20 de noviembre de 2020

1913-1943. Los prolegómenos del peronismo

I. Introducción

Corre el año 1913. En San Petersburgo nacía el “Futurismo ruso”, una corriente de la vanguardia literaria liderada por los escritores Vladímir Mayakovski (1893-1930) y Boris Pasternak (1890-1960) entre otros, quienes repudiaban el arte estético del pasado y consideraban que autores como “Pushkin, Tolstói y Dostoyevski debían ser arrojados por la borda del barco de la Modernidad”. Por la misma época, durante su estadía en Metz, al este de Francia, el escritor inglés David Herbert Lawrence (1885-1930) terminaba la escritura de “Sons and lovers” (Hijos y amantes), una de las mejores visiones que ha dado la ficción sobre el desequilibrio de las pasiones. Y, a unos 300 km. de allí, más precisamente en París, Marcel Proust (1871-1922) publicó “Du côté de chez Swann” (Por el camino de Swann), la primera de las siete partes de su novela “À la recherche du temps perdu” (En busca del tiempo perdido), la que con el tiempo pasaría a ser considerada una de las obras cumbre de la literatura francesa. Allí mismo, el compositor, pianista y director de orquesta ruso Ígor Stravinski (1882-1971) estrenaba “Vesná svyaschénnaya” -en su nombre original- o “Le sacre du printemps” (La consagración de la primavera) obra que, para la crítica especializada, es la mejor partitura orquestal de todo el siglo XX.
En Viena, Sigmund Freud (1856-1939) publica en la revista “Imago” el ensayo “Totem und tabu” (Tótem y tabú) en el que, entre otras cosas, enunció una tesis sobre el origen de la sociedad y de sus instituciones fundamentales. Según él, el hombre empezó su carrera cultural bajo la forma de una organización social en la cual un solo patriarca gobierna a toda la tribu de una manera dictatorial, y la fantasía del neurótico es ocupar el lugar del padre pensado como verdadero, como aquel en donde se alcanzaría la satisfacción absoluta. No obstante, “la coherencia y el rigor de las relaciones no son sino aparentes. Una observación más penetrante descubrirá en ellas, como en la formación de la fachada de un sueño, las mayores inconsecuencias y arbitrariedades”. Por entonces el célebre psicoanalista rompía relaciones con uno de sus discípulos más cercanos, el médico psiquiatra suizo Carl Gustav Jung (1875-1961) quien, con la publicación un año antes en Zúrich de su ensayo “Wandlungen und symbole der libido” (Transformaciones y símbolos de la libido), manifestaba sus divergencias con Freud e inauguraba lo que llamó psicología analítica en oposición al psicoanálisis freudiano.
No muy lejos de allí, en Leipzig, Georg Simmel (1858-1918) ampliaba en su “Philosophische kultur” (Cultura filosófica) lo que ya había anticipado de manera premonitoria años antes en “Philosophie des geldes” (Filosofía del dinero): la influencia de la economía monetaria produce un salto desde el “paradigma de la producción” hacia el “paradigma del consumo”. La vida urbana conduce hacia la división del trabajo y una financiarización creciente. A medida que aumentan las transacciones financieras, la atención se centra en lo que el individuo puede hacer en lugar de lo que es. Las cuestiones financieras, paulatinamente, desplazan a las emociones. Para el filósofo y sociólogo alemán, los efectos producidos por la economía monetaria en las formas culturales eran peligrosos ya que ésta fomentaba
relaciones sociales cada vez más impersonales y reducía los valores humanos a términos pecuniarios, lo que invariablemente conducía a la génesis de un intelectualismo superficial.
Mientras tanto, en Stuttgart, Karl Kautsky (1854-1938) reiteraba lo que había avizorado en “Der weg zur macht” (El camino hacia el poder) en cuanto a que si, en el momento de la construcción del socialismo, no existía el nivel de desarrollo imprescindible de las fuerzas productivas y no se daba el nivel de conciencia y de cultura avanzada en la mayoría trabajadora, sólo se conseguiría “socializar la miseria”. Ya distanciada políticamente de él, en Berlín Rosa Luxemburgo (1871-1919) publicaba “Die akkumulation des kapitals. Ein beitrag zur ökonomischen erklärung des imperialismus” (La acumulación de capital. Una contribución a la explicación económica del imperialismo), una de las contribuciones más originales a la doctrina económica socialista en la que analizaba los efectos que la expansión del capitalismo en territorios nuevos y atrasados tenía sobre sus propias contradicciones internas y sobre la estabilidad del sistema. Con una mirada opuesta, el semanario británico “The Economist” fundado en 1843 por el banquero y empresario escocés James Wilson (1805-1860), editorializaba desde Londres que la globalización de la economía y los intercambios comerciales y culturales deparaban un futuro brillante para la humanidad.


