5. Sobre la toma de consciencia
Uno puede llegar
a pensar en muchas cosas, y volver a pensar y pensar. Pero, en medio de la
desazón reinante, estas meditaciones dan la impresión que nada resuelven.
Pensar parecería no arreglar nada. Una idea no sería más que una potencia
imaginaria, una nube en forma de hongo que no destruye nada, que no construye
nada, que se levanta desde una suerte de conciencia enceguecedora. Sin embargo,
alguna vez dijo el matemático y físico francés Henri Poincaré (1854-1912) que el
pensamiento “no es más que un relámpago en medio de la larga noche, pero ese
relámpago lo es todo". Y, efectivamente, el pensamiento lo es todo. La Historia
comienza cuando los hombres empiezan a pensar en el transcurso del tiempo no
en función de procesos naturales sino en función de una serie de
acontecimientos específicos en que ellos se hallan comprometidos
conscientemente y en los que conscientemente pueden influir. La historia, nos dice
el historiador suizo Jacob Burckhardt (1818-1897) en “Weltgeschichtliche betrachtungen”
(Reflexiones sobre la historia universal), es “la ruptura con la naturaleza
causada por el despertar de la conciencia”. La Historia es la larga lucha del
hombre, mediante el ejercicio de su razón, por comprender el mundo que lo
rodea y actuar sobre él.
El
desarrollo de la conciencia que de sí mismo han tomado los hombres puede decirse
que nació con René Descartes (1596-1650), que fue el primero en establecer
la posición del hombre como ser que puede no sólo pensar sino pensar acerca de
su propio pensamiento, que puede observarse a sí mismo en el acto de observar,
de modo que el hombre es simultáneamente sujeto y objeto de pensamiento y observación.
Esta noción terminó de hacerse explícita hacia finales del siglo XVIII cuando Jean
Jacques Rousseau abrió el camino hacia nuevas profundidades de la
comprensión y la conciencia de sí mismo en el hombre, y brindó a la especie una
nueva misión del mundo de la naturaleza y de la civilización tradicional. Hoy
en día, cuando la ciencia se interesa cada vez más por la elaboración de
hipótesis operativas con las que se pueda someter la naturaleza a sus
propósitos y alterar el medio ambiente, es notorio que el hombre ha logrado,
mediante el ejercicio consciente de la razón, transformarse a sí mismo y modificar
lo que lo rodea.
Estos
cambios son producto fundamentalmente de los descubrimientos e inventos
científicos, de su más difundida aplicación y de los hechos acarreados por
ellos, directa o indirectamente. Su aspecto más visible es una revolución
social comparable a la que, en los siglos XV y XVI, inauguró la subida al
poder de una nueva clase social arraigada en las finanzas y en el comercio, y
más tarde, ya en el siglo XVIII, basada en la industria. Pero la época
contemporánea ha ensanchado la lucha de una forma portentosa. El hombre pensante
se propone ahora comprender y modificar, no sólo el mundo circundante, sino también
a sí mismo, y esto ha añadido una nueva dimensión a la razón y una nueva dimensión
a la Historia. Suele decirse que el hombre contemporáneo es consciente de sí
mismo, y por lo tanto de la Historia, como nunca lo ha sido antes; que escruta
de buena gana la penumbra de la que procede con la esperanza en que los débiles
rayos de luz que en ella perciba iluminarán la oscuridad hacia la que se dirige.
Y a la vez, que sus aspiraciones y ansiedades relacionadas con el camino que le
queda por andar han aguzado su penetración de lo que ha quedado atrás; que pasado,
presente y futuro están ahora vinculados en la interminable cadena de su historia
como nunca lo habían estado. Pero, ¿se puede generalizar? ¿Todos los hombres
son conscientes del aciago presente de la humanidad? ¿Se puede tener esperanza
cuando, año tras año, es cada vez mayor la cantidad de pobres e indigentes
mientras que el 80% de la riqueza planetaria se concentra en el 1% de la
población mundial?
