4. Sobre la cultura de masas y la sociedad de consumo
Hay
conceptos que permanecen sin alteraciones por largos periodos de tiempo y luego
mutan o evolucionan en cuanto a su sentido y significación. Estas variaciones
pueden deberse a los cambios sociales, políticos, económicos y tecnológicos que
inciden de manera directa en las sociedades, y también a la teorización y
reinterpretación que de ellos realizan los cientistas sociales. El concepto de
cultura es uno de ellos y su interpretación es variada y variable, aunque el
término tradicionalmente suele ser utilizado para referirse a todo el
conocimiento que es adquirido por el hombre desde de su nacimiento, a una
educación formal dentro de la sociedad y hasta a la sofisticación o
refinamiento del gusto, haciendo una clara distinción entre lo culto y lo
ignorante. La palabra “cultura” (del latín “cultura”, cultivo) apareció en el
idioma inglés tempranamente, hacia principios del siglo XIII. El término se
empleaba para designar una parcela cultivada y, tres siglos más tarde, adquirió
una connotación metafórica al extenderse su significado al de cultivo de
cualquier facultad. La propiedad que tenía un campo de ser cultivado se comparaba
a la que tenía una persona de aprender, así como a una sin educación se la
asemejaba a un campo sin cultivar. Hacia fines del mismo siglo, el concepto de
cultura era entendido por las clases altas como la tenencia de una buena
educación, gusto por las bellas artes, un determinado arquetipo de
comportamiento y ciertas normas de urbanidad.
De
cualquier manera, la acepción figurativa de cultura recién se extendió durante
el siglo XVII, cuando comenzó a aparecer en algunos textos académicos. Más adelante,
en el siglo XIX, la cultura era asociada también a las actividades lúdicas que
las personas bien educadas realizaban. Pero, desde mediados del siglo XX, la
cultura se fragmentó en una serie de disciplinas complejas y diversas, lo que
hace sumamente difícil abarcarlas en su conjunto. Según el “Diccionario de la
lengua española” editado por la Real Academia Española, la cultura es “un
conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo
artístico, científico, industrial, en una época o grupo social”, una definición
que bien podría provenir de la que el antropólogo evolucionista inglés Edward
Burnett Tylor (1832-1917) acuñara en 1871 en su ensayo “Primitive culture”
(Cultura primitiva): “La cultura o civilización, en sentido etnográfico amplio,
es ese todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la
moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera otros hábitos y capacidades
adquiridos por el hombre en cuanto miembro de una sociedad”.
En 1952,
los antropólogos estadounidenses Alfred Kroeber (1876-1960) y Clyde Kluckhohn
(1905-1960) publicaron “Culture. A critical review of concepts and definitions”
(Cultura. Una revisión crítica de conceptos y definiciones), obra en la que
analizaron ciento sesenta definiciones de diversos antropólogos, sociólogos,
psicólogos, psiquiatras y otros científicos. Como síntesis, ofrecieron su
propia definición de cultura: “La cultura consiste en patrones de
comportamiento, explícitos e implícitos; adquiridos y transmitidos mediante
símbolos, que constituyen los logros distintivos de los grupos humanos,
incluyendo su plasmación en utensilios. El núcleo esencial de la cultura se
compone de ideas tradicionales (es decir, históricamente obtenidas y
seleccionadas) y, sobre todo, de sus valores asociados”. En conclusión, el
concepto de cultura involucra una multiplicidad de significados que abarcan
desde aquellas expresiones que utilizan el individuo común o los miembros de
una comunidad hasta las definiciones dadas por los científicos, muchos de los
cuales la consideran su objeto de estudio y llegan a resultados a veces
contradictorios entre sí.
