5. Sobre el racionalismo de las utopías
Puede
decirse que las utopías o sistemas de vida imaginados con vistas a un mayor
bienestar humano, coinciden en el planteamiento de comunidades que eviten la
desigualdad y generen un sentimiento de dicha. Sin embargo, las hay de muy
diversa clase: aquéllas que proponen la alegría de una existencia sencilla en
medio de un jardín exquisito, las que postulan elaboradas formas de
organización colectiva e incluso las que explican métodos y condiciones que
podrían llevarse a la práctica. Hace cuatro mil años, el rey Gilgamesh de
Sumeria emprendió un viaje que, según cuenta la historia escrita en tablas de
piedra, lo llevó al encuentro con el último sobreviviente del Diluvio
Universal, único capaz de revelar el secreto de la armonía humana. Al igual que
el monarca legendario, los hombres siempre han intentado hallar la clave del
que tal vez sea su deseo más escurridizo: la búsqueda de la felicidad, ya sea
especulando sobre una hipotética edad de oro pasada, ya sea previendo un futuro
feliz, o bien imaginando distintos modelos sociales.
Ya en la
antigüedad poetas como Hesíodo de Ascra (siglo VII a.C.) o Publio Virgilio
Marón (70-19 a.C.) cantaron a una era en que “los hombres vivían como los
dioses, sin penas en el corazón, alejados y liberados del trabajo y el dolor” y
“donde todo era común y ninguna valla separaba los campos”. El previamente
citado Platón, autor de la utopía que serviría de modelo al género, no escribió
en su “Politeia” (La República) sobre un ayer idealizado, pero sí propuso una
sociedad en la que la justicia fuese la piedra basal de un Estado perfecto,
donde los gobernantes fuesen hombres sabios y austeros, y los ciudadanos,
agricultores o artesanos disciplinados. En dicha sociedad no existirían el
hambre o la pobreza puesto que todo sería propiedad común de los hombres,
incluidos mujeres y niños. La educación artística y filosófica se impartiría
sólo a los pequeños seleccionados para desempeñar en el futuro el papel de
guardianes de la sociedad, los que deberían llevar una vida más sobria que los demás.
Platón consideraba que unos habían nacido para mandar y otros para recibir
órdenes, ello porque los primeros tenían oro en el corazón y los segundos,
hierro; una categoría intermedia era la de los guerreros, con un corazón
forjado en plata. Contrariamente a las costumbres de su época, el filósofo
griego propuso igualdad entre hombres y mujeres, de forma que éstas también
pudieran llegar a gobernar y se desligaran de la obligatoria crianza de los
hijos. Por tal razón, todos los niños crecerían bajo la vigilancia de la
comunidad y nadie conocería sus lazos de sangre.
Diversas
religiones postularon también la existencia de un lugar idílico, plácido y
abundante en dones para los hombres. Las utopías religiosas que se
desarrollaron durante los primeros siglos de la nuestra era fueron escritas
bajo la influencia notoria de la obra platónica, aunque varias redactadas por
católicos eludieron las propuestas de amplia libertad sexual que proponía el
filósofo helénico. El mejor modelo de utopía religiosa es “De civitate Dei” (La
ciudad de Dios), concebida por el ya mencionado teólogo latino Agustín de
Hipona, en la que proponía la división entre el Estado -la ciudad del hombre- y
la Iglesia -la ciudad de Dios-, dándole una mayor jerarquía a esta última. La
idea de que “la desaparición de la propiedad aumenta la caridad” era el
principio rector de su organización ya que inducía a los hombres a amar a Dios
y sus criaturas, y les mostraba cómo despojarse del egoísmo. En esa línea se
estableció hacia fines del siglo XV una de las primeras sociedades con gobierno
sacerdotal o teocrático: la República Democrática de Florencia. Durante el
breve tiempo que su fundador, el fraile dominico Girolamo Savonarola
(1452-1498), rigió en el pueblo de San Marcos, Florencia, logró que “los comerciantes
y banqueros devolvieran sus ganancias y que imperaran la justicia, la sobriedad
y la pureza”. Ello terminó cuando la Iglesia Católica Apostólica Romana, cuyo
poder se cimentaba en la intriga y las conspiraciones, envió a la hoguera al
religioso, cuyo único poder residía en la vehemencia de sus palabras.
