18 de noviembre de 2020

Entremeses literarios (CCIV)

FULMINANTE
Beatriz Cocina
Uruguay (1945)

Fue atracción. Lo vio y quedó flechada. El impacto inicial estuvo en el brillo que emanaba su presencia. Un perfil perfecto, talla media, no muy grueso, marcaban un estilo especial. Ella no era mujer de arremeter y tomar decisiones rápidas. Sin embargo se acercó a él y sintió la estocada final: su perfume. Un buen perfume le robaba el alma. Era irresistible. No lo dudó, debía ser suyo. Lo apretaría junto a su pecho, lo llevaría a la cama; lo gozaría plenamente hasta agotarse y agotarlo.
Tras un breve trámite se llevó, ansiosamente, el libro que le había fascinado.


AVISO DE EXORCISTA
Ana Tapia
España (1974)
 
Mi hermano me llamó un día para decirme que llevaba dos años viviendo en Tanzania y que en ese tiempo se había convertido en exorcista. Llevábamos tiempo sin hablarnos, mi hermano y yo, debido a antiguas desavenencias. Dudé de su salud mental, pero él insistía. Su voz me llegaba seca, desesperada, a través del teléfono. Decía: he visto al Diablo en el rostro de un adolescente, créeme, era el Diablo, hablaba por la boca de aquel pobre muchacho. Sabía cosas de ti, hermanita, muchas cosas. Me dijo que ibas a morir, que te matará una jirafa. Por favor, tienes que tener mucho cuidado.
No dio tiempo para mucho más. Se cortó la conferencia. Sólo me dio tiempo a preguntarle: cómo vas a ser tú exorcista, si ni siquiera eres sacerdote. De todas formas, ahora busco jirafas en la ciudad. Parecerá una locura, pero creo que, si he de morir, que sea yo quien vea primero a la jirafa, y no al revés. Sin embargo, no hay jirafas en esta latitud. Ni siquiera en el zoológico. Se me ocurre entonces ir al museo de las especies, y encuentro una, disecada, altísima, con un cuello como tronco de árbol. He observado sus pestañas largas y sus ojos lánguidos -muertos- y no he sentido miedo sino lástima. Después, saliendo del museo por la puerta de atrás, me he echado a reír pensando en lo del Diablo. Esta zona de atrás está en obras, y un operario me grita para que me aparte. No me da tiempo a comprender del todo cuando veo que una de las grúas -altísima, con un cuello metálico- pierde sus anclajes, se mueve, va a caerme encima, la gente chilla, y yo soy incapaz de moverme del sitio.
 

ÉL QUE LA ESPÍA A ELLA QUE ESCRIBE
Francisco Garzón Céspedes
Cuba (1947)
 
Él la mira, la espía, porque ella escribe en un café. Escribe tercamente y a él esto le parece raro y le molesta. Ella lo percibe porque si alguien te mira y luego vuelve a mirarte y luego vuelve… se siente cual si fuera tacto. Ella termina por perder el impulso, por no poder. ¿Es todo? Es todo. Excepto el incluir que antes ella se levanta con su taza de té caliente en la mano, a buscar más azúcar cuando ya tiene bastante, se acerca a él, finge tropezar con su mesa, y le derrama encima la bebida, para, mientras sigue hacia la barra, farfullar un insulto como si fuera una disculpa. Ella ha apuntado a los ojos.


LOS MISTERIOS DE LA POESÍA
Eugenio Mandrini
Argentina (1936)
 
El poeta Ezra Kiesinsky, famoso por sus visiones que la realidad prontamente imitaba, hacía meses que no escribía una sola línea, ni una palabra o sílaba o letra. Se estaba allí, de pie frente a la ventana que daba al patio de su vieja casa, esperando una sorpresa: la caída de algún fragmento de otra dimensión, de una hoja de otoño vestida de escarcha, o de una gota del sudor del sol, en fin, algo, alguna de esas súbitas apariciones que, como solía sucederle, le abrieran la puerta de entrada al tembladeral del poema. Entonces vio al elefante, que lo miraba desde el patio. Era de un color gris violáceo y tan enorme su edificio de carne que pareció cubrir de sombra la ventana y aun la casa entera. Debía pesar, se dijo, más de tres toneladas. Antes de que la sobrenatural imagen desapareciera tan súbitamente como había llegado, el poeta Ezra Kiesinsky se sentó, puso una hoja bajo su mano y, sin agitar la respiración, escribió un admirable poema sobre una insignificante hormiga.


