24 de noviembre de 2020

1913-1943. Los prolegómenos del peronismo

III. Primeros escarceos autoritarios

Durante la década del ’20 hicieron su aparición en Europa los primeros escarceos fascistas de la mano de Benito Mussolini (1883-1945) en Italia, Adolf Hitler (1889-1945) en Alemania y Miguel Primo de Rivera (1870-1930) -primero- y Francisco Franco (1892-1975) -después- en España. El 23 de marzo de 1919 Mussolini había creado en Milán los Fasci Italiani di Combattimento, grupos armados de agitación que constituyeron el germen inicial del futuro Partido Nacional Fascista, fundado en noviembre de 1921. El 28 de octubre de 1922 encabezó la llamada Marcha sobre Roma con la que obtuvo plenos poderes en ámbito económico y administrativo hasta el 31 de diciembre de 1923 con el fin de “restablecer el orden”. Por otro lado Hitler, quien se había afiliado en 1919 al Partido Obrero Alemán, precursor del Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores (del que se convertiría en líder en 1921), dirigió la insurrección conocida como Putsch de Múnich el 8 de noviembre de 1923 la que, tras su fracaso, motivó su detención durante ocho meses. Al año siguiente, Hitler consiguió obtener un creciente apoyo popular mediante la exaltación del pangermanismo, el antisemitismo y el anticomunismo. Mientras tanto, en el norte de África, al mando del Tercio de Extranjeros -o La Legión, como se la conocería popularmente- fundado el 20 de enero de 1920, Franco sembraba el terror en las colonias españolas de Ceuta y Melilla, asesinando a la población civil y decapitando a los prisioneros, cuyas cabezas cortadas eran exhibidas como trofeos. Las noticias de la brutalidad ejercida por la Legión en sus acciones llegaron a España y fueron acogidas con entusiasmo por gran parte de la población. A su regreso fue recibido como un héroe y pronto jugaría un papel fundamental en las conspiraciones contra la II República que desembocarían en la Guerra Civil.
Los dictadores fascistas comprendieron perfectamente que la coagulación de la masa moderna ofrecía a sus empresas inmensas posibilidades, y la utilizaron sin recato, con el más completo desprecio de la persona humana. “El hombre moderno -decía Mussolini- está asombrosamente dispuesto a creer”. Hitler, por su parte, descubrió que la masa, al coagularse, cobra un carácter más sentimental, más femenino. “En su gran mayoría -dijo- el pueblo se encuentra en una disposición de ánimo y un espíritu a tal punto femeninos, que sus opiniones y sus actos son determinados mucho más por la impresión producida en sus sentidos que por la pura reflexión”. Entretanto, Franco prometía: “Crearemos una España fraternal, una España laboriosa y trabajadora donde los parásitos no encuentren acomodo; una España sin cadenas ni tiranías judaicas, una nación sin marxismo ni comunismo destructores, un Estado para el pueblo, no un pueblo para el Estado.  Un estado totalitario que armonizará en España el funcionamiento de todas las capacidades y energías del país, en el que el trabajo, estimado como el más ineludible de los deberes, será el único exponente de la voluntad popular”.
La construcción del discurso nacionalista que devino en prácticas de corte autoritario evidenciadas en las organizaciones paramilitares constituidas a fines de la década de 1910, fue el caldo de cultivo para una recepción favorable de la ideología fascista que, consolidada en Italia, Alemania y España, fue utilizada por los sectores reaccionarios integrantes de la oligarquía argentina para retornar al poder político que habían detentado desde la instauración del llamado “orden conservador” en 1880 mediante acuerdos de las cúpulas dirigenciales, el voto oral, público e indirecto, el clientelismo y el fraude electoral, un sistema que perduró hasta la reforma electoral de 1912 mediante la ley 8.871 promulgada por el entonces presidente Roque Sáenz Peña (1851-1914). En ella se estableció el voto secreto, universal y obligatorio sólo para los hombres argentinos o nacionalizados. La definición de “ciudadanos” -término que figuraba en el artículo 1º de la ley- excluía así a casi la mitad de la población formada por mujeres y extranjeros, quienes constituían una enorme proporción de la población. Además estaban excluidos del derecho al voto los habitantes de los Territorios Nacionales, es decir aquellos que no constituían provincias, las cuales eran sólo catorce por aquellos años, con una buena parte de población originaria.