De una u
otra manera, todas las utopías son especulaciones sobre las características de
la sociedad ideal. Las ha habido políticas, sociales, filosóficas, científicas
o puramente literarias desde hace milenios, pero su actual nombre genérico se
debe al humanista inglés antes aludido Tomás Moro. Raphael Hythloday, el
personaje por él creado, llega a la isla de Utopía. Allí descubre que su
economía era altamente eficiente porque trabajaba todo el que estuviese en edad
y en condiciones físicas de hacerlo, y porque sólo se producían bienes que
proveían a necesidades genuinas, propias de una vida decente, sin despilfarrar
esfuerzos y tiempo en tareas vanas y superfluas para satisfacer los apetitos
“lujuriosos y licenciosos” de una minoría privilegiada de la población. Al
trabajar de una manera equitativa para satisfacer una cantidad moderada de
necesidades materiales básicas, se lograba que todos dispusiesen de tiempo
libre para el ocio creativo y que, aunque nadie poseyera nada, en la isla no
hubiese pobreza. La ausencia de propiedad privada sumada a la identificación
entre el bien público y el bien privado, disminuía significativamente los
litigios entre los individuos o entre éstos y los intereses estatales. Además,
la valoración de las personas no estaba dada por la calidad de sus vestimentas
ni por las joyas con que se adornasen ni por la fortuna que hubiesen logrado
acumular sus antepasados.
A su
regreso a la sociedad medieval europea a la cual pertenece, el explorador
resalta los contrastes existentes entre la forma de vida en la isla y el resto
de las asociaciones políticas conocidas. En éstas, nada que importe es
efectivamente compartido por todos, y por tal razón, por más que se llamen a sí
mismas repúblicas, no son otra cosa que “una conspiración de los ricos”, un
orden perverso en el que “una minoría de hombres inútiles y vanidosos logran
que se tome como justicia lo que sólo protege su exclusivo beneficio”. Las instituciones
de Utopía, en cambio, son “extremadamente sabias y santas” porque, al eliminar
la propiedad privada, ponen a disposición de sus ciudadanos el “único camino
que conduce al bienestar general y a la felicidad de los asuntos humanos”. Tal
es, en pocas palabras, el argumento de “De optimo rei publicae statu deque nova
insula Vtopiae” (Del estado ideal de una república en la nueva isla de Utopía),
el libro que Moro publicó en 1516 y, a partir del cual, los anhelos de una
sociedad más justa donde todos los hombres pudiesen optimizarse según su
naturaleza y según el bien común pasaron a denominarse “utopías”.
Utopía fue
durante mucho tiempo la isla imaginaria por antonomasia; después surgirían
otras no menos importantes. En 1627 apareció póstumamente la obra “New
Atlantis” (La nueva Atlántida) del filósofo inglés Francis Bacon (1561-1626),
en la que describió una isla situada frente a América que era regida por
científicos que “tratan de conocer las causas y movimientos secretos de las
cosas a fin de ampliar las fronteras del imperio humano y dominar totalmente a
la naturaleza”. La ciencia y el trabajo también fueron los fundamentos de
“Beschreibung des staates christenstadt” (Cristianópolis), que fuera escrita en
1619 por el ministro luterano alemán Johann Valentin Andreae (1586-1654). En
esta isla, las industrias ligera y pesada se beneficiaban de la ciencia y se
valían de sistemas automáticos de producción, así los hombres podían dedicarse
a tareas exclusivamente intelectuales y controlar sus impulsos de maldad.
Andreae fue el primer utopista en confinar a la mujer a un papel secundario, y
uno de los más estrictos en materia sexual y religiosa. En cambio el antes
citado Tommaso Campanella, filósofo italiano, abogó por el libre ejercicio
erótico. Considerado en su tiempo poeta, astrólogo y sabio, escribió en 1601
“La città del Sole” (La ciudad del Sol). Situada en Ceilán, allí "son
comunes las casas, los dormitorios, los lechos y todas las demás cosas
necesarias" y las personas subsistían merced a una economía agrícola. Dedicaban
cuatro horas diarias al trabajo, el que se realizaba conforme a la ciencia y la
astrología, y el resto del tiempo lo utilizaban para cultivarse, escribir y
ejercitar el cuerpo.
