4 de diciembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XXIII) 3º parte. Bosquejo ontológico

Apuntes (como sondeo de la historia)
5. Sobre el racionalismo de las utopías

Puede decirse que las utopías o sistemas de vida imaginados con vistas a un mayor bienestar humano, coinciden en el planteamiento de comunidades que eviten la desigualdad y generen un sentimiento de dicha. Sin embargo, las hay de muy diversa clase: aquéllas que proponen la alegría de una existencia sencilla en medio de un jardín exquisito, las que postulan elaboradas formas de organización colectiva e incluso las que explican métodos y condiciones que podrían llevarse a la práctica. Hace cuatro mil años, el rey Gilgamesh de Sumeria emprendió un viaje que, según cuenta la historia escrita en tablas de piedra, lo llevó al encuentro con el último sobreviviente del Diluvio Universal, único capaz de revelar el secreto de la armonía humana. Al igual que el monarca legendario, los hombres siempre han intentado hallar la clave del que tal vez sea su deseo más escurridizo: la búsqueda de la felicidad, ya sea especulando sobre una hipotética edad de oro pasada, ya sea previendo un futuro feliz, o bien imaginando distintos modelos sociales.
Ya en la antigüedad poetas como Hesíodo de Ascra (siglo VII a.C.) o Publio Virgilio Marón (70-19 a.C.) cantaron a una era en que “los hombres vivían como los dioses, sin penas en el corazón, alejados y liberados del trabajo y el dolor” y “donde todo era común y ninguna valla separaba los campos”. El previamente citado Platón, autor de la utopía que serviría de modelo al género, no escribió en su “Politeia” (La República) sobre un ayer idealizado, pero sí propuso una sociedad en la que la justicia fuese la piedra basal de un Estado perfecto, donde los gobernantes fuesen hombres sabios y austeros, y los ciudadanos, agricultores o artesanos disciplinados. En dicha sociedad no existirían el hambre o la pobreza puesto que todo sería propiedad común de los hombres, incluidos mujeres y niños. La educación artística y filosófica se impartiría sólo a los pequeños seleccionados para desempeñar en el futuro el papel de guardianes de la sociedad, los que deberían llevar una vida más sobria que los demás. Platón consideraba que unos habían nacido para mandar y otros para recibir órdenes, ello porque los primeros tenían oro en el corazón y los segundos, hierro; una categoría intermedia era la de los guerreros, con un corazón forjado en plata. Contrariamente a las costumbres de su época, el filósofo griego propuso igualdad entre hombres y mujeres, de forma que éstas también pudieran llegar a gobernar y se desligaran de la obligatoria crianza de los hijos. Por tal razón, todos los niños crecerían bajo la vigilancia de la comunidad y nadie conocería sus lazos de sangre.
Diversas religiones postularon también la existencia de un lugar idílico, plácido y abundante en dones para los hombres. Las utopías religiosas que se desarrollaron durante los primeros siglos de la nuestra era fueron escritas bajo la influencia notoria de la obra platónica, aunque varias redactadas por católicos eludieron las propuestas de amplia libertad sexual que proponía el filósofo helénico. El mejor modelo de utopía religiosa es “De civitate Dei” (La ciudad de Dios), concebida por el ya mencionado teólogo latino Agustín de Hipona, en la que proponía la división entre el Estado -la ciudad del hombre- y la Iglesia -la ciudad de Dios-, dándole una mayor jerarquía a esta última. La idea de que “la desaparición de la propiedad aumenta la caridad” era el principio rector de su organización ya que inducía a los hombres a amar a Dios y sus criaturas, y les mostraba cómo despojarse del egoísmo. En esa línea se estableció hacia fines del siglo XV una de las primeras sociedades con gobierno sacerdotal o teocrático: la República Democrática de Florencia. Durante el breve tiempo que su fundador, el fraile dominico Girolamo Savonarola (1452-1498), rigió en el pueblo de San Marcos, Florencia, logró que “los comerciantes y banqueros devolvieran sus ganancias y que imperaran la justicia, la sobriedad y la pureza”. Ello terminó cuando la Iglesia Católica Apostólica Romana, cuyo poder se cimentaba en la intriga y las conspiraciones, envió a la hoguera al religioso, cuyo único poder residía en la vehemencia de sus palabras.


