24 de junio de 2020

La Argentina y sus escritores malditos


Existieron en la Argentina algunos autores que por las características de sus obras, muchas veces repulsivas, otras tantas incomprendidas, fueron desplazados a algún oscuro rincón de la memoria colectiva. Fueron escritores incómodos que sobrepasaron la moral dominante, que fueron a contramano de los paradigmas de su época. Esa suerte de anatematización ha recorrido la historia de la literatura no como un fantasma sino como una presencia incómoda tanto para la sociedad como para el propio ambiente literario. Osvaldo Lamborghini, Néstor Perlongher y Alejandra Pizarnik, sólo por citar a algunos, se encuentran en esa incómoda casilla de los escritores considerados malditos.
La necesidad de clasificar sus textos, llevó a interpretar el imaginario de estos autores a través de la estética del “neobarroso” (una suerte de mezcla entre el barroco y el barro rioplatense). Este movimiento latinoamericano se distingue por aquel movimiento común de la lengua española que tiene sus matices en el caribe (musicalidad, gracia, artificio, picaresca), que convierten al barroco en una propuesta y que tiene sus diferentes matices en el Río de la Plata (racionalismo, ironía, ingenio, nostalgia, escepticismo, psicologismo).
Osvaldo Lamborghini nació en Necochea, Buenos Aires, el 12 de abril de 1940. Poco antes de cumplir los treinta años, en 1969, apareció su primer libro, “El fiord”, que había sido escrito unos años antes. Era un pequeño librito que se vendió mucho tiempo mediante el trámite de solicitárselo discretamente al vendedor en una sola librería de Buenos Aires. Aunque no fue nunca reeditado en vida de su autor, recorrió un largo camino y cumplió el cometido de los grandes libros: fundar un mito. En 1973 apareció su segundo libro, “Sebregondi retrocede”, cuya recepción en el ambiente de las letras fue polémica. Lo común de sus textos era la decadencia de los seres humanos, la cual se podía llevar a cabo por tres tipos de violencia: física, sexual y psicológica. Así, en sus textos todos habían sufrido algún tipo de abuso o eran generadores de uno.
Poco después formó parte de la dirección de una revista de vanguardia, “Literal”, donde publicó algunos textos críticos y poemas, los que, por algún motivo, causaron una impresión más enfática que su prosa. Durante el resto de la década del ‘70, sus publicaciones fueron casuales o directamente extravagantes: sus dos grandes poemas, “Los Tadeys” y “Die Verneinung” (La negación), aparecieron en revistas norteamericanas. Unos pocos relatos, algún poema y escasos manuscritos lograron circular entre sus numerosos admiradores.
Pasó por entonces varios años fuera de Buenos Aires, en Mar del Plata o en Coronel Pringles. En 1980 salió su tercer y último libro, “Poemas”, y poco después viajó a Barcelona, de donde regresó, enfermo, en 1982. Convaleciente en Mar del Plata, escribió una novela, “Las hijas de Hegel”, por cuya publicación no se preocupó (no se ocupó siquiera de mecanografiarla). Luego volvió a irse a Barcelona, donde murió víctima de un infarto el 18 de noviembre de 1985 a los cuarenta y cinco años de edad.
Esos últimos tres años, que pasó en una reclusión casi absoluta, fueron increíblemente fecundos. Su talento reveló una obra amplia y sorprendente, que culminó en el ciclo “Tadeys” (tres novelas, la última inconclusa, y una voluminosa carpeta repleta de notas y relatos) y los siete tomos del “Teatro proletario de cámara”, una experiencia poética-narrativa-gráfica en la que trabajaba al morir.
Gran cultor del género epistolar, también escribió una innumerable cantidad de cartas, las que eran para él una manera de sortear la ansiedad por un texto que no terminaba de escribir. En ellas jugaba a la ficción, se inventaba un personaje para sí a la vez que planteaba microensayos sobre literatura. En una carta de febrero del ‘77, por ejemplo, le decía al escritor argentino César Aira (1949): “Escribo, pero todo lo que escribo pertenece al género de los 'inéditos', los textos póstumos de un gran escritor. Doble sabor de muerte y de gloria”. Y más adelante seguía: “Escribo como si ya estuviera muerto y canonizado pero como no siempre logro leerme así, lo que ocurre es una sensación de completo derrumbe. El único escaso consuelo sobreviene cuando pienso que a la literatura argentina le faltaba este escritor que estoy inventando. Una sombra, un escritor apócrifo”.