A lo largo
del siglo XVIII, la creación utopista se mantuvo en los límites de la fantasía,
estrictamente dentro de la tradición. En Francia, por ejemplo, Étienne Gabriel
Morelly se manifestaba en su más arriba citado “Code de la nature” (Código de
la naturaleza) por la desaparición de las corruptas instituciones humanas,
defendía la propiedad colectiva y acusaba a la propiedad privada de corroer la
naturaleza del hombre. Proclamó el derecho al trabajo y formuló por primera vez
el principio de trabajar según las capacidades de cada uno. El ya nombrado filósofo
y escritor francés Denis Diderot describía en “Supplément au voyage de
Bougainville” (Suplemento al viaje de Bougainville) una isla donde todos eran
felices porque satisfacían sus deseos más primitivos. A partir de la
comparación con la cultura y la sociedad europeas, asumió una actitud crítica e
intentó buscar y revelar el fundamento de su decadencia. Por su parte François
Marie Arouet, Voltaire (1694-1778), en “Candide” (Cándido), habló de El Dorado,
país donde había tanto oro como piedras preciosas y nadie disputaba su posesión,
ni imponía religiones o ideologías. Todos estos pensadores insistieron en
principio que no podía haber igualdad política sin igualdad económica.
Con el
paso del tiempo y ante el avance arrollador de la industrialización, la utopía
dejó de manifestarse en forma de sueños fantásticos e irrealizables, y los
varios pensadores comenzaron a intentar que fuera realidad. El político y
escritor británico William Godwin
(1756-1836) fue uno de los precursores en esta materia. En su ensayo “Enquiry
concerning political justice” (Investigación acerca de la justicia política),
propuso en 1793 una sociedad formada por condados semi-autónomos, en los que la
gente aprendería la importancia de ayudarse mutuamente. Dado que "los
seres humanos no son malos o autoritarios sino que están deformados por las
circunstancias sociales", bastaría modificar éstas para que naciera un
lógico sentimiento común de la justicia y se volvería innecesaria la violencia.
No obstante, su idealismo utopista no llegó demasiado lejos: el sistema
económico que proponía sería similar al feudal, sólo que democrático e
industrial. En cambio otros idealistas propondrían reformas concretas y
minuciosas para hacer de la sociedad una oportunidad igualitaria para que los
individuos pudiesen realizarse en toda su posible dimensión. Con la loable
intención de transformar la precaria situación del proletariado de ese momento
nacería así el socialismo utópico.
Las
inquietudes de estos utopistas estaban encuadradas dentro del contexto de los
grandes cambios y transformaciones que ocurrieron a partir del siglo XV, época
en que se dio inicio al proceso de conformación de los Estados Nacionales, un
hecho que colocó en el centro del debate el tema de la organización del poder y
dio nacimiento a la teoría política. Durante los siglos venideros, Thomas
Hobbes (1588-1679), John Locke (1632-1704), Charles Louis de Secondat,
Montesquieu (1689-1755)
y Jean Jacques Rousseau (1712-1778) irían dando forma a esa nueva ciencia al
estudiar en forma más rigurosa el sentido de las relaciones sociales entre los
hombres. Lo social y lo político, que hasta entonces se infería como algo dado
natural e invariablemente, comenzó a ser pensado como un proceso de
construcción colectiva en el que el hombre precedía a la sociedad, la creaba y
la organizaba. La generalización de las relaciones mercantiles originó la idea
del "contrato social", de la “soberanía popular”, de las “formas de
representación”, elementos todos ellos que cimentaron el pensamiento político
de entonces.
