1. Sobre las periódicas crisis del capitalismo
En 1907,
cuando el crecimiento de la producción industrial había eclipsado el peso
específico predominante que la agricultura tenía todavía en la mayoría de las
economías nacionales, el historiador de la economía Heinrich Sieveking escribía
en su ya citada obra “Grundzüge der neueren wirtschaftsgeschichte vom 17
jahrhundert bis zur gegenwart” (Historia de la economía desde el siglo XVII
hasta la actualidad): “Como la doctrina de Smith, la de Marx es únicamente
comprensible en las circunstancias económicas de la época en que la escribió.
Marx observó con sagacidad la situación de Inglaterra entre 1840 y 1850. Pero,
¿iban a evolucionar las tendencias en la forma preconizada por el ideólogo
socialista? No ha ocurrido así. ¿Y qué decir de los avances de la acumulación
capitalista? ¿Acaso han desaparecido del todo las pequeñas industrias y las
pequeñas granjas? ¿Acaso no se han manifestado, en la agricultura, más fuertes
que las grandes haciendas? Las crisis, ¿se han sucedido acaso con rapidez e
intensidad crecientes? El capital de la gran industria, asociado en ‘cartels’ y
‘trusts’, ¿no ha logrado regularizar la producción y acabar con la competencia
y la anarquía que ella creaba?”.
Con el
mismo entusiasmo se manifestaba diez años después el ya mencionado economista
alemán Werner Sombart cuando lanzó la versión definitiva de su obra “Der
moderne kapitalismus” (El capitalismo moderno). En ella mostró un cambio
radical con respecto a su original orientación marxista al derivar hacia un
"positivismo idealista" que lo llevó a afirmar: “Marx profetizó el
colapso catastrófico del capitalismo. Nada de esto ha ocurrido”. A este pronóstico
del autor de “Das kapital” (El capital) -obra que Sombart analizó y supo
admirar en su momento- contrapuso el suyo propio basándose en estudios
“estrictamente científicos”. “El capitalismo subsistirá -profetizó- para
transformarse internamente en la misma dirección en que ha comenzado ya a
transformarse en la época de su apogeo: según se va haciendo viejo se va
haciendo más y más tranquilo, sosegado, razonable”. Si viviesen hoy, ambos
tendrían que parafrasearse a sí mismos y decir “no ha ocurrido así” o “nada de
esto ha ocurrido”. Si hay algo que efectivamente ha acontecido es que las
crisis se han sucedido con rapidez e intensidad crecientes y que el capitalismo
no es ni tranquilo, ni sosegado ni, mucho menos, razonable.
Tiempo
después, en abril de 1939, Trotsky escribía: “A través de las diversas etapas
del capitalismo, a través de las fases de los ciclos económicos, a través de
todos los regímenes políticos, a través de los períodos de paz tanto como de
los períodos de conflictos armados, el proceso de concentración de todas las
grandes fortunas en un número de manos cada vez menor ha seguido adelante y
continuará sin término”. En un sentido similar se pronunciaría en 1967 Horkheimer
en su antes mencionado “Autoritärer Staat” (El Estado autoritario): “Las
predicciones históricas acerca del destino de la sociedad burguesa han
resultado ciertas. En el sistema de la libre economía de mercado, que ha
conducido a los hombres a los inventos ahorradores de trabajo y finalmente a la
fórmula matemática del mundo, ha convertido sus productos específicos, las
máquinas, en medios de destrucción, no solamente en el sentido literal, ya que
en lugar del trabajo han hecho superfluos a los trabajadores. La burguesía
misma está diezmada, la mayoría de los ciudadanos han perdido su independencia;
cuando no caen en el proletariado o mejor aún en la masa de los desempleados,
caen en la dependencia de las grandes corporaciones o del Estado”.
Fue recién
a partir de mediados del siglo XIX que las condiciones de vida de la clase
obrera iniciaron una lenta y paulatina mejora gracias al doble impulso del
desarrollo económico y de las conquistas conseguidas por la clase trabajadora,
cuyos miembros se organizaron cada vez mejor. Los salarios reales experimentaron
un apreciable aumento y las horas de la jornada laboral empezaron a disminuir.
