22 de noviembre de 2020

1913-1943. Los prolegómenos del peronismo

II. Turbias irregularidades democráticas


Con el ascenso de Yrigoyen al poder se produjeron notables cambios en la relación establecida entre el Estado y los sindicatos, en comparación con las generadas en las administraciones anteriores. Si bien el gobierno de corte liberal popular había logrado encontrar puntos de contacto y conciliación con los sectores obreros, la crisis económica posterior a la Primera Guerra Mundial -que afectó directamente las exportaciones agropecuarias- ocasionó, entre 1917 y 1918, el empobrecimiento de las condiciones de vida y de trabajo. Las consecuencias de aquella situación se concretaron en el aumento brusco del costo de vida y la desocupación. Los salarios promedio descendieron un 38,2% y la combatividad obrera creció. En 1917 hubo 136.000 trabajadores en huelga, al año siguiente fueron 138.000, y en 1919 la cifra subió a más de 300.000. El 70% de los huelguistas pertenecía al sector de los transportes, tanto marítimos como ferroviarios. A estos factores se sumó la llegada en 1918 de las noticias sobre la Revolución Rusa y el estado de huelga generalizada en distintos países europeos. La existencia en la Argentina de una clase trabajadora sindicalizada y en estado de movilización generó en determinados sectores de las clases dominantes el alerta y el temor de que estallara, como consecuencia del conflicto obrero, una situación revolucionaria. Los “maximalistas” pasaron así a ser, para aquellos sectores, los principales factores de riesgo.
El poder real continuaba en manos de los sectores oligárquicos nucleados en la Sociedad Rural Argentina y en su subsidiaria, la patronal Asociación Amigos del Trabajo. Estos no dudaban en coartar e incluso reprimir cualquier accionar que cuestionara o limitara sus intereses, para lo cual crearon formaciones parapoliciales y paramilitares para “mantener el orden público mediante una acción estrictamente defensiva”, reclutadas entre “los ciudadanos que sin distinción de ideas políticas simpaticen con la iniciativa de formar una guardia nacional” y adiestradas por altos jefes de la Marina en el Círculo Naval, las que pasarían a la historia bajo el nombre de Liga Patriótica Argentina. El nuevo “enemigo interno” para ésta eran los “rusos” (término en el que englobaban a los inmigrantes nacidos en Rusia y a otros de origen judío provenientes de Europa central), a quienes identificaban en conjunto como los portadores del socialismo y el comunismo; más los catalanes, considerados todos ellos adalides del “anarquismo apátrida”.
Como narra el historiador argentino Horacio Ricardo Silva (1959) en “Días rojos, verano negro”, las “durísimas condiciones de trabajo y de vida pronto se convirtieron en tema de conversación general, dando oportunidad a anarquistas y socialistas de expresar sus ideas como solía hacerse entonces, de manera vehemente y con elocuencia. Los socialistas tenían un discurso en el que valoraban la sumisión del individuo a la autoridad -ya sea partidaria o estatal- y a las leyes, en beneficio del bien común. Los ácratas, en cambio, hacían una encendida defensa de la libertad del individuo, comparando ese derecho con el de las aves y demás seres del reino animal para culminar en una apología de la naturaleza, deplorando la destrucción de ese estado natural del hombre a causa de la esclavitud en las fábricas y estancias, a la que calificaban como la ignominia de la explotación”.


