2. Sobre el libre mercado, la globalización y el poscapitalismo
Ya en el
siglo XVIII, cuando el capitalismo industrial recién comenzaba a desarrollarse,
Adam Smith reconocía que es el trabajo el que permite a los hombres extraer
riquezas de la naturaleza. Por lo tanto, el grupo privilegiado que controlase
las herramientas, la maquinaria y la tierra necesaria para la producción sería
quien obtendría los beneficios mediante la explotación del trabajo de los que
no las poseyeran. Marx entendió que esa explotación derivaba necesariamente en
un sistema que escapaba al control humano y se volvía contra aquellos que
trabajaban para mantenerlo. A ese proceso lo llamó “alienación”. “Los seres
humanos son producto y parte de la naturaleza -decía Marx-. Existe una relación
entre la humanidad y la naturaleza dada por las actividades o trabajos que en
ella son realizados para conseguir todo aquello que los humanos utilizan. Del
balance de esta actividad dependerá el equilibrio”. Así, cuando el trabajo, la
actividad social, está expropiada por una determinada clase cuyo objetivo es la
acumulación, el equilibrio se rompe. “La tasa de ganancia es la meta de la
producción capitalista. Su caída aparece como una amenaza para el proceso de
producción capitalista, lo que pone de relieve su carácter histórico,
transitorio, ya que, en un determinado nivel, entra en conflicto con las
posibilidades de continuar su desarrollo”. Mostraba así que “la verdadera
barrera para la producción capitalista es el mismo capital”. Los razonamientos
de Marx concluían en que existe un fallo fundamental e incorregible en el
capitalismo. La tasa de ganancia es la clave por la cual los capitalistas
pueden llevar adelante su objetivo de acumulación. Pero cuanto más se
desarrolla la acumulación, más dificultoso es para los capitalistas obtener
tasas de ganancia para continuar el proceso de acumulación.
Para
sostener ese proceso de acumulación, fue fundamental el papel del Estado como
organizador de la vida económica luego de la Segunda Guerra Mundial. Los flujos
financieros constituyeron una herramienta regulada y controlada por los
gobiernos, al servicio de la política y cuya máxima función estribaba en
potenciar un modelo de crecimiento productivo. Este modelo de crecimiento
capitalista se sostuvo hasta principios de la década de los ’70. El desarrollo
económico fue aumentando vigorosamente, hasta alcanzar niveles sin precedentes
en la historia del capitalismo, lo que dificultó contener una expansión
desenfrenada del capital. Esta situación ocasionó que cada vez fuera más
complejo, para el modelo de desarrollo económico, canalizar los flujos de
capital hacia la inversión productiva y originaron el surgimiento de un sistema
financiero enormemente desregulado, más descentralizado y coordinado únicamente
por el mercado, que otorgaba rienda suelta a la liberalización de los mercados
de capitales, lo que propició unas condiciones financieras mucho más volátiles
e inestables.
A finales
de 1973, la economía mundial entró en una recesión generalizada con tasas de inflación y desempleo desmesuradas,
descenso de la producción industrial, caídas pronunciadas en los ingresos
nacionales y aumentos sin precedentes de los déficits en las balanzas de pagos
de una gran cantidad de países. Esto significó, en los hechos, el fin del
modelo capitalista de acumulación dirigido hacia el consumo de masas y abrió el
camino a una nueva fase de expansión del sistema capitalista mundial. La nueva
orientación económica incentivó la iniciativa privada e introdujo mecanismos de
mercado en la esfera pública. Así, se redujeron las actividades gubernamentales
a la racionalización de los servicios públicos, al control de los sindicatos y
al desmantelamiento de las políticas de pleno empleo. Las transformaciones
producidas fueron significativas: todos los países industrializados aumentaron
su desregulación económica, las reformas tributarias, las privatizaciones y la
flexibilidad laboral, propiciando unos logros significativos a corto plazo con
tasas de crecimiento continuadas y reducción de la inflación. Estas medidas
fueron rápidamente adoptadas por los países en vías de desarrollo por
“sugerencia” del FMI, del Banco Mundial, de la organización Mundial de Comercio
y demás entidades financieras internacionales. Había nacido la globalización.
Del régimen de regulación macroeconómica consagrado en 1944 en Bretton Woods,
se pasó a la apertura y liberalización económica, la privatización de empresas
públicas y la desregulación de mercados propiciada por el Consenso de
Washington en 1989. Como dice el antiguo refrán: “A falta de caballos, que
troten los asnos”.
