28 de noviembre de 2020

1913-1943. Los prolegómenos del peronismo

V. Enmiendas y preparativos

En ese contexto puede encuadrarse la llamada “Reforma Universitaria”, un movimiento estudiantil que cuestionaba el papel de las universidades en tanto meras “fábricas de títulos” que se encontraban desvinculadas de las problemáticas sociales que aquejaban a la época. Fue en la Universidad de Córdoba, fundada en 1613 por los jesuitas, donde el descontento de los estudiantes tomó forma de rebelión dado que aún se conservaban muchas de las características elitistas y clericales de sus comienzos cuando los profesores llegaban a las cátedras a través de designaciones arbitrarias o directamente heredando los cargos. Tal como lo contó en “Estudiantes y política en América Latina” el sociólogo argentino Juan Carlos Portantiero (1934-2007), “el dominio ejercido por la Iglesia se traducía en un régimen reaccionario y conservador que se empeñaba en abortar cualquier intento de modificar el control que los sectores clericales ejercían sobre la institución. En ese marco, los estudiantes cordobeses comenzaron a exigir la introducción de reformas en vistas de modernizar la casa de estudios que aún funcionaba con la dinámica heredada de los tiempos coloniales. En pleno siglo XX las ideas darwinistas eran consideradas heréticas y se impartían materias como la de ‘Deberes para con los siervos’. La clase media emergente, comenzó a presionar para lograr el acceso a la formación superior y protagonizó el movimiento para derrumbar muros que hacían de la Universidad un coto cerrado de las clases superiores”.

Deodoro Roca (1890-1942), el principal dirigente del movimiento reformista, defendía la postura de que la reforma no sólo debía expresarse en cuestiones meramente académicas sino que también debía tener en cuenta la relación entre la universidad y la sociedad. Gabriel del Mazo (1898-1969), otro de los dirigentes reformistas, subrayó en “La Reforma Universitaria. El movimiento argentino (1918-1940)” el componente político-social de la rebelión de 1918 con estas palabras: “Los estudiantes reformistas eran tildados por los hombres defensores de la vieja universidad de ateos en el orden religioso, unitarios en el orden político, demagogos en el orden universitario y chusma en el orden social”. Y el escritor Juan Filloy (1894-2000), protagonista de los hechos, contaría ochenta años después en una entrevista aparecida en el diario “Clarín”: “El futuro estaba condicionado por lo que era la universidad en ese entonces. Era un reducto frailesco, casi clerical, en el cual estaban arraigadas figuras del sector de derecha, pero que no estaban capacitadas para dictar clases. Estaban muy retardados en los progresos de las ciencias jurídicas y médicas. Y eso no se podía tolerar más. Los estudiantes queríamos abrir nuestra inteligencia hacia la modernidad y ellos eran un estorbo”.


La relación entre la juventud, los estudiantes y los ideales era uno de los temas elaborados en diferentes registros por intelectuales y literatos de la época como los sociólogos e historiadores Ernesto Quesada (1858-1934), Ramón Cárcano (1860-1946) y Enrique Martínez Paz (1882-1952), o los escritores José Enrique Rodó (1871-1917), Ricardo Rojas (1882-1957) y Saúl Taborda (1885-1944). Todos ellos, tanto en sus ensayos como en sus novelas, obras teatrales o artículos periodísticos, tenían presente la gravitación intelectual y espiritual de los estudiantes y apoyaron abiertamente aquel reclamo que perseguía el objetivo de abrir la enseñanza a las distintas tendencias, aceptando a todos los pensadores que tuvieran autoridad moral o intelectual para enseñar en las aulas. La reforma, que tras violentas batallas campales entre reformistas, la policía y grupos católicos, intervenciones federales, huelgas estudiantiles y represión militar fue aprobada a regañadientes por Yrigoyen, propugnaba la libertad de cátedra, la asistencia libre, los concursos para la distribución de cargos, la gratuidad de la enseñanza, los seminarios y formas de enseñanza donde el estudiante tuviera posibilidad de intervenir propositivamente. De esa manera, aunque parcialmente, la universidad pública pasó a ser uno de los principales mecanismos de movilidad social para la clase media, sector social que se identificaba estrechamente con el radicalismo.
Entretanto, el joven Perón, que en las elecciones presidenciales de 1916 lo había votado y apoyó luego su política exterior cuando decidió declarar neutral al país en la Primera Guerra Mundial, cambió de parecer cuando “el Peludo” (tal como se lo llamaba coloquialmente al presidente) colocó un civil al frente del Ministerio de Guerra, congeló el presupuesto militar, aplazó la compra de equipo y armamento y, en 1920, suspendió el envío de los pliegos de ascenso al Senado. Fue cuando le escribió a su padre en otra carta: “Con respecto al desgraciado del Peludo, que desgraciadamente para el país le llaman presidente cuando debía ser un anónimo chusma como realmente lo es, te contaré su última hazaña, propia de un cerebro desequilibrado, de un corazón marchito, porque en él no se hace presente un sólo átomo de vergüenza ni de dignidad. Porque sólo un anarquista falso y antipatriota puede atentar como atenta hoy este canalla contra las instituciones más sagradas del país, como el ejército, con la política baja y rastrera, minando infamemente un organismo puro y virilmente cimentado que ayer fuera la admiración de Sud América cuando contaba con un presidente que era su jefe supremo y que tenía la talla moral de un Mitre o un Sarmiento, cuando la disciplina era más fuerte y más dura que el hierro porque desde su generalísimo hasta el último soldado eran verdaderos argentinos amantes de su honor, de la justicia y el deber y que llevaban el sagrado lema de los hombres bien nacidos: ‘Seamos fuertes y unidos para servir a la Patria’. Todo ese legado honroso y sagrado lo ha destruido este canalla, con su gesto y su acción más digno de un ruso anarquista, que de un criollo”. Y terminaba clamando que se cumplieran las leyes y orando a Dios para “que termine este gobierno de latrocinio y vergüenza”.


