20 de diciembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XXVII) 4º parte. Desenlace incierto

Impresiones (como síntoma de inquietud)
4. Sobre la cultura de masas y la sociedad de consumo

Hay conceptos que permanecen sin alteraciones por largos periodos de tiempo y luego mutan o evolucionan en cuanto a su sentido y significación. Estas variaciones pueden deberse a los cambios sociales, políticos, económicos y tecnológicos que inciden de manera directa en las sociedades, y también a la teorización y reinterpretación que de ellos realizan los cientistas sociales. El concepto de cultura es uno de ellos y su interpretación es variada y variable, aunque el término tradicionalmente suele ser utilizado para referirse a todo el conocimiento que es adquirido por el hombre desde de su nacimiento, a una educación formal dentro de la sociedad y hasta a la sofisticación o refinamiento del gusto, haciendo una clara distinción entre lo culto y lo ignorante. La palabra “cultura” (del latín “cultura”, cultivo) apareció en el idioma inglés tempranamente, hacia principios del siglo XIII. El término se empleaba para designar una parcela cultivada y, tres siglos más tarde, adquirió una connotación metafórica al extenderse su significado al de cultivo de cualquier facultad. La propiedad que tenía un campo de ser cultivado se comparaba a la que tenía una persona de aprender, así como a una sin educación se la asemejaba a un campo sin cultivar. Hacia fines del mismo siglo, el concepto de cultura era entendido por las clases altas como la tenencia de una buena educación, gusto por las bellas artes, un determinado arquetipo de comportamiento y ciertas normas de urbanidad.
De cualquier manera, la acepción figurativa de cultura recién se extendió durante el siglo XVII, cuando comenzó a aparecer en algunos textos académicos. Más adelante, en el siglo XIX, la cultura era asociada también a las actividades lúdicas que las personas bien educadas realizaban. Pero, desde mediados del siglo XX, la cultura se fragmentó en una serie de disciplinas complejas y diversas, lo que hace sumamente difícil abarcarlas en su conjunto. Según el “Diccionario de la lengua española” editado por la Real Academia Española, la cultura es “un conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época o grupo social”, una definición que bien podría provenir de la que el antropólogo evolucionista inglés Edward Burnett Tylor (1832-1917) acuñara en 1871 en su ensayo “Primitive culture” (Cultura primitiva): “La cultura o civilización, en sentido etnográfico amplio, es ese todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre en cuanto miembro de una sociedad”.
En 1952, los antropólogos estadounidenses Alfred Kroeber (1876-1960) y Clyde Kluckhohn (1905-1960) publicaron “Culture. A critical review of concepts and definitions” (Cultura. Una revisión crítica de conceptos y definiciones), obra en la que analizaron ciento sesenta definiciones de diversos antropólogos, sociólogos, psicólogos, psiquiatras y otros científicos. Como síntesis, ofrecieron su propia definición de cultura: “La cultura consiste en patrones de comportamiento, explícitos e implícitos; adquiridos y transmitidos mediante símbolos, que constituyen los logros distintivos de los grupos humanos, incluyendo su plasmación en utensilios. El núcleo esencial de la cultura se compone de ideas tradicionales (es decir, históricamente obtenidas y seleccionadas) y, sobre todo, de sus valores asociados”. En conclusión, el concepto de cultura involucra una multiplicidad de significados que abarcan desde aquellas expresiones que utilizan el individuo común o los miembros de una comunidad hasta las definiciones dadas por los científicos, muchos de los cuales la consideran su objeto de estudio y llegan a resultados a veces contradictorios entre sí.


