3. Sobre el proceso de acumulación en base al extractivismo
Hace unos
dos siglos y medio atrás, exactamente en 1776, el economista escocés Adam Smith
presentaba la obra con la cual sería reconocido tiempo después como el padre de
la economía clásica: “La riqueza de las naciones”. En ella, entre otras muchas
cosas, Smith definía cuatro períodos económicos en la evolución de las
sociedades: el cazador, el pastoril, el agrícola y el comercial. A cada una de
estas etapas las caracterizó básicamente en función de la relación entre los
medios de subsistencia y los acuerdos institucionales tales como los derechos
de propiedad y las formas de gobierno. En la etapa cazadora, aquélla en la cual
“cada ser humano se procura cuanto necesita por su propio esfuerzo”, la
población era escasa, nómada y homogénea económica y socialmente, no se
reconocían derechos exclusivos a la propiedad y no existía una estructura formal
de gobierno civil. En la pastoril aparecieron las desigualdades patrimoniales
junto al reconocimiento de la propiedad privada, y se “introduce entre los
hombres un grado de autoridad y subordinación que no podía existir hasta ese
momento”, estableciéndose así un gobierno civil “indispensable para su propia
conservación”. En la agrícola, las comunidades adoptaron el sedentarismo, se
estabilizó el suministro de alimentos y creció la población, pasando del
inicial cultivo básico -con la introducción del arado por los romanos y el
surgimiento del esclavismo a mano de los conquistadores imperiales- al control
de grandes extensiones de tierra a manos de los señores feudales, los que
administraban la justicia en sus propios dominios descentralizando así el gobierno
civil. Fue en este período que desapareció la figura del esclavo dando paso a
la del siervo que cultivaba la tierra para su señor y, también, fue cuando se
sustituyó el trueque de los excedentes de las cosechas por su venta con fines
comerciales. Por último, la etapa comercial -aquella que Smith denomina
“civilizada”- en la que las ciudades se convirtieron en centros comerciales y
los grandes terratenientes junto a los mercaderes produjeron -según palabras de
Adam Smith- “una de las revoluciones más importantes hacia la prosperidad
económica de los pueblos”, guiados, los primeros, por la “satisfacción de la
vanidad más pueril” a través de la compra de “bagatelas y adornos”, y obrando,
los segundos, “con miras a su propio interés, consecuencia de aquella máxima y
de aquel mezquino principio de sacar un penique de donde se puede”.
Este
proceso, al que hay que sumarle el colonialismo practicado en África y América por
las grandes potencias europeas de entonces -una historia de conquista, robo y expropiación
de bienes comunales- fue el que abrió las puertas a lo que se conoce como
“acumulación de capital”. Para Smith, la acumulación de capital era el producto
del esfuerzo y el ahorro y la principal fuente del crecimiento económico ya que
era necesaria para sobrellevar el intervalo de tiempo que transcurre entre la
producción y la comercialización de un bien. Este ciclo histórico, al que el
economista escocés denominó “acumulación previa”, fue retomado casi un siglo
más tarde por Karl Marx en su obra “Das kapital” (El capital) bajo el nombre de
“acumulación originaria”, un método basado en la expropiación violenta de los
medios de producción al productor original que sentó las bases del sistema
capitalista en el cual los productores de mercancías (sobre todo campesinos) se
vieron obligados a vender su fuerza de trabajo a los capitalistas. “Por lo
tanto -decía Marx-, el proceso que engendra el capitalismo sólo puede ser uno:
el proceso de escisión entre el obrero y la propiedad de las condiciones de su
trabajo, proceso que, por una parte, convierte en capital los medios sociales
de vida y de producción, mientras que, por otra parte, transforma a los
productores directos en obreros asalariados. La llamada acumulación originaria
no es, pues, más que el proceso histórico de disociación entre el productor y
los medios de producción”. Así, para el autor de “Differenz der demokritischen
und epikureischen naturphilosophie” (Diferencia entre la filosofía de la
naturaleza de Demócrito y la de Epicuro), la acumulación de capital no alude sólo
a la acumulación de bienes de capital financiero sino también a la de capital
humano.