UN REGALO
Paz Monserrat Revillo
España (1962)
 
La calle comercial se despliega ante ella como una alfombra. Es temprano, hace un frío desapacible, todavía sin rayos de sol que suavicen la mañana del día de Nochebuena. Los propietarios de los comercios levantan las rejas de seguridad. Un corredor atraviesa la calle echando por la boca algo que recuerda al humo de una locomotora. Lucía entra en una tienda de ropa de caballero.
- No sé, esta corbata me gusta mucho, pero es una prenda tan personal… Me lo voy a pensar y vuelvo más tarde.
Colores que parpadean incansables. Villancicos vomitados por altavoces que espían con ojos cuadrados e indiscretos. Aunque se siente agotada y siempre le ha producido una tristeza antigua la Navidad, hoy pretende sentirse privilegiada: los niños están con su marido y puede dedicar la mañana a comprar ese último regalo con el que no contaba.
Siguiente parada: colonias. Minotauro le convence, aunque no sabe si por el aroma o por el nombre. Quizás sea un perfume excesivamente juvenil para él. Sale de la perfumería con un incipiente dolor de cabeza. La calle empieza a llenarse de náufragos navideños. Un perro sin collar marca su territorio en una esquina. Una anciana pasea del brazo de una mujer con rasgos de india. El vendedor de cupones tiene la nariz roja y los ojos desorientados. Otro corredor la sobrepasa como un recuerdo inesperado.
Lucía entra en cinco tiendas más. La migraña desciende por los tendones del cuello y se ramifica hacia las articulaciones. El caparazón de la música se agrieta y las ideas que acceden a su mente le producen un ligero escalofrío. No se decide. No sabe qué le podría gustar. No quiere parecer demasiado obsequiosa, pero tampoco una rácana. Cómo ser original sin pecar de extravagante. La última tienda: una pastelería. Sale con una enorme caja de bombones. Deja la zona comercial como si bajara de un tiovivo: con las piernas temblonas y unas décimas de fiebre.
Llega a su casa. No hay nadie. Habrán ido al parque. Respira hondo, se sienta en el sofá. Coloca la caja en su regazo. Observa fijamente el paquete, como si le sorprendiera. Los dedos de sus manos empiezan a deshacer el envoltorio, al principio con delicadeza, después con violencia. El papel vuela en pedazos hacia el suelo y enseguida el licor de un bombón relleno estalla contra su paladar. Sus manos han decidido que no va a regalarle nada a ese ginecólogo que tan amablemente la ha atendido y que va a acelerar los trámites para extirparle ese bultito que le acaban de detectar en el pecho.


BUSCAR EN EL LUGAR EQUIVICADO
Anthony de Mello
India (1931-1987)
 
Un vecino encontró a Nasruddin cuando éste andaba buscando algo de rodillas.
- ¿Qué andas buscando, Mullab?
- Mi llave. La he perdido.
Y arrodillados los dos, se pusieron a buscar la llave perdida. Al cabo de un rato dijo el vecino:
- ¿Dónde la perdiste?
- En casa.
- ¡Santo Dios! Y entonces, ¿por qué la buscas aquí?
- Porque aquí hay más luz.


ESCOPETA
Julio Ardiles Gray
Argentina (1922-2009)
 