Porque al
tomar realmente conciencia sobre los avatares de la historia es cuando un
pensamiento en forma de relámpago nocturno -tal como lo definiera Poincaré-
aparece como producto de la aceleración del proceso de crisis que vivimos en
estos años, una encrucijada histórica singular signada por el catastrófico abismo
fiscal y el crecimiento exponencial de la deuda externa de la primera
potencia mundial (epicentro de la crisis sistémica global y pilar de la
estructura económica internacional), el derrumbe de las estructuras del estado
de bienestar en los países desarrollados, la escalada de un ordinario populismo
en los eufemísticamente llamados países en vías de desarrollo y la agudización
de la miseria avecindada al parecer ya definitivamente en los países más
menesterosos del globo. Esta cuestión depara interrogantes y controversias que
cuestionan muy seriamente la subsistencia de las corrientes sociales, políticas
y económicas predominantes. Hoy más que nunca está claro que la historia
intelectual tiene que evolucionar y, de alguna manera, allanar el camino para nuevas
reflexiones y el replanteamiento de las tesis consideradas intocables que,
indudablemente, deben modificarse ante los vertiginosos cambios históricos que
se están produciendo y ser expuestas al debate y a la crítica.
Allá por
1968, el antes mencionado ensayista argentino Arturo Jauretche enumeraba
en su jugoso “Manual de zonceras argentinas” las técnicas de la “colonización
pedagógica” utilizadas por el poder para, mediante el uso de su dominio económico,
manejar el instrumental de la cultura en función de sus propios intereses. Así
mencionaba, por ejemplo, “falsificar la historia, dividir ideológicamente a la
población con planteos ajenos a la realidad, crear intereses vinculados a la
dependencia y dotarlos de un pensamiento acorde, controlar el periodismo y
todos los medios de información, manejar la cátedra, elaborar o destruir los
prestigios políticos o intelectuales o morales, orientar toda la enseñanza,
proponer modelos imposibles y ocultar los posibles”, etc. Todas estas variadas
técnicas están patentizadas notoriamente hoy -no sólo en la Argentina sino
también en buena parte del mundo globalizado- en los escándalos mundiales de corrupción
corporativa y en las inagotables crisis de las democracias parlamentarias, de
los gobiernos presidencialistas o de los regímenes inestables y transitorios (o
no) que constituyen una modalidad de gobierno burocrático y son incapaces de
establecer una base social duradera. La tan ensalzada democracia formal
que hoy administra buena parte del mundo, aquella del sufragio libre, igual,
universal, directo y secreto como garantía de la soberanía popular, tiene de
formal sólo las reglas de juego, lo procedimental, pero en la práctica es pertinazmente
vulnerada al punto de convertirla en una democracia aparente, insustancial.
“Vivimos
en medio de una falacia descomunal: un mundo desaparecido que nos empeñamos en
no reconocer como tal y que se pretende perpetuar mediante políticas
artificiales -dice la ensayista francesa Viviane Forrester (1925-2013) en su “L'horreur écocnomique” (El horror
económico)-. Se da como norma un pasado trastornado, un modelo perimido; se
imprime a las actividades económicas, políticas y sociales un rumbo oficial
basado en esta carrera de fantasmas, esta invención de sucedáneos, esta
distribución prometida y siempre postergada de lo que ya no existe; se sigue
fingiendo que no hay ‘impasse’, que se trata solamente de pasar las
consecuencias malas y transitorias de errores reparables”. Y agrega más
adelante: “Todo se organiza, prevé, prohíbe y realiza en función de la
ganancia, que por lo tanto parece insoslayable, unida al meollo mismo de la
vida hasta el punto que no se la distingue de ella. Opera a la vista de todos,
pero no se la percibe. Aparece activamente por todas partes pero jamás se la
menciona a no ser bajo la forma de esas púdicas ‘creaciones de riquezas’
consideradas beneficiosas para toda la especie humana y proveedoras de
multitudes de puestos de trabajo. Por consiguiente, la ganancia tiene la
prioridad; es el origen de todo, como una suerte de ‘big bang’. Sólo después
de garantizar y deducir la parte que le toca a los negocios -a la economía de mercado-
se tiene en cuenta (cada vez menos) a los demás sectores”. Ante todo está la
ganancia, en función de la cual se instituye lo demás. Recién después se
distribuyen las sobras de las dichosas “creaciones de riquezas”. Ese es el
camino que se está siguiendo. Una mayoría de seres humanos ha dejado de ser necesaria
para el pequeño número que, por regir la economía, detenta el poder. Según la
lógica dominante, multitudes de seres humanos carecen de motivo racional para
vivir en este mundo donde, sin embargo, llegaron a la vida.
