VI. Falacias y abyecciones
Desprestigiado, carente del mínimo consenso político necesario y con su salud bastante deteriorada, Yrigoyen dejó el gobierno en manos del vicepresidente Enrique Martínez (1887-1938), quien decretó el Estado de Sitio pero no pudo impedir que el 6 de septiembre de 1930 el primer golpe de Estado de la Argentina contemporánea interrumpiese el régimen constitucional dando comienzo a una aciaga etapa de la historia argentina, un período que el escritor argentino Alberto Vanasco (1925-1993) recordaría así en el prólogo de su libro de cuentos “Los años infames”: “Casi todos los de mi generación crecimos y nos formamos a lo largo de un estrecho, lóbrego, sórdido corredor en el tiempo que duró algo más de diez años y que alguien con conocimiento de causa llamó la Década Infame. Fueron realmente años malos en que todo pareció resquebrajarse, desquiciarse, hacerse polvo, tanto las almas de las gentes como sus ropas y sus rostros. Años en que una tremenda desolación derrumbó la confianza, la voluntad, el orgullo y por eso toda capacidad de comprender, de sublevarse o de escapar. Años terribles en que la calamidad fue tan grande que se la tomaba por fatalidad, en que la injusticia era tan inconmensurable que se la consideraba como una parte de la naturaleza, en que la sociedad era tan ciega e inhumana que se sentía culpable de su propio destino desastroso. Crecer para la mayoría de mi generación fue nada más que ir reconociendo y adaptándonos a ese mundo que los hombres sin duda habían construido y elegido pero para el que nadie, ni siquiera ellos mismos, estaban preparados”.
En aquel entonces Perón, que había contraído matrimonio con Aurelia Tizón (1902-1938) a comienzos del año anterior, además de su actividad como profesor en la Escuela Superior de Guerra cumplía tareas administrativas en el Estado Mayor del Ejército, por lo que no fue ajeno a los preparativos del golpe. Inicialmente desarrolló sus actividades conspirativas bajo el liderazgo del nacionalista Uriburu, pero días antes del 6 de septiembre, sin perder su compromiso con el proyecto revolucionario, se alejó de su grupo y se integró al liderado por el liberal Justo. Su rol en la preparación del golpe fue estrictamente militar y su trabajo consistió en realizar contactos y participar, desde su nivel, en la elaboración del plan. El 3 de julio el teniente coronel Álvaro Alsogaray (1881-1935), ideológicamente nacionalista de derecha que proponía secuestrar a Yrigoyen con un camión de reparto del diario “La Prensa”, le comunicó que había sido designado para formar parte de la sección “Operaciones” del Estado Mayor Revolucionario y le encomendó gestionar la incorporación de oficiales al proyecto. Fue así que se reunió con distintos oficiales a quienes conocía y tenía una relación de amistad, entre ellos el teniente coronel Descalzo, su antiguo profesor en la Escuela Superior de Guerra, y varios otros a los que calificó en sus escritos posteriores como “hombres decentes y patriotas”, “hombres de acción y capaces”, “hombres conscientes, reflexivos e inteligentes” de quienes “conocía a fondo la pureza de sus sentimientos y sus pasiones de soldados”.
El propio Perón relataría en detalle su participación en el golpe en su libro “Tres revoluciones” publicado en 1963. Allí cuenta que en junio de 1930 fue conectado por el mayor Ángel Solari (1892-1973) que era un “viejo y querido amigo”, quien le dijo: “El general Uriburu está con intenciones de organizar un movimiento armado”. A continuación le preguntó si estaba comprometido con alguien y ante su respuesta negativa le dijo: “Entonces contamos con usted” a lo que respondió: “Sí, pero es necesario saber antes qué se proponen”. Esa misma noche Perón, invitado por Solari, concurrió a una reunión en la que estaban el general Uriburu y otros oficiales. Uriburu “habló sobre las cuestiones concernientes a un movimiento armado que debía prepararse juiciosamente”, lo que fue aceptado por todos. Cuando Perón propuso “comenzar el trabajo definitivo de la organización y preparación del movimiento” se le contestó que todavía no podía hacerse porque había otros grupos que “si bien tendían como nosotros a derrocar al gobierno, tenían otras ideas sobre las finalidades ulteriores”. “Desde ese momento -continúa Perón- traté de convertirme, dentro de esta agrupación, en el encargado de unirla con las otras que pudieran existir y tratar por todos los medios de evitar, que por intereses personales o divergencias en la elección de los medios, se apartara la revolución del 'principio de la masa' tan elementalmente indispensable si se quería llevar a ella a buen término”. Finalmente señala que “que el general Uriburu era el hombre que siempre conocí, un perfecto caballero y hombre de bien, hasta conspirando”.