Fue justamente gracias a Aira que se editaron “El niño proletario. Poemas” (1980), “Las hijas de Hegel” (1982), “Novelas y cuentos” (1988) y “Tadeys” (incompleta, 1994), obras todas ellas en las que exacerbó los alcances de la ironía y la digresión como recurso de ruptura con la linealidad del discurso. Acudió al humor aliado a la crueldad, con frecuentes referencias pornográficas y el uso de las llamadas “malas palabras”. Su obra constituye una atrayente combinación de Isidore Ducasse de Lautréamont (1846-1870), Roberto Arlt (1900-1942) y Witold Grombowicz (1904-1969), además de una revisión paródica de otros autores de la literatura argentina como Esteban Echeverría (1805-1851), José Hernández (1834-1886), Horacio Quiroga (1878-1937) y Lucio V. Mansilla (1831-1913), entre otros.
El filósofo y semiólogo francés Roland Barthes (1915-1980) hablaba allá por 1971 en uno de sus ensayos sobre el “terrorismo textual”, haciendo referencia a aquellos escritores que fueron capaces de intervenir en la sociedad gracias a la violencia de sus textos que excedían la ley, la ideología o la filosofía y constituían así su propia inteligibilidad histórica. Osvaldo Lamborghini pertenece sin dudas a esa clase de escritores. En su obra, lo sexual se asocia a motivos como el poder, la sumisión y la humillación. Como observó el crítico español Rafael Conte (1935-2009) acerca de las relaciones entre lenguaje y violencia en la literatura latinoamericana, “plasmar la injusticia social y el absurdo de la suerte de los hombres implica hacer estallar las formas de la comunicación literaria, lo que no excluye la burla y la risa, lo escatológico y lo obsceno: lo ridículo suele ser el otro lado de lo trágico”. En una época en la cual se vivían en Latinoamérica varios procesos revolucionarios, para él fue la literatura la manera de hacer la revolución por otros medios.
Néstor Perlongher nació en Avellaneda, Buenos Aires, el 25 de diciembre de 1949. Durante el Proceso Militar fue detenido y procesado. En 1982, terminada su licenciatura en Sociología, se fue a vivir a San Pablo, donde ingresó en la Maestría de Antropología Social en la Universidad de Campiñas de la que en 1985 fue nombrado profesor. Su obra poética publicada comprende seis libros: “Austria-Hungría” (1980), “Alambres” (1987), “Hule” (1989), “Parque Lezama” (1990), “Aguas aéreas” (1990) y “El cuento de las iluminaciones” (1992).
Colaboró asiduamente en las revistas “El Porteño”, “Alfonsina”, “Ultimo Reino”, “Babel”, “Sitio”, “Xul”, “Pie de Página”, “La Papirola” y “Diario de Poesía”. Durante su estancia en Brasil colaboró en el diario “Folha de São Paulo” y preparó la antología “Caribe transplantino. Poesía neobarroca cubana y rioplatense” (1991). También publicó numerosos textos en prosa, entre los que se destacan “El fantasma del SIDA” (1988) y “La prostitución masculina” (1993).
En 1971, junto a otros escritores e intelectuales como Manuel Puig (1932-1990), Blas Matamoro (1942) y la activista feminista Sara Torres (1941), fundó el Frente de Liberación Homosexual. Antes de integrar este frente, Perlongher había hecho una experiencia de militancia de izquierda en la universidad, pero hacer pública su sexualidad le generó problemas ya que para muchos de los militantes de esos años reproducía, o bien los prejuicios de la moral católica que sostenía que era un tipo de atracción sexual no natural, “contrario al orden establecido por Dios”, o los del estalinismo que entendía la homosexualidad como un “vicio burgués”. Luego, en 1984, participó de la conformación de la Comisión pro-Libertades Cotidianas, una unión de grupos gays, feministas y anarquistas que, junto a la revista “Cerdos y Peces”, inició una campaña de firmas exigiendo la derogación de los edictos policiales.
“Néstor Perlongher fue un escritor insaciable. Creó un estilo propio que se fue agigantando de un modo tal que a esta altura aparece como una de las voces más necesarias de la última poesía argentina”, opinó el profesor de Literatura en la Universidad de Buenos Aires y crítico literario Ariel Schettini (1966) en un artículo aparecido en el diario “La Nación”. En sus ensayos trató temas polémicos como la Guerra de las Malvinas, la figura de Eva Perón (1919-1952) y los desaparecidos durante la dictadura militar argentina de 1976 a 1983.