A principios de 1919, Perón tenía veintitrés años y revistaba desde hacía un año en el Arsenal Principal de Guerra Esteban de Luca. Para entonces, el movimiento obrero tenía ya una larga historia de luchas que se sucedían desde comienzos de siglo. En 1901 se había creado la primera central sindical, la Federación Obrera Argentina, que agrupaba a los distintos sindicatos y sociedades existentes de la ciudad del Buenos Aires y del Interior. En 1903, debido a discrepancias ideológicas y metodológicas internas, la FOA se desmembró en dos centrales: la anarquista FORA (Federación Obrera Regional Argentina) y la socialista UGT (Unión General de Trabajadores). En 1909, tras un intento fallido de unificación, nació la CORA (Confederación Obrera Regional Argentina) que absorbió a la UGT, conservando una dirección sindicalista revolucionaria. Fuera de estas centrales del movimiento obrero argentino, hubo otras organizaciones menores cuya existencia fue, en la mayoría de los casos, efímera. Entre las reivindicaciones obreras se incluían la actualización de los salarios, la reducción de la jornada laboral de once a ocho horas diarias, la no obligatoriedad de cumplimento de horas extras, la vigencia del descanso dominical y el aumento de los jornales. En ese contexto, durante el transcurso de los primeros días del mes de enero de 1919 ocurrió el conflicto sostenido por los trabajadores de los Talleres Metalúrgicos Pedro Vasena, un suceso conocido en nuestra historia como la Semana Trágica.
Los obreros de la empresa, cuyo paquete accionario estaba constituido en su mayoría por capitales británicos (C. Lockwood & A.G. Prudam) sumados al porcentaje minoritario del empresario italiano radicado desde 1865 en la Argentina Pedro Vasena (1846-1916), se encontraban en huelga de actividades desde el mes de diciembre del año anterior. Cuenta el politólogo francés Alain Rouquié (1939) en “Pouvoir militaire et société politique en République argentine Rouquié” (Poder militar y sociedad política en la Argentina): “1919 no fue cualquier año en Argentina. En enero, 800 obreros de la fábrica Pedro Vasena se declaraban en huelga en reclamo de mejoras salariales y reducción de la jornada laboral. La connivencia entre el poder político y el económico llevó a que el 4 de enero Vasena intimara al Ministro del Interior para que le enviara personal policial a la fábrica a fin de sofocar los reclamos. Apostados en los techos vecinos, la policía y los bomberos enviados por el Ministro del Interior dispararon durante dos horas sobre los obreros que manifestaban frente a las instalaciones. Como los reclamos de la clase trabajadora siempre se hacían en familia, las balas también iban dirigidas contra mujeres y niños. Cuatro obreros muertos y cuarenta heridos, muchos de los cuales fallecieron después como consecuencia de la masacre, marcaron con su sangre el comienzo de la matanza”. Mientras tanto, la policía tomaba sus recaudos incentivando a sus efectivos con un aumento sobre sus haberes del 20% y Elpidio González (1875-1951) -desde la Jefatura de Policía- denunciaba la “intensa agitación anarquista provocada por numerosos sujetos de la colectividad ruso-israelita”. Por su parte monseñor Dionisio Napal (1887-1940), arengaba desde su púlpito: “los judíos son sanguijuelas expulsadas de todos los países”.