Al amanecer del 6 de septiembre, la sirena de la base aérea de El Palomar sonó dando inicio a la asonada. Un avión partió para arrojar panfletos con la “proclama revolucionaria” sobre Buenos Aires. Desde el Colegio Militar, Uriburu pidió la renuncia al vicepresidente Martínez mediante un telegrama e inició su marcha sobre la Capital Federal con algunos escuadrones de caballería, cadetes y civiles que no sumaron más de 1.500 hombres. La inmensa mayoría de los efectivos de Campo de Mayo permaneció leal al orden constitucional al igual que los de otras guarniciones del Ejército. La Marina se mantuvo prácticamente ajena al acontecimiento y la Fuerza Aérea acompañó tímidamente el levantamiento desde la Base Aérea de El Palomar y en menor medida desde la base con asiento en Paraná, movilizando veinte aeronaves aproximadamente. Se formó una columna con tropas en la que Perón iba en un auto blindado armado con cuatro ametralladoras y que fue una de las que primero llegaron a la Casa Rosada. A medida que los insurrectos se acercaban a Plaza de Mayo, largas filas de ciudadanos al grito de “¡Democracia si, dictadura no, libertad!”, fueron formando una multitud que brindaba un marco popular al proyecto elitista. Militantes radicales armados apostados en la esquina del Congreso, en la confitería “El Molino”, tras un breve tiroteo lograron momentáneamente detener su irreversible avance. En la Casa Rosada, Uriburu, ante la negativa de Martínez a renunciar, le gritó “¡Aquí mando yo, carajo!” y también se dice que hasta desenfundó su arma. El vicepresidente Martínez capituló ante los golpistas.
Una vez consumado el golpe de Estado, Perón formó parte de una columna de militares que desalojó pacíficamente la sede gubernamental, donde grupos civiles estaban realizando saqueos y destrozos. En unos apuntes dejó más tarde su testimonio sobre esos episodios: “Cuando llegamos a la Casa Rosada, flameaba en ésta un mantel como bandera de parlamento. El pueblo en esos momentos empezaba a reunirse en enorme cantidad. Como era de suponer, hizo irrupción e invadió toda la casa en un instante a los gritos de ‘viva la patria’, ‘muera el Peludo’, ‘se acabó’. Adivinaba los desmanes que ese populacho ensoberbecido estaría haciendo en el interior del palacio. Entré con tres soldados y entre los cuatro desalojamos lo más que pudimos a la gente. Un ciudadano salía gritando ‘viva la revolución’ y llevaba una bandera argentina arrollada debajo del brazo. Lo detuve en la puerta y le dije qué hacía. Me contestó: ‘llevo una bandera para los muchachos mi oficial’. Se la quité y el hombre desapareció entre el maremágnum de personas. Dentro de la bandera había una máquina de escribir”. Dos décadas más tarde, haciendo gala del oportunismo que lo caracterizaría en toda su carrera política, evaluaría los hechos de otra manera: “Yo recuerdo que el presidente Yrigoyen fue el primer presidente argentino que defendió al pueblo, el primero que enfrentó a las fuerzas nacionales y extranjeras de la oligarquía. Y lo he visto caer ignominiosamente por la calumnia y los rumores. En esa época yo era un joven y estaba contra Yrigoyen, porque hasta mí habían llegado los rumores y no había nadie que los desmintiera y dijera la verdad”. Evidentemente, tener treinta y cinco años de edad y diecinueve de carrera militar, para Perón era ser todavía “un joven” susceptible de ser influenciado por “los rumores”.