Iluminado por el neobarroco de los escritores cubanos José Lezama Lima (1910-1976) y Severo Sarduy (1937-1993), fue él quien fundó el movimiento literario llamado “neobarroso”, “porque tenía el fango del estuario del Río de la Plata”. Él mismo lo definió como: “no decir nada como viene, sino complicarlo hasta la contorsión”. Tal como afirmó la periodista argentina Dolores Caviglia (1982), “jamás se concentró en comunicar. No al menos como el canon lo establecía. Sí se propuso extorsionar la lengua hasta el ultraje, contaminar el discurso con hermetismo y oscuridad, lograr que del barro salga lustre, alterar lo bajo por lo alto, desmontar las estrategias oficiales que domestican el cuerpo, ridiculizar lo prefabricado. No quería decir nada de la manera más simple, quería retorcer, escurrir, desplegar y enrollar el lenguaje hasta el desgarro para obtener un caos demente que mezclara lo guarro con lo culto”.


Su obra es un tratado sobre los márgenes sociales y tiene el valor de una provocación, porque hace que el lector ponga en entredicho los lugares comunes sobre el llamado “centro” de la sociedad. La psicóloga argentina Águeda Pereyra (1986) decía en un artículo publicado en enero de 2019 en la revista cultural digital “Polvo” que “la vida y obra de Perlongher se inscriben en el proceso de emergencia de la nueva izquierda y la lucha por derechos a las minorías sexuales. Su doble condición de homosexual y militante lo llevó a numerosas detenciones por las ‘fuerzas de seguridad’ argentinas y finalmente al exilio. La visibilización de la violencia sexual y política atraviesa todas las formas que adquiere su decir. Su obra incluye una enorme variedad de escrituras: la poética, la ensayística, la narrativa, la epistolar, la del investigador social: de allí que sea difícil pensar la obra de Perlongher como eminentemente poética, es decir, sin el necesario diálogo con el resto de su escritura”.
Trotskista, anarquista, ex militante del movimiento de liberación homosexual argentino, Néstor Perlongher murió en San Pablo el 26 de noviembre de 1992 a causa de una septicemia generalizada producida por el SIDA que padecía desde hacía algunos años. Tenía tan sólo cuarenta y dos años de edad. Una semana antes de morir, quizá como si hubiera escrito una carta de despedida, compuso el poema “Canción de una muerte en bicicleta”. En él repitió entre estrofa y estrofa la frase “ahora que me estoy muriendo”, que a la distancia puede leerse como un presentimiento.
Póstumamente se publicaron, en 1997, “Poemas completos” y “Prosa Plebeya”. Para la poeta, traductora y editora argentina Mercedes Roffé (1954), Perlongher fue el único poeta varón que por entonces presentó una poética tan renovadora como la que estaban dando a conocer las poetas mujeres en esos años. “Una poética donde el amor y la sexualidad cuestionaban y se liberaban de los remanidos patrones heteronormativos”.
Alejandra Pizarnik nació en Buenos Aires el 29 de abril de 1936 en una familia de inmigrantes de Europa oriental. Estudió filosofía y letras en la Universidad de Buenos Aires y, más tarde, pintura con Juan Batlle Planas (1911-1966). Entre 1960 y 1964, Pizarnik vivió en París donde trabajó para la revista “Cuadernos” y algunas editoriales francesas, publicó poemas y críticas en varios diarios, tradujo a Antonin Artaud (1895-1948), Henri Michaux (1899-1984) y Aimé Cesaire (1913-2008), y estudió historia de la religión y literatura francesa en la Sorbona.
Antes de su viaje a París conoció a Héctor Álvarez Murena (1923-1975), un escritor perteneciente a la revista “Sur”, cuya amistad fuera fundamental para ella a la hora de conseguir trabajo en Francia. Su vinculación con la revista se produjo a su regreso a la Argentina, momento en que conoció y comenzó a frecuentar a las hermanas Ocampo: Victoria (1890-1979) y Silvina (1903-1993), así como a colaboradores fundamentales de la revista como José “Pepe” Bianco (1911-1986), Enrique Pezzoni (1926-1989) y Juan José Hernández (1931-2007).
Luego de su retorno a Buenos Aires, Pizarnik publicó tres de sus principales volúmenes, “Los trabajos y las noches” (1965), “Extracción de la piedra de locura” (1968) y “El infierno musical” (1971), así como su trabajo en prosa “La condesa sangrienta” (1971). En 1969 recibió una beca Guggenheim y en 1971 una Fullbright.