Con
miradas más o menos similares, con el correr de los años otros intelectuales
dieron su versión sobre el proceso de acumulación. Así lo hicieron, entre
otros, Vladimir Lenin en “Razvitiye kapitalizma v Rossii” (El desarrollo del
capitalismo en Rusia), Rosa Luxemburgo en “Die akkumulation des kapitals” (La
acumulación de capital), Maurice Dobb en “Theories of value and distribution
since Adam Smith” (Teoría del valor y la distribución desde Adam Smith), Paul
Sweezy en “The present as history” (El presente como historia), Ernest Mandel
en “Kontroversen um ‘Das kapital’” (“El capital”. Cien años de controversias en
torno a la obra de Karl Marx), Samir Amin en “L’accumulation à l’échelle
mondiale” (La acumulación a escala mundial) e Immanuel Wallerstein en “The
modern world system” (El moderno sistema mundial). Aunque con matices, todos
ellos coincidieron -cada uno en su época- en que es un mecanismo que beneficia
a los poseedores del capital en desmedro de los trabajadores (en el ámbito
nacional) y a los países desarrollados en desmedro de los países
subdesarrollados (en el ámbito internacional). Aún ante la insistencia de los
economistas clásicos y neoclásicos que utilizan diversos modelos econométricos
para intentar demostrar que la acumulación de capital no es más que una inversión
para la modernización del equipamiento y el ulterior incremento de la
producción de bienes, el paso del tiempo ha demostrado que esto es sólo una
fachada del proceso y ni siquiera la más significativa. Su objetivo primordial
es aumentar la tasa de ganancia, cualquier otro aspecto se le subordina.
Hace
quinientos años, el proceso de acumulación se basó en la apropiación por la
fuerza de tierras y recursos para convertirlos en el claustro materno del sistema
capitalista de producción. Hoy, esa acumulación se manifiesta de manera
sumamente visible mediante el denominado “extractivismo”, una actividad basada
en la sobreexplotación de los recursos naturales que ocasiona daños a los
bosques, las selvas, las montañas, la tierra, el agua, la fauna silvestre y los
seres humanos de manera indiscriminada y que, lógicamente, aumenta significativamente
el cambio climático hasta llevarlo a una situación de irreversibilidad. Se dio
comienzo así al proceso conocido como “acumulación por desposesión”, una
definición introducida por el antes nombrado geógrafo y teórico social
británico David Harvey en su libro “The new imperialism” (El nuevo
imperialismo), obra en la cual habla sobre la mercantilización y privatización
de la tierra, el desplazamiento de distintas poblaciones para la extensión de monocultivos
transgénicos o minería y la reconversión de derechos de propiedad comunal,
colectiva o estatal en propiedad privada. El extractivismo, como base de la
actual etapa del sistema capitalista, ha establecido una división internacional
del trabajo que asigna a unos países el rol de importadores de materias primas
para ser procesadas y a otros el de exportadores. Esta división es funcional
exclusivamente al crecimiento económico de los primeros, sin ningún reparo en
la sustentabilidad de los proyectos, ni el deterioro ambiental y social
generado en los segundos, que son quienes producen dichas materias primas.
Es
innegable que la relación de los seres humanos con la naturaleza siempre ha
sido compleja, pero nunca lo ha sido tanto como ahora. Ya lo decía Marx hace un
siglo y medio atrás: “El comportamiento torpe de los hombres frente a la
naturaleza condiciona su torpe comportamiento entre sí”, y esa opinión tiene
hoy una vigencia innegable. Es cierto que la relación naturaleza-sociedad se
manifestó históricamente vinculada a las distintas formas de producción y a una
red cada vez más estrecha de relaciones entre ambas. Ya no existe aquella visión
sagrada propia del mundo antiguo en la que lo eterno, lo espiritual, se concebía
en la naturaleza y se representaba en dioses y semidioses que eran un reflejo
de la naturaleza misma: Deméter, diosa de la agricultura; Artemisa, diosa de
los bosques y las colinas; Rea, diosa de la naturaleza; Poseidón, dios del mar,
etc. Desde la Revolución Industrial y la consolidación del sistema capitalista,
la concepción de la relación naturaleza-sociedad se sustentó en la
consideración de ésta como un recurso externo y explotable con fines
económicos. De aquella relación primitiva de respeto hacia la naturaleza se
pasó a fundamentar y adoptar no sólo el uso, sino también el abuso de la misma,
consolidando de esa forma una cultura de progreso basada en lo material. Surgió
así una confrontación, una oposición entre la sociedad como sujeto y la
naturaleza como objeto, una práctica que se instauró en el continente americano
con la llegada de los primeros conquistadores europeos a fines del siglo XV.