La noción
de cultura, en definitiva, es ciertamente vaga y confusa. El escritor y
periodista argentino Fabrizio Volpe Prignano (1975-2005) decía en “Comunicación
y cultura en el siglo XXI” que ésta “se asocia con el concepto de libertad, con
la representación de dignidad e incluso con la edificación y manifestación de
la propia identidad: hay quienes dicen que la cultura nos libera y que el
hombre es un animal cultural. Según la mayoría de los antropólogos, la cultura
perfecciona el estado natural al que estaría sentenciado el hombre como
primate; la solución es semejante a un órgano artificial: nos completamos por
obra y gracia de la cultura”. A su vez, en “The interpretation of cultures” (La
interpretación de las culturas), el antropólogo estadounidense Clifford Geertz
(1926-2006) desarrolló una concepción sintética de cultura, es decir que los
factores biológicos, psicológicos, sociológicos y culturales se tratan como
variables dentro de un mismo sistema (el ser humano). Esta concepción está
basada en la noción de que la cultura “no es sólo un ornamento de la existencia
humana, sino que es una condición esencial de ella”. Explica Geertz que el
desarrollo físico y la evolución cultural fueron simultáneos, que los cambios
biológicos más importantes se produjeron en el cerebro y en el sistema nervioso
central y, por último, que el ser humano “es un animal incompleto, un animal
inconcluso. Sin hombres no hay cultura por cierto, pero igualmente, y esto es
más significativo, sin cultura no hay hombres”.
Por su
parte, Raymond Williams (1921-1988), novelista, dramaturgo y académico galés,
pionero en los estudios culturales británicos, decía en “Culture and society”
(Cultura y sociedad), un ensayo publicado en 1958, que existen dos sentidos de
cultura según el uso dado por los grupos sociales dominantes. Uno de ellos, el
de “los comensales de los salones de té en Oxford y Cambridge”, considera que
la cultura equivale a dominar la literatura, la música, el arte, y debe ser
conservada de la embestida de la gente ordinaria. El otro, el de “los buitres
de la cultura”, desprecia esa alta cultura y, como mercaderes de las industrias
culturales, consideran que esas masas ignorantes deben ser educadas, por lo que
pretenden imponer su propia cultura de acuerdo, claro, a sus intereses
económicos. “Mientras que antaño -añade Williams- cultura significaba un estado
o hábito de la mente, o la masa de actividades intelectuales y morales, ahora
también significa todo un modo de vida. Esta transformación, como cada uno de
los significados originales y las relaciones entre ellos, no es accidental sino
general y profundamente significativa”.
Por la
misma época, desde un punto de vista sumamente elitista y aristocrático, el
historiador estadounidense Lawrence W. Levine (1933-2006) dividió a la cultura
en “alta cultura” y “baja cultura” considerándolas como dos compartimentos
estancos y antagónicos. En su libro “Highbrow/Lowbrow. The emergence of
cultural hierarchy in America” (Alta cultura/Baja cultura. El surgimiento de la
jerarquía cultural en América) emparentaba a la alta cultura con el gusto
canónico -la literatura homérica, el teatro shakesperiano, la danza clásica y
el ballet, las óperas wagnerianas, etc.-, mientras que la baja cultura, la
cultura de masas, era vulgar, soez, prosaica, una diversión banal y pasiva dirigida
a las clases sociales poco cultivadas y sin juicio estético. Una forma de
pensar que se puede asociar literalmente al pensamiento del filósofo y
ensayista español José Ortega y Gasset (1883-1955) o al del poeta y crítico
literario británico Thomas S. Elliot (1888-1965) cuando opinaban que “nada se
puede esperar de la masa y su baja cultura” o que “la verdadera cultura, en
cualquier civilización, se preserva en buena medida gracias a que las clases
cultivadas la van conservando generación tras generación, desempeñando un papel
esencial como defensa de los grandes valores frente a la masa iletrada y
bárbara” en “La rebelión de las masas” y en “Notes towards the definition of culture”
(Notas para la definición de la cultura) respectivamente.
