las democracias parlamentarias, de los gobiernos presidencialistas o de los regímenes inestables y transitorios (o no) que constituyen una modalidad de gobierno burocrático y son incapaces de establecer una base social duradera. La tan ensalzada democracia formal que hoy administra buena parte del mundo, aquella del sufragio libre, igual, universal, directo y secreto como garantía de la soberanía popular, tiene de formal sólo las reglas de juego, lo procedimental, pero en la práctica es pertinazmente vulnerada al punto de convertirla en una democracia aparente, insustancial.


“Vivimos en medio de una falacia descomunal: un mundo desaparecido que nos empeñamos en no reconocer como tal y que se pretende perpetuar mediante políticas artificiales -dice la ensayista francesa Viviane Forrester (1925-2013) en su “L'horreur écocnomique” (El horror económico)-. Se da como norma un pasado trastornado, un modelo perimido; se imprime a las actividades económicas, políticas y sociales un rumbo oficial basado en esta carrera de fantas­mas, esta invención de sucedáneos, esta distribución prometi­da y siempre postergada de lo que ya no existe; se sigue fin­giendo que no hay ‘impasse’, que se trata solamente de pasar las consecuencias malas y transitorias de errores reparables”. Y agrega más adelante: “Todo se organiza, prevé, prohíbe y realiza en función de la ganancia, que por lo tanto parece insoslayable, unida al meollo mismo de la vida hasta el punto que no se la distingue de ella. Opera a la vis­ta de todos, pero no se la percibe. Aparece activamente por todas partes pero jamás se la menciona a no ser bajo la for­ma de esas púdicas ‘creaciones de riquezas’ consideradas beneficiosas para toda la especie humana y proveedoras de multitudes de puestos de trabajo. Por consiguiente, la ganancia tiene la prioridad; es el ori­gen de todo, como una suerte de ‘big bang’. Sólo después de garantizar y deducir la parte que le toca a los negocios -a la economía de mercado- se tiene en cuenta (cada vez menos) a los demás sectores”. Ante todo está la ganancia, en función de la cual se instituye lo demás. Recién después se distribuyen las sobras de las dichosas “creaciones de riquezas”. Ese es el camino que se está siguiendo. Una mayoría de seres humanos ha dejado de ser necesaria para el pequeño número que, por regir la economía, detenta el po­der. Según la lógica dominante, multitudes de seres humanos carecen de motivo racional para vivir en este mundo donde, sin embargo, llegaron a la vida.
El capitalismo, sistema de producción con fines de lucro, parece estar en un callejón sin salida producto de sus propias contradicciones intrínsecas. La plaga del desempleo masivo, el subempleo, los bajos salarios, la destrucción de los beneficios, los recortes de servicios sociales y el aumento de la pobreza ha sobrepasado sus límites y está hundiendo en un desastre sin alivio a millones de trabajadores de todo el mundo. Sus destinos son destruidos, son vidas amarradas, acorraladas, zamarreadas, desmoronadas, tangentes a una sociedad en retroceso. Entre esos desposeídos y sus contemporáneos se alza una suerte de ventana cada vez menos transparente. Y puesto que son cada vez menos visibles, puesto que se los quiere marginar, apartar de esta sociedad, se los llama excluidos. El peso de la crisis, una vez más, está golpeando la espalda de los trabajadores. Nuevamente se aplica una de las reglas de oro del sistema: convidados de piedra en las épocas de bonanza y socios en las crisis, una regla que es tan inmoral como vigente. O como ironizaba el escritor y periodista estadounidense Gore Vidal (1925-2012): “el sistema económico actual es la libre empresa para los pobres y el socialismo para los ricos”. Además, esta crisis tiene características particulares, pues se extiende a la crisis del medio ambiente, a la crisis alimentaria y a la crisis energética, con consecuencias que pueden ser catastróficas para la vida humana. El sistema capitalista no tiene una salida integral para la humanidad, y sólo puede sobrevivir en base a generar una grave crisis humanitaria. A la vista que la realidad nos impone día a día, no cabe duda que el problema es justamente este sistema y que toda salida que no implique cambiar rotundamente esta organización de la sociedad significará nuevos fracasos, más hambre, más miseria, más desocupación para la humanidad. No se puede saber si ésta es la crisis terminal del sistema, pero lo que sí se vislumbra es que si no se modifica este sistema, el sistema acabará con la humanidad.


Sabido es que el capitalismo ha generado periódicamente crisis cíclicas: 1816, 1825, 1836-37, 1847, 1857, 1866, 1873-96, 1929-33, 1971-73, 1997-98, 2001 y la que comenzó en 2007 y tiene aún un final incierto. Existen muchas diferencias entre ellas pero también tienen similitudes importantes y fundamentales que ayudan a la comprensión de la crisis actual. En todas, el funcionamiento automático del mercado capitalista, el ciclo normal de auge, recesión, crisis, depresión y reactivación del desarrollo capitalista, quedó exhausto. Todas se vieron precedidas por largos períodos de enorme crecimiento de las fuerzas productivas, grandes avances en tecnología e incrementos importantes en la productividad de la clase trabajadora. La productividad del trabajo aumentó exponencialmente, pero también, el consumo no pudo mantener el ritmo de la producción. Pero la crisis actual va mucho más allá de aquellas crisis cíclicas normales. Cualesquiera que sean los auges y las caídas, todo pareciera indicar que nada podrá sacar al sistema de este prolongado callejón sin salida, ni los billones de dólares inyectados en rescates bancarios y corporativos ni los invertidos en gasto militar para guerras e intervenciones limitadas ni mucho menos cualquier cura cosmética que se aplique en la herida económica bajo la forma de estímulos. Dice Forrester: “He aquí, pues, que la economía privada goza de una li­bertad como nunca había tenido: esa libertad tan reclamada por ella y que se traduce en desregulaciones legalizadas, en anarquía oficial. Libertad provista de todos los derechos, de toda permisividad. Libertad desenfrenada cuya lógica satura una civilización que culmina y cuyo naufragio ella impulsa. Este naufragio disimulado es atribuido a las crisis temporarias a fin de que pase inadvertida una nueva forma de civilización que ya despunta, en la que sólo un porcentaje muy pequeño de la población encontrará funciones”.
“Hoy las riquezas ya no se crea a partir de la generación de bienes ma­teriales sino a partir de especulaciones abstractas, con esca­so o ningún vínculo con las inversiones productivas -continúa Forrester en la obra citada-. Las riquezas exhibidas en gran medida no son sino entidades vagas que sirven de pretexto al desarrollo de derivados que no tienen gran relación con aquéllas. Los derivados invaden la economía, la reducen a juegos de casino, a prácticas de tomadores de apuestas. En la actua­lidad los mercados de productos derivados son más importan­tes que los tradicionales. Ahora bien, esta nueva forma de economía no produce: apuesta. Corresponde al orden de las apuestas en las que no hay nada verdadero en juego. En ellas no se apuesta a valores materiales o siquiera a tran­sacciones financieras simbólicas (pero valoradas de acuerdo con activos reales, aunque su fuente sea lejana) sino a valo­res virtuales inventados con el sólo fin de alimentar sus pro­pios juegos”. Consiste, entonces, en apuestas sobre los avatares de negocios que aún no existen y tal vez nunca existirán, y a partir de ellos, en relación con ellos, se juega con títulos, deudas, tasas de interés y de cambio desprovistas de todo sentido, basadas en proyecciones puramente arbitrarias, próximas a la fantasía más desenfrenada. Consiste sobre todo en apostar a los resultados de esas apuestas y luego a los resultados de las apuestas sobre esos resultados.
Se llega así a la conclusión de que sólo son transacciones de compra y venta de lo que no existe, en las que no se intercambian activos reales, ni siquiera sím­bolos de esos activos, sino, por ejemplo, los riesgos asumi­dos por los contratos a mediano o largo plazo que aún no han sido firmados o sólo existen en la imaginación de alguien; se ceden deudas que a su vez serán negociadas, reven­didas y recompradas sin límite; se celebran contratos en el aire, a menudo de común acuerdo, sobre valores virtuales aún no creados pero ya garantizados, que suscitarán otros contratos, siempre de común acuerdo, referidos a la nego­ciación de aquéllos. El mercado de riesgos y deudas permite a los participantes entregarse con toda falsa seguridad a esas pequeñas locuras. Se negocian interminablemente las garantías de lo virtual y se trafica con esas negociaciones. Son otros tantos nego­cios imaginarios, especulaciones sin otro objeto ni sujeto que sí mismas y que constituyen un colosal mercado artifi­cial, acrobático, basado en nada o sólo en sí mismo, alejado de toda realidad que no sea la suya, en círculo cerrado, fic­ticio, imaginado y embrollado sin cesar con hipótesis desen­frenadas que sirven de base a otras extrapolaciones. Se espe­cula hasta el infinito sobre la especulación. Un mercado in­constante, ilusorio, basado en simulacros pero arraigado en ellos, delirante, alucinado.