Sólo los sectores más oligárquicos se habían opuesto a la reforma. Uno de sus representantes, el rico latifundista e industrial azucarero Robustiano Patrón Costas (1878-1965), declaraba en la edición del 27 de octubre de 1912 del diario “La Prensa” que defendía al voto público sobre el voto secreto porque “el voto público permite su calificación, pues los empleados siguen las tendencias del patrón, los colonos las del profesional, y así sucesivamente; y de este modo, tienen en la elección el afincado y el intelectual una representación que es de hecho proporcional al valor de sus intereses y a la importancia de sus conocimientos culturales”. No obstante ello, el “patrón”, el “profesional”, el “afincado”, el “intelectual” de los que hablaba el “patriarca de la oligarquía salteña” -tal como se lo llamaba-, dieciocho años más tarde de la instauración de esa reforma decidieron tomar el poder.
Esta vez, esa camarilla lo hizo mediante el golpe de Estado del 6 de septiembre de 1930 acompañada de un amplio consenso social que había sido promovido desde los medios de comunicación. El proyecto de ley del presidente Yrigoyen sobre nacionalización del petróleo, que limitaba la concesión de zonas petrolíferas a empresas extranjeras, fue sancionado por Diputados en 1927 pero la Cámara de Senadores se negó a tratarlo. Varios periódicos de la época señalaron que la negativa de algunos senadores se debía a su vinculación con empresas petroleras extranjeras (Standard Oil y Royal Dutch). Dado que la empresa estatal petrolera Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) -fundada en 1922- no satisfacía la demanda del mercado interno, Yrigoyen inició tratativas, a principios de 1930, con una petrolera soviética, la Luyamtorg. Esta proveería 250.000 toneladas de petróleo en trueque por cueros, extracto de quebracho, lana, ovinos y caseína. La oposición calificó a Yrigoyen de “bolchevique” y pronto sobrevendría el primer golpe de Estado que soportaría la Argentina a lo largo del siglo XX.
En la década del ‘20 los oficiales del ejército argentino fueron acrecentando cada vez más su implicación en las cuestiones sociales y económicas de la Argentina. Condenaban las huelgas del sector obrero y participaron en varias acciones de represión a los trabajadores en distintos lugares del país. La más notoria de todas ellas fue la que llevaron a cabo en la provincia de Santa Cruz entre 1920 y 1921 y que pasó a la historia conocida como la “Patagonia rebelde”. En aquel suceso, alrededor de 1.500 huelguistas fueron fusilados en el marco de la huelga que realizaron los peones rurales como protesta por sus magras condiciones laborales, movimiento al cual se sumaron con el correr de los días los arrieros y los esquiladores y también los telegrafistas del correo, los trabajadores gráficos, los obreros portuarios y los operarios mecánicos de las ciudades de Río Gallegos, Puerto Deseado y Puerto San Julián. Por entonces, unos pocos estancieros eran dueños de la mayor parte de los territorios de Santa Cruz y Tierra del Fuego en Argentina e incluso parte de la región de Magallanes en el extremo sur de Chile.