“Las inteligencias y los corazones de los intelectuales de la clase media y de
los burócratas de los sindicatos estuvieron casi completamente dominados por
las hazañas logradas por el capitalismo entre la época de la muerte de Marx y
el comienzo de la Primera Guerra Mundial -escribió Trotsky en 1938-. La idea
del progreso gradual parecía haberse asegurado para siempre, en tanto que la
idea de revolución era considerada como una mera reliquia de la barbarie”. Sin
embargo, cuando las crisis capitalistas azotaron periódicamente a la sociedad,
siempre fue esta clase la que sufrió más sus nefastos efectos. “Bajo esas
condiciones -señalaba un año más tarde-, Marx pensó que las fuerzas productivas
necesitaban un nuevo organizador, y dado que la existencia determina la
conciencia, Marx no dudaba que la clase trabajadora, a costa de errores y de
derrotas, llegaría a comprender la verdadera situación y, tarde o temprano,
sacaría las necesarias conclusiones prácticas”. De todas maneras, diría
Horkheimer en “Sozialphilosophische studien” (Estudios de filosofía social),
“la historia ha tomado un rumbo distinto del que Marx había pensado” pero, no
obstante, “la comprensión de la sociedad, sobre todo la occidental, no pasa de
ser superficial sin la teoría de Marx”. A su modo, el filósofo austro-británico
Karl Popper (1902-1994), un abierto crítico del marxismo, admitió en “The open
society and its enemies” (La sociedad abierta y sus enemigos) que “una vuelta a
la ciencia social pre-marxista es inconcebible”, reconociendo que “el sentido
de responsabilidad y amor por la libertad de Marx deben sobrevivir”.
Trotsky
consideraba que las oscilaciones de la coyuntura económica
(auge-depresión-crisis) conformaban las causas y efectos de impulsos periódicos
que daban surgimiento a cambios, cuantitativos o cualitativos alternativamente,
y a nuevas formaciones en el campo político. Las rentas de las clases
poseedoras, el presupuesto del Estado, los salarios, el desempleo, la magnitud
del comercio exterior, etc., están íntimamente ligados con la coyuntura
económica, y a su turno, ejercen la más directa influencia sobre la política.
“Pero -opinaba ya en 1918 el político ucraniano Karl Radek (1885-1939)- no
podemos decir que estos ciclos explican todo: ello está excluido por la
sencilla razón que los ciclos mismos no son fenómenos económicos fundamentales,
sino derivados. Ello se despliega sobre la base del desarrollo de las fuerzas
productivas a través del mecanismo de las relaciones de mercado. Pero los
ciclos explican una buena parte, formando como lo hacen a través de las
pulsaciones automáticas, un indispensable resorte dialéctico en la mecánica de
la sociedad capitalista”. En 1862, en sus “Theorien über den mehrwert” (Teorías
sobre la plusvalía), Marx había identificado la tendencia a la baja del
beneficio como la causa intrínseca de las sucesivas crisis.
“La
acumulación de la riqueza en un polo -había escrito Marx sesenta años antes que
Sombart- es, en consecuencia, al mismo tiempo de acumulación de miseria,
sufrimiento en el trabajo, esclavitud, ignorancia, brutalidad, degradación
mental en el polo opuesto, es decir, en el lado de la clase que produce su
producto en la forma de capital”. Después de la devastadora Primera Guerra
Mundial, cuando la burguesía -alarmada por los incalculables daños materiales y
la triunfante Revolución de Octubre- tomó el camino de las reformas sociales
anunciadas, la teoría de la transformación progresiva de la sociedad
capitalista pareció completamente asegurada a los reformistas y a los teóricos
burgueses. “La compra de fuerza de trabajo asalariada -aseguraba Sombart en
1928- ha crecido en proporción directa a la expansión de la producción
capitalista”. Pero, en realidad, la contradicción económica entre el
proletariado y la burguesía fue agravada durante los períodos más prósperos del
desarrollo capitalista, cuando el ascenso del nivel de vida de cierta capa de
trabajadores, el cual a veces era más bien extensivo, ocultó la disminución de
la participación del proletariado en la riqueza nacional. De este modo,
precisamente antes de caer en la crisis del año ‘29, la producción industrial
de los Estados Unidos, por ejemplo, aumentó en un 50% entre 1920 y 1930, en
tanto que la suma pagada por salarios aumentó únicamente en un 30%, lo que
significa una tremenda disminución de la participación del trabajo en las
rentas nacionales.