Fue sólo el comienzo. En los días siguientes, los enfrentamientos continuaron y la represión recrudeció. Las cifras de muertos y heridos publicadas en los distintos medios gráficos oscilaron en función de la filiación ideológica de sus propietarios. El número total de víctimas durante los ocho días que duró el conflicto es muy difícil de establecer. En “Historia del movimiento sindical argentino”, el dirigente político Rubens Íscaro (1913-1993) -quien vio en la huelga un “triunfo estupendo de la lucha y la unidad de los trabajadores, de la solidaridad de todo el proletariado” aunque reconociendo que no hubo en ella “una dirección comprensiva y capaz de organizarla y orientarla”- cuenta que “la policía parecía no querer un arreglo pacífico del conflicto. En circulares internas recibidas en las comisarías se recomendaba ‘hacer fuego sin aviso previo contra los revoltosos’ y se ordenaba destruir esas circulares una vez conocido su contenido. En cuanto al reclamo de los sindicatos y de los familiares de las víctimas, de que les fueran entregados los cadáveres, la policía contestaba invariablemente que no los tenía. En realidad, como se supo después, la mayoría de los cadáveres fueron incinerados; nunca se publicaron sus nombres y su cantidad. Debido a ello la mayoría de las víctimas de la Semana Trágica -que sumaron centenares- son héroes anónimos”. Es decir que las cifras oficiales de 700 muertos y 3.000 heridos no incluyen a los NN. Por su parte el sociólogo e historiador argentino Julio Godio (1939-2011) en su obra “La semana trágica de enero de 1919” apunta que aquel suceso fue el factor que “fusionó la explosiva contradicción entre el capital y el trabajo: la lucha entre obreros y policías sobredeterminó el conflicto social, desencadenando una huelga general de carácter político”.
Más allá de las conclusiones guiadas por una inclinación ideológica o un argumento sociológico, lo taxativo fue que el aparato represivo de Estado, constituido por fuerzas policiales y militares comandadas respectivamente por el antes citado dirigente radical Elpidio González y el teniente general Luis Dellepiane (1865-1941), implementaron una verdadera matanza entre los trabajadores de Buenos Aires. A esas fuerzas se sumaron con total impunidad las formaciones paralelas de la Liga Patriótica Argentina conformadas por los miembros “más destacados de la sociedad”, los jóvenes de las “mejores familias” tal como los definía el diario “La Nación”. Formados en el odio al inmigrante, especialmente los judíos, a quienes acusaban de estar fomentando la “conspiración judeo-maximalista” para “disolver la nacionalidad argentina”, estas bandas de civiles decían combatir contra “los indiferentes, los anormales, los envidiosos y haraganes; contra los inmorales, los agitadores sin oficio y los energúmenos sin ideas; contra toda esa runfla sin Dios, Patria ni Ley”. Bajo una mirada al menos benevolente por parte del gobierno, los almirantes Eduardo O'Connor (1858-1921) y Manuel Domecq García (1859-1951) advertían que Buenos Aires no sería otro Petrogrado e invitaban a la “valiente muchachada” a atacar a los “rusos y catalanes en sus propios barrios si no se atreven a venir al centro”, les proveyeron de armas automáticas y se comprometieron a darles instrucción militar mientras algunos miembros de la comunidad eclesiástica como el padre Federico Grote (1853-1940), creador de los Círculos Católicos de Obreros, brindaban su “auxilio espiritual”.


Durante la Semana Trágica, estos “distinguidos caballeros” al grito de “fuera los extranjeros”, “mueran los maximalistas”, “guerra al anarquismo” y “mueran los judíos”, sembraron el terror en las calles. Atacaron sedes sindicales y locales anarquistas, incendiaron bibliotecas e imprentas y apalearon militantes. La Liga Patriótica se “cubrió de gloria”, según expresó el diario “La Prensa”, y uno de sus principales inspiradores (que cuatro meses después de aquellas sangrientas jornadas ocuparía su presidencia) fue el abogado proveniente de una familia acomodada Manuel Carlés (1875-1946), dirigente nacionalista que era además profesor del Colegio Militar de la Nación. Perón fue uno de sus alumnos. De él recibió una formación de acendrado carácter germánico, un exacerbado nacionalismo y una profunda aversión por las ideologías anarquista, socialista y comunista. En tales condiciones de preparación ideológica resulta ineludible preguntarse por el papel que desempeñó aquel 9 de enero de 1919, dos días después que el presidente Yrigoyen diera la orden para que interviniese el Regimiento de Infantería.
A Perón, que revistaba en ese regimiento, le cupo la función de abastecer de municiones a los regimientos que operaron en la Capital Federal durante esos días. Pero además estuvo presente en los talleres Vasena, según expresó él mismo públicamente en el acto que el 1º de mayo de 1948 celebró la Unión Obrera Metalúrgica en el solar donde se ubicaba la desaparecida fábrica. En dicha oportunidad, el ya por entonces general de brigada y presidente de la Nación, dijo: “Se ha dicho en la campaña electoral que yo tuve intervención en esta zona en la semana de enero. Yo era teniente, y estaba en el Arsenal de Guerra; hice guardia acá precisamente al día siguiente de los sucesos”. El discurso, reproducido por el diario “El Laborista” en su edición del 2 de mayo de 1948, continuó en los siguientes términos: “Pude ver entonces lo que es la miseria de los hombres, de esos hombres que fingen y de los otros que combaten a la clase trabajadora. Allí una vez más reafirmé mi pensamiento de que un soldado argentino, a menos que sea un criminal, no podrá jamás tirar contra su pueblo. Eso lo aprendí cuando vi los numerosos muertos del día anterior, mientras algunos dirigentes habían huido a Montevideo, como siempre, y que son de los que hoy tratan de hacerme aparecer mezclado en aquellos acontecimientos”.
“El día de los sucesos” no puede ser otro que el 9 de enero. Y si el joven teniente estuvo en la zona de los hechos el día 10, cuando los huelguistas se batían contra la policía y el ejército, es lícito suponer que su actuación no pudo limitarse a la actitud pasiva de hacer guardia. Salvo, claro está, que hubiera sido enviado después de librado el combate. Al respecto, otros autores aseguran que efectivamente Perón tomó una acción ofensiva contra los trabajadores metalúrgicos. Tal es el caso del sociólogo estadounidense Lindon Ratliff (1942-2013) quien en su artículo "Phenomenon" (Fenómeno) publicado en la página web “Historical Text Archive” dice: “A través de los años ’20, Perón vio muy poca acción. El único evento fue la Semana Trágica, en la cual comandó una unidad para refrenar un sector tumultuoso en Buenos Aires”. El historiador argentino Felipe Pigna (1959), a su vez, lacónicamente consignó en el suplemento “Mitos Argentinos” aparecido en el diario “Clarín” el 13 de junio de 2007: “1919. Es promovido al grado de teniente primero. Participa en la represión de los huelguistas metalúrgicos en los talleres Vasena, suceso conocido como Semana Trágica”.