La
estrategia de acumulación mundial centralizada, la llamada globalización,
articuló nuevas modalidades de generación y apropiación de riqueza que le permitió
a los monopolios y oligopolios transnacionales acceder a fuentes de ganancias
extraordinarias. La globalización trajo aparejada una nueva división
internacional del trabajo basada en la configuración de cadenas globales de
producción y el uso masivo de fuerza de trabajo barata. También la
privatización de medios de producción y sectores económicos estratégicos y la
sobreexplotación del trabajo directo, lo que generó el incremento de la
migración forzada. Y, no menos grave sino todo lo contrario, la incorporación
de la mayoría de los recursos naturales al proceso de valorización de capital,
tanto de la litosfera como de la biosfera, con sus nefastos resultados: cambio
climático, destrucción de las selvas tropicales y la biodiversidad,
contaminación, erosión, desertización, etc. “El capitalismo tiene el doble
mérito histórico de haber elevado la técnica a un alto nivel y de haber ligado
a todas las partes del mundo con lazos económicos”, escribía Trotsky en 1938.
“De ese modo ha proporcionado los requisitos materiales para la utilización
sistemática de todos los recursos del planeta. Sin embargo, el capitalismo no
se halla en situación de cumplir esa tarea urgente”.
Dice el
economista político mexicano Humberto Márquez Covarrubias (1968) en “Crisis del
sistema capitalista mundial. Paradojas y respuestas”: “La visión predominante
presenta a la globalización como un fenómeno de alcance mundial inevitable, sin
alternativas, y al cual hay que asumir como un reto. Para ello hay que abrir
los mercados, ofrecer condiciones idóneas a la inversión extranjera y afrontar
el reto de la competitividad, donde el Estado debe generar un clima favorable a
los negocios, particularmente a las grandes corporaciones multinacionales,
abaratar la fuerza de trabajo barata, transferir recursos públicos al sector
privado, además de implementar una estrategia de venta de las ciudades y el
territorio, donde priman los intereses del capital, y no los de la población.
No obstante, no se pone en tela de juicio la llamada globalización que, se
dice, es un fenómeno que llegó para quedarse”. “Pero más aún -agrega-, se trata
de una compleja crisis civilizatoria con cariz multidimensional que expone los
límites de la valorización mundial de capital por cuanto atenta, como lo había
advertido Marx, en contra de los fundamentos de la riqueza: el ser humano y la
naturaleza, y porque pone en predicamento el sistema de vida en el planeta, es
decir, el metabolismo social. Desde esta perspectiva, el capitalismo neoliberal
se erige como una poderosa maquinaria destructora de capital, empleo,
población, infraestructura, conocimiento y cultura. Su criterio central, la
maximización de ganancia, está en las antípodas de la reproducción social y las
condiciones biológicas para la producción”.
Sabido es
que, para que una economía capitalista funcione adecuadamente, todo lo que se
produce se debe vender. Si los asalariados no pueden comprar más que una parte
de esa producción porque su nivel de vida no se los permite, estamos ante una
crisis de sobreproducción, ya que se crea una diferencia entre lo que se
produce y lo que se compra.
Para solucionar esta diferencia la solución
propuesta fue la concesión de créditos, de modo que, tanto los Estados como las
empresas y los individuos, pudiesen acceder a adquirir bienes que de otra
manera no podrían hacerlo. Así crecieron, entre los años ochenta y los primeros
años del siglo XXI, los endeudamientos gubernamentales, los empresariales y los
particulares. Este esquema cumplía dos funciones para el sistema capitalista. Por
una parte, proveía de un flujo de pagos de intereses que potenciaba los
beneficios de los capitalistas. Y, por otro lado, permitió tanto a unos como a
otros, mantener el consumo a niveles estables y aún crecientes. Parte de ese
endeudamiento podría considerarse necesario cuando es utilizado, por ejemplo,
en obras de mejoramiento de los servicios energéticos, viales, sanitarios o
educativos (en el caso de los Estados), en inversiones para mejorar las
estructuras productivas (en el caso de las empresas), o en adquirir bienes
fundamentales como la vivienda (en el caso de los particulares).