Lo que, de alguna manera, se intenta señalar con estos apuntes concretos es cómo es necesario ingresar constantemente en nuestra noción de cultura tanto a las memorias, las creencias, las identida­des, la vida cotidiana y las culturas populares como a las problemáticas de la margina­lidad, del territorio, del trabajo, de los recursos, etc. Por eso surge este pensamiento, este relámpago en medio de la larga noche. Porque muchas veces consumimos información sobre nosotros mismos fabricada por el poder sin haber elaborado nuestra propia visión de la histo­ria. Es un intento de desinformación que bien podría generalizarse a otras instancias culturales en la medida en que cada vez más -informática median­te- somos procesados por otros. Debajo de esta idea subyace la hipótesis de que nuestra problemática económica, geopolítica y social necesita también de su explora­ción desde el lado de la comunicación, la cultura y la información para no quedar reducidas al ámbito tecnocrático. Las múltiples contrariedades que sufre el mundo hoy son un tema político y cultural y no sólo técnico. Por eso es necesario hacer un seguimiento cultural de esta cuestión que no se despegue de lo humano, de lo social, de lo histórico y que se salga de las formas reaccionarias en que muchas veces ha sido plan­teado.
Existe una cuestión lógica, no del todo tan familiar para la consciencia universal, que se refiere a las consecuencias prácticas. El filósofo y sociólogo alemán Max Horkheimer, anteriormente citado, se preguntaba en “Sozialphilosophische studien” (Estudios de filosofía social): “¿Sería posible reunir a hombres expertos de nuestros días para que bosquejasen un plan, pensado en todos los detalles y objetivamente realizable, para vencer la miseria, con la obligación de hacer caso omiso de las condi­ciones políticas y de las consideraciones nacionales? ¿Podría determinarse, en años de trabajo abnegado y a base exclusivamente de una investigación precisa, lo que cada país habría de suministrar con sus materias primas y sus máquinas, sin perjudicar a uno solo de sus ciudadanos, para entregar los alimentos y los instrumentos necesarios, construir almace­nes y vías para el transporte, regular el aumento de naci­mientos, para que en un tiempo más o menos calculable, na­die tuviera que morirse de hambre en la tierra, para crear hospitales, preparar personal médico, impedir las epidemias y, finalmente, para que todos tuvieran una vivienda humana­mente digna?”. Hoy, cuando las grandes potencias económicas pueden actuar más libres, más motivadas, más ágiles, infinitamente más influyentes que muchos Estados (frecuente­mente más pobres que ellas), sin preocupacio­nes electorales, responsabilidades políticas, controles ni, desde luego, la menor solidaridad con aquellos a quienes aplastan, la respuesta parece ser no.
Sean los que fueren los diagnós­ticos de los expertos, sus análisis y proposiciones, la vida co­tidiana de las personas se ve dominada por la amenazadora crisis económica. ¿Qué exámenes, críticas, respuestas o incluso alternativas se oponen a esa realidad? Ninguna, sólo se escuchan ecos. A lo sumo algunas variantes. Hay un estallido de sorderas, de cegueras endémicas por parte de los dueños del poder. Se vive un tiempo clave de la historia signado por una economía despótica que al menos se debería situar, analizar, descifrar sus poderes y su enverga­dura. Por globalizada que sea, por más que el mundo es­té sometido a su poder, resta comprender, quizá decidir, qué lugar ha de ocupar la vida en este esquema. Por eso, la verdadera respues­ta a estos males sería que llevan en sí mismos su propio correctivo. El remedio estriba en la toma de conciencia del papel que puede desempeñar la razón; ahí radica, y no en el culto del irracionalismo o en la renuncia al papel cada vez mayor de la razón en la sociedad contemporánea. Es un momento en que la revolución tecnológica y científica obliga a un mayor uso de la razón en todos y cada uno de los niveles de la sociedad. 


En consecuencia, para salvarla, no es necesario detener el desarrollo de la técnica, cerrar las fábricas, conceder premios a los agricultores para que saboteen a la agricultura, transformar a un tercio de los trabajadores en mendigos, ni recurrir a algún delirante para que oficie de dictador. Lo que es indispensable y urgente es separar los medios de producción de sus actuales propietarios parásitos y organizar la sociedad de acuerdo con un plan racional para que las necesidades de todos sus miembros puedan encontrar la posibilidad de una satisfacción creciente, para que las palabras “pobreza”, “crisis”, “explotación”, salgan de circulación. Para que, en definitiva, no exista más una sociedad conformada por vencedores y vencidos, porque, tal como narraba el poeta romano Publio Virgilio Marón ​(70-19 a.C.) en su poema épico “Aeneis” (Eneida), “sólo hay una salvación para los vencidos: no esperar salvación alguna”. Pecando a lo mejor de un excesivo y tal vez ingenuo idealismo, quien esto escribe considera que debiera existir una salvación para todos los seres humanos sin excepción. La toma de consciencia es el primer paso para lograrla.
Para finalizar podemos sumar un texto del escritor francés, teórico de la literatura y de la cultura George Steiner (1929), quien contra “la barbarie, la estupidez y la ignorancia” propone en su autobiografía “Errata. An examined life” (Errata. Examen de una vida) recordar un fragmento de “un tal Liev Davidovich Bronstein (también conocido como Trotsky)”. Un texto escrito en el “fragor de batallas encarnizadas”: “El hombre asumirá como propia la meta de dominar sus emociones y elevar sus instintos a las alturas de la conciencia, de tornarlos transparentes, de extender los hilos de su voluntad hasta los resquicios más ocultos, accediendo de este modo a un nuevo plano. El hombre será inconmensurablemente más fuerte, más sabio y más sutil; su cuerpo se tornará más armónico, sus movimientos, más rítmicos, su voz más, melodiosa. Los modos de vida serán más intensos y dramáticos. El ser humano medio alcanzará la categoría de un Aristóteles, un Goethe, un Marx. Y sobre este risco se alzarán nuevas cimas”. “Absurdo, ¿verdad? -cierra Steiner-. Pero un absurdo por el que vivir y morir”.