Paralelamente, del otro lado del océano Atlántico, el candidato demócrata Woodrow Wilson (1856-1924) ganaba las elecciones y se convertía en el 28º presidente de los Estados Unidos. Su predecesor, el republicano William Taft (1857-1930) se despidió del cargo con un precoz y desvergonzado discurso: “No está lejos el día en que tres banderas estrelladas señalarán, en tres puntos equidistantes, la extensión de nuestro territorio: una en el Polo Norte, otra en el canal de Panamá y la tercera en el Polo Sur. Todo el hemisferio será nuestro de hecho, como ya lo es moralmente, en virtud de nuestra superioridad de raza”. Y mientras esto ocurría en Washington, en un teatro de la ciudad de Nueva York el inventor y empresario estadounidense Tomás Alva Edison (1847-1931) presentaba la primera prueba pública del cine sonoro consistente en un fonógrafo situado detrás de la pantalla. Casi simultáneamente, en la misma ciudad el periodista británico Arthur Wynne (1871-1945) publicaba en el diario “New York World” el primer crucigrama, un entretenido pasatiempo de su invención que lograría gran éxito.
Distantes de estos esparcimientos pero cercanos geográficamente hablando, los mexicanos se encontraban inmersos en un conflicto iniciado en 1910 como consecuencia del descontento popular hacia la dictadura del general Porfirio Díaz (1830-1915), una desavenencia que derivó en una guerra civil que transformaría radicalmente las estructuras políticas y sociales del país. La Revolución Mexicana, tal el nombre con el que pasó a la historia, comenzó con el levantamiento liderado por Francisco Madero (1873-1913) oponiéndose a la reelección de Díaz a la presidencia, quien había gobernado el país por más de treinta años ejerciendo el poder de manera arbitraria y distribuyendo prebendas entre un reducido grupo privilegiado de terratenientes, industriales e inversores extranjeros. Pese al relativo progreso económico que vivió el país durante su mandato, la situación de injusticia social se profundizó y agudizó durante aquellos años. La grave situación de los campesinos, producto de la explotación latifundista, produjeron un despertar popular al que se unirían distintas fuerzas políticas, entre ellas las de los caudillos más emblemáticos del movimiento revolucionario: Francisco “Pancho” Villa (1878-1923) en el norte, y Emiliano Zapata (1879-1919) en el sur, quienes exigían un sistema de gobierno democrático genuino, mayores derechos sociales, una reforma agraria justa para los campesinos y libertad e igualdad para el pueblo.