Hasta 1914
la creencia en leyes económicas objetivas que gobernaban el comportamiento
económico de hombres y naciones era un dogma que virtualmente nadie discutía.
Los ciclos comerciales, las fluctuaciones de los precios, el desempleo, estaban
determinados por estas leyes. Hasta nada menos que 1930, cuando llegó la Gran
Depresión, era éste el punto de vista dominante. A partir de entonces todo
ocurrió rápidamente. “En los años siguientes se empezó a hablar del fin del
‘hombre económico’, entendiendo por éste el individuo que regía sus intereses
económicos según las leyes económicas; y desde entonces, nadie salvo unos
cuantos cuyos relojes quedaron parados en el siglo XIX, creen en las leyes económicas
así entendidas”, dice el previamente citado Edward Carr en “What is history?”
(¿Qué es la historia?). “Las ciencias económicas actuales se han convertido en
una serie de ecuaciones matemáticas teóricas, o en un estudio práctico de cómo
unas cuantas personas determinan a otras a obrar en tal o cual sentido. El
cambio es, en lo fundamental, producto de una transición del capitalismo
individual al capitalismo en gran escala. Mientras predominó el empresario o el
comerciante individual, nadie pareció controlar la economía ni ser capaz de influir
en ella de modo determinante; y se conservó incólume la ilusión de leyes y
procesos impersonales. Pero, al pasar de una economía de ‘laissez-faire’ a una
economía de dirección nominalmente privada a cargo de los grandes grupos
capitalistas, se desvaneció el espejismo”.
De hecho,
la crisis económica que se inició con el colapso del mercado de la vivienda en
diciembre de 2007 se asemeja a las dos grandes crisis anteriores: la de
1873/1896, denominada la Depresión Prolongada, y la de 1929/1939 o Gran
Depresión. La Depresión Prolongada se hizo sentir con mayor intensidad en
Europa y Estados Unidos y fue la que marcó el final de la fase inicial del
capitalismo caracterizada por el auge de pequeñas empresas, la libre
competencia y la construcción de mercados nacionales. La superación de esta
crisis estuvo ligada a la expansión del capitalismo hacia el exterior. Fue la
etapa del imperialismo y la colonización del resto del mundo por parte de las
potencias europeas, la aparición de las grandes empresas y una creciente
importancia de las finanzas y la internacionalización de la economía. En cambio
la Gran Depresión de 1929, emparentada con el colapso de una gigantesca burbuja
bursátil, estuvo precedida por el crecimiento potencial de Estados Unidos tras
la Primera Guerra Mundial. Como los países europeos habían priorizado la
industria de armamento frente a la economía productiva, perdieron sus mercados
en el resto del mundo; de ello también se beneficiaron potencias emergentes
como Canadá, Australia y Japón.
La
economía norteamericana creció de forma imparable gracias a las exportaciones a
los países europeos. A la vez, para poder pagar estos productos, éstos pedían
créditos a los Estados Unidos, lo que desató un proceso de endeudamiento que
llegó a ser asfixiante a finales de la década de los años ‘20: la reducción
consiguiente de las importaciones europeas fue un duro golpe a la economía
norteamericana; sus empresas se llenaron de existencias que no tenían dónde
colocar. Esta crisis afectó a los países de diferente forma. Estados Unidos,
Gran Bretaña y Francia vieron disminuida su actividad productiva y aumento del
desempleo, Alemania sufrió una hiperinflación e Italia quiebras de empresas y
de bancos, así como aumentos de desempleo y de la inflación. Al mismo tiempo,
muchos capitales salieron de los circuitos de la economía productiva y,
simplemente, se dedicaron a la especulación: en los Estados Unidos se facilitó
el crédito para que la gente pudiera comprar acciones en la Bolsa, que subía
sin parar. En agosto de 1929 más del 75% de las acciones que compraban los
pequeños inversores provenían del crédito. El monto de los préstamos era
superior al total del dinero en circulación en todo el país. Las arcas de la
Reserva Federal estadounidense quedaron prácticamente vacías.