20 de diciembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XXVII) 4º parte. Desenlace incierto

Impresiones (como síntoma de inquietud)
4. Sobre la cultura de masas y la sociedad de consumo

Hay conceptos que permanecen sin alteraciones por largos periodos de tiempo y luego mutan o evolucionan en cuanto a su sentido y significación. Estas variaciones pueden deberse a los cambios sociales, políticos, económicos y tecnológicos que inciden de manera directa en las sociedades, y también a la teorización y reinterpretación que de ellos realizan los cientistas sociales. El concepto de cultura es uno de ellos y su interpretación es variada y variable, aunque el término tradicionalmente suele ser utilizado para referirse a todo el conocimiento que es adquirido por el hombre desde de su nacimiento, a una educación formal dentro de la sociedad y hasta a la sofisticación o refinamiento del gusto, haciendo una clara distinción entre lo culto y lo ignorante. La palabra “cultura” (del latín “cultura”, cultivo) apareció en el idioma inglés tempranamente, hacia principios del siglo XIII. El término se empleaba para designar una parcela cultivada y, tres siglos más tarde, adquirió una connotación metafórica al extenderse su significado al de cultivo de cualquier facultad. La propiedad que tenía un campo de ser cultivado se comparaba a la que tenía una persona de aprender, así como a una sin educación se la asemejaba a un campo sin cultivar. Hacia fines del mismo siglo, el concepto de cultura era entendido por las clases altas como la tenencia de una buena educación, gusto por las bellas artes, un determinado arquetipo de comportamiento y ciertas normas de urbanidad.
De cualquier manera, la acepción figurativa de cultura recién se extendió durante el siglo XVII, cuando comenzó a aparecer en algunos textos académicos. Más adelante, en el siglo XIX, la cultura era asociada también a las actividades lúdicas que las personas bien educadas realizaban. Pero, desde mediados del siglo XX, la cultura se fragmentó en una serie de disciplinas complejas y diversas, lo que hace sumamente difícil abarcarlas en su conjunto. Según el “Diccionario de la lengua española” editado por la Real Academia Española, la cultura es “un conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época o grupo social”, una definición que bien podría provenir de la que el antropólogo evolucionista inglés Edward Burnett Tylor (1832-1917) acuñara en 1871 en su ensayo “Primitive culture” (Cultura primitiva): “La cultura o civilización, en sentido etnográfico amplio, es ese todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre en cuanto miembro de una sociedad”.
En 1952, los antropólogos estadounidenses Alfred Kroeber (1876-1960) y Clyde Kluckhohn (1905-1960) publicaron “Culture. A critical review of concepts and definitions” (Cultura. Una revisión crítica de conceptos y definiciones), obra en la que analizaron ciento sesenta definiciones de diversos antropólogos, sociólogos, psicólogos, psiquiatras y otros científicos. Como síntesis, ofrecieron su propia definición de cultura: “La cultura consiste en patrones de comportamiento, explícitos e implícitos; adquiridos y transmitidos mediante símbolos, que constituyen los logros distintivos de los grupos humanos, incluyendo su plasmación en utensilios. El núcleo esencial de la cultura se compone de ideas tradicionales (es decir, históricamente obtenidas y seleccionadas) y, sobre todo, de sus valores asociados”. En conclusión, el concepto de cultura involucra una multiplicidad de significados que abarcan desde aquellas expresiones que utilizan el individuo común o los miembros de una comunidad hasta las definiciones dadas por los científicos, muchos de los cuales la consideran su objeto de estudio y llegan a resultados a veces contradictorios entre sí.


La noción de cultura, en definitiva, es ciertamente vaga y confusa. El escritor y periodista argentino Fabrizio Volpe Prignano (1975-2005) decía en “Comunicación y cultura en el siglo XXI” que ésta “se asocia con el concepto de libertad, con la representación de dignidad e incluso con la edificación y manifestación de la propia identidad: hay quienes dicen que la cultura nos libera y que el hombre es un animal cultural. Según la mayoría de los antropólogos, la cultura perfecciona el estado natural al que estaría sentenciado el hombre como primate; la solución es semejante a un órgano artificial: nos completamos por obra y gracia de la cultura”. A su vez, en “The interpretation of cultures” (La interpretación de las culturas), el antropólogo estadounidense Clifford Geertz (1926-2006) desarrolló una concepción sintética de cultura, es decir que los factores biológicos, psicológicos, sociológicos y culturales se tratan como variables dentro de un mismo sistema (el ser humano). Esta concepción está basada en la noción de que la cultura “no es sólo un ornamento de la existencia humana, sino que es una condición esencial de ella”. Explica Geertz que el desarrollo físico y la evolución cultural fueron simultáneos, que los cambios biológicos más importantes se produjeron en el cerebro y en el sistema nervioso central y, por último, que el ser humano “es un animal incompleto, un animal inconcluso. Sin hombres no hay cultura por cierto, pero igualmente, y esto es más significativo, sin cultura no hay hombres”.
Por su parte, Raymond Williams (1921-1988), novelista, dramaturgo y académico galés, pionero en los estudios culturales británicos, decía en “Culture and society” (Cultura y sociedad), un ensayo publicado en 1958, que existen dos sentidos de cultura según el uso dado por los grupos sociales dominantes. Uno de ellos, el de “los comensales de los salones de té en Oxford y Cambridge”, considera que la cultura equivale a dominar la literatura, la música, el arte, y debe ser conservada de la embestida de la gente ordinaria. El otro, el de “los buitres de la cultura”, desprecia esa alta cultura y, como mercaderes de las industrias culturales, consideran que esas masas ignorantes deben ser educadas, por lo que pretenden imponer su propia cultura de acuerdo, claro, a sus intereses económicos. “Mientras que antaño -añade Williams- cultura significaba un estado o hábito de la mente, o la masa de actividades intelectuales y morales, ahora también significa todo un modo de vida. Esta transformación, como cada uno de los significados originales y las relaciones entre ellos, no es accidental sino general y profundamente significativa”.
Por la misma época, desde un punto de vista sumamente elitista y aristocrático, el historiador estadounidense Lawrence W. Levine (1933-2006) dividió a la cultura en “alta cultura” y “baja cultura” considerándolas como dos compartimentos estancos y antagónicos. En su libro “Highbrow/Lowbrow. The emergence of cultural hierarchy in America” (Alta cultura/Baja cultura. El surgimiento de la jerarquía cultural en América) emparentaba a la alta cultura con el gusto canónico -la literatura homérica, el teatro shakesperiano, la danza clásica y el ballet, las óperas wagnerianas, etc.-, mientras que la baja cultura, la cultura de masas, era vulgar, soez, prosaica, una diversión banal y pasiva dirigida a las clases sociales poco cultivadas y sin juicio estético. Una forma de pensar que se puede asociar literalmente al pensamiento del filósofo y ensayista español José Ortega y Gasset (1883-1955) o al del poeta y crítico literario británico Thomas S. Elliot (1888-1965) cuando opinaban que “nada se puede esperar de la masa y su baja cultura” o que “la verdadera cultura, en cualquier civilización, se preserva en buena medida gracias a que las clases cultivadas la van conservando generación tras generación, desempeñando un papel esencial como defensa de los grandes valores frente a la masa iletrada y bárbara” en “La rebelión de las masas” y en “Notes towards the definition of culture” (Notas para la definición de la cultura) respectivamente.