Pero un
gran porcentaje de este movimiento financiero terminó, como era previsible, por
crear un bienestar ilusorio, la tan mentada “burbuja”. En realidad, sólo se
ocupó de concentrar cada vez en menos manos el capital, en beneficiar a los que
lo poseían y en bonificar a los especuladores. Las finanzas daban salarios a
los trabajadores y préstamos a quienes los pedían, pero por sí mismas, las
finanzas no producen ningún bien, no producen nada, pero proporcionan a unos el
derecho a reclamarles a otros el dinero prestado. Como era de esperar, la
consecuencia más directa de esta lógica financiera fue la creación de un
crecimiento inadecuado que conllevó la aparición de sucesivas crisis
financieras de manera regular, lo que afectó directamente la estabilidad de los
países, el bienestar de sus habitantes e incrementó las desigualdades sociales.
En el caso de los países, esto se tradujo en crisis energéticas y alimentarias,
así como en el de las empresas se notó en la desinversión en la investigación y
el desarrollo de nuevas tecnologías. El potencial económico de las familias,
por su parte, empeoró progresivamente, siendo las más afectadas por esta
tendencia, justamente, las pertenecientes a la clase trabajadora tradicional,
las que se vieron obligadas a reducir sus gastos, tanto para la adquisición de
bienes de primera necesidad como de bienes superfluos.
En su “Le
FMI. De l'ordre monétaire aux désordres financiers” (El FMI. Del orden
monetario a los desórdenes financieros), Michel Aglietta (1938), economista
francés, distingue estos aspectos en el sistema capitalista contemporáneo: “El
papel destructivo del negocio financiero ha sido simple. En su persecución de
los beneficios ha rastreado el planeta en busca de oportunidades de prestar
dinero para cosechar enormes cantidades en el pago de intereses, llevando a
cabo especulación y ganando grandes sumas derivadas de supervisar absorciones y
privatizaciones. En los años setenta y ochenta, este fenómeno se ha concentrado
en los países pobres: se les prestaba tanto y a tasas de interés tan elevadas,
que dichos países, para hacer los pagos, se veían forzados a pedir nuevos
préstamos con tasas de interés aún mayores. Cuando estos países empezaron a
tener problemas, los Estados Unidos, el gobierno británico y los gobiernos de
la Unión Europea les enviaron al FMI para que les hiciera acatar su voluntad,
forzándoles a abrir sus mercados a las gigantescas compañías occidentales, de
manera que les vendían su industria; a privatizar su sistema sanitario y a
forzar a los padres más pobres a pagar por la educación de sus hijos. Pero
había límites en la capacidad respecto a cuánto se podían exprimir estos
países, precisamente por ser tan pobres”.
A partir
de los primeros años del nuevo milenio, el sistema financiero centró entonces
su atención en los países ricos. “En particular -continúa Aglietta- en los
beneficios que se podían hacer a través de la especulación en la bolsa, en la
propiedad comercial, en materias primas como el petróleo, en fondos de
pensiones y, por encima de todo, en el negocio inmobiliario. Las sumas de
dinero hechas a través de esos préstamos podían llegar a ser espectaculares.
Tan espectaculares, que las hojas de papel que contenían las promesas de pago
de la gente endeudada adquirieron mucho valor. Las compañías hipotecarias
podían vender estos papeles a los bancos, quienes después los empaquetaban
conjuntamente en lo que llamaron ‘instrumentos financieros’, y se los vendían a
otros banqueros obteniendo beneficios. Grupos de individuos muy acaudalados
contribuían con unos cuantos millones cada uno para crear fondos de cobertura
que se unieran a la acción. Una industria entera que daba trabajo a cientos de
miles de personas alrededor del mundo se desarrolló en torno a este tipo de
negocios”. “Bajo ese mecanismo -añade Márquez Covarrubias-, las superganancias
del capital transnancional, los fondos soberanos, los fondos de inversión y
otros recursos financieros ingresaban a la frenética órbita del capital
ficticio que deambulaba los intersticios del sistema mundial, con el respaldo
de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación y la aquiescencia
de los Estados nacionales, en la búsqueda de ganancias mayúsculas y prontas. Las
estafas estuvieron a la orden del día. Sin embargo, correspondió a los créditos
chatarra otorgados a población de bajos recursos o ingresos irregulares, los
inmigrantes, los nuevos pobres, presionar para que explotara la burbuja del
sector hipotecario. Los pobres son invocados, bajo esta interpretación, como el
eslabón más débil que detonó la gran crisis. Los efectos nocivos pronto
trasminaron en la industria de la construcción, donde se ocupa una buena
porción de inmigrantes, y al resto de la economía de Estados Unidos y del
mundo. Ahora, esa burbuja toma las dimensiones de una depresión económica
mundial”.