De una u otra manera, todas las utopías son especulaciones sobre las características de la sociedad ideal. Las ha habido políticas, sociales, filosóficas, científicas o puramente literarias desde hace milenios, pero su actual nombre genérico se debe al humanista inglés antes aludido Tomás Moro. Raphael Hythloday, el personaje por él creado, llega a la isla de Utopía. Allí descubre que su economía era altamente eficiente porque trabajaba todo el que estuviese en edad y en condiciones físicas de hacerlo, y porque sólo se producían bienes que proveían a necesidades genuinas, propias de una vida decente, sin despilfarrar esfuerzos y tiempo en tareas vanas y superfluas para satisfacer los apetitos “lujuriosos y licenciosos” de una minoría privilegiada de la población. Al trabajar de una manera equitativa para satisfacer una cantidad moderada de necesidades materiales básicas, se lograba que todos dispusiesen de tiempo libre para el ocio creativo y que, aunque nadie poseyera nada, en la isla no hubiese pobreza. La ausencia de propiedad privada sumada a la identificación entre el bien público y el bien privado, disminuía significativamente los litigios entre los individuos o entre éstos y los intereses estatales. Además, la valoración de las personas no estaba dada por la calidad de sus vestimentas ni por las joyas con que se adornasen ni por la fortuna que hubiesen logrado acumular sus antepasados.
A su regreso a la sociedad medieval europea a la cual pertenece, el explorador resalta los contrastes existentes entre la forma de vida en la isla y el resto de las asociaciones políticas conocidas. En éstas, nada que importe es efectivamente compartido por todos, y por tal razón, por más que se llamen a sí mismas repúblicas, no son otra cosa que “una conspiración de los ricos”, un orden perverso en el que “una minoría de hombres inútiles y vanidosos logran que se tome como justicia lo que sólo protege su exclusivo beneficio”. Las instituciones de Utopía, en cambio, son “extremadamente sabias y santas” porque, al eliminar la propiedad privada, ponen a disposición de sus ciudadanos el “único camino que conduce al bienestar general y a la felicidad de los asuntos humanos”. Tal es, en pocas palabras, el argumento de “De optimo rei publicae statu deque nova insula Vtopiae” (Del estado ideal de una república en la nueva isla de Utopía), el libro que Moro publicó en 1516 y, a partir del cual, los anhelos de una sociedad más justa donde todos los hombres pudiesen optimizarse según su naturaleza y según el bien común pasaron a denominarse “utopías”.


Utopía fue durante mucho tiempo la isla imaginaria por antonomasia; después surgirían otras no menos importantes. En 1627 apareció póstumamente la obra “New Atlantis” (La nueva Atlántida) del filósofo inglés Francis Bacon (1561-1626), en la que describió una isla situada frente a América que era regida por científicos que “tratan de conocer las causas y movimientos secretos de las cosas a fin de ampliar las fronteras del imperio humano y dominar totalmente a la naturaleza”. La ciencia y el trabajo también fueron los fundamentos de “Beschreibung des staates christenstadt” (Cristianópolis), que fuera escrita en 1619 por el ministro luterano alemán Johann Valentin Andreae (1586-1654). En esta isla, las industrias ligera y pesada se beneficiaban de la ciencia y se valían de sistemas automáticos de producción, así los hombres podían dedicarse a tareas exclusivamente intelectuales y controlar sus impulsos de maldad. Andreae fue el primer utopista en confinar a la mujer a un papel secundario, y uno de los más estrictos en materia sexual y religiosa. En cambio el antes citado Tommaso Campanella, filósofo italiano, abogó por el libre ejercicio erótico. Considerado en su tiempo poeta, astrólogo y sabio, escribió en 1601 “La città del Sole” (La ciudad del Sol). Situada en Ceilán, allí "son comunes las casas, los dormitorios, los lechos y todas las demás cosas necesarias" y las personas subsistían merced a una economía agrícola. Dedicaban cuatro horas diarias al trabajo, el que se realizaba conforme a la ciencia y la astrología, y el resto del tiempo lo utilizaban para cultivarse, escribir y ejercitar el cuerpo.