Muy lejos de allí, en Buenos Aires, ciudad en la que alrededor del 61% de la población vivía en casas precarias o en conventillos -tal como se denominaba a las casas de inquilinato de una sola habitación y baño, cuando lo tenía, en el fondo de la construcción-, el tranvía tirado por caballos era reemplazado por el eléctrico y se inauguraba la primera línea de subterráneos del país y de toda América del Sur. Cada formación se componía de seis vagones y transportaba 16.000 pasajeros por hora. También se creaba el Colegio de Abogados de la Cuidad de Buenos Aires, en la Universidad de Buenos Aires se fundaba la Facultad de Ciencias Económicas y se inauguraban los hospitales de Clínicas y Durand. Entretanto, pervivían muchas enfermedades asociadas con las condiciones de vida o con pautas culturales, espacios en los cuales el Estado no hacía pie debido a su incapacidad para erradicar la miseria estructural. Así, mientras la Argentina acumulaba el 50% del producto bruto interno (PBI) de toda América Latina y el sueldo medio de las clases acomodadas en Buenos Aires era hasta un 80% superior al de París, la mortalidad infantil era muy alta como consecuencia de la incidencia de enfermedades gastrointestinales, estrechamente relacionadas con las malas condiciones de vida y una mala asistencia del menor.
En aquel año, la Argentina fue uno de los mayores exportadores de cereales y carne del mundo, hasta el punto de representar casi el 7% de todo el comercio internacional. Fue en esa época, mientras la futura gran poetisa Alfonsina Storni (1892-1938) trabajaba de cajera en una farmacia, Ricardo Güiraldes (1886-1927) publicaba sus primeros cuentos en la revista “Caras y Caretas”, y el ultranacionalista católico Manuel Gálvez (1882-1962) hacía lo propio con su ensayo “El solar de la raza”, cuando el sociólogo y médico ítalo-argentino José Ingenieros (1877-1925) publicó “El hombre mediocre”, un ensayo en el que alegaba que “cada cierto tiempo el equilibrio social se rompe a favor de la mediocridad. El ambiente se torna refractario a todo afán de perfección, los ideales se debilitan y la dignidad se ausenta; los hombres acomodaticios tienen su primavera florida. El mediocre ignora el justo medio, nunca hace un juicio sobre sí mismo, desconoce la autocrítica, está condenado a permanecer en su módico refugio. Esta actitud lo encierra en la convicción de que él posee la verdad, la luz, y su adversario el error, la oscuridad. Los que piensan y actúan así integran una comunidad enferma y más grave aún, la dirigen, o pretenden hacerlo. Los gobernantes no crean ese estado de cosas; lo representan”.
Poco tiempo antes del lanzamiento de este libro, en las elecciones para elegir un senador y dos diputados triunfaba el Partido Socialista, llevando al Senado a Enrique del Valle Iberlucea (1877-1921) y a la Cámara de Diputados a Nicolás Repetto (1871-1965) y Mario Bravo (1882-1944). El 24 de agosto se jugaba el primer partido oficial entre River y Boca, en el cual los millonarios derrotaron a los “xeneises” por 2 a 1 dando comienzo al superclásico del fútbol argentino; y el 15 de septiembre aparecía el primer ejemplar del diario “Crítica”, una publicación que contenía notas de denuncia y cierto aire sensacionalista. Ese año llegaron a la Argentina 302.047 inmigrantes y cerca del 50% del capital fijo existente en el país era extranjero. Entretanto, en la sede del Colegio Militar de la Nación sito en San Martín, localidad situada a unos pocos kilómetros al noroeste de la ciudad de Buenos Aires, capital de uno de esos territorios nuevos y atrasados que padecía sus propias contradicciones internas, egresaba en el cuadragésimo tercer lugar de las promoción de 1913 con el grado de subteniente de Infantería un joven oficial que haría historia en el país.


El cadete, del cual sus instructores dirían que poseía “una conducta intachable, muy buena voluntad, serio, empeñoso en el trabajo, con buen espíritu y carácter”, fue destinado en 1914 al Regimiento 12 de Infantería con asiento en Paraná, provincia de Entre Ríos, donde al año siguiente sería ascendido al grado de teniente. Su jefe de Regimiento consignó que era un “sobresaliente instructor, buen camarada y muy buen conductor de tropas. Es activo, inteligente y empeñoso. Ha desempeñado muy bien las funciones de su cargo. Tiene condiciones para el grado superior”. Por entonces, en cartas que dirigió a sus padres que se dedicaban a la cría de ovejas en dos estancias que tenían en Chubut, el joven teniente Juan Domingo Perón (1895-1974), de él se trata, revelaba sus fuertes sentimientos antibritánicos. “Fui contrario siempre a lo que fuera británico, y después de Brasil, a nadie ni a nada tengo tanta repulsión”, escribía en noviembre de 1918. Todo esto lo llevó a apoyar la neutralidad del país en la Primera Guerra Mundial, contra la opinión de sus padres, partidarios de los Aliados. Ese mismo año participó en misiones de control y represión de huelgas en las ciudades de Rosario, San Francisco y San Cristóbal en la provincia de Santa Fe.
Hacia comienzos del siglo XX el Ejército argentino estaba en plena etapa de renovación. Se habían realizado en su seno una cantidad de reformas con el fin de consolidar un criterio de profesionalismo, entre ellas el establecimiento del Servicio Militar Obligatorio, el perfeccionamiento del sistema de gradación a partir del Colegio Militar, la instrucción de los oficiales y la tropa de acuerdo al modelo prusiano, y la realización de cursos de perfeccionamiento. Aquel Ejército valorizaba la formación cultural y participaba del afán de conquista de la naturaleza que había contagiado por entonces el auge filosófico y doctrinario del positivismo. Perón fue un producto cabal de ese Ejército que decía no querer politizarse pero pretendía estar al tanto de todo lo que ocurría, así en el país como en el exterior. Eran aquellos, años de una intensa agitación obrera motivada por la inseguridad económica, los bajos salarios, las malas condiciones laborales y la influencia de las transformaciones sociales del fin de la Primera Guerra Mundial. Al mismo tiempo, el movimiento obrero adquiría una tónica revolucionaria y estaba plagado de agitadores que anunciaban un estallido inminente. La Revolución Rusa de 1917 parecía a muchos el preludio de la transformación del mundo. El 7 de noviembre de 1918, al cumplirse el primer aniversario de la Revolución Bolchevique, más de diez mil trabajadores, en vehemente muestra de adhesión, desfilaron por las calles de Buenos Aires.
Una oleada revolucionaria recorría la vieja Europa y expandía sus vibraciones a la Argentina. Era la enfermedad “maximalista” (como se llamaba entonces indistintamente a las corrientes comunista, socialista y anarquista) que afectaba también a buena parte de la joven intelectualidad argentina. En 1916 Hipólito Yrigoyen (1852-1933), máximo representante de la Unión Cívica Radical (UCR), había logrado arribar a la presidencia mediante la vía del sufragio universal (un hecho inédito en la historia del país) con el apoyo de las masas proletarias y sectores pequeño burgueses. Este acontecimiento marcó un momento trascendental en la historia argentina ya que permitió la irrupción en la vida política de vastos sectores marginados hasta entonces por el régimen oligárquico.