Dadas las
condiciones de alienación y deshumanización que imperan en el mundo
contemporáneo, da la impresión de que ya no se trata de determinar cuál cultura
es más legítima, si la alta cultura o la popular. Para interpretar la cultura
es necesario radicalizar el pensamiento y agudizar los métodos para entender
las relaciones sociales que de ella se derivan. Y, si hay algo que se puede
afirmar, es que la cultura hoy lo atraviesa todo a través de la explotación
comercial. Al amparo de la publicidad (y también de la televisión, el cine, las
revistas y en general en todos los nuevos medios de comunicación que adquieren
un papel cada vez más prominente en la cultura urbana) el consumismo se ha
convertido en una de las actividades culturales más relevantes. Su desarrollo y
crecimiento se inició en el siglo XX como una consecuencia directa de la lógica
interna del capitalismo que, haciendo un uso abusivo de ella, ha generado nuevas
necesidades en los seres humanos ya sea por factores de estatus, afectivos o
simplemente de estandarización y masificación. Es así que ha surgido una nueva
etapa de la mercantilización que el sociólogo y economista estadounidense Jeremy
Rifkin (1945) ha definido como “capitalismo cultural” en su libro “The age of access”
(La era del acceso).
En las
sociedades modernas son los productores de bienes y servicios quienes llevan
las riendas de la producción y el consumo, manipulando las necesidades y los
deseos de los ciudadanos a través de profusas campañas publicitarias. A la hora
de introducir un nuevo producto, promueven su demanda entre los consumidores y
procuran sostener la demanda de los productos ya existentes. Esta modalidad
llevó al ya aludido economista iconoclasta canadiense John Kenneth Galbraith a
afirmar en su ensayo “The affluent society” (La sociedad opulenta) que los
seres humanos se encuentran ante un verdadero fraude: “La creencia en una
economía de mercado en la que el consumidor es soberano es uno de los mayores
fraudes de nuestra época”, y criticaba que el éxito de una sociedad se midiese
no por logros artísticos, literarios, educativos o científicos, sino sólo por
la producción de objetos materiales y servicios que en gran medida eran
impuestos por los productores.
En
idéntico sentido se expresaba el economista británico Paul Ekins (1950) en “A
sustainable consumer society” (La sostenibilidad de la sociedad de consumo),
ensayo en el que afirmaba que “en las sociedades avanzadas, el consumo -y muy
especialmente el consumo de mercancías no necesarias para la supervivencia- se
ha convertido en una actividad central, hasta el punto de que se puede hablar
de una ‘sociedad consumista’. Los objetos consumidos, más allá de su valor y
funcionalidad material, presentan una dotación simbólica, por lo que el acto de
consumir sirve para construir y enfatizar identidades individuales y sociales”.
Y agregaba más adelante: “La posesión y el uso de un número y variedad creciente
de bienes y servicios constituyen la principal aspiración de la cultura y se
perciben como el camino más seguro para la felicidad personal, el estatus
social y el éxito nacional”.
También la
socióloga española Susana Rodríguez Díaz (1974) hizo un acertado análisis de
este fenómeno en su artículo “Consumismo y sociedad. Una visión crítica del
Homo Consumens”: “El desarrollo de la economía capitalista ha implicado un crecimiento
continuo de las necesidades y los deseos suscitados por el binomio producción/consumo.
A pesar de la existencia de enormes zonas de pobreza, la civilización
occidental, con el apoyo de las estrategias publicitarias que fomentan la
compra de productos cargados de virtudes ilusorias, así como la obsolescencia
rápida y el fomento de lo nuevo, la preocupación individualista por el estatus
y el consuelo que ofrece el consumo frente a las frustraciones vitales,
fomentan el hiperconsumo. El consumismo comporta despilfarros y causa
degradación, contaminación y escasez de recursos naturales”. En idéntico
sentido se expresó el sociólogo argentino Roberto Marafioti (1949) en su libro
“Los significantes del consumo” al expresar que “la sociedad actual vive
asentada sobre necesidades que no son reales y que le son impuestas por los
intereses de ciertos grupos determinados que utilizan las técnicas publicitarias
para indicar al consumidor que es lo que desea o lo que debe desear”. Esta
suerte de engendro ha conseguido provocar en las sociedades modernas un enorme
cambio de actitudes al instalar en la mente de las personas la idea de que
deben ser alguien que en realidad no son.