A lo largo del siglo XVIII, la creación utopista se mantuvo en los límites de la fantasía, estrictamente dentro de la tradición. En Francia, por ejemplo, Étienne Gabriel Morelly se manifestaba en su más arriba citado “Code de la nature” (Código de la naturaleza) por la desaparición de las corruptas instituciones humanas, defendía la propiedad colectiva y acusaba a la propiedad privada de corroer la naturaleza del hombre. Proclamó el derecho al trabajo y formuló por primera vez el principio de trabajar según las capacidades de cada uno. El ya nombrado filósofo y escritor francés Denis Diderot describía en “Supplément au voyage de Bougainville” (Suplemento al viaje de Bougainville) una isla donde todos eran felices porque satisfacían sus deseos más primitivos. A partir de la comparación con la cultura y la sociedad europeas, asumió una actitud crítica e intentó buscar y revelar el fundamento de su decadencia. Por su parte François Marie Arouet, Voltaire (1694-1778), en “Candide” (Cándido), habló de El Dorado, país donde había tanto oro como piedras preciosas y nadie disputaba su posesión, ni imponía religiones o ideologías. Todos estos pensadores insistieron en principio que no podía haber igualdad política sin igualdad económica.
Con el paso del tiempo y ante el avance arrollador de la industrialización, la utopía dejó de manifestarse en forma de sueños fantásticos e irrealizables, y los varios pensadores comenzaron a intentar que fuera realidad. El político y escritor  británico William Godwin (1756-1836) fue uno de los precursores en esta materia. En su ensayo “Enquiry concerning political justice” (Investigación acerca de la justicia política), propuso en 1793 una sociedad formada por condados semi-autónomos, en los que la gente aprendería la importancia de ayudarse mutuamente. Dado que "los seres humanos no son malos o autoritarios sino que están deformados por las circunstancias sociales", bastaría modificar éstas para que naciera un lógico sentimiento común de la justicia y se volvería innecesaria la violencia. No obstante, su idealismo utopista no llegó demasiado lejos: el sistema económico que proponía sería similar al feudal, sólo que democrático e industrial. En cambio otros idealistas propondrían reformas concretas y minuciosas para hacer de la sociedad una oportunidad igualitaria para que los individuos pudiesen realizarse en toda su posible dimensión. Con la loable intención de transformar la precaria situación del proletariado de ese momento nacería así el socialismo utópico.


Las inquietudes de estos utopistas estaban encuadradas dentro del contexto de los grandes cambios y transformaciones que ocurrieron a partir del siglo XV, época en que se dio inicio al proceso de conformación de los Estados Nacionales, un hecho que colocó en el centro del debate el tema de la organización del poder y dio nacimiento a la teoría política. Durante los siglos venideros, Thomas Hobbes (1588-1679), John Locke (1632-1704), Charles Louis de Secondat, Montesquieu (1689-1755) y Jean Jacques Rousseau (1712-1778) irían dando forma a esa nueva ciencia al estudiar en forma más rigurosa el sentido de las relaciones sociales entre los hombres. Lo social y lo político, que hasta entonces se infería como algo dado natural e invariablemente, comenzó a ser pensado como un proceso de construcción colectiva en el que el hombre precedía a la sociedad, la creaba y la organizaba. La generalización de las relaciones mercantiles originó la idea del "contrato social", de la “soberanía popular”, de las “formas de representación”, elementos todos ellos que cimentaron el pensamiento político de entonces.