Para toda
una hornada de analistas, el neoliberalismo está en crisis debido a su
incapacidad congénita para generar crecimiento sostenido y desarrollo humano, y
representa además el fracaso de las políticas de ajuste estructural y de la
institucionalidad capitalista encabezada por el FMI, el BM y la OMC. Aunque el
neoliberalismo, en tanto proyecto de clase, brinda buenos resultados en su
propósito de concentrar capital, poder y riqueza en pocas manos, estos teóricos
encuentran dificultades serias para explicar la trayectoria mecánica del
capital. Algunos lo intentan desde la óptica neoclásica y neoliberal, el
llamado pensamiento único, y se amparan en la idea de que la crisis es un
fenómeno sectorizado y de corto plazo cuya solución pasa el rescate de los
grandes capitales por parte del Estado. Otros, más heterodoxos, se cobijan en
posiciones socialdemócratas y la ven como un fenómeno coyuntural, achacándole
la responsabilidad a la desregulación neoliberal y a la codicia de los
financistas, por lo que reclaman la implementación de nuevas regulaciones y una
mayor participación del Estado. Los menos caracterizan a la crisis como
estructural, sistémica y civilizatoria, y, si bien admiten que el gran capital
y el Estado tienen en sus manos la aplicación de políticas de rescate,
advierten sobre el hecho de que éstas no harían más que postergar el
advenimiento de nuevas y quizás más profundas crisis. En ese sentido, se han
empezado a buscarse diferentes respuestas a la crisis que van desde un
neoliberalismo regulado o “posneoliberalismo” hasta la desglobalización o
“poscapitalismo”. En todos los casos, tanto los análisis como los remedios
están orientados a preservar al sistema capitalista y a rescatar a los grandes
capitales centrales. Como decía Trotsky hacia el final de su vida: “Abundan los
encantamientos y las plegarias, pero no se producen los milagros”.
Lo
concreto es que la dinámica de la actual fase del capitalismo representa una
vorágine destructora de capital, población, naturaleza, infraestructura,
cultura y conocimiento. Su objetivo primordial es maximizar las ganancias de
los grandes capitales transnacionales apoyándose en la estrategia del mercado total,
la explotación de fuerza de trabajo barata, la depredación ambiental, la
financiarización de la economía y la militarización de las relaciones
internacionales. La crisis general del sistema capitalista mundial no sólo
expresa una crisis del sistema financiero conectada a una crisis de
sobreproducción, sino que representa una crisis del modelo civilizatorio, cuyas
caras más visibles son el desarrollo desigual, el desempleo y el subempleo, la
migración forzada, la pobreza, el hambre y la muerte, el agotamiento de los
recursos naturales, la destrucción del entorno ecológico y la devastación del
medio ambiente. En suma, la precarización de la vida humana. Bajo este modelo
civilizatorio basado en la “destrucción creativa” de la que hablaba el antes
citado Werner Sombart, la vida humana se convierte en un recurso desechable que
se puede destruir en aras de incrementar la plusvalía para beneficio de una
minoría. Porque, en definitiva, existe una vasta reserva laboral de
trabajadores en el mundo -aquel que Marx llamaba “ejército industrial de
reserva”- que puede relevar a los desechados manteniendo el bajo costo del
trabajo.
Terry
Eagleton, crítico cultural inglés mencionado en un capítulo anterior, se
pregunta en “Why Marx was right?” (¿Por qué Marx tenía razón?): “¿Por qué el
Occidente capitalista ha acumulado más recursos de los que jamás hemos visto en
la historia humana y, sin embargo, es incapaz de superar la pobreza, el hambre,
la explotación y la desigualdad? ¿Cuáles son los mecanismos por los cuales la riqueza
de una minoría parece engendrar miseria e indignidad para la mayoría? ¿Por qué
la riqueza privada parece ir de la mano con la miseria pública?”. Un concepto
clave del marxismo es el de la lucha de clases como auténtico motor de la
historia, noción que Trotsky sostuvo a lo largo de su vida y que hoy no ha
perdido actualidad. Warren Buffett (1930), especulador bursátil estadounidense
y poseedor de una de las mayores fortunas del mundo, dijo risueñamente en medio
de la feroz crisis que estamos viviendo: “La lucha de clases sigue existiendo,
pero la mía va ganando”, reconociendo, de paso, la veracidad de aquella
sentencia. Nada de jocoso tienen, sin embargo, las numerosas bancarrotas, la
constante y progresiva caída de las clases medias en la producción y
participación de la riqueza nacional, la protección estatal cada vez más
pequeña que reciben los pobres y las cada vez más frecuentes conmociones
sociales que hacen tambalear las construcciones políticas existentes.
