IV. Matices y ambivalencias
Entre los profesores nativos sobresalían el coronel Bartolomé Descalzo (1886-1966), un liberal ultranacionalista que participaría activamente en los sucesivos golpes militares que sucederían en la Argentina en los años siguientes, y los coroneles Guillermo Valotta (1880-1934) y Carlos von der Becke (1890-1965), ex agregados militares argentinos en Estados Unidos y Alemania respectivamente. En ese ambiente cultural castrense, Perón profundizó sus estudios sobre las teorías desarrolladas en obras tales como “Vom kriege” (De la guerra) del general prusiano Carl von Clausewitz (1780-1831), “Das volk in waffen” (La nación en armas) del general alemán Colmar Von der Goltz (1843-1916) y “Des principes de la guerre” (Los principios de la guerra) del mariscal francés Ferdinand Foch (1851-1929), ensayos todos ellos en los que analizaban el componente político no sólo las guerras entre Estados nacionales sino también las confrontaciones entre partidos políticos o clases sociales ya que, en las luchas revolucionarias, lo estrictamente militar invade lo político.
Tampoco le fueron ajenas a su formación teórica e ideológica las obras del filósofo católico francés Jacques Maritain (1882-1973) “Humanisme intégral. Problèmes temporels et spirituels d'une nouvelle chrétienté” (Humanismo integral. Problemas espirituales y temporales de una nueva cristiandad) y “Réflexions sur l’intelligence et sur sa vie propre” Reflexiones sobre la inteligencia y sobre su vida propia”; y las del sociólogo francés Gustave Le Bon (1841-1931) “La psychologie des foules” (La psicología de las masas) y “Les lois psychologiques de l'évolution des peuples” (Las leyes psicológicas de la evolución de los pueblos). A ellas le agregó la lectura de ensayos de autores argentinos, entre ellos “Juan Manuel de Rosas” y “En la penumbra de la historia argentina” del historiador partidario del nacionalismo corporativista Carlos Ibarguren (1877-1956); y, especialmente, los cuatro volúmenes de “La economía argentina. La conciencia nacional y el problema económico” del economista conservador cristiano Alejandro Bunge (1880-1943), obras de las cuales Perón absorbió la idea del corporativismo económico-social como mecanismo para transformar la realidad nacional y orientar las pautas de conducta de las clases sociales.
En 1928 Perón alcanzó el grado de capitán. Eran los tiempos en que gobernaba al país el aristócrata Marcelo Torcuato de Alvear (1868-1942), dirigente de la Unión Cívica Radical al igual que Yrigoyen, quien ese mismo año sería reelegido como presidente de la Nación. El 12 de enero de 1929 Perón obtuvo su diploma como oficial del Estado Mayor General del Ejército y un año más tarde se inició como profesor en la Escuela Superior de Guerra, actividad que se prolongará hasta 1936. Su desarrollo intelectual y profesional se enmarcó entonces en un ámbito donde la influencia alemana fue determinante ya que permitió la formación de varias camadas de oficiales superiores inmersos en el conocimiento de las ideas, las instituciones y la vida política de una nación que por entonces atravesaba una gran inestabilidad social y fuertes crisis económicas que desembocarían en el ascenso de Hitler al poder. El concepto de “nación en armas” fue el arquetipo de las ideas acerca de la organización, funcionamiento, crecimiento económico y social del país que prevaleció en los dirigentes tanto políticos como militares que tomarían el poder el 6 de septiembre de 1930. La alianza entre el capitalismo burgués, el liberalismo político y el nacionalismo liberal-conservador quebrarían por primera vez en el siglo XX el orden institucional de la Argentina dando comienzo a lo que se conocería como “Década infame”.
Cabe recordar que la política que Yrigoyen implementó a partir de 1916, cuando asumió su primer mandato presidencial, no introdujo novedades sustanciales en la economía argentina, la cual estaba ligada al mercado mundial a través de la exportación de alimentos (fundamentalmente cereales y carnes) y la importación de productos manufacturados (maquinarias e indumentarias de algodón y de lana). El país era conocido entonces como el “granero del mundo”, su balanza comercial tenía saldos positivos y su PBI estaba entre los diez más altos del mundo superando a Alemania, Francia o Italia, lo que no impedía que periódicamente la economía sufriera oscilaciones. Los factores fundamentales que desde mediados del siglo XIX habían impulsado el desarrollo económico argentino eran la expansión de la demanda internacional de productos agropecuarios, el flujo sostenido y abundante de capitales y mano de obra extranjera y la incorporación de nuevas tierras fértiles a la producción. De todas maneras, para trazar un cuadro más completo de las tensiones y dificultades a las que estaba sometida la economía argentina en la época es necesario incorporar al análisis el progresivo desplazamiento del centro de gravedad de la economía internacional desde Gran Bretaña hacia los Estados Unidos. Este cambio de liderazgo tendría enormes repercusiones en el funcionamiento de la economía tanto nacional como internacional.