En 1944,
dos de los mayores teóricos de la Escuela de Frankfurt -los filósofos alemanes Max
Horkheimer (1895-1973) y Theodor Adorno (1903-1969)- publicaron una colección
de ensayos bajo el título “Dialektik der aufklärung” (Dialéctica de la
ilustración). En el capítulo “Kulturindustrie. Aufklärung als massenbetrug” (La
industria cultural. La Ilustración como engaño de masas) exponían que la
industria cultural era un sistema que se movía por las lógicas del mercado y la
estandarización. Esa cultura producida por las industrias económicas estaba
basada en un sistema de símbolos, valores y actitudes en donde la unificación y
la homogeneización oculta tras una aparente diversidad de ofertas no
transmitían más que contenidos en los que de manera permanente se potenciaba la
competitividad y el conformismo de las sociedades. Profundizando los análisis
de los pensadores de la Escuela de Frankfurt en cuanto a que las estructuras
ideológicas en las sociedades post-industriales establecían un tipo de dominio
más sutil y peligroso que el mero dominio sustentado en la explotación física y
económica, a mediados a mediados del siglo XX se desarrolló en Francia el
Estructuralismo, una corriente filosófica cuyo objetivo era abrir una nueva
perspectiva intelectual en el modo de entender y analizar la cultura.
Los
estructuralistas se interesaron por estudiar las interrelaciones a través de
las cuales se produce el significado dentro de una cultura. Este tipo de
análisis ayudó a descubrir la estructura que subyace en muchos de los fenómenos
de la vida social y cultural, entre ellos la comunicación, entendiendo a ésta
como un sistema de estructuras directamente relacionadas entre sí con fines
determinados. Para el Estructuralismo, las sociedades en su conjunto funcionan
a partir de una lógica del intercambio de mercancías en la que el objeto se
vuelve signo de estatus y símbolo de una falsa e imaginaria movilidad social.
En ese sentido, el sociólogo francés Pierre Bourdieu (1930-2002) afirmaba en
“Langage et pouvoir symbolique” (Lenguaje y poder simbólico) que las nuevas
formas culturales, derivadas de la industria de la cultura y de la
comunicación, en vez de producir “una prodigiosa expansión cultural por todo el
reino social”, privilegiaba la consolidación del “capitalismo en su sentido clásico”, el
ascenso de un modelo cultural con símbolos, valores, códigos y signos muy simplificados,
fragmentados y homogeneizados que descentraban los “mapas cognitivos” y
apelaban a conductas irracionales. De ese modo, las relaciones sistemáticas y
constantes existentes en el comportamiento humano, tanto individual como
colectivo, no eran evidentes sino que, en gran parte, no eran percibidas
conscientemente y limitaban y constreñían las acciones humanas.
En la
misma dirección se expresaba el filósofo y sociólogo francés Jean Baudrillard
(1929-2007) en “La société de consommation. Ses mythes, ses structures” (La
sociedad de consumo. Sus mitos, sus estructuras) al sostener que la sociedad de
consumo no es sino “la culminación de una retórica en la que subyacen unas
mitologías industrializadas y en las que toda la estructura de intercambio se
edifica sobre una política económica de mercancías devenidas en símbolos y que
son el núcleo de la génesis ideológica de las necesidades”; es decir, en la
sociedad de masas el objeto se vuelve mercancía y éstas, a la par, se
transforman en símbolos. También fue categórico el filósofo y sociólogo francés
Gilles Lipovetsky (1944) en su libro “Le bonheur paradoxal” (La felicidad
paradójica): “Las sociedades consumistas se emparentan con un sistema de
estímulos infinitos, de necesidades que intensifican la decepción y la
frustración cuando más resuenan las invitaciones de felicidad al alcance de la
mano. La sociedad que más ostensiblemente festeja la felicidad es aquella en la
que más falta; aquella en que las insatisfacciones crecen más deprisa que las
ofertas de felicidad. Se consume más, pero se vive menos; cuanto más se desatan
los apetitos de compras más aumentan las insatisfacciones individuales”. Otro
tanto hizo el filósofo y semiólogo francés Roland Barthes (1915-1980) en “Mythologies”
(Mitologías), obra en la que destacó el proceso de simulacro implícito e
inseparable de la acción simbólica de los objetos. “En la nueva cultura
comunicativa lo imaginario-simbólico cobra las características de ‘lo real’.