Fue a partir de entonces que comenzó el saqueo sistemático de las riquezas
naturales de América, una práctica que continúa en escala creciente hasta
nuestros días. Un texto extraído del “Diario de viajes” de Cristóbal Colón
(1451-1506) es elocuente al respecto: “Yo estaba atento y trabajaba de saber si
había oro, y vide que algunos dellos traían un pedazuelo colgando en un agujero
que tenían a la nariz, y por señas pude entender que yendo al Sur o volviendo
la isla por el Sur, que estaba allí un Rey que tenía grandes vasos dello, y
tenía muy mucho (…) Porque del oro se hace tesoro, y con él quien lo tiene hace
cuanto quiere en el mundo y llega a que echa las ánimas al Paraíso”. Se daba
así comienzo al proceso de acumulación capitalista en la Europa moderna
naciente.
El propio
Adam Smith concebía a las colonias como una fuente inagotable de recursos
naturales y como mercados para la exportación de manufacturas. Y para Marx,
fueron esas colonias las que jugaron un papel fundamental en el proceso de
acumulación originaria del capital. El escritor uruguayo Eduardo Galeano lo
decía sin tapujos en su recordado “Las venas abiertas de América Latina”, libro
que publicara en 1971: “Es América Latina la región de las venas abiertas.
Desde el descubrimiento hasta nuestros días todo se ha trasmutado siempre en
capital europeo o, más tarde, norteamericano, y como tal se ha acumulado y se
acumula en los lejanos centros de poder. Todo, la tierra, sus frutos y sus
profundidades ricas en minerales, los hombres y su capacidad de trabajo y de
consumo, los recursos naturales y los recursos humanos. El modo de producción y
la estructura de clases de cada lugar han sido sucesivamente determinados,
desde fuera, por su incorporación al engranaje universal del capitalismo. A
cada cual se le ha asignado una función siempre en beneficio del desarrollo de
la metrópoli extranjera de turno, y se ha hecho infinita la cadena de las
dependencias sucesivas, que tiene mucho más de dos eslabones, y que por cierto
también comprende, dentro de América Latina, la opresión de los países pequeños
por sus vecinos mayores y, fronteras adentro de cada país, la explotación que
las grandes ciudades y los puertos ejercen sobre sus fuentes internas de
víveres y mano de obra”.
Efectivamente,
ya desde la conquista y colonización de América se configuraron distintas
formas de explotación de sus recursos naturales. De esta manera, como bien se
explicara en las teorías de la dependencia desarrolladas por sociólogos y
economistas prestigiosos como el antes citado André Gunder Frank en
“Kapitalismus und unterentwicklung in Lateinamerika” (Capitalismo y subdesarrollo
en América Latina) o los brasileños Celso Furtado (1920-2004) y Theotônio dos
Santos (1936-2018) en “Desenvolvimento e subdesenvolvimento” (Desarrollo y
subdesarrollo) y “A teoria da dependencia. Balanço e perspectivas” (Teoría de
la dependencia. Balance y perspectivas” respectivamente, América Latina pasó a financiar
a Europa y, al hacerlo, el desarrollo nacional de las metrópolis europeas
implicó el subdesarrollo de las colonias americanas. De este modo, la región se
insertó en la economía mundial como proveedora de metales, materias primas y
alimentos, recibiendo a cambio manufacturas y nuevas inversiones para
incrementar y canalizar ese proceso extractivo. Así, entre los siglos XV y
XVIII, éste se basó fundamentalmente en minerales como el oro y la plata, y, desde
mediados del siglo XIX, lo fue en productos agrícolas como maíz, girasol, yerba
mate y cacao, entre muchos otros, un modelo que el historiador argentino Tulio
Halperín Donghi (1926-2014) caracterizó como “orden neocolonial” en su obra “El
ocaso del orden colonial en Hispanoamérica”. Luego, ya en el siglo XX, el
método extractivista se amplió al petróleo, el gas natural, el estaño, el
cobre, el zinc y el hierro, por citar los más importantes. En todos los casos,
la integración a la economía mundial de los territorios latinoamericanos
siempre se basó en la explotación intensiva de grandes volúmenes de sus recursos
naturales y la apropiación o usufructo de sus productos por parte de grandes
empresas en el exterior a través de su exportación.