Por la noche, Perón patrulló las calles de la ciudad de Buenos Aires para prevenir desmanes, lo que no impidió que una multitud eufórica y descontrolada asaltara la humilde residencia particular de Yrigoyen, destruyendo su moblaje y dando una clara señal de los sentimientos que movilizaban a muchos de los civiles que acompañaron y festejaron ese brutal acontecimiento. Mientras tanto el ya ex presidente había sido trasladado al Regimiento VII de La Plata ante cuyo comandante presentó su renuncia institucional y quedó encarcelado para luego ser confinado en la isla Martín García donde, curiosamente, quince años después también sería llevado detenido el propio Perón. Uriburu asumió la presidencia dos días después y el mismo Perón se encargó de acompañarlo en el cabriolé que lo llevó a tomar posesión de la Casa Rosada seguido de una larga caravana de autos.
Desde el
balcón de la Casa de Gobierno, el flamante ministro del Interior Matías Sánchez
Sorondo (1880-1959) expresó fervorosamente: “El gobierno yrigoyenista ha caído,
volteado por sus propios delitos. Desde hace largo tiempo el país asistía, al
parecer adormecido e inerme, al proceso angustioso de su paulatina degradación.
Todo estaba subvertido: las ideas y la moral; las instituciones y los hombres;
los objetivos y los procedimientos; una horda, una hampa, llevada al poder por
la ilusión del pueblo, había acampado en las esferas oficiales y plantado en
ella sus tiendas de mercaderes, comprándolo y vendiéndolo todo, desde lo más
sagrado, como el honor de la patria, hasta lo más despreciable, como sus mismas
conciencias. El 6 de septiembre de 1930 marca en la historia argentina una de
las grandes fechas nacionales, junto con el 25 de mayo y el 3 de febrero. Son
las revoluciones libertadoras. Y esta es la única que ha triunfado después de
la organización nacional, a diferencia de los otros pronunciamientos, porque
destituida de carácter político o partidario, sólo contiene la exigencia
impostergable de salvar las instituciones”.
La oligarquía terrateniente, el conservadurismo, el fascismo vernáculo y varios intelectuales autoritarios habían generado el ambiente para el golpe en las calles. A ellos, desde las sombras, se sumó el cada vez más progresivo expansionismo estadounidense qué buscaba reemplazar al imperialismo inglés en sus relaciones comerciales con la Argentina. Lo hizo de la mano de la Standard Oil, la compañía que había resultado perjudicada por la política petrolera implementada por el depuesto Yrigoyen unos años antes cuando declaró ante el Congreso que “el Estado se reserva el derecho de vigilar toda explotación de esta fuente de riqueza pública, a fin de evitar que el interés particular no la malgaste, que la ignorancia o precipitación la perjudique, o la negligencia o la incapacidad económica la deje improductiva. Con el mismo concepto se ponen trabas a la posible acción perturbadora de los grandes monopolios”. Por esa razón, algunos sectores independientes denominaron “golpe con olor a petróleo” al alzamiento cívico-militar que había quebrado el orden institucional. Más teniendo en cuenta que uno de los ministros que nombró Uriburu, Horacio Beccar Varela (1875-1949), era abogado de las compañías petroleras norteamericanas.
El 10 de septiembre la Corte Suprema emitió una sentencia que convalidaba el golpe en una abierta violación a la Constitución Nacional. Una vez en el gobierno firmó el primer decreto por el cual ordenó disolver el Parlamento Nacional bajo el argumento de que “las razones son demasiado notorias para que sea necesario explicarlas”. No sólo deshizo el Congreso, también declaró el Estado de Sitio, estableció la Ley Marcial, impuso una fuerte censura, intervino las universidades y las provincias con excepción de Entre Ríos y San Luis, advirtió que reprimiría sin contemplación cualquier intento de regresión y designó como jefe de la Casa Militar de la Presidencia de la Nación al teniente coronel Alsogaray, el mismo que había convocado a Perón para coordinar las tareas previas al golpe.