La noción de cultura, en definitiva, es ciertamente vaga y confusa. El escritor y periodista argentino Fabrizio Volpe Prignano (1975-2005) decía en “Comunicación y cultura en el siglo XXI” que ésta “se asocia con el concepto de libertad, con la representación de dignidad e incluso con la edificación y manifestación de la propia identidad: hay quienes dicen que la cultura nos libera y que el hombre es un animal cultural. Según la mayoría de los antropólogos, la cultura perfecciona el estado natural al que estaría sentenciado el hombre como primate; la solución es semejante a un órgano artificial: nos completamos por obra y gracia de la cultura”. A su vez, en “The interpretation of cultures” (La interpretación de las culturas), el antropólogo estadounidense Clifford Geertz (1926-2006) desarrolló una concepción sintética de cultura, es decir que los factores biológicos, psicológicos, sociológicos y culturales se tratan como variables dentro de un mismo sistema (el ser humano). Esta concepción está basada en la noción de que la cultura “no es sólo un ornamento de la existencia humana, sino que es una condición esencial de ella”. Explica Geertz que el desarrollo físico y la evolución cultural fueron simultáneos, que los cambios biológicos más importantes se produjeron en el cerebro y en el sistema nervioso central y, por último, que el ser humano “es un animal incompleto, un animal inconcluso. Sin hombres no hay cultura por cierto, pero igualmente, y esto es más significativo, sin cultura no hay hombres”.
Por su parte, Raymond Williams (1921-1988), novelista, dramaturgo y académico galés, pionero en los estudios culturales británicos, decía en “Culture and society” (Cultura y sociedad), un ensayo publicado en 1958, que existen dos sentidos de cultura según el uso dado por los grupos sociales dominantes. Uno de ellos, el de “los comensales de los salones de té en Oxford y Cambridge”, considera que la cultura equivale a dominar la literatura, la música, el arte, y debe ser conservada de la embestida de la gente ordinaria. El otro, el de “los buitres de la cultura”, desprecia esa alta cultura y, como mercaderes de las industrias culturales, consideran que esas masas ignorantes deben ser educadas, por lo que pretenden imponer su propia cultura de acuerdo, claro, a sus intereses económicos. “Mientras que antaño -añade Williams- cultura significaba un estado o hábito de la mente, o la masa de actividades intelectuales y morales, ahora también significa todo un modo de vida. Esta transformación, como cada uno de los significados originales y las relaciones entre ellos, no es accidental sino general y profundamente significativa”.
Por la misma época, desde un punto de vista sumamente elitista y aristocrático, el historiador estadounidense Lawrence W. Levine (1933-2006) dividió a la cultura en “alta cultura” y “baja cultura” considerándolas como dos compartimentos estancos y antagónicos. En su libro “Highbrow/Lowbrow. The emergence of cultural hierarchy in America” (Alta cultura/Baja cultura. El surgimiento de la jerarquía cultural en América) emparentaba a la alta cultura con el gusto canónico -la literatura homérica, el teatro shakesperiano, la danza clásica y el ballet, las óperas wagnerianas, etc.-, mientras que la baja cultura, la cultura de masas, era vulgar, soez, prosaica, una diversión banal y pasiva dirigida a las clases sociales poco cultivadas y sin juicio estético. Una forma de pensar que se puede asociar literalmente al pensamiento del filósofo y ensayista español José Ortega y Gasset (1883-1955) o al del poeta y crítico literario británico Thomas S. Elliot (1888-1965) cuando opinaban que “nada se puede esperar de la masa y su baja cultura” o que “la verdadera cultura, en cualquier civilización, se preserva en buena medida gracias a que las clases cultivadas la van conservando generación tras generación, desempeñando un papel esencial como defensa de los grandes valores frente a la masa iletrada y bárbara” en “La rebelión de las masas” y en “Notes towards the definition of culture” (Notas para la definición de la cultura) respectivamente.