Avanzó entre los naranjos. El sol caía con tanta fuerza que le obligaba a entrecerrar los ojos. La paloma saltó entonces de una rama a otra, y a otra, y se perdió por entre el follaje bien alto. Con la escopeta levantada, Matías se acercó hasta el tronco del árbol. Pero por más que examinó hoja por hoja, no pudo dar con la paloma. Extrañado, se rascó la nuca. De pronto, sobre su cabeza sintió un ruido. Volvió a fijarse. Arrebujado entre unas ramas, había un pájaro. No era su paloma; era un pájaro de un color entre azulado y ceniciento. Con cuidado, Matías apoyó el arma en el hombro y levantó el gatillo. “Ya que no es la paloma -se dijo- no me voy a volver a la casa con las manos vacías”.
Pero en ese instante, el pájaro saltó a una horqueta, sacudió las alas e hinchando la gola se puso a cantar. Matías, que ya había llegado al primer descanso, abandonó el gatillo y escuchó. “Que extraño -se dijo-. Jamás he escuchado cantar a un pájaro como éste”. El trino, en el redondel de la siesta, subía como un árbol dorado y rumoroso. A Matías le pareció que más que el canto del pájaro, lo que se desgranaba eran las escamas amodorradas de la siesta misma. Y le comenzó a entrar un sopor dulce, unas ganas de abandonarse a los recuerdos de los tiempos felices y de no hacer nada más que escuchar el canto del pájaro que seguía subiendo, esta vez como un perfume agridulce y verde.
Para escuchar mejor, dejó caer la escopeta a un lado y arrastrando los pies se acercó al árbol para apoyarse en el tronco. El pájaro había desaparecido, pero su canto continuaba en el aire. Y no pudo sustraerse a la tentación de mirar al cielo y levantó los ojos. Allá arriba, entre unas nubes ociosas que desflecaban gigantescas flores de cardo, dos grandes pájaros negros volaban en lánguidos círculos inmensos. Matías, entonces, no supo distinguir si la dulzura que sentía venía del canto de aquel pájaro o de las nubes que se desvanecían como borrachas a lo lejos.
El canto, entonces, se acabó de improviso. Los pájaros y las nubes desaparecieron y él volvió en sí. “Me estoy volviendo muy abriboca” -se dijo mientras sacudía la cabeza. Buscó la escopeta pero no la encontró donde creía haberla dejado. Caminó más allá, volvió más acá, pero el arma había desaparecido. “¡Esto me pasa por tonto!” -gritó en voz alta. Y todo lo que hizo después fue en vano. Al cabo de una hora, ya cansado, se dijo: “Me iré a la casa a buscar a mi muchacho. Entre los dos la vamos a encontrar más ligero. No puedo perder así un arma tan hermosa”. Y se lanzó cortando el campo hasta alcanzar el callejón.
Al entrar al pueblo fue cuando comenzó a sentir algo raro. Estaba como desorientado: echaba de menos algunos edificios y otros le parecía que nunca en su vida los había visto. A medida que avanzaba, la sensación iba en aumento. Y al llegar a su casa, el miedo le sopló en la cara un presentimiento vago, pero terrible. Penetró en el zaguán. En el patio, cuatro chicos jugaban y cantaban. Al verlo se desbandaron gritando:
- ¡El Viejo…! ¡El Viejo…!
Una mujer salió de una habitación sacudiéndose las hilachas de la falda. Matías balbuceó con un hilo de voz:
- ¿Quién es usted…? Yo busco a Leandro…
La mujer lo miró largamente y frunció el entrecejo.
- ¿Qué dice, buen hombre? -dijo.
- Busco a Leandro -tartamudeó Matías-. A mi hijo Leandro… Esta es mi casa.
- ¿Su casa? -dijo la mujer.
- ¡Sí, mi casa! -gritó Matías-. La casa de Matías Fernández.
La mujer hizo un gesto de extrañeza.
- Era… -dijo sonriendo con tristeza-. Nosotros la compramos hace veinte años cuando desapareció don Matías y todos sus hijos se fueron de este pueblo.
- ¡Qué! -gritó Matías, levantando las manos como para defenderse.
- Sí… -asintió la mujer temerosa.
Entonces, Matías se fijó en sus manos y se dio cuenta que estaban arrugadas, muy arrugadas y trémulas como las de un hombre muy viejo. Y huyó despavorido dando un grito.


EL DESCUBRIMIENTO DEL LADRÓN
Salvador Robles Miras
España (1956)

Su primer robo fue el último. La casa de veraneo en la que se coló estaba atestada de libros, sólo de libros. Nada que mereciera la pena robar. Cuando se disponía a marcharse con el macuto vacío, descubrió en una mesita del vestíbulo un extraño aparato que atrajo su atención, tal vez fuera un ordenador portátil diminuto. Pulsó un botón para comprobarlo, y en la pantalla apareció la primera página de “Grandes esperanzas”, de Charles Dickens. Leyó una palabra, y otra y otra…, y una frase y otra y otra…, y un párrafo, y otro, y una página, y otra… Al ladrón se le hizo de noche con el lector electrónico entre las manos.
De madrugada, salió de la casa con un tesoro bajo el brazo: la verdad de las mentiras.


EL FIN DEL MUNDO
Manuel Arduino Pavón
Uruguay (1955)
 
Un anticuario compró un espejo muy antiguo y lo ubicó en un lugar de privilegio. Al verlo un poco sucio exhaló vapor de su boca sobre la superficie. Una niebla espesa cubrió la ciudad sorpresivamente. Aterrado, el anticuario sopla aire frío sobre el espejo para disolver el vapor. Un tornado cae en ese momento sobre la ciudad. Fuera de sí, el anticuario se refugia en el sótano mientras piensa cómo deshacerse del espejo cuando pase el huracán. En eso llega la señora que hace la limpieza, y al descubrir el espejo sucio, le pasa una franela larga y gruesa.


CUESTIÓN DE ORGULLO
Julia Otxoa
España (1953)

Realmente aquel hombre se obstinaba en no querer entender, mientras enfurecido me daba puntapiés en las costillas y riñones, me insultaba y me perseguía por toda la casa, incapaz de soportar la idea de esposo abandonado. Yo no me defendía, sabía perfectamente que hubiera podido cortarle la yugular con la velocidad de un rayo, pero en el fondo me daba lástima, ya que en cuanto se cansara y dejara de golpearme, yo también me iría dejándole totalmente solo. Porque ningún perro de mi categoría soportaría vivir con un dueño que no le permite contemplar escondido tras las cortinas del dormitorio como su mujer se desnuda todos los días.