Lo que los
filósofos creadores de la ciencia política expresaron sobre las relaciones
entre la sociedad y el poder es equiparable, en cuanto a su trascendencia, a lo
que los economistas William Petty, Adam Smith y David Ricardo hicieron en el
terreno del pensamiento económico, dando lugar al nacimiento de la economía
política. Ambas, la ciencia política y la economía política, contribuyeron, en
el plano del pensamiento, al desenvolvimiento del capitalismo, un sistema que
recibía por entonces un impulso decisivo con la llamada Revolución Industrial. La
rotunda transformación económica que ella generó, trajo aparejada una drástica
crisis social y política, y la aparición de nuevos actores sociales, exponentes
del nuevo orden según el cual, un poder económico cada vez mayor era dirigido
por un número de personas cada vez menor. Para dar respuesta a las conmociones
que esta presencia señaló, tanto en el plano de la teoría como en el de la
práctica social, apareció el proyecto socialista de Karl Marx, quien proyectó
el plano de la utopía al de la ciencia. El nuevo mundo de la industrialización
y su siniestra realidad de las relaciones laborales fueron para él motivos más
que sobrados para ponerse a la tarea de diseñar mundos alternativos.
Las utopías
son formas ideales que configuran un enjuiciamiento de la realidad. Este rasgo
de las utopías es el que ha tratado de destacar Karl Mannheim (1893-1947) como
su componente principal. “Toda verdadera utopía -dice en “Ideologie und utopie”
(Ideología y utopía), su ensayo de 1929- se constituye cuando la voluntad de
acceso a un mundo mejor genera una acción enjuiciadora y crítica del presente
estado de situación y procura destruir las limitaciones del orden
existente". Más adelante agrega el sociólogo de origen húngaro: “Solamente
llamaremos utópicas a aquellas orientaciones que trascienden la realidad y que,
al informar la conducta humana, tiendan a destruir, parcial o totalmente el
orden de cosas predominante en aquel momento. Esto quiere decir que cuando una
utopía responde a un mecanismo de evasión, o mítico, o meramente fabulador, no
es auténtica utopía; y lo es mucho menos cuando tales creaciones fantásticas
contribuyen a legitimar el orden histórico existente: en este caso se trata de
ideologías”.
Este
vendría a ser el caso de las visiones del Paraíso que se difundieron a lo largo
de la Edad Media. Tales figuraciones no hicieron sino distraer la mirada del
hombre medieval para llevarla lejos de la realidad social, de modo que ésta
permaneciera inamovible. Pero cuando estas mismas visiones paradisiacas aparecieron
asumidas como esquemas de una posibilidad terrena y “ciertos grupos sociales
incorporaron esas imágenes añoradas a su conducta real, intentando reafirmarlas
en la práctica”, entonces aquellas representaciones ideológicas se convirtieron
en utópicas. Al depurar Mannheim a la utopía del conjunto de rasgos religiosos,
míticos, fantásticos, al rechazar todos estos contenidos, dejó subsistiendo
sólo aquellas notas que permitieran identificar a la utopía con la revolución.
De esta forma transformó las utopías en “topías” futuras y avaló la idea de que
la utopía es el principio revolucionario actuando en la historia, ya que tiene
un efecto corrosivo del orden social e histórico existente. Aclaró que las
utopías no son creaciones individuales y aun cuando se presenten formuladas por
un individuo, sólo tienen proyección y alcance cuando son la expresión de un
grupo social, cuando su alcance coincide con propósitos colectivos, y añadió
categórico: “las utopías son esencialmente realizables”.
Dos
décadas después de la aparición de la obra de Mannheim, otro gran pensador
alemán, el ya citado filósofo Ernst Bloch, procuró en su “Das prinzip hoffnung”
(El principio de la esperanza) valorizar la “función utópica” del hombre como
estrechamente ligada al dinamismo revolucionario de la historia. El punto de
partida de Bloch es el pensamiento hegeliano: asume su imagen del universo como
un proceso abierto y orientado hacia el futuro. En un universo cerrado no sería
posible la actividad creadora ni el conocimiento. Es a partir de Hegel y de
Marx, sostiene, que el hombre moderno opera un giro decisivo, vuelve los ojos
hacia adelante, y configura una verdadera doctrina de “lo aún no devenido y
realizado” como formas vivientes de futuros desarrollos de la conciencia. Hegel
y Marx ponen el acento sobre el futuro y destacan su entraña creadora. La
conciencia se enriquece, a partir de ellos, con las perspectivas de lo que aún
falta cumplirse y que no es nada menos que “la total plenitud de lo humano”,
esto es, la utopía. Bloch llama función utópica a esta actividad de la
conciencia que se da como ejercicio realizador de lo que será. “Es la actividad
rescatadora de la unidad de la conciencia humana, es lo que hace posible el
paso del espíritu desde la alienación hacia la plenitud. Es, en definitiva, una
forma activa de la esperanza”. “La utopía -afirma Bloch- no se reduce a un mero
sueño, deseo o espera imaginativa y anhelante de lo que vendrá. Es un dinamismo
de la conciencia prospectiva, es una función del ser. La función utópica
compromete el ejercicio de la voluntad humana capaz de asumir un proyecto histórico
y de ejecutarlo. Se identifica con aquello que en el hombre tiende hacia lo
mejor, es la expresión de una verdadera tendencia hacia adelante, hacia lo
mejor”.