Las desigualdades sociales en la Argentina de aquella época eran más que notorias. Este contraste no sólo era visible en materia socioeconómica sino también en lo referente a la educación y a la salud pública. Por aquellos años eran especialmente preocupantes enfermedades como el cólera, la fiebre amarilla, la malaria, el paludismo, el mal de Chagas, el tifus, la tuberculosis, la viruela y las diversas formas de gripe, entre ellas la llamada “gripe española”, una enfermedad que se introdujo en el país a mediados de 1918. Dicha enfermedad fue reportada por primera vez en marzo de ese año en una instalación del ejército de los Estados Unidos en Kansas. Cuando el antes aludido Woodrow Wilson, mandatario norteamericano artífice de una política exterior intervencionista en América Latina y defensor del segregacionismo racial, decidió dejar de lado la neutralidad de su país en la Primera Guerra Mundial y envió cerca de un millón y medio de soldados a Europa -muchos de ellos enfermos de gripe-, la enfermedad se expandió rápidamente generando una epidemia.
Varias personalidades de la época murieron por causa de esa gripe, entre otros el presidente de Brasil Francisco de Paula Rodrigues Alves (1848-1919), los pintores austríacos Gustav Klimt (1862-1918) y Egon Schiele (1890-1918), el primer ministro de Sudáfrica Louis Botha (1862-1919), el economista político y sociólogo alemán Max Weber (1864-1920), los escritores franceses Edmond Rostand (1868-1918) y Guillaume Apollinaire (1880-1918), el príncipe de Suecia Noruega Erik de Västmanland (1889-1918) y Sophie Freud (1893-1920) hija menor del neurólogo austríaco Sigmund Freud (1856-1939), reconocido como padre del psicoanálisis. Hasta el propio Wilson la contrajo cuando viajó a Francia para firmar el Tratado de Versalles, aunque, tras estar unos días gravemente enfermo, logró recuperarse.
La salud pública estaba por entonces en manos de las damas de la Sociedad de Beneficencia, las que recibían una asignación presupuestaria otorgada por el Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto con la que manejaban hospitales y asilos. En esos lugares seleccionaban a los enfermos que recibirían atención dejando de lado a los trabajadores pobres, las madres solteras, los niños indigentes, los activistas y los ateos. Impulsado por el doctor Carlos Malbrán (1862-1940), quien había fundado la cátedra de Bacteriología en la Facultad de Ciencias Médicas en 1897, se creó el Instituto Bacteriológico, el cual se dedicó a la elaboración de productos biológicos para el diagnóstico, tratamiento y profilaxis de enfermedades e incluyó un depósito de vacunas, lo que puede considerarse como el único logro importante de aquella época en materia de salud pública.
Mientras tanto, seguían coexistiendo una ínfima pero poderosa oligarquía terrateniente y propietaria de los frigoríficos con una pequeña burguesía conformada por profesionales, empleados administrativos, maestros, comerciantes y transportistas. Los primeros, que habían gobernado al país hasta entonces, además de su mayoría numérica como partido opositor, mantenían sus posiciones en el poder económico y social. En este contexto, el gobierno tenía muy pocas posibilidades de cambiar el modelo económico -que beneficiaba a la oligarquía agroexportadora- y, al mismo tiempo, de mantener el apoyo de los segundos que conformaban su base electoral. Y, por último, existía una gran masa de trabajadores -en su mayoría inmigrantes- de diversos oficios manuales o mecánicos en el ámbito urbano y de pequeños chacareros en el ámbito rural. Sobre ellos se refirió Perón en una de las cartas que le envió a su padre criticando las consecuencias de la inmigración y advirtiendo que “la honradez criolla desaparecía contaminada por el torbellino de gringos muertos de hambre que diariamente vomitan los transatlánticos en nuestro puerto. Después, uno oye hablar a un gringo y ellos nos han civilizado, oye hablar a un gallego, ellos nos han civilizado, oye hablar a un inglés y ellos nos han hecho los ferrocarriles. No se acuerdan de que cuando vinieron eran barrenderos, sirvientes y peones”. Los integrantes de esta clase que se habían nacionalizado, mayoritariamente habían votado por Yrigoyen.