El
capitalismo, sistema de producción con fines de lucro, parece estar en un
callejón sin salida producto de sus propias contradicciones intrínsecas. La
plaga del desempleo masivo, el subempleo, los bajos salarios, la destrucción de
los beneficios, los recortes de servicios sociales y el aumento de la pobreza
ha sobrepasado sus límites y está hundiendo en un desastre sin alivio a
millones de trabajadores de todo el mundo. Sus destinos son destruidos, son
vidas amarradas, acorraladas, zamarreadas, desmoronadas, tangentes a una
sociedad en retroceso. Entre esos desposeídos y sus contemporáneos se alza una
suerte de ventana cada vez menos transparente. Y puesto que son cada vez menos
visibles, puesto que se los quiere marginar, apartar de esta sociedad, se los
llama excluidos. El peso de la crisis, una vez más, está golpeando la espalda
de los trabajadores. Nuevamente se aplica una de las reglas de oro del sistema:
convidados de piedra en las épocas de bonanza y socios en las crisis, una regla
que es tan inmoral como vigente. O como ironizaba el escritor y periodista
estadounidense Gore Vidal (1925-2012): “el sistema económico actual es la
libre empresa para los pobres y el socialismo para los ricos”. Además, esta crisis
tiene características particulares, pues se extiende a la crisis del medio
ambiente, a la crisis alimentaria y a la crisis energética, con consecuencias
que pueden ser catastróficas para la vida humana. El sistema capitalista no
tiene una salida integral para la humanidad, y sólo puede sobrevivir en base a
generar una grave crisis humanitaria. A la vista que la realidad nos impone día
a día, no cabe duda que el problema es justamente este sistema y que toda
salida que no implique cambiar rotundamente esta organización de la sociedad
significará nuevos fracasos, más hambre, más miseria, más desocupación para la
humanidad. No se puede saber si ésta es la crisis terminal del sistema, pero lo
que sí se vislumbra es que si no se modifica este sistema, el sistema acabará
con la humanidad.
Sabido es
que el capitalismo ha generado periódicamente crisis cíclicas: 1816, 1825,
1836-37, 1847, 1857, 1866, 1873-96, 1929-33, 1971-73, 1997-98, 2001 y la que comenzó en 2007 y tiene aún un final incierto. Existen muchas diferencias entre ellas pero
también tienen similitudes importantes y fundamentales que ayudan a la
comprensión de la crisis actual. En todas, el funcionamiento automático del
mercado capitalista, el ciclo normal de auge, recesión, crisis, depresión y reactivación del desarrollo
capitalista, quedó exhausto. Todas se vieron precedidas por largos períodos de
enorme crecimiento de las fuerzas productivas, grandes avances en tecnología e
incrementos importantes en la productividad de la clase trabajadora. La
productividad del trabajo aumentó exponencialmente, pero también, el consumo no
pudo mantener el ritmo de la producción. Pero la crisis actual va mucho más
allá de aquellas crisis cíclicas normales. Cualesquiera que sean los auges y
las caídas, todo pareciera indicar que nada podrá sacar al sistema de este
prolongado callejón sin salida, ni los billones de dólares inyectados en
rescates bancarios y corporativos ni los invertidos en gasto militar para
guerras e intervenciones limitadas ni mucho menos cualquier cura cosmética que
se aplique en la herida económica bajo la forma de estímulos. Dice Forrester: “He
aquí, pues, que la economía privada goza de una libertad como nunca había
tenido: esa libertad tan reclamada por ella y que se traduce en desregulaciones
legalizadas, en anarquía oficial. Libertad provista de todos los derechos, de
toda permisividad. Libertad desenfrenada cuya lógica satura una civilización
que culmina y cuyo naufragio ella impulsa. Este naufragio disimulado es
atribuido a las crisis temporarias a fin de que pase inadvertida una nueva
forma de civilización que ya despunta, en la que sólo un porcentaje muy pequeño
de la población encontrará funciones”.