Lo que los filósofos creadores de la ciencia política expresaron sobre las relaciones entre la sociedad y el poder es equiparable, en cuanto a su trascendencia, a lo que los economistas William Petty, Adam Smith y David Ricardo hicieron en el terreno del pensamiento económico, dando lugar al nacimiento de la economía política. Ambas, la ciencia política y la economía política, contribuyeron, en el plano del pensamiento, al desenvolvimiento del capitalismo, un sistema que recibía por entonces un impulso decisivo con la llamada Revolución Industrial. La rotunda transformación económica que ella generó, trajo aparejada una drástica crisis social y política, y la aparición de nuevos actores sociales, exponentes del nuevo orden según el cual, un poder económico cada vez mayor era dirigido por un número de personas cada vez menor. Para dar respuesta a las conmociones que esta presencia señaló, tanto en el plano de la teoría como en el de la práctica social, apareció el proyecto socialista de Karl Marx, quien proyectó el plano de la utopía al de la ciencia. El nuevo mundo de la industrialización y su siniestra realidad de las relaciones laborales fueron para él motivos más que sobrados para ponerse a la tarea de diseñar mundos alternativos.
Las utopías son formas ideales que configuran un enjuiciamiento de la realidad. Este rasgo de las utopías es el que ha tratado de destacar Karl Mannheim (1893-1947) como su componente principal. “Toda verdadera utopía -dice en “Ideologie und utopie” (Ideología y utopía), su ensayo de 1929- se constituye cuando la voluntad de acceso a un mundo mejor genera una acción enjuiciadora y crítica del presente estado de situación y procura destruir las limitaciones del orden existente". Más adelante agrega el sociólogo de origen húngaro: “Solamente llamaremos utópicas a aquellas orientaciones que trascienden la realidad y que, al informar la conducta humana, tiendan a destruir, parcial o totalmente el orden de cosas predominante en aquel momento. Esto quiere decir que cuando una utopía responde a un mecanismo de evasión, o mítico, o meramente fabulador, no es auténtica utopía; y lo es mucho menos cuando tales creaciones fantásticas contribuyen a legitimar el orden histórico existente: en este caso se trata de ideologías”.


Este vendría a ser el caso de las visiones del Paraíso que se difundieron a lo largo de la Edad Media. Tales figuraciones no hicieron sino distraer la mirada del hombre medieval para llevarla lejos de la realidad social, de modo que ésta permaneciera inamovible. Pero cuando estas mismas visiones paradisiacas aparecieron asumidas como esquemas de una posibilidad terrena y “ciertos grupos sociales incorporaron esas imágenes añoradas a su conducta real, intentando reafirmarlas en la práctica”, entonces aquellas representaciones ideológicas se convirtieron en utópicas. Al depurar Mannheim a la utopía del conjunto de rasgos religiosos, míticos, fantásticos, al rechazar todos estos contenidos, dejó subsistiendo sólo aquellas notas que permitieran identificar a la utopía con la revolución. De esta forma transformó las utopías en “topías” futuras y avaló la idea de que la utopía es el principio revolucionario actuando en la historia, ya que tiene un efecto corrosivo del orden social e histórico existente. Aclaró que las utopías no son creaciones individuales y aun cuando se presenten formuladas por un individuo, sólo tienen proyección y alcance cuando son la expresión de un grupo social, cuando su alcance coincide con propósitos colectivos, y añadió categórico: “las utopías son esencialmente realizables”.
Dos décadas después de la aparición de la obra de Mannheim, otro gran pensador alemán, el ya citado filósofo Ernst Bloch, procuró en su “Das prinzip hoffnung” (El principio de la esperanza) valorizar la “función utópica” del hombre como estrechamente ligada al dinamismo revolucionario de la historia. El punto de partida de Bloch es el pensamiento hegeliano: asume su imagen del universo como un proceso abierto y orientado hacia el futuro. En un universo cerrado no sería posible la actividad creadora ni el conocimiento. Es a partir de Hegel y de Marx, sostiene, que el hombre moderno opera un giro decisivo, vuelve los ojos hacia adelante, y configura una verdadera doctrina de “lo aún no devenido y realizado” como formas vivientes de futuros desarrollos de la conciencia. Hegel y Marx ponen el acento sobre el futuro y destacan su entraña creadora. La conciencia se enriquece, a partir de ellos, con las perspectivas de lo que aún falta cumplirse y que no es nada menos que “la total plenitud de lo humano”, esto es, la utopía. Bloch llama función utópica a esta actividad de la conciencia que se da como ejercicio realizador de lo que será. “Es la actividad rescatadora de la unidad de la conciencia humana, es lo que hace posible el paso del espíritu desde la alienación hacia la plenitud. Es, en definitiva, una forma activa de la esperanza”. “La utopía -afirma Bloch- no se reduce a un mero sueño, deseo o espera imaginativa y anhelante de lo que vendrá. Es un dinamismo de la conciencia prospectiva, es una función del ser. La función utópica compromete el ejercicio de la voluntad humana capaz de asumir un proyecto histórico y de ejecutarlo. Se identifica con aquello que en el hombre tiende hacia lo mejor, es la expresión de una verdadera tendencia hacia adelante, hacia lo mejor”.