Sin embargo, su llegada al poder sólo implicó una tibia participación de los sectores medios, sin que esto significara la exclusión de quienes hasta ese momento lo detentaban, el grupo oligárquico. De hecho, la presencia de éstos fue muy significativa en el gobierno: de los ocho ministerios que integraron el gabinete, cinco pertenecían a la Sociedad Rural Argentina (SRA), la organización por excelencia que representaba los intereses de los terratenientes. Entre 1860 y 1930, época que los economistas denominaron “etapa de la economía primaria agro exportadora”, dos factores incidieron fundamentalmente para el crecimiento económico de la Argentina. Uno fue la expansión e integración creciente de la economía mundial que ocurría por entonces, y otro la gran extensión de tierras fértiles en las zonas pampeana y patagónica producto de la “Campaña al Desierto”, así llamada por la historiografía oficial, tras la cual se repartieron alrededor de 42 millones de hectáreas entre algo más de 1.800 personas. Esa violenta y arrolladora conquista de territorios habitados desde tiempos inmemoriales por comunidades autóctonas fue llevada adelante por el general Julio A. Roca (1843-1914) y permitió que el Estado argentino fortaleciese el proyecto de la oligarquía terrateniente y estanciera consolidando la hegemonía del Partido Autonomista Nacional (PAN), aquel que había sido fundado en 1874 por Adolfo Alsina (1829-1877) y Nicolás Avellaneda (1837-1885) y que fuera derrotado por Yrigoyen en 1916.
Con esa estructura de la propiedad de la tierra, para muchos trabajadores las únicas alternativas que se les presentaban eran la radicación en las ciudades o el trabajo en el campo como arrendatarios o peones en pésimas condiciones contractuales. Esto posibilitó el surgimiento de grandes cantidades de trabajadores golondrinas y comprimió el nivel de remuneraciones de los trabajadores agrícolas e indirectamente el de los obreros urbanos, por lo que, palmariamente, las condiciones de vida de los obreros eran más que paupérrimas. Esto indefectiblemente llevó a que las huelgas se multiplicaran por diez y se extendieran en el tiempo, hecho que fue también utilizado por los sectores medios y conservadores para denunciar el “caos social” y exigir políticas represivas. El inconveniente era que el modelo agroexportador se basaba -entre otras cosas- en el empleo de mano de obra barata, y el sector patronal no estaba dispuesto a cambiar ese estado de cosas. Fue así que, la relación entre obreros y patrones, en vez de mejorar, empeoró. Una gran contradicción surgió entonces en el nuevo gobierno: debía proteger los intereses del sector propietario y, a la vez, tomar medidas tendientes a mantener el voto de los sectores trabajadores. Para los radicales, el Estado debía cumplir la función de “árbitro” en los conflictos laborales. En algunas ocasiones intercedió ante los patrones a favor de los trabajadores, pero en otras, la policía o el ejército actuaron contra los huelguistas. En muchos de estos casos resultaron decisivas las presiones de los grupos patronales y el gobierno se decidió por la represión que, como ya ha dicho, en los sangrientos sucesos conocidos como “Semana trágica”, “Patagonia rebelde” y “Masacre de La Forestal” alcanzó grados de violencia que nunca antes habían tenido.
Indudablemente el proceso de democratización que vivió el país por entonces no fue nada sencillo. El proyecto de Yrigoyen de implementar prácticas políticas nuevas con la intención de darle mayor espacio a los menos favorecidos en una comunidad políticamente muy compleja y socialmente poco armoniosa, fue visto por las clases dominantes como una amenaza. Ya un siglo antes el teórico político e historiador francés Alexis de Tocqueville (1805-1859) se había ocupado de desentrañar las características de un proceso de esta índole. En “De la démocratie en Amérique” (La democracia en América), argumentaba que en la democratización convivían dos dimensiones, la relativa al orden político por un lado, y la referida a la vida social por el otro. La primera de esas dimensiones aludía a la participación de un mayor número de personas en la esfera pública, mientras que la segunda advertía sobre los cambios en la experiencia cotidiana sobrevenidos con el fin de la era de los privilegios. Con la democracia era un nuevo “estado social” el que surgía, una nueva forma de lazo social entre los individuos. Sin embargo, el advenimiento de la igualdad no podía concebirse, para el intelectual francés, como un acontecimiento que ocurría en un momento determinado. Era, antes bien, “un movimiento perpetuo de las sociedades”. Probablemente, la aspiración de Yrigoyen fue dar comienzo a ese “movimiento”.