“Hoy las
riquezas ya no se crea a partir de la generación de bienes materiales sino a
partir de especulaciones abstractas, con escaso o ningún vínculo con las
inversiones productivas -continúa Forrester en la obra citada-. Las riquezas
exhibidas en gran medida no son sino entidades vagas que sirven de pretexto al
desarrollo de derivados que no tienen gran relación con aquéllas. Los derivados
invaden la economía, la reducen a juegos de casino, a prácticas de tomadores de
apuestas. En la actualidad los mercados de productos derivados son más
importantes que los tradicionales. Ahora bien, esta nueva forma de economía no
produce: apuesta. Corresponde al orden de las apuestas en las que no hay nada
verdadero en juego. En ellas no se apuesta a valores materiales o siquiera a
transacciones financieras simbólicas (pero valoradas de acuerdo con activos
reales, aunque su fuente sea lejana) sino a valores virtuales inventados con
el sólo fin de alimentar sus propios juegos”. Consiste, entonces, en apuestas
sobre los avatares de negocios que aún no existen y tal vez nunca existirán, y
a partir de ellos, en relación con ellos, se juega con títulos, deudas, tasas de
interés y de cambio desprovistas de todo sentido, basadas en proyecciones
puramente arbitrarias, próximas a la fantasía más desenfrenada. Consiste sobre
todo en apostar a los resultados de esas apuestas y luego a los resultados de las
apuestas sobre esos resultados.
Se llega
así a la conclusión de que sólo son transacciones de compra y venta de lo que
no existe, en las que no se intercambian activos reales, ni siquiera símbolos
de esos activos, sino, por ejemplo, los riesgos asumidos por los contratos a
mediano o largo plazo que aún no han sido firmados o sólo existen en la
imaginación de alguien; se ceden deudas que a su vez serán negociadas, revendidas
y recompradas sin límite; se celebran contratos en el aire, a menudo de común
acuerdo, sobre valores virtuales aún no creados pero ya garantizados, que
suscitarán otros contratos, siempre de común acuerdo, referidos a la negociación
de aquéllos. El mercado de riesgos y deudas permite a los participantes
entregarse con toda falsa seguridad a esas pequeñas locuras. Se negocian
interminablemente las garantías de lo virtual y se trafica con esas
negociaciones. Son otros tantos negocios imaginarios, especulaciones sin otro
objeto ni sujeto que sí mismas y que constituyen un colosal mercado artificial,
acrobático, basado en nada o sólo en sí mismo, alejado de toda realidad que no
sea la suya, en círculo cerrado, ficticio, imaginado y embrollado sin cesar
con hipótesis desenfrenadas que sirven de base a otras extrapolaciones. Se
especula hasta el infinito sobre la especulación. Un mercado inconstante,
ilusorio, basado en simulacros pero arraigado en ellos, delirante, alucinado.
Lo que, de
alguna manera, se intenta señalar con estos apuntes concretos es cómo es
necesario ingresar constantemente en nuestra noción de cultura tanto a las
memorias, las creencias, las identidades, la vida cotidiana y las culturas
populares como a las problemáticas de la marginalidad, del territorio, del
trabajo, de los recursos, etc. Por eso surge este pensamiento, este relámpago
en medio de la larga noche. Porque muchas veces consumimos información sobre
nosotros mismos fabricada por el poder sin haber elaborado nuestra propia visión
de la historia. Es un intento de desinformación que bien podría generalizarse
a otras instancias culturales en la medida en que cada vez más -informática
mediante- somos procesados por otros. Debajo de esta idea subyace la hipótesis
de que nuestra problemática económica, geopolítica y social necesita también de
su exploración desde el lado de la comunicación, la cultura y la información
para no quedar reducidas al ámbito tecnocrático. Las múltiples contrariedades que
sufre el mundo hoy son un tema político y cultural y no sólo técnico. Por eso
es necesario hacer un seguimiento cultural de esta cuestión que no se despegue
de lo humano, de lo social, de lo histórico y que se salga de las formas
reaccionarias en que muchas veces ha sido planteado.