Haciendo
gala de su más descarada amargura y de su más provocativo nihilismo, el
filósofo húngaro Emil Cioran (1911-1995) decía en “Histoire et utopie”
(Historia y utopía) que “la miseria es la gran auxiliar del utopista, la
materia sobre la cual trabaja, la sustancia con que nutre sus pensamientos.
Mientras más desprovisto está uno, más gasta el tiempo y la energía en querer,
con el pensamiento, reformarlo todo, inútilmente. El delirio de los indigentes es
generador de acontecimientos, fuente de historia. Son ellos los que inspiran
las utopías”. No le fue en saga el filósofo argentino Víctor Massuh (1924-2008)
quien, preocupado por el lento pero insoslayable avance del humanismo ateo, en
su ensayo “La libertad y la violencia” afirmó que “en la génesis de la
desmesura revolucionaria, de todo mesianismo histórico, encontramos la utopía,
este hito de la imaginación, este juego de la ansiedad y de la búsqueda de lo
perfecto. Porque utópica es la actitud que tiende a valorizar un orden ideal
que trasciende el conjunto de las imperfecciones humanas”. El escepticismo
(como manifestación de debilidad y resentimiento) y el iluminismo (como
expresión de misticismo burgués) se aunaron en estos filósofos tan singulares
como sinceros, tan juiciosos como dispares.
En la ya
citada “Das elend der philosophie” (Miseria de la filosofía), Marx decía que “a
medida que avanza la historia, los trabajadores ya no necesitan buscar la
ciencia en su espíritu: basta con que adviertan lo que sucede ante ellos y se
conviertan en su órgano de ejecución. Mientras buscan la ciencia y crean solo
sistemas, mientras están al comienzo de la lucha, no ven en la miseria otra
cosa que miseria, sin advertir su aspecto revolucionario, subversivo, destinado
a destruir la antigua sociedad. A partir de ese momento, la ciencia producida
por el movimiento histórico, con el cual se relaciona con pleno conocimiento de
causa, deja de ser doctrinaria y pasa a ser revolucionaria”. De esta manera,
Marx definió los principios de su propia visión de la sociedad futura,
reconociéndose de esta forma heredero de los grandes constructores de utopías.
De tal modo imaginó a su vez, una sociedad y un modo de vida cuya
materialización constituiría la tarea histórica de la clase de los productores.
De esta clase, la más interesada material y espiritualmente en esta finalidad
utópica, esperaba Marx la transformación radical de la existencia humana,
colocándose así entre los precursores de la utopía racional.
En los
tiempos que corren, la necesidad de refundar una utopía es algo de una enorme
actualidad. Las utopías, dado justamente su carácter revolucionario, no son
ningún delirio, ninguna desmesura, todo lo contrario, son una necesidad del
espíritu humano, una gran esperanza. Las reflexiones del polifacético artista
británico John Berger (1926-2017) son esenciales para comprender el estado de
nuestra sociedad. En su “With hope between the teeth” (Con la esperanza entre
los dientes), una incisiva y profunda meditación acerca del significado actual
del compromiso político, afirma con una certidumbre implacable: “La esperanza
fracasa muchas veces, pero el dolor jamás”. Será tal vez por esa certeza que, a
pesar de tanto dolor, la esperanza nunca muere. Y las utopías tampoco.