Dadas las condiciones de alienación y deshumanización que imperan en el mundo contemporáneo, da la impresión de que ya no se trata de determinar cuál cultura es más legítima, si la alta cultura o la popular. Para interpretar la cultura es necesario radicalizar el pensamiento y agudizar los métodos para entender las relaciones sociales que de ella se derivan. Y, si hay algo que se puede afirmar, es que la cultura hoy lo atraviesa todo a través de la explotación comercial. Al amparo de la publicidad (y también de la televisión, el cine, las revistas y en general en todos los nuevos medios de comunicación que adquieren un papel cada vez más prominente en la cultura urbana) el consumismo se ha convertido en una de las actividades culturales más relevantes. Su desarrollo y crecimiento se inició en el siglo XX como una consecuencia directa de la lógica interna del capitalismo que, haciendo un uso abusivo de ella, ha generado nuevas necesidades en los seres humanos ya sea por factores de estatus, afectivos o simplemente de estandarización y masificación. Es así que ha surgido una nueva etapa de la mercantilización que el sociólogo y economista estadounidense Jeremy Rifkin (1945) ha definido como “capitalismo cultural” en su libro “The age of access” (La era del acceso).
En las sociedades modernas son los productores de bienes y servicios quienes llevan las riendas de la producción y el consumo, manipulando las necesidades y los deseos de los ciudadanos a través de profusas campañas publicitarias. A la hora de introducir un nuevo producto, promueven su demanda entre los consumidores y procuran sostener la demanda de los productos ya existentes. Esta modalidad llevó al ya aludido economista iconoclasta canadiense John Kenneth Galbraith a afirmar en su ensayo “The affluent society” (La sociedad opulenta) que los seres humanos se encuentran ante un verdadero fraude: “La creencia en una economía de mercado en la que el consumidor es soberano es uno de los mayores fraudes de nuestra época”, y criticaba que el éxito de una sociedad se midiese no por logros artísticos, literarios, educativos o científicos, sino sólo por la producción de objetos materiales y servicios que en gran medida eran impuestos por los productores.
En idéntico sentido se expresaba el economista británico Paul Ekins (1950) en “A sustainable consumer society” (La sostenibilidad de la sociedad de consumo), ensayo en el que afirmaba que “en las sociedades avanzadas, el consumo -y muy especialmente el consumo de mercancías no necesarias para la supervivencia- se ha convertido en una actividad central, hasta el punto de que se puede hablar de una ‘sociedad consumista’. Los objetos consumidos, más allá de su valor y funcionalidad material, presentan una dotación simbólica, por lo que el acto de consumir sirve para construir y enfatizar identidades individuales y sociales”. Y agregaba más adelante: “La posesión y el uso de un número y variedad creciente de bienes y servicios constituyen la principal aspiración de la cultura y se perciben como el camino más seguro para la felicidad personal, el estatus social y el éxito nacional”.


También la socióloga española Susana Rodríguez Díaz (1974) hizo un acertado análisis de este fenómeno en su artículo “Consumismo y sociedad. Una visión crítica del Homo Consumens”: “El desarrollo de la economía capitalista ha implicado un crecimiento continuo de las necesidades y los deseos suscitados por el binomio producción/consumo. A pesar de la existencia de enormes zonas de pobreza, la civilización occidental, con el apoyo de las estrategias publicitarias que fomentan la compra de productos cargados de virtudes ilusorias, así como la obsolescencia rápida y el fomento de lo nuevo, la preocupación individualista por el estatus y el consuelo que ofrece el consumo frente a las frustraciones vitales, fomentan el hiperconsumo. El consumismo comporta despilfarros y causa degradación, contaminación y escasez de recursos naturales”. En idéntico sentido se expresó el sociólogo argentino Roberto Marafioti (1949) en su libro “Los significantes del consumo” al expresar que “la sociedad actual vive asentada sobre necesidades que no son reales y que le son impuestas por los intereses de ciertos grupos determinados que utilizan las técnicas publicitarias para indicar al consumidor que es lo que desea o lo que debe desear”. Esta suerte de engendro ha conseguido provocar en las sociedades modernas un enorme cambio de actitudes al instalar en la mente de las personas la idea de que deben ser alguien que en realidad no son.