Dadas las condiciones de alienación y deshumanización que imperan en el mundo contemporáneo, da la impresión de que ya no se trata de determinar cuál cultura es más legítima, si la alta cultura o la popular. Para interpretar la cultura es necesario radicalizar el pensamiento y agudizar los métodos para entender las relaciones sociales que de ella se derivan. Y, si hay algo que se puede afirmar, es que la cultura hoy lo atraviesa todo a través de la explotación comercial. Al amparo de la publicidad (y también de la televisión, el cine, las revistas y en general en todos los nuevos medios de comunicación que adquieren un papel cada vez más prominente en la cultura urbana) el consumismo se ha convertido en una de las actividades culturales más relevantes. Su desarrollo y crecimiento se inició en el siglo XX como una consecuencia directa de la lógica interna del capitalismo que, haciendo un uso abusivo de ella, ha generado nuevas necesidades en los seres humanos ya sea por factores de estatus, afectivos o simplemente de estandarización y masificación. Es así que ha surgido una nueva etapa de la mercantilización que el sociólogo y economista estadounidense Jeremy Rifkin (1945) ha definido como “capitalismo cultural” en su libro “The age of access” (La era del acceso).
En las sociedades modernas son los productores de bienes y servicios quienes llevan las riendas de la producción y el consumo, manipulando las necesidades y los deseos de los ciudadanos a través de profusas campañas publicitarias. A la hora de introducir un nuevo producto, promueven su demanda entre los consumidores y procuran sostener la demanda de los productos ya existentes. Esta modalidad llevó al ya aludido economista iconoclasta canadiense John Kenneth Galbraith a afirmar en su ensayo “The affluent society” (La sociedad opulenta) que los seres humanos se encuentran ante un verdadero fraude: “La creencia en una economía de mercado en la que el consumidor es soberano es uno de los mayores fraudes de nuestra época”, y criticaba que el éxito de una sociedad se midiese no por logros artísticos, literarios, educativos o científicos, sino sólo por la producción de objetos materiales y servicios que en gran medida eran impuestos por los productores.
En idéntico sentido se expresaba el economista británico Paul Ekins (1950) en “A sustainable consumer society” (La sostenibilidad de la sociedad de consumo), ensayo en el que afirmaba que “en las sociedades avanzadas, el consumo -y muy especialmente el consumo de mercancías no necesarias para la supervivencia- se ha convertido en una actividad central, hasta el punto de que se puede hablar de una ‘sociedad consumista’. Los objetos consumidos, más allá de su valor y funcionalidad material, presentan una dotación simbólica, por lo que el acto de consumir sirve para construir y enfatizar identidades individuales y sociales”. Y agregaba más adelante: “La posesión y el uso de un número y variedad creciente de bienes y servicios constituyen la principal aspiración de la cultura y se perciben como el camino más seguro para la felicidad personal, el estatus social y el éxito nacional”.


También la socióloga española Susana Rodríguez Díaz (1974) hizo un acertado análisis de este fenómeno en su artículo “Consumismo y sociedad. Una visión crítica del Homo Consumens”: “El desarrollo de la economía capitalista ha implicado un crecimiento continuo de las necesidades y los deseos suscitados por el binomio producción/consumo. A pesar de la existencia de enormes zonas de pobreza, la civilización occidental, con el apoyo de las estrategias publicitarias que fomentan la compra de productos cargados de virtudes ilusorias, así como la obsolescencia rápida y el fomento de lo nuevo, la preocupación individualista por el estatus y el consuelo que ofrece el consumo frente a las frustraciones vitales, fomentan el hiperconsumo. El consumismo comporta despilfarros y causa degradación, contaminación y escasez de recursos naturales”. En idéntico sentido se expresó el sociólogo argentino Roberto Marafioti (1949) en su libro “Los significantes del consumo” al expresar que “la sociedad actual vive asentada sobre necesidades que no son reales y que le son impuestas por los intereses de ciertos grupos determinados que utilizan las técnicas publicitarias para indicar al consumidor que es lo que desea o lo que debe desear”. Esta suerte de engendro ha conseguido provocar en las sociedades modernas un enorme cambio de actitudes al instalar en la mente de las personas la idea de que deben ser alguien que en realidad no son.
En 1944, dos de los mayores teóricos de la Escuela de Frankfurt -los filósofos alemanes Max Horkheimer (1895-1973) y Theodor Adorno (1903-1969)- publicaron una colección de ensayos bajo el título “Dialektik der aufklärung” (Dialéctica de la ilustración). En el capítulo “Kulturindustrie. Aufklärung als massenbetrug” (La industria cultural. La Ilustración como engaño de masas) exponían que la industria cultural era un sistema que se movía por las lógicas del mercado y la estandarización. Esa cultura producida por las industrias económicas estaba basada en un sistema de símbolos, valores y actitudes en donde la unificación y la homogeneización oculta tras una aparente diversidad de ofertas no transmitían más que contenidos en los que de manera permanente se potenciaba la competitividad y el conformismo de las sociedades. Profundizando los análisis de los pensadores de la Escuela de Frankfurt en cuanto a que las estructuras ideológicas en las sociedades post-industriales establecían un tipo de dominio más sutil y peligroso que el mero dominio sustentado en la explotación física y económica, a mediados a mediados del siglo XX se desarrolló en Francia el Estructuralismo, una corriente filosófica cuyo objetivo era abrir una nueva perspectiva intelectual en el modo de entender y analizar la cultura.
Los estructuralistas se interesaron por estudiar las interrelaciones a través de las cuales se produce el significado dentro de una cultura. Este tipo de análisis ayudó a descubrir la estructura que subyace en muchos de los fenómenos de la vida social y cultural, entre ellos la comunicación, entendiendo a ésta como un sistema de estructuras directamente relacionadas entre sí con fines determinados. Para el Estructuralismo, las sociedades en su conjunto funcionan a partir de una lógica del intercambio de mercancías en la que el objeto se vuelve signo de estatus y símbolo de una falsa e imaginaria movilidad social. En ese sentido, el sociólogo francés Pierre Bourdieu (1930-2002) afirmaba en “Langage et pouvoir symbolique” (Lenguaje y poder simbólico) que las nuevas formas culturales, derivadas de la industria de la cultura y de la comunicación, en vez de producir “una prodigiosa expansión cultural por todo el reino social”, privilegiaba la consolidación del  “capitalismo en su sentido clásico”, el ascenso de un modelo cultural con símbolos, valores, códigos y signos muy simplificados, fragmentados y homogeneizados que descentraban los “mapas cognitivos” y apelaban a conductas irracionales. De ese modo, las relaciones sistemáticas y constantes existentes en el comportamiento humano, tanto individual como colectivo, no eran evidentes sino que, en gran parte, no eran percibidas conscientemente y limitaban y constreñían las acciones humanas.