Otro historiador argentino, el antes mencionado Milcíades Peña, fue mucho más categórico en su citado ensayo “Masas, caudillos y élites” al escribir: “Frente a la fábrica donde se había iniciado la huelga, un destacamento del ejército ametralla a los obreros. Lo comanda un joven teniente llamado Juan Domingo Perón”. Por su parte, el ya citado Abad de Santillán, activista de la FORA en la época de los acontecimientos, testimonió en un reportaje que le hiciera la revista “Panorama” en 1969 que “entre los oficiales del Ejército que reprimieron a las manifestaciones en esa sangrienta jornada, se encontraba un joven teniente: Juan Domingo Perón”. Abad de Santillán, sugiere al evocar los acontecimientos: “Quizás ahí afirmó su política demagógica, al ver que la represión sólo produce el divorcio del gobierno con el pueblo”. No es descabellado concluir que, a la luz del sempiterno y astuto doble discurso que mantendría a lo largo de su vida, aquel joven teniente de 1919 efectivamente reprimió a los obreros de Vasena, y que el maduro general de 1948 apuntara más a la lucha política contra sus detractores que a profesar el ejercicio de la sinceridad.
Más conciliador, Norberto Galasso (1936), ensayista e historiador revisionista argentino, concluye en su libro “Perón. Formación, ascenso y caída” que “no es posible asegurar la veracidad de una u otra de las distintas versiones” y justifica su accionar por tratarse “de un teniente sometido a la disciplina castrense”. De todos modos reconoce su evidente animadversión hacia los anarquistas -en aquellos tiempos “los anarquistas tirabombas” en el lenguaje coloquial- algo que era entendible en “un hombre del Ejército, habida cuenta de que el anarquismo profesa la abolición del Estado y de las Fuerzas Armadas”. Probablemente en esas mismas condiciones fue que, en diciembre de 1919, mientras revistaba en el Regimiento 12 de Infantería con sede en Santa Fe, fue enviado con tropas a su mando a preservar el orden en una huelga de los obreros de un centro ferroviario de La Forestal, una empresa de origen británico que constituía un verdadero Estado paralelo dentro de Argentina, con 2 millones de hectáreas, 40.000 obreros y empleados, cuatro fábricas, seis ciudades, un tren, 140 kilómetros de vías, un puerto, barcos, policía, moneda y bandera propias. El gigantesco imperio se dedicaba a triturar troncos de quebracho para obtener tanino, utilizado en el curtido del cuero. Los obreros trabajaban de sol a sol y recibían 2,50 pesos por tonelada de leña en vales que sólo podían cambiar por mercaderías en almacenes de la empresa. Tras la feroz represión de la huelga, Perón fue ascendido a teniente primero el 31 de diciembre de ese mismo año y luego, el 16 de enero de 1920, fue destinado a la Escuela de Suboficiales en Campo de Mayo.