Ese modo
de integración al mercado mundial de los países latinoamericanos es,
ciertamente, un aspecto fundamental de la acumulación de capital. Los
parámetros de su modalidad fueron formulados en 1989 por el economista inglés
John Williamson (1937) en el llamado “Consenso de Washington”, un conjunto de
recomendaciones de política económica que, según la óptica del Fondo Monetario
Internacional, el Banco Mundial y el Departamento del Tesoro de Estados Unidos,
tenían como objetivo orientar a los países en desarrollo inmersos en crisis
económicas para que lograsen salir de las mismas. Entre las medidas de corte
neoliberal propuestas por estas instituciones figuraban, entre otras, la
liberalización del comercio exterior y el sistema financiero, el establecimiento del mercado como mecanismo central para
la asignación de recursos en la economía, la privatización de las empresas
públicas, la desregulación de los mercados laborales internos, la reducción del
déficit público mediante la disminución de los gastos sociales y la
minimización de las condiciones a la entrada de inversiones extranjeras. Para
sustentar todas estas disposiciones, los países latinoamericanos debieron
recurrir a la financiación externa de las aquellas instituciones financieras
internacionales, lo que se tradujo en duras políticas de austeridad en cada uno
de ellos en los últimos años del siglo pasado. Luego, tras la pausa impuesta en
varios de los países latinoamericanos por sus respectivos gobiernos de
ideología populista (lo que no desmanteló las prácticas extractivistas), tras
la crisis financiera de 2008 y la consiguiente recesión económica a nivel
mundial, resurgió con gran fuerza el discurso y la práctica más neoliberal del
Consenso de Washington.
Lejos de
lograr los objetivos que se proponían, lo que efectivamente se logró fue que
esos países sufrieran, con la anuencia de sus respectivos gobiernos, un
drástico deterioro de los sistemas de protección social, con graves
consecuencias sobre las condiciones de vida de los sectores sociales más
vulnerables, lo que generó un amplio descontento y rechazo popular porque, en
definitiva, lo que se consiguió fue privatizar las ganancias y socializar las
pérdidas. Todo ello en el marco de una ofensiva extractivista signada por la
profundización y aceleración de la expropiación, mercantilización y depredación
de los bienes comunes de la naturaleza latinoamericana que no ha hecho más que
intensificar la dominación y la explotación social y colonial que es el motor
de la actual fase capitalista, una etapa que tiene como principal orientación
explotar todo lo posible en el menor tiempo posible. Sean recursos renovables o
no los que se extraigan, la ambición de poderío, la preponderancia de la
codicia, la lógica del crecimiento exacerbado -que está en el corazón del
sistema económico capitalista- se expresa en toda su dimensión en este modelo
actual. No importa que esta coyuntura actual del neoliberalismo y la
globalización impliquen un modelo insostenible, violento y voraz; lo que
importa es el dinamismo del flujo de las ganancias de las empresas
multinacionales. No interesa que este mecanismo destruya todas las relaciones
sociales, las constelaciones culturales y los lenguajes de valoración no
mercantilistas; lo que interesa es la lógica unidimensional del mercado, el
individualismo y la ganancia privada. Es irrelevante que estas prácticas no
beneficien a los países exportadores de materias primas; lo que es relevante es
que favorezcan a las grandes corporaciones de las finanzas, de la producción
tecnológica y del así llamado mercado.
Se sabe
que los mercados involucran compras y ventas, actividades que se organizan bajo
ciertas reglas que son completamente diferentes entre el mercado semanal del
pueblo y la bolsa de valores en Wall Street. Los economistas estudian las
propiedades de la organización del mercado tomando como punto de referencia a uno
de competencia perfecta. Bajo supuestos altamente irreales, que eliminan toda
forma de incertidumbre ya que al desconocer el futuro lo desestiman en sus
análisis, pretenden demostrar que existe un conjunto de precios de equilibrio
que igualan la oferta y la demanda. Lo que oculta la ideología de este sistema es
que la mano invisible del mercado autorregulado conduce a una sociedad de
individuos egoístas a un grado superlativo. Margaret Thatcher (1925-2013) , ex primera ministra de Gran Bretaña y
principal arquitecta de la visión neoliberal del mundo, es famosa por hacerse
eco de este sentimiento al sostener que “no hay sociedad, sólo individuos”.