En 1944, dos de los mayores teóricos de la Escuela de Frankfurt -los filósofos alemanes Max Horkheimer (1895-1973) y Theodor Adorno (1903-1969)- publicaron una colección de ensayos bajo el título “Dialektik der aufklärung” (Dialéctica de la ilustración). En el capítulo “Kulturindustrie. Aufklärung als massenbetrug” (La industria cultural. La Ilustración como engaño de masas) exponían que la industria cultural era un sistema que se movía por las lógicas del mercado y la estandarización. Esa cultura producida por las industrias económicas estaba basada en un sistema de símbolos, valores y actitudes en donde la unificación y la homogeneización oculta tras una aparente diversidad de ofertas no transmitían más que contenidos en los que de manera permanente se potenciaba la competitividad y el conformismo de las sociedades. Profundizando los análisis de los pensadores de la Escuela de Frankfurt en cuanto a que las estructuras ideológicas en las sociedades post-industriales establecían un tipo de dominio más sutil y peligroso que el mero dominio sustentado en la explotación física y económica, a mediados a mediados del siglo XX se desarrolló en Francia el Estructuralismo, una corriente filosófica cuyo objetivo era abrir una nueva perspectiva intelectual en el modo de entender y analizar la cultura.
Los estructuralistas se interesaron por estudiar las interrelaciones a través de las cuales se produce el significado dentro de una cultura. Este tipo de análisis ayudó a descubrir la estructura que subyace en muchos de los fenómenos de la vida social y cultural, entre ellos la comunicación, entendiendo a ésta como un sistema de estructuras directamente relacionadas entre sí con fines determinados. Para el Estructuralismo, las sociedades en su conjunto funcionan a partir de una lógica del intercambio de mercancías en la que el objeto se vuelve signo de estatus y símbolo de una falsa e imaginaria movilidad social. En ese sentido, el sociólogo francés Pierre Bourdieu (1930-2002) afirmaba en “Langage et pouvoir symbolique” (Lenguaje y poder simbólico) que las nuevas formas culturales, derivadas de la industria de la cultura y de la comunicación, en vez de producir “una prodigiosa expansión cultural por todo el reino social”, privilegiaba la consolidación del  “capitalismo en su sentido clásico”, el ascenso de un modelo cultural con símbolos, valores, códigos y signos muy simplificados, fragmentados y homogeneizados que descentraban los “mapas cognitivos” y apelaban a conductas irracionales. De ese modo, las relaciones sistemáticas y constantes existentes en el comportamiento humano, tanto individual como colectivo, no eran evidentes sino que, en gran parte, no eran percibidas conscientemente y limitaban y constreñían las acciones humanas.


En la misma dirección se expresaba el filósofo y sociólogo francés Jean Baudrillard (1929-2007) en “La société de consommation. Ses mythes, ses structures” (La sociedad de consumo. Sus mitos, sus estructuras) al sostener que la sociedad de consumo no es sino “la culminación de una retórica en la que subyacen unas mitologías industrializadas y en las que toda la estructura de intercambio se edifica sobre una política económica de mercancías devenidas en símbolos y que son el núcleo de la génesis ideológica de las necesidades”; es decir, en la sociedad de masas el objeto se vuelve mercancía y éstas, a la par, se transforman en símbolos. También fue categórico el filósofo y sociólogo francés Gilles Lipovetsky (1944) en su libro “Le bonheur paradoxal” (La felicidad paradójica): “Las sociedades consumistas se emparentan con un sistema de estímulos infinitos, de necesidades que intensifican la decepción y la frustración cuando más resuenan las invitaciones de felicidad al alcance de la mano. La sociedad que más ostensiblemente festeja la felicidad es aquella en la que más falta; aquella en que las insatisfacciones crecen más deprisa que las ofertas de felicidad. Se consume más, pero se vive menos; cuanto más se desatan los apetitos de compras más aumentan las insatisfacciones individuales”. Otro tanto hizo el filósofo y semiólogo francés Roland Barthes (1915-1980) en “Mythologies” (Mitologías), obra en la que destacó el proceso de simulacro implícito e inseparable de la acción simbólica de los objetos. “En la nueva cultura comunicativa lo imaginario-simbólico cobra las características de ‘lo real’. Así, la deformación imaginaria de la cultura de masas condiciona la percepción de las condiciones reales de existencia. Es la culminación y el triunfo del fetichismo y de la cosificación”.