Los más poderosos eran Mauricio Braun (1865-1953), inmigrante de origen letón, y el asturiano José Menéndez (1846-1918). El primero, junto a su hermana Sara Braun (1862-1955)
era propietario de la Sociedad Explotadora de Tierra del Fuego, una empresa ganadera que llegó a disponer de 1.376.160 hectáreas repartidas entre Argentina y Chile en las que alrededor de 1.250.000 ovejas producían cientos de miles de kilogramos de lana, cuero y carne que se exportaban a Inglaterra. El segundo, por su parte, era un comerciante y empresario naviero que se encargaba justamente de la comercialización y el transporte de dichos productos. Más tarde, cuando su hija Josefina Menéndez Behety (1874-1955) contrajo matrimonio con Mauricio Braun, también adquirió varias estancias y ambos empresarios se convirtieron en dueños y señores de casi toda la Patagonia chilena y argentina. Su imperio económico llegó a sumar bancos, navieras, minas de cobre y frigoríficos.
No eran los únicos, entre ellos había también unos cuantos estancieros de origen británico, pero a todos los unía la misma ambición: la riqueza. Para lograrla no dudaron en diezmar a las comunidades autóctonas de la región que la habitaban desde hacía unos nueve mil años: yámanas, mánekenk y selk’nam. Estos últimos, también conocidos como onas, fueron los más perjudicados ya que fueron prácticamente exterminados por los matones a sueldo que enviaba José Menéndez para apropiarse de sus tierras. En esos territorios comenzaron a trabajar miles de peones, la mayoría de ellos inmigrantes, a los cuales se les pagaba con vales (con valor únicamente en las proveedurías propias de las estancias) sus jornadas laborales de 15 horas con temperaturas de hasta 18º bajo cero, se los alimentaba con raciones ínfimas de comida y se los hacía dormir en tarimas de maderas, tipo estantes, sin abrigo, sin luz y hacinados en habitaciones diminutas. Y fueron justamente estas humillantes condiciones de trabajo las que promovieron las huelgas y la posterior represión a cargo del teniente coronel Héctor Benigno Varela (1881-1923) enviado por el presidente Yrigoyen para controlar las huelgas “revolucionarias” y “pacificar” la situación.


La Sociedad Rural de Río Gallegos se resistía a aceptar la existencia de abusos patronales. Para sus autoridades, los reclamos sindicales eran injustificados ya que era falso que los obreros “estaban sometidos a un régimen de vida incompatible con su condición de hombres de trabajo”. Mientras tanto, desde el gobierno territorial se aducía que la revuelta se debió a la “propaganda ácrata y disolvente” que venían  desplegando algunos sujetos llegados a Santa Cruz. Ocultos tras la máscara del interés de los trabajadores, “aparecían los comunistas o los  anarquistas buscando objetivos inconfesables que encontraron un caldo de cultivo en la ignorancia de los peones”. De ahí que les resultó “sencillo convencerlos de la bondad de sus teorías y de la facilidad con que al final se dividirían las estancias y distribuirían entre ellos las haciendas, siempre, como es natural, que tentaran la aventura comunista”. La ingenuidad de los peones habría incitado a los revoltosos a  instalar un “gobierno comunista” que promoviera una revolución en la propiedad agraria y del ganado. Se había procurado “establecer el gobierno sovietista en la Patagonia, nueva Arcadia donde todos serían felices y propietarios de un determinado número de ovejas y del campo necesario”.
Mientras tanto en Buenos Aires, diarios como “La Nación” y “La Prensa” presentaban un panorama desolador y alarmista del conflicto, cuya responsabilidad atribuían a una “conjura bandolero-anarquista”. En sus ediciones de aquellos días aparecieron notas en la que se afirmaba que en Santa Cruz germinaba un problema delictivo-político pues “no se trata de huelgas ni de dificultades entre capitalistas y trabajadores, sino de un movimiento sedicioso, un levantamiento en armas producido por bandoleros que se titulan obreros”. U otro que decía que la revuelta fue protagonizada por “bandoleros que aprovecharon el levantamiento obrero para cometer toda clase de actos vandálicos”. En sus editoriales, también se ocuparon de alejar a los revoltosos de la imagen de dirigentes gremiales y emparentarlos a una organización criminal: “su desenfreno de falange tebana en nada podía relacionarse con la acción obrera. Las huelgas fueron un pretexto para ensayar procedimientos violentos en mira a tendencias inaceptables”, y aseguraban que la Federación Obrera de Río Gallegos proyectaba establecer “un gobierno comunista que, partiendo de la Patagonia, iría a rematar en la Capital Federal”. La conspiración  estaría “dirigida desde la Capital por los más conspicuos perturbadores del orden, carentes de escrúpulos”.
La Iglesia Católica, ciertamente, no se quedó atrás. Monseñor Miguel de Andrea (1877-1960), por entonces al frente de la Unión Popular Católica Argentina, una institución pseudopolítica que respondía a directivas de la Santa Sede, lanzó una campaña explicando que “el peligro nacía del hecho de que los trabajadores y las masas populares habían dejado de creer en Dios, en la Iglesia y en el régimen”. Y el obispo de Córdoba Zenón Bustos (1850-1925) redactó una carta pastoral acerca de la “Revolución social que nos amenaza”. Bustos denunciaba allí a quienes “enseñan el arte de insubordinar y rebelar a las masas contra el trono y el altar para dar por tierra con la civilización cristiana y ceder el puesto a la anarquía imperante”. En tanto, a su regreso a Buenos Aires, el teniente coronel Varela en el informe que entregó al Ministerio de Guerra denunciaba que las huelgas era parte de un complot destinado a jaquear a la república. “Envanecidos -decía-, se despojaron de la careta de simples huelguistas para declararse abiertamente por el establecimiento del régimen de los soviets. En el momento oportuno marcharían sobre las ciudades de la costa para derrocar a las autoridades y reemplazarlas por otras obedientes a los soviets de Rusia. Concentrados, marcharían triunfalmente hacia la Capital Federal, donde las otras sociedades obreras, de común acuerdo, los esperarían para engrosar sus filas”.