En la misma dirección se expresaba el filósofo y sociólogo francés Jean Baudrillard (1929-2007) en “La société de consommation. Ses mythes, ses structures” (La sociedad de consumo. Sus mitos, sus estructuras) al sostener que la sociedad de consumo no es sino “la culminación de una retórica en la que subyacen unas mitologías industrializadas y en las que toda la estructura de intercambio se edifica sobre una política económica de mercancías devenidas en símbolos y que son el núcleo de la génesis ideológica de las necesidades”; es decir, en la sociedad de masas el objeto se vuelve mercancía y éstas, a la par, se transforman en símbolos. También fue categórico el filósofo y sociólogo francés Gilles Lipovetsky (1944) en su libro “Le bonheur paradoxal” (La felicidad paradójica): “Las sociedades consumistas se emparentan con un sistema de estímulos infinitos, de necesidades que intensifican la decepción y la frustración cuando más resuenan las invitaciones de felicidad al alcance de la mano. La sociedad que más ostensiblemente festeja la felicidad es aquella en la que más falta; aquella en que las insatisfacciones crecen más deprisa que las ofertas de felicidad. Se consume más, pero se vive menos; cuanto más se desatan los apetitos de compras más aumentan las insatisfacciones individuales”. Otro tanto hizo el filósofo y semiólogo francés Roland Barthes (1915-1980) en “Mythologies” (Mitologías), obra en la que destacó el proceso de simulacro implícito e inseparable de la acción simbólica de los objetos. “En la nueva cultura comunicativa lo imaginario-simbólico cobra las características de ‘lo real’. Así, la deformación imaginaria de la cultura de masas condiciona la percepción de las condiciones reales de existencia. Es la culminación y el triunfo del fetichismo y de la cosificación”.
“La relevancia que tiene pensar en el consumo viene dada por su carácter central en las relaciones sociales contemporáneas”, decía Zygmunt Bauman (1925-2017) en su ensayo “Work, consumerism and the new por” (Trabajo, consumismo y nuevos pobres). Para el sociólogo y filósofo polaco el acto de consumir “está presente en todas las sociedades, sea para atender las necesidades más básicas o aquellas consideradas superfluas. Mientras tanto, el consumo da lugar al consumismo, el cual está asociado al deseo creciente de nuevas posesiones y la rápida substitución de los bienes”. De esta manera, los individuos no sólo adquieren productos por su valor utilitario sino también por su valor representativo, no sólo como símbolo de distinción social sino también como expresión subjetiva de la búsqueda de placer al entender a éste como un bien supremo de la vida humana. Este concepto remite indefectiblemente al hedonismo, una postura moral que justifica la búsqueda de la felicidad por medio de los placeres materiales. Así lo entiende el sociólogo británico Mike Featherstone (1946) en su obra “Consumer culture and postmodernism”  (Cultura de consumo y posmodernismo), ensayo en el cual reconoce dos aspectos fundamentales en las sociedades de consumo actuales: por un lado los patrones de consumo como una “fuente de diferenciación y de estatus” y, por otro, como una “fuente de fantasía y placer en un universo de estímulos permanentes”.


Lo concreto es que hoy la cultura del consumo se ha naturalizado, ha pasado de ser un menester estructural a ser un menester vital. Bien lo decía Habermas en su ensayo antes mencionado “Theorie des kommunikativen handelns” (Teoría de la acción comunicativa): “La forma mercancía se adueña de la cultura ocupando tendencialmente con ello todas las funciones del hombre. Las prácticas culturales-comunicativas son orientadas hacia la creación de una mentalidad social colectiva en la que la colonización del mundo de la vida es el aspecto primordial del proceso”. Y esa “colonización del mundo de la vida” es producto de un sistema económico que necesita ciudadanos adictos al consumo y por ello se ha esforzado en crearlos y mantenerlos así aunque el precio sea destruir la esperanza de una sociedad más humana y un desarrollo personal más pleno para todos los seres humanos. Quienes controlan el sistema económico no están interesados en el bienestar psicológico de los ciudadanos ni en su realización personal, lo único que desean es mantener el mercado en constante expansión, de forma que no dejen de aumentar las ventas de las empresas y, por lo tanto, sus beneficios.
De esta forma, muy lejos parecen haber quedado las palabras que León Trotsky vertiera en “Literatura i revolyutsiya” (Literatura y revolución): “La parte más preciosa de la cultura es la que se deposita en la propia conciencia humana, los métodos, costumbres, habilidades adquiridas y desarrolladas a partir de la cultura material preexistente y que, a la vez que son resultado suyo, la enriquecen”. A finales de la década de 1940, la escritora y filósofa francesa Simone de Beauvoir (1908-1986) ya deploraba en su ensayo “Pour une morale de l'ambiguïté” (Para una moral de la ambigüedad) la tendencia de los seres humanos a “pensar que no son los amos de su destino; ya no abrigan la esperanza de contribuir a escribir la historia, están resignados a someterse a ella”. Un par de décadas antes el médico neurólogo austríaco Sigmund Freud (1856-1939), padre del psicoanálisis, había dicho en su “Das unbehagen in der kultur” (El malestar en la cultura) que “no se puede eludir la impresión de que el hombre suele aplicar cánones falsos en sus apreciaciones, pues mientras anhela para sí y admira en los demás el poderío, el éxito y la riqueza, menosprecia, en cambio, los valores genuinos que la vida le ofrece”.