Pero, como decía el escritor y editor español por entonces radicado en Argentina Diego Abad de Santillán (1897-1983), “la papeleta del sufragio no libera al analfabeto de su ignorancia ni hace libre al que está formado y conformado para la esclavitud. Contra ese flagelo es contra el que hay que apuntar con todas las armas de la educación y de la conducta”. Ya un siglo antes, Manuel Belgrano (1770-1820), una de las figuras fundamentales del proceso que condujo a la independencia del país, sostenía que para lograr el bienestar, “no solo material sino también humano”, era necesario fomentar la educación en todos sus niveles educativos y en todos sus géneros, “tanto en la ciudad como en la campaña”.
“Todos votaban por el radicalismo -decía el historiador argentino Milcíades Peña (1933-1965) en su obra “Masas, caudillos y élites”-, terratenientes, industriales, pequeño-burgueses, obreros. Pero la UCR no los representaba a todos ni todos controlaban a la UCR. El núcleo esencial y dirigente del partido, el que determinaba la política efectiva y desprendía de su propio medio ministros y altos funcionarios, estaba perfectamente mancomunado en ideas e intereses fundamentales con el imperialismo inglés, con la burguesía terrateniente argentina, con el capital financiero e industrial tan íntimamente vinculado a los dos primeros, con el ejército -su guardia pretoriana- y la Iglesia -su gendarme espiritual-. Las cuatro quintas partes de la UCR eran populares, pero el quinto decisivo -el dueño de casa que trazaba y ejecutaba la política- servía al imperialismo y a la burguesía argentina”.
Con una visión distinta, otro historiador argentino, en este caso el citado Manuel Gálvez, opinaba en la biografía del electo presidente titulada “Vida de Hipólito Yrigoyen” que “las gentes distinguidas hablan con horror de la plebe radical, de la chusma que ha llenado las calles para acompañar en su triunfo a Hipólito Yrigoyen. Las empresas extranjeras, con su fino olfato, adivinan en ese hombre la tentativa de halagar a la plebe que lo adora. No tranquiliza el que Hipólito Yrigoyen no haya expuesto opiniones en materia social o económica y el que su ‘misión providencial’ sólo consistía, al parecer, en la pureza del sufragio. Porque esas turbas, ese mundo de abajo que exalta a su apóstol, ¿no pretenderá que se pida cuenta de sus abusos al capital extranjero, que se limite el poder inmenso que ha dado el régimen a las compañías? Le temen muchos sacerdotes y católicos, que le imaginan despreciador del matrimonio y de las prácticas religiosas. Y hasta el Ejército le teme. Todos temen a Hipólito Yrigoyen salvo sus partidarios, la clase media y los pobres”.