“La relevancia que tiene pensar en el consumo viene dada por su carácter central en las relaciones sociales contemporáneas”, decía Zygmunt Bauman (1925-2017) en su ensayo “Work, consumerism and the new por” (Trabajo, consumismo y nuevos pobres). Para el sociólogo y filósofo polaco el acto de consumir “está presente en todas las sociedades, sea para atender las necesidades más básicas o aquellas consideradas superfluas. Mientras tanto, el consumo da lugar al consumismo, el cual está asociado al deseo creciente de nuevas posesiones y la rápida substitución de los bienes”. De esta manera, los individuos no sólo adquieren productos por su valor utilitario sino también por su valor representativo, no sólo como símbolo de distinción social sino también como expresión subjetiva de la búsqueda de placer al entender a éste como un bien supremo de la vida humana. Este concepto remite indefectiblemente al hedonismo, una postura moral que justifica la búsqueda de la felicidad por medio de los placeres materiales. Así lo entiende el sociólogo británico Mike Featherstone (1946) en su obra “Consumer culture and postmodernism”  (Cultura de consumo y posmodernismo), ensayo en el cual reconoce dos aspectos fundamentales en las sociedades de consumo actuales: por un lado los patrones de consumo como una “fuente de diferenciación y de estatus” y, por otro, como una “fuente de fantasía y placer en un universo de estímulos permanentes”.


Lo concreto es que hoy la cultura del consumo se ha naturalizado, ha pasado de ser un menester estructural a ser un menester vital. Bien lo decía Habermas en su ensayo antes mencionado “Theorie des kommunikativen handelns” (Teoría de la acción comunicativa): “La forma mercancía se adueña de la cultura ocupando tendencialmente con ello todas las funciones del hombre. Las prácticas culturales-comunicativas son orientadas hacia la creación de una mentalidad social colectiva en la que la colonización del mundo de la vida es el aspecto primordial del proceso”. Y esa “colonización del mundo de la vida” es producto de un sistema económico que necesita ciudadanos adictos al consumo y por ello se ha esforzado en crearlos y mantenerlos así aunque el precio sea destruir la esperanza de una sociedad más humana y un desarrollo personal más pleno para todos los seres humanos. Quienes controlan el sistema económico no están interesados en el bienestar psicológico de los ciudadanos ni en su realización personal, lo único que desean es mantener el mercado en constante expansión, de forma que no dejen de aumentar las ventas de las empresas y, por lo tanto, sus beneficios.
De esta forma, muy lejos parecen haber quedado las palabras que León Trotsky vertiera en “Literatura i revolyutsiya” (Literatura y revolución): “La parte más preciosa de la cultura es la que se deposita en la propia conciencia humana, los métodos, costumbres, habilidades adquiridas y desarrolladas a partir de la cultura material preexistente y que, a la vez que son resultado suyo, la enriquecen”. A finales de la década de 1940, la escritora y filósofa francesa Simone de Beauvoir (1908-1986) ya deploraba en su ensayo “Pour une morale de l'ambiguïté” (Para una moral de la ambigüedad) la tendencia de los seres humanos a “pensar que no son los amos de su destino; ya no abrigan la esperanza de contribuir a escribir la historia, están resignados a someterse a ella”. Un par de décadas antes el médico neurólogo austríaco Sigmund Freud (1856-1939), padre del psicoanálisis, había dicho en su “Das unbehagen in der kultur” (El malestar en la cultura) que “no se puede eludir la impresión de que el hombre suele aplicar cánones falsos en sus apreciaciones, pues mientras anhela para sí y admira en los demás el poderío, el éxito y la riqueza, menosprecia, en cambio, los valores genuinos que la vida le ofrece”.