16 de diciembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XXVI) 4º parte. Desenlace incierto

Impresiones (como síntoma de inquietud)
3. Sobre el proceso de acumulación en base al extractivismo

Hace unos dos siglos y medio atrás, exactamente en 1776, el economista escocés Adam Smith presentaba la obra con la cual sería reconocido tiempo después como el padre de la economía clásica: “La riqueza de las naciones”. En ella, entre otras muchas cosas, Smith definía cuatro períodos económicos en la evolución de las sociedades: el cazador, el pastoril, el agrícola y el comercial. A cada una de estas etapas las caracterizó básicamente en función de la relación entre los medios de subsistencia y los acuerdos institucionales tales como los derechos de propiedad y las formas de gobierno. En la etapa cazadora, aquélla en la cual “cada ser humano se procura cuanto necesita por su propio esfuerzo”, la población era escasa, nómada y homogénea económica y socialmente, no se reconocían derechos exclusivos a la propiedad y no existía una estructura formal de gobierno civil. En la pastoril aparecieron las desigualdades patrimoniales junto al reconocimiento de la propiedad privada, y se “introduce entre los hombres un grado de autoridad y subordinación que no podía existir hasta ese momento”, estableciéndose así un gobierno civil “indispensable para su propia conservación”. En la agrícola, las comunidades adoptaron el sedentarismo, se estabilizó el suministro de alimentos y creció la población, pasando del inicial cultivo básico -con la introducción del arado por los romanos y el surgimiento del esclavismo a mano de los conquistadores imperiales- al control de grandes extensiones de tierra a manos de los señores feudales, los que administraban la justicia en sus propios dominios descentralizando así el gobierno civil. Fue en este período que desapareció la figura del esclavo dando paso a la del siervo que cultivaba la tierra para su señor y, también, fue cuando se sustituyó el trueque de los excedentes de las cosechas por su venta con fines comerciales. Por último, la etapa comercial -aquella que Smith denomina “civilizada”- en la que las ciudades se convirtieron en centros comerciales y los grandes terratenientes junto a los mercaderes produjeron -según palabras de Adam Smith- “una de las revoluciones más importantes hacia la prosperidad económica de los pueblos”, guiados, los primeros, por la “satisfacción de la vanidad más pueril” a través de la compra de “bagatelas y adornos”, y obrando, los segundos, “con miras a su propio interés, consecuencia de aquella máxima y de aquel mezquino principio de sacar un penique de donde se puede”.
Este proceso, al que hay que sumarle el colonialismo practicado en África y América por las grandes potencias europeas de entonces -una historia de conquista, robo y expropiación de bienes comunales- fue el que abrió las puertas a lo que se conoce como “acumulación de capital”. Para Smith, la acumulación de capital era el producto del esfuerzo y el ahorro y la principal fuente del crecimiento económico ya que era necesaria para sobrellevar el intervalo de tiempo que transcurre entre la producción y la comercialización de un bien. Este ciclo histórico, al que el economista escocés denominó “acumulación previa”, fue retomado casi un siglo más tarde por Karl Marx en su obra “Das kapital” (El capital) bajo el nombre de “acumulación originaria”, un método basado en la expropiación violenta de los medios de producción al productor original que sentó las bases del sistema capitalista en el cual los productores de mercancías (sobre todo campesinos) se vieron obligados a vender su fuerza de trabajo a los capitalistas. “Por lo tanto -decía Marx-, el proceso que engendra el capitalismo sólo puede ser uno: el proceso de escisión entre el obrero y la propiedad de las condiciones de su trabajo, proceso que, por una parte, convierte en capital los medios sociales de vida y de producción, mientras que, por otra parte, transforma a los productores directos en obreros asalariados. La llamada acumulación originaria no es, pues, más que el proceso histórico de disociación entre el productor y los medios de producción”. Así, para el autor de “Differenz der demokritischen und epikureischen naturphilosophie” (Diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y la de Epicuro), la acumulación de capital no alude sólo a la acumulación de bienes de capital financiero sino también a la de capital humano.


Con miradas más o menos similares, con el correr de los años otros intelectuales dieron su versión sobre el proceso de acumulación. Así lo hicieron, entre otros, Vladimir Lenin en “Razvitiye kapitalizma v Rossii” (El desarrollo del capitalismo en Rusia), Rosa Luxemburgo en “Die akkumulation des kapitals” (La acumulación de capital), Maurice Dobb en “Theories of value and distribution since Adam Smith” (Teoría del valor y la distribución desde Adam Smith), Paul Sweezy en “The present as history” (El presente como historia), Ernest Mandel en “Kontroversen um ‘Das kapital’” (“El capital”. Cien años de controversias en torno a la obra de Karl Marx), Samir Amin en “L’accumulation à l’échelle mondiale” (La acumulación a escala mundial) e Immanuel Wallerstein en “The modern world system” (El moderno sistema mundial). Aunque con matices, todos ellos coincidieron -cada uno en su época- en que es un mecanismo que beneficia a los poseedores del capital en desmedro de los trabajadores (en el ámbito nacional) y a los países desarrollados en desmedro de los países subdesarrollados (en el ámbito internacional). Aún ante la insistencia de los economistas clásicos y neoclásicos que utilizan diversos modelos econométricos para intentar demostrar que la acumulación de capital no es más que una inversión para la modernización del equipamiento y el ulterior incremento de la producción de bienes, el paso del tiempo ha demostrado que esto es sólo una fachada del proceso y ni siquiera la más significativa. Su objetivo primordial es aumentar la tasa de ganancia, cualquier otro aspecto se le subordina.
Hace quinientos años, el proceso de acumulación se basó en la apropiación por la fuerza de tierras y recursos para convertirlos en el claustro materno del sistema capitalista de producción. Hoy, esa acumulación se manifiesta de manera sumamente visible mediante el denominado “extractivismo”, una actividad basada en la sobreexplotación de los recursos naturales que ocasiona daños a los bosques, las selvas, las montañas, la tierra, el agua, la fauna silvestre y los seres humanos de manera indiscriminada y que, lógicamente, aumenta significativamente el cambio climático hasta llevarlo a una situación de irreversibilidad. Se dio comienzo así al proceso conocido como “acumulación por desposesión”, una definición introducida por el antes nombrado geógrafo y teórico social británico David Harvey en su libro “The new imperialism” (El nuevo imperialismo), obra en la cual habla sobre la mercantilización y privatización de la tierra, el desplazamiento de distintas poblaciones para la extensión de monocultivos transgénicos o minería y la reconversión de derechos de propiedad comunal, colectiva o estatal en propiedad privada. El extractivismo, como base de la actual etapa del sistema capitalista, ha establecido una división internacional del trabajo que asigna a unos países el rol de importadores de materias primas para ser procesadas y a otros el de exportadores. Esta división es funcional exclusivamente al crecimiento económico de los primeros, sin ningún reparo en la sustentabilidad de los proyectos, ni el deterioro ambiental y social generado en los segundos, que son quienes producen dichas materias primas.