Así, la deformación imaginaria de la cultura de masas condiciona la percepción
de las condiciones reales de existencia. Es la culminación y el triunfo del
fetichismo y de la cosificación”.
“La
relevancia que tiene pensar en el consumo viene dada por su carácter central en
las relaciones sociales contemporáneas”, decía Zygmunt Bauman (1925-2017) en su
ensayo “Work, consumerism and the new por” (Trabajo, consumismo y nuevos pobres).
Para el sociólogo y filósofo polaco el acto de consumir “está presente en todas
las sociedades, sea para atender las necesidades más básicas o aquellas consideradas
superfluas. Mientras tanto, el consumo da lugar al consumismo, el cual está
asociado al deseo creciente de nuevas posesiones y la rápida substitución de
los bienes”. De esta manera, los individuos no sólo adquieren productos por su
valor utilitario sino también por su valor representativo, no sólo como símbolo
de distinción social sino también como expresión subjetiva de la búsqueda de placer
al entender a éste como un bien supremo de la vida humana. Este concepto remite
indefectiblemente al hedonismo, una postura moral que justifica la búsqueda de
la felicidad por medio de los placeres materiales. Así lo entiende el sociólogo
británico Mike Featherstone (1946) en su obra “Consumer culture and postmodernism” (Cultura de consumo y posmodernismo), ensayo
en el cual reconoce dos aspectos fundamentales en las sociedades de consumo
actuales: por un lado los patrones de consumo como una “fuente de
diferenciación y de estatus” y, por otro, como una “fuente de fantasía y placer
en un universo de estímulos permanentes”.
Lo
concreto es que hoy la cultura del consumo se ha naturalizado, ha pasado de ser
un menester estructural a ser un menester vital. Bien lo decía Habermas en su
ensayo antes mencionado “Theorie des kommunikativen handelns” (Teoría de la
acción comunicativa): “La forma mercancía se adueña de la cultura ocupando
tendencialmente con ello todas las funciones del hombre. Las prácticas
culturales-comunicativas son orientadas hacia la creación de una mentalidad
social colectiva en la que la colonización del mundo de la vida es el aspecto
primordial del proceso”. Y esa “colonización del mundo de la vida” es producto
de un sistema económico que necesita ciudadanos adictos al consumo y por ello se
ha esforzado en crearlos y mantenerlos así aunque el precio sea destruir la
esperanza de una sociedad más humana y un desarrollo personal más pleno para
todos los seres humanos. Quienes controlan el sistema económico no están
interesados en el bienestar psicológico de los ciudadanos ni en su realización
personal, lo único que desean es mantener el mercado en constante expansión, de
forma que no dejen de aumentar las ventas de las empresas y, por lo tanto, sus
beneficios.
De esta
forma, muy lejos parecen haber quedado las palabras que León Trotsky vertiera
en “Literatura i revolyutsiya” (Literatura y revolución): “La parte más
preciosa de la cultura es la que se deposita en la propia conciencia humana,
los métodos, costumbres, habilidades adquiridas y desarrolladas a partir de la
cultura material preexistente y que, a la vez que son resultado suyo, la
enriquecen”. A finales de la década de 1940, la escritora y filósofa francesa
Simone de Beauvoir (1908-1986) ya deploraba en su ensayo “Pour une morale de
l'ambiguïté” (Para una moral de la ambigüedad) la tendencia de los seres
humanos a “pensar que no son los amos de su destino; ya no abrigan la esperanza
de contribuir a escribir la historia, están resignados a someterse a ella”. Un
par de décadas antes el médico neurólogo austríaco Sigmund Freud (1856-1939), padre
del psicoanálisis, había dicho en su “Das unbehagen in der kultur” (El malestar
en la cultura) que “no se puede eludir la impresión de que el hombre suele
aplicar cánones falsos en sus apreciaciones, pues mientras anhela para sí y
admira en los demás el poderío, el éxito y la riqueza, menosprecia, en cambio,
los valores genuinos que la vida le ofrece”.