Fue así
que el mundo desarrollado tuvo que enfrentar un grave problema: la crisis de
superproducción y su consiguiente desocupación masiva como la cara más aguda de
la crisis estructural capitalista. Las alternativas que surgieron para su
solución fueron el nazi-fascismo en Europa y el “new deal” en Estados Unidos. Tanto
Hitler como Mussolini construyeron sus sistemas en base a la fusión del Estado
con las corporaciones capitalistas y se encargaron de destruir las relaciones
sociales construidas por los sindicatos socialistas y comunistas durante las
décadas anteriores. Empresarios y trabajadores fueron obligados a pertenecer a
sindicatos obligatorios, controlados por el partido único. Roosevelt, por su
parte, instauró una suerte de capitalismo democrático reformado basándose en
las teorías de Keynes. Se procedió a concertar convenios colectivos tripartitos
entre los trabajadores, los empresarios y el Estado, el que estableció una
serie de regulaciones a éstos e involucró a aquéllos dentro del sistema
haciéndolos “socios” en la distribución de la plusvalía. Ambas alternativas
fueron motorizadas por la preocupación de las burguesías dominantes en cuanto a
cómo salir de la crisis a que había sido empujada por la economía liberal,
montada sobre la creencia de que el mercado capitalista con su mano invisible
lograría el equilibrio social. En ambos casos, la razón por la que se
implementaron tanto uno como otro sistema -el “totalitario” y el “democrático”-
fue la consideración de que el desempleo generalizado era social y
políticamente explosivo, lo que podría desembocar en nuevas revoluciones al
estilo de la Octubre en los países capitalistas centrales. En ambos modelos
también, el objetivo fue la destrucción del movimiento obrero, socialista y
revolucionario que luchaba por la revolución social, forjado desde el siglo XIX
y su sustitución por otro, despojado de toda conciencia de clase.
El
keynesianismo significó “un nuevo patrón de dominación”, como señala el
sociólogo irlandés John Holloway (1947) en “The rise and fall of keynesianism” (Surgimiento
y caída del keynesianismo), como también lo fue el nazi-fascismo. “Lo sagaz de
la respuesta keynesiana fue que tenía una formal cara democrática. Reconocía e
institucionalizaba el poder sindical, el poder del trabajo, pero a la vez,
simultáneamente, lo castraba, lo desviaba de la lucha contra el sistema de
producción capitalista hacia la discusión por la distribución de ingresos.
Mientras el nazismo pretendió destruirlo, reducirlo al esclavismo, el
keynesianismo pactó, legalizó a los nuevos y cualitativamente diferentes
sindicatos, les dio el descuento de las cuotas por planilla, el control del
seguro social, las obras sociales, las colonias de vacaciones, etc.”. La
respuesta keynesiana fue tan reaccionaria como la respuesta nazi-fascista, a
pesar de divergir en los métodos e instrumentos de que se valió. “Nazi-fascismo
y keynesianismo -concluye Holloway-, ambos fueron enemigos del movimiento
obrero”. Y es necesario observar que el estalinismo resultó totalmente
funcional a esto, toda vez que políticamente actuó de control de las luchas
obreras para mantenerlas en los términos que planteaba la nueva burguesía
progresista ya que, desde el punto de vista económico-social, estableció un
régimen semiesclavista donde el modo imperante de la producción no fue el
inspirado en las teorías de Frederick Taylor (1856 -1915) y Henry Ford
(1863-1947) como en el caso estadounidense, ni en las de Hjalmar Schacht
(1877-1970) y Fritz Reinhardt (1895-1969) en Alemania o las de Alberto de
Stefani (1879-1969) en Italia (todas ellas análogas y compatibles entre sí),
sino en el modelo del minero y luego funcionario del Ministerio de la Industria
Carbonífera Alekséi Stajánov
(1906-1977).