Es innegable que la relación de los seres humanos con la naturaleza siempre ha sido compleja, pero nunca lo ha sido tanto como ahora. Ya lo decía Marx hace un siglo y medio atrás: “El comportamiento torpe de los hombres frente a la naturaleza condiciona su torpe comportamiento entre sí”, y esa opinión tiene hoy una vigencia innegable. Es cierto que la relación naturaleza-sociedad se manifestó históricamente vinculada a las distintas formas de producción y a una red cada vez más estrecha de relaciones entre ambas. Ya no existe aquella visión sagrada propia del mundo antiguo en la que lo eterno, lo espiritual, se concebía en la naturaleza y se representaba en dioses y semidioses que eran un reflejo de la naturaleza misma: Deméter, diosa de la agricultura; Artemisa, diosa de los bosques y las colinas; Rea, diosa de la naturaleza; Poseidón, dios del mar, etc. Desde la Revolución Industrial y la consolidación del sistema capitalista, la concepción de la relación naturaleza-sociedad se sustentó en la consideración de ésta como un recurso externo y explotable con fines económicos. De aquella relación primitiva de respeto hacia la naturaleza se pasó a fundamentar y adoptar no sólo el uso, sino también el abuso de la misma, consolidando de esa forma una cultura de progreso basada en lo material. Surgió así una confrontación, una oposición entre la sociedad como sujeto y la naturaleza como objeto, una práctica que se instauró en el continente americano con la llegada de los primeros conquistadores europeos a fines del siglo XV. Fue a partir de entonces que comenzó el saqueo sistemático de las riquezas naturales de América, una práctica que continúa en escala creciente hasta nuestros días. Un texto extraído del “Diario de viajes” de Cristóbal Colón (1451-1506) es elocuente al respecto: “Yo estaba atento y trabajaba de saber si había oro, y vide que algunos dellos traían un pedazuelo colgando en un agujero que tenían a la nariz, y por señas pude entender que yendo al Sur o volviendo la isla por el Sur, que estaba allí un Rey que tenía grandes vasos dello, y tenía muy mucho (…) Porque del oro se hace tesoro, y con él quien lo tiene hace cuanto quiere en el mundo y llega a que echa las ánimas al Paraíso”. Se daba así comienzo al proceso de acumulación capitalista en la Europa moderna naciente.
El propio Adam Smith concebía a las colonias como una fuente inagotable de recursos naturales y como mercados para la exportación de manufacturas. Y para Marx, fueron esas colonias las que jugaron un papel fundamental en el proceso de acumulación originaria del capital. El escritor uruguayo Eduardo Galeano lo decía sin tapujos en su recordado “Las venas abiertas de América Latina”, libro que publicara en 1971: “Es América Latina la región de las venas abiertas. Desde el descubrimiento hasta nuestros días todo se ha trasmutado siempre en capital europeo o, más tarde, norteamericano, y como tal se ha acumulado y se acumula en los lejanos centros de poder. Todo, la tierra, sus frutos y sus profundidades ricas en minerales, los hombres y su capacidad de trabajo y de consumo, los recursos naturales y los recursos humanos. El modo de producción y la estructura de clases de cada lugar han sido sucesivamente determinados, desde fuera, por su incorporación al engranaje universal del capitalismo. A cada cual se le ha asignado una función siempre en beneficio del desarrollo de la metrópoli extranjera de turno, y se ha hecho infinita la cadena de las dependencias sucesivas, que tiene mucho más de dos eslabones, y que por cierto también comprende, dentro de América Latina, la opresión de los países pequeños por sus vecinos mayores y, fronteras adentro de cada país, la explotación que las grandes ciudades y los puertos ejercen sobre sus fuentes internas de víveres y mano de obra”.


Efectivamente, ya desde la conquista y colonización de América se configuraron distintas formas de explotación de sus recursos naturales. De esta manera, como bien se explicara en las teorías de la dependencia desarrolladas por sociólogos y economistas prestigiosos como el antes citado André Gunder Frank en “Kapitalismus und unterentwicklung in Lateinamerika” (Capitalismo y subdesarrollo en América Latina) o los brasileños Celso Furtado (1920-2004) y Theotônio dos Santos (1936-2018) en “Desenvolvimento e subdesenvolvimento” (Desarrollo y subdesarrollo) y “A teoria da dependencia. Balanço e perspectivas” (Teoría de la dependencia. Balance y perspectivas” respectivamente, América Latina pasó a financiar a Europa y, al hacerlo, el desarrollo nacional de las metrópolis europeas implicó el subdesarrollo de las colonias americanas. De este modo, la región se insertó en la economía mundial como proveedora de metales, materias primas y alimentos, recibiendo a cambio manufacturas y nuevas inversiones para incrementar y canalizar ese proceso extractivo. Así, entre los siglos XV y XVIII, éste se basó fundamentalmente en minerales como el oro y la plata, y, desde mediados del siglo XIX, lo fue en productos agrícolas como maíz, girasol, yerba mate y cacao, entre muchos otros, un modelo que el historiador argentino Tulio Halperín Donghi (1926-2014) caracterizó como “orden neocolonial” en su obra “El ocaso del orden colonial en Hispanoamérica”. Luego, ya en el siglo XX, el método extractivista se amplió al petróleo, el gas natural, el estaño, el cobre, el zinc y el hierro, por citar los más importantes. En todos los casos, la integración a la economía mundial de los territorios latinoamericanos siempre se basó en la explotación intensiva de grandes volúmenes de sus recursos naturales y la apropiación o usufructo de sus productos por parte de grandes empresas en el exterior a través de su exportación.
Ese modo de integración al mercado mundial de los países latinoamericanos es, ciertamente, un aspecto fundamental de la acumulación de capital. Los parámetros de su modalidad fueron formulados en 1989 por el economista inglés John Williamson (1937) en el llamado “Consenso de Washington”, un conjunto de recomendaciones de política económica que, según la óptica del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, tenían como objetivo orientar a los países en desarrollo inmersos en crisis económicas para que lograsen salir de las mismas. Entre las medidas de corte neoliberal propuestas por estas instituciones figuraban, entre otras, la liberalización del comercio exterior y el sistema financiero, el establecimiento del mercado como mecanismo central para la asignación de recursos en la economía, la privatización de las empresas públicas, la desregulación de los mercados laborales internos, la reducción del déficit público mediante la disminución de los gastos sociales y la minimización de las condiciones a la entrada de inversiones extranjeras. Para sustentar todas estas disposiciones, los países latinoamericanos debieron recurrir a la financiación externa de las aquellas instituciones financieras internacionales, lo que se tradujo en duras políticas de austeridad en cada uno de ellos en los últimos años del siglo pasado. Luego, tras la pausa impuesta en varios de los países latinoamericanos por sus respectivos gobiernos de ideología populista (lo que no desmanteló las prácticas extractivistas), tras la crisis financiera de 2008 y la consiguiente recesión económica a nivel mundial, resurgió con gran fuerza el discurso y la práctica más neoliberal del Consenso de Washington.