Existe una
cuestión lógica, no del todo tan familiar para la consciencia universal, que se
refiere a las consecuencias prácticas. El filósofo y sociólogo alemán Max
Horkheimer, anteriormente citado, se preguntaba en “Sozialphilosophische studien”
(Estudios de filosofía social): “¿Sería posible reunir a hombres
expertos de nuestros días para que bosquejasen un plan, pensado en todos los
detalles y objetivamente realizable, para vencer la miseria, con la obligación
de hacer caso omiso de las condiciones políticas y de las consideraciones
nacionales? ¿Podría determinarse, en años de trabajo abnegado y a base
exclusivamente de una investigación precisa, lo que cada país habría de
suministrar con sus materias primas y sus máquinas, sin perjudicar a uno solo
de sus ciudadanos, para entregar los alimentos y los instrumentos necesarios,
construir almacenes y vías para el transporte, regular el aumento de nacimientos,
para que en un tiempo más o menos calculable, nadie tuviera que morirse de
hambre en la tierra, para crear hospitales, preparar personal médico, impedir
las epidemias y, finalmente, para que todos tuvieran una vivienda humanamente
digna?”. Hoy, cuando las grandes potencias económicas pueden actuar más libres,
más motivadas, más ágiles, infinitamente más influyentes que muchos Estados (frecuentemente más
pobres que ellas), sin
preocupaciones electorales, responsabilidades políticas, controles ni, desde
luego, la menor solidaridad con aquellos a quienes aplastan, la respuesta
parece ser no.
Sean los
que fueren los diagnósticos de los expertos, sus análisis y proposiciones, la
vida cotidiana de las personas se ve dominada por la amenazadora crisis
económica. ¿Qué exámenes, críticas, respuestas o incluso alternativas se oponen
a esa realidad? Ninguna, sólo se escuchan ecos. A lo sumo algunas variantes.
Hay un estallido de sorderas, de cegueras endémicas por parte de los dueños del
poder. Se vive un tiempo clave de la historia signado por una economía
despótica que al menos se debería situar, analizar, descifrar sus poderes y su envergadura.
Por globalizada que sea, por más que el mundo esté sometido a su poder, resta
comprender, quizá decidir, qué lugar ha de ocupar la vida en este esquema. Por
eso, la verdadera respuesta a estos males sería que llevan en sí mismos su
propio correctivo. El remedio estriba en la toma de conciencia del papel que
puede desempeñar la razón; ahí radica, y no en el culto del irracionalismo o en
la renuncia al papel cada vez mayor de la razón en la sociedad contemporánea. Es
un momento en que la revolución tecnológica y científica obliga a un mayor uso
de la razón en todos y cada uno de los niveles de la sociedad.
En consecuencia,
para salvarla, no es necesario detener el desarrollo de la técnica, cerrar las
fábricas, conceder premios a los agricultores para que saboteen a la
agricultura, transformar a un tercio de los trabajadores en mendigos, ni recurrir
a algún delirante para que oficie de dictador. Lo que es indispensable y
urgente es separar los medios de producción de sus actuales propietarios
parásitos y organizar la sociedad de acuerdo con un plan racional para que las
necesidades de todos sus miembros puedan encontrar la posibilidad de una
satisfacción creciente, para que las palabras “pobreza”, “crisis”,
“explotación”, salgan de circulación. Para que, en definitiva, no exista más
una sociedad conformada por vencedores y vencidos, porque, tal como narraba el poeta
romano Publio Virgilio Marón (70-19 a.C.) en su poema épico “Aeneis” (Eneida), “sólo hay una
salvación para los vencidos: no esperar salvación alguna”. Pecando a lo mejor de
un excesivo y tal vez ingenuo idealismo, quien esto escribe considera que debiera
existir una salvación para todos los seres humanos sin excepción. La toma de
consciencia es el primer paso para lograrla.
Para finalizar podemos sumar un texto del escritor
francés, teórico de la literatura y de la cultura George Steiner (1929), quien contra
“la barbarie, la estupidez y la ignorancia” propone en su autobiografía “Errata.
An examined life” (Errata. Examen de una vida) recordar un fragmento de “un tal
Liev Davidovich Bronstein (también conocido como Trotsky)”. Un texto escrito en
el “fragor de batallas encarnizadas”: “El hombre asumirá como propia la meta de
dominar sus emociones y elevar sus instintos a las alturas de la conciencia, de
tornarlos transparentes, de extender los hilos de su voluntad hasta los
resquicios más ocultos, accediendo de este modo a un nuevo plano. El hombre
será inconmensurablemente más fuerte, más sabio y más sutil; su cuerpo se
tornará más armónico, sus movimientos, más rítmicos, su voz más, melodiosa. Los
modos de vida serán más intensos y dramáticos. El ser humano medio alcanzará la
categoría de un Aristóteles, un Goethe, un Marx. Y sobre este risco se alzarán
nuevas cimas”. “Absurdo, ¿verdad? -cierra Steiner-. Pero un absurdo por el que
vivir y morir”.