La escala
histórica de Trotsky, obviamente, era otra. No obstante, cuando abordó en
numerosos textos la tendencia del capitalismo hacia la catástrofe económica y
la disolución de las relaciones sociales capitalistas, se preocupaba ya por
entonces, en advertir sobre la incapacidad manifiesta de los partidos
históricos de la clase obrera para orientar una salida revolucionaria a este
desarrollo creador de situaciones prerrevolucionarias. Él mismo se encargó de
advertir que, si bien sus pronósticos triunfaban sobre el de sus adversarios,
lo hacían por el lado negativo, o sea por las sucesivas derrotas de la clase
trabajadora. También fue perfectamente capaz de examinar el fenómeno de la vida
como un producto de la concatenación de diversos factores históricos. Las leyes
de Newton no fueron invalidadas por el hecho de que, tiempo después, se
descubriese que las órbitas de los planetas están sujetas a perturbaciones. Así
como la actuación de las leyes fisiológicas produce resultados diferentes en un
organismo en crecimiento que en uno en decadencia, así también las leyes
económicas de la economía marxista actúan de manera distinta en un capitalismo
en desarrollo que en un capitalismo en desintegración. Tal vez sea por eso que
las ideas de Trotsky aparezcan hoy como un movimiento que opera contra la corriente,
lo que no debería sorprender, porque es lo que le ha ocurrido a todas las
corrientes revolucionarias a lo largo de la historia.
Un cambio
social radical es objetivamente necesario, tanto objetiva como subjetivamente.
Pero mientras que la necesidad objetiva está más que demostrada y existen los
recursos materiales y técnicos para realizarlo, no prevalece en cambio la
necesidad subjetiva de ese cambio. Para el ya mencionado filósofo y sociólogo
alemán Herbert Marcuse, “no prevalece precisamente entre los sectores de la
población considerados tradicionalmente como agentes del cambio histórico”.
Dice en su “Versuch über die befreiung” (Ensayo sobre la liberación): “La
necesidad subjetiva es reprimida por una manipulación y una administración
científicas masivas de las necesidades, esto es, por un control social
sistemático no solamente de la consciencia del hombre sino también de su inconsciente”.
Esto nos lleva necesariamente al -no por reiterado, menos trascendental-
imperioso requisito de la “toma de consciencia” sobre que la vida debe ser un
fin en sí misma y no un medio para conseguir un fin. “Solamente en un universo
así -remata Marcuse- puede ser el hombre
verdaderamente libre y se pueden establecer relaciones auténticamente humanas
entre seres libres. La idea de un universo así presidió el concepto de
socialismo de Marx, y este objetivo debe estar presente en la reconstrucción de
la sociedad desde el principio y no solamente al final o en un futuro lejano”.
Escribía Engels en 1844: “El hombre solamente tiene que aprender a conocerse a
sí mismo, a medir todas las condiciones de existencia con relación a sí mismo,
a juzgarlas de acuerdo con su propia esencia, a organizar su universo de un
modo verdaderamente humano, de acuerdo con las exigencias de su naturaleza, y
habrá resuelto el enigma de su época”.
Walter
Benjamin mencionó en “Das passagen-werk” (Libro de los pasajes) que, durante la
Comuna de París, en todas las esquinas de la ciudad había gente que disparaba
contra los relojes de las torres de las iglesias, de los palacios, etc., y que
con ello expresaba consciente o inconscientemente la necesidad de detener el
tiempo, de que al menos había que detener el tiempo predominante, la sucesión
temporal establecida, y que debía comenzar un tiempo nuevo. Tal vez haya
llegado el tiempo de deshacerse de los viejos relojes e inaugurar una era más
original, más justa, más solidaria.