El 25 de septiembre de 1972, mientras pasaba un fin de semana fuera de la Sala 18 de Psicopatología del hospital Pirovano donde estaba internada, Pizarnik, en medio de una profunda depresión, murió de una sobredosis intencional de seconal sódico.
En el mismo hospital ya había estado internada en ocasión de sus dos intentos de suicidio en 1970 y 1971, comenzando un tratamiento psiquiátrico y asistiendo a talleres de terapia ocupacional. “Yo solamente quiero poner fin a esta agonía que se vuelve ridícula a fuerza de prolongarse”, escribió mientras estaba internada. De su sufrimiento y su certeza de no poder curarse da cuenta su texto “Sala de Psicopatología” uno de los más perturbadores que escribió. En la batalla decisiva de su drama interior se impuso la victoria de la muerte, una obsesión que recorrió toda su poesía. En alguna ocasión había escrito: “La muerte siempre al lado/ escucho su decir/ sólo me oigo/ Alguna vez/ alguna vez/ me iré sin quedarme/ me iré como quien se va”. Y lo hizo.
Entre sus obras merecen mencionarse “La tierra más ajena” (1955), “Un signo en tu sombra” (1955), “La última inocencia” (1956), “Las aventuras perdidas” (1958), “Arbol de Diana” (1962), “Nombres y figuras” (1969), “Los pequeños cantos” (1971), “La condesa sangrienta” (1971), “Botella al mar” (1976), “Una noche en el desierto” (1978) y “Zona prohibida” (1982). En su gran mayoría, su obra se remitió a la poesía, que procede esencialmente del surrealismo. Es concisa, de temática nocturna y angustiada, muy elaborada. En sus últimos años experimentó con textos en prosa, más largos, aunque, según su visión, la poesía era la única capaz de darle razón y sentido a la vida, rigiéndola y configurándola.


En el suplemento “Radar Libros” del diario “Página/12” del 6 de marzo de 2011, el poeta y periodista cultural Juan Pablo Bertazza (1983) decía que “la consideración internacional sobre la obra poética de Alejandra Pizarnik se expande cada vez más, aunque aún hoy se puede afirmar que sigue atada a la fascinación que despierta su figura, la leyenda negra de su locura y su final trágico. Que fue una flor exótica, distinta y refractaria en el jardín de la poesía argentina ya no es novedad; lo notable es que, a poco tiempo de cumplirse cuarenta años de su muerte, gran parte de la crítica siga obnubilada con su tragedia en detrimento de su obra. A tal punto que esa frase que encontraron escrita en un pizarrón de su departamento antes del suicidio –‘no quiero ir nada más que hasta el fondo’-, se convirtió en un latiguillo inagotable, lo cual, paradójicamente, condenó a gran parte de sus críticos a la superficialidad”.
Más allá de estas consideraciones, es indudable que Alejandra Pizarnik es una de las voces más representativas de la generación del ‘60 y está considerada como una de las poetas líricas y surrealistas más importantes de Argentina. “Entre otras cosas, escribo para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiere no sea; para alejar al Malo. Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En este sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos”, arguyó en alguna de las numerosas notas de su diario personal. Tras de sí, dejó una obra que marcó un antes y un después en el modo de hacer poesía, una obra emotiva y original.
Algunos críticos, con el afán de encasillar lo inclasificable, la definieron como una poeta extravagante incapaz de adaptarse a su entorno. Pero ni la violencia en sus expresiones poéticas ni el gusto por exhibir impúdica sus fantasmas interiores ni su permanente reflexión sobre las fronteras del lenguaje fueron imposturas. La franqueza, la honestidad en el compromiso con la propia obra, resultan incuestionables. Su voz estuvo siempre bajo el control de una lucidez extraordinaria y de un deseo inquebrantable de poesía.
Como escribió el poeta, ensayista y dramaturgo mexicano Octavio Paz (1914-1998) en el prólogo de “Árbol de Diana”, sus poemas no contienen ni una sola partícula de mentira. Dibujan el perfil de una femineidad no convencional, poseedora de una pasión extrema, capaz de “escribir con su cuerpo el cuerpo del poema”, frente a una sociedad de la que siempre se sintió excluida y que terminaría por recluirla. Ella eligió vivir en la palabra y eso significó encubrirse en el lenguaje, tal vez, para resguardarse en él”. “¿Qué significa traducirse en palabras? Mi sueño es un sueño sin alternativas y quiero morir al pie de la letra”. Alejandra Pizarnik dixit.