Trotsky no
alcanzó a captar la importancia estratégica que estas nuevas políticas
representaron para el capitalismo tanto liberal como estatal. Para él, esas
políticas no abrían “ninguna vía de escape al callejón sin salida de la
economía. Las fuerzas productivas de la humanidad han cesado de crecer. Los
nuevos inventos y mejoras técnicas ya no consiguen elevar el nivel de la
riqueza material. Todo depende ahora del proletariado, es decir, principalmente
de su vanguardia revolucionaria. La crisis histórica de la humanidad se reduce
a una crisis de dirección del proletariado”. Sin embargo, las burguesías
capitalistas supieron encontrar una vía de salida (aunque coyuntural) a la
crisis, la que terminó domesticando al movimiento obrero y dio paso al
nacimiento del sindicalismo burocrático y nacionalista, dejando de lado los
viejos postulados del internacionalismo. La Segunda Guerra Mundial ocupó a
millones de trabajadores en la producción industrial de armamentos. El
dinamismo que las fuerzas productivas lograron hasta los años ‘70 fue
sorprendente ya que consiguió el pleno empleo, es decir, tasas de desocupación
del 5% contra el 20 y 25% o más de los años de la Gran Depresión, época en la que
Trotsky emitió sus opiniones. Sin embargo, el economista liberal canadiense
John Kenneth Galbraith (1908-2006), crítico de la escuela neoclásica,
reconocería algunos años después: “La Gran Depresión de los años treinta nunca
se acabó. Simplemente se atenuó con la gran movilización de los años cuarenta”.
La llamada
“época de oro” del capitalismo duró apenas tres décadas. En los años ‘70 se
originó una nueva crisis económica mundial, cuyo rostro visible fue el alza en
el precio del petróleo pero que, además, se debió a la incapacidad de las
grandes empresas para sostener el proceso de acumulación y crecimiento
capitalistas, que terminó estancándose bajo los efectos de la inflación y los
altos costos de producción. El esquema del Estado intervencionista y regulador
cayó en el conflicto de intereses por la baja en las ganancias del capital como
resultado del estancamiento productivo. El ensalzado Estado de Bienestar, aquel
de la ilusoria conciliación de clases y la compatibilidad entre las ganancias
del capital y el bienestar colectivo, comenzaba a resquebrajarse. El
capitalismo iba a ingresar a una nueva fase: la del inicialmente llamado
monetarismo y después neoliberalismo. Este nuevo patrón de dominación, basado
en sustanciales cambios en el proceso productivo, estableció nuevas relaciones
sociales y posibilitó el desarrollo de las nuevas tecnologías. Aparecieron
nuevas categorías de trabajadores: los de servicios, los precarios, los
parcializados, los domésticos, etc. y, como residuos necesarios, los desocupados
crónicos, los excluidos del sistema.
La teoría
neoliberal sostiene que existe un porcentaje “natural” de desempleo que el
Estado no puede ni debe alterar; su función debe limitarse sólo a mantener el
dinero en circulación a un nivel estable y dejar el resto al arbitrio del
“libre mercado” para salir de la crisis. “La crisis es como un purgante que
expulsa fuera del sistema todo el veneno de lo que no es beneficioso”, admitía
el antes mencionado economista austríaco Friedrich von Hayek, con lo que podría
interpretarse que los trabajadores excluidos del sistema vendrían a ser el
“veneno” que es necesario expulsar. “El capitalismo se expande a través de una
destrucción creativa. Este es el hecho esencial del sistema”, anticipaba en los
años ’40 el antes aludido economista Joseph Schumpeter. Cien años antes, Marx
definía a los procesos de restablecer la acumulación de capital a través de las
crisis como “un signo de la inhumanidad del capitalismo”. “Con el tiempo
-señaló Marx-, cada crisis será peor que la anterior”.
En sus
últimos escritos, Trotsky destacaba que el capitalismo había entrado en la fase
histórica de la decadencia o declinación; que había desarrollado formas
sociales que lo negaban en forma parcial tales como el monopolio (una negación
parcial del mercado) y la socialización de la producción (la decadencia de la
pequeña propiedad). Esta apreciación sobre la decadencia de la democracia
liberal, que fue considera como “sólo un estado de excepción" por sus
teóricos, fue rebatida por Walter Benjamin quien, poco antes de morir escribió:
“La tradición de los oprimidos nos enseña que el 'estado de excepción' en el
cual vivimos es la regla”. Este concepto fue retomado en 2003 por el filósofo
italiano Giorgio Agamben (1942), el que en su “Stato di eccezione” (Estado de
excepción), dice que “la suspensión del orden jurídico que suele considerarse
como una medida de carácter provisional y extraordinario, se está convirtiendo
hoy, a ojos vistas, en un paradigma normal de los gobiernos”. Ya lo advertía
Engels en 1844 en su “Umrisse zu einer kritik der nationalökonomie” (Esbozos
para una crítica de la economía política): “Cuanto más cerca del presente se
encuentran los economistas, tanto más se alejan de la honradez”.