Haciendo gala de su más descarada amargura y de su más provocativo nihilismo, el filósofo húngaro Emil Cioran (1911-1995) decía en “Histoire et utopie” (Historia y utopía) que “la miseria es la gran auxiliar del utopista, la materia sobre la cual trabaja, la sustancia con que nutre sus pensamientos. Mientras más desprovisto está uno, más gasta el tiempo y la energía en querer, con el pensamiento, reformarlo todo, inútilmente. El delirio de los indigentes es generador de acontecimientos, fuente de historia. Son ellos los que inspiran las utopías”. No le fue en saga el filósofo argentino Víctor Massuh (1924-2008) quien, preocupado por el lento pero insoslayable avance del humanismo ateo, en su ensayo “La libertad y la violencia” afirmó que “en la génesis de la desmesura revolucionaria, de todo mesianismo histórico, encontramos la utopía, este hito de la imaginación, este juego de la ansiedad y de la búsqueda de lo perfecto. Porque utópica es la actitud que tiende a valorizar un orden ideal que trasciende el conjunto de las imperfecciones humanas”. El escepticismo (como manifestación de debilidad y resentimiento) y el iluminismo (como expresión de misticismo burgués) se aunaron en estos filósofos tan singulares como sinceros, tan juiciosos como dispares.


En la ya citada “Das elend der philosophie” (Miseria de la filosofía), Marx decía que “a medida que avanza la historia, los trabajadores ya no necesitan buscar la ciencia en su espíritu: basta con que adviertan lo que sucede ante ellos y se conviertan en su órgano de ejecución. Mientras buscan la ciencia y crean solo sistemas, mientras están al comienzo de la lucha, no ven en la miseria otra cosa que miseria, sin advertir su aspecto revolucionario, subversivo, destinado a destruir la antigua sociedad. A partir de ese momento, la ciencia producida por el movimiento histórico, con el cual se relaciona con pleno conocimiento de causa, deja de ser doctrinaria y pasa a ser revolucionaria”. De esta manera, Marx definió los principios de su propia visión de la sociedad futura, reconociéndose de esta forma heredero de los grandes constructores de utopías. De tal modo imaginó a su vez, una sociedad y un modo de vida cuya materialización constituiría la tarea histórica de la clase de los productores. De esta clase, la más interesada material y espiritualmente en esta finalidad utópica, esperaba Marx la transformación radical de la existencia humana, colocándose así entre los precursores de la utopía racional.
En los tiempos que corren, la necesidad de refundar una utopía es algo de una enorme actualidad. Las utopías, dado justamente su carácter revolucionario, no son ningún delirio, ninguna desmesura, todo lo contrario, son una necesidad del espíritu humano, una gran esperanza. Las reflexiones del polifacético artista británico John Berger (1926-2017) son esenciales para comprender el estado de nuestra sociedad. En su “With hope between the teeth” (Con la esperanza entre los dientes), una incisiva y profunda meditación acerca del significado actual del compromiso político, afirma con una certidumbre implacable: “La esperanza fracasa muchas veces, pero el dolor jamás”. Será tal vez por esa certeza que, a pesar de tanto dolor, la esperanza nunca muere. Y las utopías tampoco.