Evidentemente, los principios doctrinarios legados por el teórico anarquista italiano Errico Malatesta (1853-1932) tras su paso por Argentina entre 1886 y 1889 habían encontrado fervorosos adeptos, entre ellos Emilio López Arango (1894-1929) y Severino Di Giovanni (1901-1931), quienes desarrollaron durante la década del ’20 una intensa actividad agitadora entre las masas obreras. A ello debe sumarse la fundación de la Internacional Comunista en Moscú en 1919, una organización internacional que se proponía transformar revolucionariamente la sociedad de cada país como parte de un proyecto común de revolución mundial. Así, durante los años siguientes, fueron constituyéndose diferentes partidos comunistas en América Latina entre los que, obviamente, estaba la Argentina. Eran los tiempos en que el destacado periodista y activista político peruano José Carlos Mariátegui (1894-1930), que ejerciera con su pensamiento una gran influencia en toda la región, asegurase que esto era “el gran acontecimiento hacia el cual convergen las miradas del proletariado universal. El primer paso de la humanidad hacia un régimen de fraternidad, de paz y de justicia”.
Todos estos episodios repercutieron sin dudas en el joven teniente Perón. Gracias a ellos comenzó a percatarse de la importancia de la cuestión social y de la acción efervescente que el pensamiento tanto socialista como anarquista tenía sobre las masas. El temor a una revolución con esas ideologías era visceral en la institución militar y a ello no fue ajeno Perón. Es posible que su ideario de raíz conservadora, nacionalista y militarista haya nacido por esta época. Estando aún en la Escuela de Suboficiales del Ejército Sargento Cabral en Campo de Mayo, se encargó de la edición traducida al castellano del “Reglamento de gimnasia alemán para el ejército y la armada”, y redactó un capítulo del “Manual del aspirante” al que tituló “Moral militar”. Basándose en el texto del coronel francés André Gavet (1849-1904) “L’art de commander” (El arte de mandar), Perón destacó tres componentes principales que debían ser desarrollados en la personalidad: el cuerpo, la inteligencia y los sentimientos, que denominó respectivamente instrucción física, intelectual y moral. Luego, en 1924 fue ascendido a capitán y, el 12 de marzo de 1926, ingresó como alumno en la Escuela Superior de Guerra.