Además designó como jefe de policía al hijo del famoso escritor Leopoldo Lugones (1874-1938), autor de obras destacadas como “Las fuerzas extrañas” y “Cuentos fatales” entre otras tantas, quien había participado en la conspiración golpista redactando la proclama revolucionaria. Leopoldo Lugones hijo (1897-1971), “Polo”, tal como se lo conocía, fue un tétrico personaje que introdujo un siniestro método de tormentos para hacer confesar a los presos. Su técnica para quebrar el espíritu de los políticos de la oposición consistía en colgarlos de las piernas y sumergirles la cabeza en excrementos humanos. Luego incorporó la picana eléctrica, un artefacto inventado y patentado en 1917 para azuzar al ganado vacuno que producía un shock de 12.000 voltios y bajo amperaje, aplicándolo a la víctima mediante un par de electrodos. Descargado en los genitales, el paladar o en las plantas de los pies, el shock causaba el anudamiento y convulsión de los músculos de la víctima con tremendo dolor. Dicho sistema sería institucionalizado en 1934 cuando se creó la Sección Especial de la Policía Federal bajo el mando de Leopoldo Melo (1869-1951), un abogado radical que había sido diputado, senador y hasta decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires durante los gobiernos de Yrigoyen, y que sería nombrado Ministerio del Interior en 1932.
Seis días después del golpe de Estado, el 12, Perón fue nombrado ayudante de campo del ministro de Guerra, general Francisco Medina (1870-1945), quien firmaría juntamente con Uriburu la sentencia de muerte del antes mencionado militante anarquista italiano Severino Di Giovanni. Según reseñó el historiador argentino Enrique Pavón Pereyra (1921-2004) en “Perón. Preparación de una vida para el mando (1895-1942)”, después de la revolución de septiembre de 1930, “Perón es designado como secretario privado del ministro de Guerra, cargo que ocupa hasta el 28 de octubre cuando se lo designa en una misión secreta en la frontera norte, en el límite entre Bolivia y Paraguay. La misión estaba vinculada con los prolegómenos del conflicto entre ambos países que iniciarían una sangrienta guerra entre junio de 1932 y junio de 1935. En julio de 1931 se reincorpora a sus funciones en el Estado Mayor y es ascendido a mayor a fines de ese mismo año”.
Por otro lado, el 27 de septiembre de 1930, tras un acuerdo entre socialistas, comunistas, sindicalistas revolucionarios e independientes entre los que sobresalían Sebastián Marotta (1888-1970), Francisco Pérez Leirós (1895-1971) y Ángel Borlenghi (1906-1962), se fundaba la Confederación General del Trabajo (CGT), una entidad que agrupaba a todos los gremios exceptuando aquellos de orientación anarquista y representaba a casi 130.000 trabajadores. El nombre de Confederación General del Trabajo fue tomado de su homónima francesa creada en 1895, cuna del sindicalismo en el concierto del movimiento obrero europeo que evolucionó gradualmente hacia las posiciones sindicalistas revolucionarias que propondría una década más tarde el filósofo francés Georges Sorel (1847-1922) en su obra más célebre, “Réflexions sur la violence” (Reflexiones sobre la violencia), en la que propugnaba por la formación de un sindicalismo obrero fuerte, consciente y preparado para enfrentarse con la sociedad burguesa, destruirla y crear sobre sus ruinas una nueva sociedad basada en la producción y libre de las jerarquías e instituciones del pasado. El Documento de Unidad de aquella primera central obrera unificada de la Argentina lejos estaba de aquel ideario. Sólo establecía la independencia de todos los partidos políticos y les aseguraba a los trabajadores afiliados la más completa libertad, compatible con sus deberes y derechos sindicales para desarrollar “las actividades más satisfactorias para sus aspiraciones de renovación social”. También implantaba un reglamento en el cual establecía que las huelgas sólo podrían ser resueltas por el voto general, y que le correspondería al Congreso fijar su inicio y finalización.