Lejos de lograr los objetivos que se proponían, lo que efectivamente se logró fue que esos países sufrieran, con la anuencia de sus respectivos gobiernos, un drástico deterioro de los sistemas de protección social, con graves consecuencias sobre las condiciones de vida de los sectores sociales más vulnerables, lo que generó un amplio descontento y rechazo popular porque, en definitiva, lo que se consiguió fue privatizar las ganancias y socializar las pérdidas. Todo ello en el marco de una ofensiva extractivista signada por la profundización y aceleración de la expropiación, mercantilización y depredación de los bienes comunes de la naturaleza latinoamericana que no ha hecho más que intensificar la dominación y la explotación social y colonial que es el motor de la actual fase capitalista, una etapa que tiene como principal orientación explotar todo lo posible en el menor tiempo posible. Sean recursos renovables o no los que se extraigan, la ambición de poderío, la preponderancia de la codicia, la lógica del crecimiento exacerbado -que está en el corazón del sistema económico capitalista- se expresa en toda su dimensión en este modelo actual. No importa que esta coyuntura actual del neoliberalismo y la globalización impliquen un modelo insostenible, violento y voraz; lo que importa es el dinamismo del flujo de las ganancias de las empresas multinacionales. No interesa que este mecanismo destruya todas las relaciones sociales, las constelaciones culturales y los lenguajes de valoración no mercantilistas; lo que interesa es la lógica unidimensional del mercado, el individualismo y la ganancia privada. Es irrelevante que estas prácticas no beneficien a los países exportadores de materias primas; lo que es relevante es que favorezcan a las grandes corporaciones de las finanzas, de la producción tecnológica y del así llamado mercado.
Se sabe que los mercados involucran compras y ventas, actividades que se organizan bajo ciertas reglas que son completamente diferentes entre el mercado semanal del pueblo y la bolsa de valores en Wall Street. Los economistas estudian las propiedades de la organización del mercado tomando como punto de referencia a uno de competencia perfecta. Bajo supuestos altamente irreales, que eliminan toda forma de incertidumbre ya que al desconocer el futuro lo desestiman en sus análisis, pretenden demostrar que existe un conjunto de precios de equilibrio que igualan la oferta y la demanda. Lo que oculta la ideología de este sistema es que la mano invisible del mercado autorregulado conduce a una sociedad de individuos egoístas a un grado superlativo. Margaret Thatcher (1925-2013) , ex primera ministra de Gran Bretaña y principal arquitecta de la visión neoliberal del mundo, es famosa por hacerse eco de este sentimiento al sostener que “no hay sociedad, sólo individuos”. Este elogio del egoísmo viene a demostrar que esa mítica suposición de competencia perfecta en los mercados es defectuosa en sus propios términos. El supuesto equilibrio óptimo que se intenta mostrar no garantiza que la distribución del ingreso en una sociedad sea equilibrada, ya que, en la práctica, la demanda depende del poder adquisitivo de los individuos. Entonces, una distribución del ingreso grotescamente desigual en condiciones competitivas puede significar millones de niños muriendo de enfermedades fácilmente tratables como malaria o tuberculosis, mientras que las clínicas más caras brindan tratamientos de avanzada a precios que sólo los ricos pueden pagar; o pueblos que no tienen cloacas ni agua potable, mientras que áreas selectas de las ciudades se enorgullecen con sus “countrys” y sus “shoppings”. Sin embargo, para la lógica del mercado cualquier equilibrio se considera óptimo porque asigna recursos eficientemente, y no se puede mejorar a los pobres en las villas o en los pueblos sin perjudicar a los ricos en las ciudades.
Particularmente en las últimas décadas, estas políticas neoliberales que implican, entre otras cosas, la indiscriminada penetración de capitales trasnacionales en distintos territorios ya habitados, cuidados y trabajados por los pueblos que ya vivían allí, cuentan con la complicidad de los gobiernos supuestamente progresistas y populistas además de los grandes grupos económicos locales. A menudo, el despojo se da también por vías de aparente legalidad; las empresas inciden en legisladores y operadores de justicia para facilitar su entrada y permanencia en los territorios y garantizar la impunidad frente a las violaciones que cometen. Esto se ve agravado por darse en un contexto de alta fragilidad institucional, corrupción e inestabilidad democrática que caracteriza a muchos de los Estados latinoamericanos. A esto hay que sumarle la naturalización de un discurso tecnocrático que posiciona el crecimiento económico como bien supremo por sobre la garantía de los derechos humanos y la autodeterminación de los pueblos, una prédica que se divulga a través de los medios de comunicación hegemónicos que presentan versiones interesadas sobre los efectos sociales y ambientales de los extractivismos, en las que se ocultan los verdaderos impactos negativos de estas prácticas.


Es dentro de esta enorme falacia por donde transita hoy la humanidad. Ya en 1845, en su obra “Die deutsche ideologie” (La ideología alemana), Marx preveía que las fuerzas productivas se convertirían en fuerzas destructivas. Años más tarde, en el ya mencionado “El Capital”, oponía a la lógica depredadora del suelo del capitalismo el tratamiento racional de la tierra “como eterna propiedad comunitaria, y como condición inalienable de la existencia de la reproducción de la cadena de las generaciones humanas sucesivas”. Para el filósofo y economista alemán, la tierra no era propiedad de nadie; todas las sociedades eran sus usufructuarias, con la obligación de conservarla y dejarla en buenas condiciones para las futuras generaciones. Medio siglo después, el antes mencionado Walter Benjamin afirmaba en su obra “Einbahnstrasse” (Calle de sentido único) que los supuestos impulsores del progreso propagaban en realidad la barbarie. “Desde los más antiguos usos de los pueblos parece llegar hasta nosotros una especie de amonestación a que evitemos el gesto de la codicia al recibir aquello que tan pródigamente nos otorga la naturaleza-decía-. De ahí que sea conveniente mostrar un profundo respeto al aceptar sus dones, restituyéndole una parte de todo lo que continuamente recibimos de ella”.
En 1938, en una carta enviada al director del periódico británico “Daily Herald”, desde su exilio mexicano Trotsky decía: “Una pequeña camarilla de magnates extranjeros succiona, en todo el sentido de la palabra, la savia vital tanto de México como de otra serie de países atrasados o débiles. Los discursos solemnes acerca de la contribución del capital extranjero a la ‘civilización’, su ayuda al desarrollo de la economía nacional, y demás, representan el más claro fariseísmo. La cuestión, en realidad, concierne al saqueo de la riqueza natural del país. La naturaleza requirió muchos millones de años para depositar en el subsuelo mexicano oro, plata y petróleo. Los imperialistas extranjeros desean saquear estas riquezas en el menor tiempo posible, haciendo uso de mano de obra barata y de la protección de su diplomacia y su flota”. Transcurridos los primeros años del  siglo XXI resulta prácticamente incuestionable que el capitalismo, cimentado en la violencia y el despojo de la naturaleza, utiliza a los seres humanos y sus modos de vida para alcanzar su expansión a través del extractivismo y la acumulación continua. No existe modernidad sin neocolonialismo ni capitalismo sin extractivismo, y es justamente la activación desenfrenada de la pulsión de acumulación la que arrasa a las sociedades.