Este elogio del egoísmo viene a demostrar que esa mítica suposición de
competencia perfecta en los mercados es defectuosa en sus propios términos. El supuesto
equilibrio óptimo que se intenta mostrar no garantiza que la distribución del
ingreso en una sociedad sea equilibrada, ya que, en la práctica, la demanda
depende del poder adquisitivo de los individuos. Entonces, una distribución del
ingreso grotescamente desigual en condiciones competitivas puede significar
millones de niños muriendo de enfermedades fácilmente tratables como malaria o
tuberculosis, mientras que las clínicas más caras brindan tratamientos de
avanzada a precios que sólo los ricos pueden pagar; o pueblos que no tienen
cloacas ni agua potable, mientras que áreas selectas de las ciudades se
enorgullecen con sus “countrys” y sus “shoppings”. Sin embargo, para la lógica
del mercado cualquier equilibrio se considera óptimo porque asigna recursos
eficientemente, y no se puede mejorar a los pobres en las villas o en los
pueblos sin perjudicar a los ricos en las ciudades.
Particularmente
en las últimas décadas, estas políticas neoliberales que implican, entre otras
cosas, la indiscriminada penetración de capitales trasnacionales en distintos
territorios ya habitados, cuidados y trabajados por los pueblos que ya vivían
allí, cuentan con la complicidad de los gobiernos supuestamente progresistas y
populistas además de los grandes grupos económicos locales. A menudo, el
despojo se da también por vías de aparente legalidad; las empresas inciden en
legisladores y operadores de justicia para facilitar su entrada y permanencia
en los territorios y garantizar la impunidad frente a las violaciones que
cometen. Esto se ve agravado por darse en un contexto de alta fragilidad
institucional, corrupción e inestabilidad democrática que caracteriza a muchos
de los Estados latinoamericanos. A esto hay que sumarle la naturalización de un
discurso tecnocrático que posiciona el crecimiento económico como bien supremo
por sobre la garantía de los derechos humanos y la autodeterminación de los
pueblos, una prédica que se divulga a través de los medios de comunicación
hegemónicos que presentan versiones interesadas sobre los efectos sociales y
ambientales de los extractivismos, en las que se ocultan los verdaderos
impactos negativos de estas prácticas.
Es dentro
de esta enorme falacia por donde transita hoy la humanidad. Ya en 1845, en su
obra “Die deutsche ideologie” (La ideología alemana), Marx preveía que las
fuerzas productivas se convertirían en fuerzas destructivas. Años más tarde, en
el ya mencionado “El Capital”, oponía a la lógica depredadora del suelo del
capitalismo el tratamiento racional de la tierra “como eterna propiedad
comunitaria, y como condición inalienable de la existencia de la reproducción
de la cadena de las generaciones humanas sucesivas”. Para el filósofo y
economista alemán, la tierra no era propiedad de nadie; todas las sociedades
eran sus usufructuarias, con la obligación de conservarla y dejarla en buenas
condiciones para las futuras generaciones. Medio siglo después, el antes
mencionado Walter Benjamin afirmaba en su obra “Einbahnstrasse” (Calle de
sentido único) que los supuestos impulsores del progreso propagaban en realidad
la barbarie. “Desde los más antiguos usos de los pueblos parece llegar hasta
nosotros una especie de amonestación a que evitemos el gesto de la codicia al
recibir aquello que tan pródigamente nos otorga la naturaleza-decía-. De ahí
que sea conveniente mostrar un profundo respeto al aceptar sus dones,
restituyéndole una parte de todo lo que continuamente recibimos de ella”.
En 1938,
en una carta enviada al director del periódico británico “Daily Herald”, desde
su exilio mexicano Trotsky decía: “Una pequeña camarilla de magnates extranjeros
succiona, en todo el sentido de la palabra, la savia vital tanto de México como
de otra serie de países atrasados o débiles. Los discursos solemnes acerca de
la contribución del capital extranjero a la ‘civilización’, su ayuda al
desarrollo de la economía nacional, y demás, representan el más claro
fariseísmo. La cuestión, en realidad, concierne al saqueo de la riqueza natural
del país. La naturaleza requirió muchos millones de años para depositar en el
subsuelo mexicano oro, plata y petróleo. Los imperialistas extranjeros desean
saquear estas riquezas en el menor tiempo posible, haciendo uso de mano de obra
barata y de la protección de su diplomacia y su flota”. Transcurridos los
primeros años del siglo XXI resulta
prácticamente incuestionable que el capitalismo, cimentado en la violencia y el
despojo de la naturaleza, utiliza a los seres humanos y sus modos de vida para
alcanzar su expansión a través del extractivismo y la acumulación continua. No
existe modernidad sin neocolonialismo ni capitalismo sin extractivismo, y es
justamente la activación desenfrenada de la pulsión de acumulación la que arrasa
a las sociedades.