El teniente primero Perón debería esperar diez años para que sus deseos se cumplieran. En los últimos dos años de su primer mandato presidencial, Yrigoyen creó el Instituto de Nutrición y el Instituto del Cáncer, comenzó la construcción del Ferrocarril Trasandino que uniría a la Puna con Chile permitiendo al Noroeste argentino la comunicación con el Pacífico y sancionó una serie de leyes que protegieron a los colonos y a los chacareros que arrendaban la tierra. Luego vendría el sexenio alvearista en el que el conspicuo representante de la elite dominante consiguió un fuerte aumento de inversiones provenientes de los Estados Unidos; permitió la instalación del patrón oro para beneplácito de las bancas internacionales; nombró al general Agustín P. Justo (1876-1943) frente al Ministerio de Guerra, un hecho que permitió que los grupos militares opositores al yrigoyenismo -que comenzaron a llamarse a sí mismos “profesionalistas”- ganaran poder e influencia dentro de las fuerzas armadas; y creó la Inspección General del Ejército, a la que puso bajo el mando del general José Félix Uriburu (1868-1932). Ambos militares se convirtieron en hombres clave del Ejército y tendrían una nefasta participación en los años venideros.
Para entonces la Unión Cívica Radical ya estaba dividida en dos corrientes antagónicas: la “personalista” dirigida por Yrigoyen y la “antipersonalista” capitaneada por Alvear. Durante el segundo mandato de Yrigoyen ocurrió un episodio trascendental que afectó las economías de todo el mundo: la quiebra del mercado de valores de Wall Street en Estados Unidos, país que desde el fin de la Primera Guerra Mundial venía experimentando un notable desarrollo económico al punto de convertirlo en el más rico y poderoso del globo. El impacto de la “Crisis del ‘29” o “Gran Depresión” como se la llamó, fue tremendo y la Argentina no fue ajena a ella. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, el progreso técnico había acelerado la formación e integración de la economía argentina a través de la expansión del comercio internacional, el flujo de capitales y las corrientes migratorias. La crisis de 1929 puso punto final a ese proceso y abrió un largo paréntesis durante el cual las relaciones económicas internacionales se debilitaron.
Comenzó como tradicionalmente había ocurrido con las anteriores crisis del sistema capitalista. La contracción de la producción, de los ingresos y de los niveles de ocupación en los países industrializados provocó la disminución de sus importaciones y, a través de esto, del volumen del comercio internacional. “En cambio -decía el economista argentino Aldo Ferrer (1927-2016)​​ en su ensayo “La economía argentina. Las etapas de su desarrollo y problemas actuales” publicado en 1963-, la profundidad y prolongación de la crisis de 1929 llevó a los países industrializados a adoptar una larga serie de medidas proteccionistas: la formación de bloques, la formalización de acuerdos bilaterales y el abandono de los cauces multilaterales del comercio, la devaluación de las monedas y el abandono del patrón oro, la adopción de controles de cambio, el establecimiento de cuotas de importación y la adopción de tarifas sustancialmente mayores que las imperantes antes de la crisis. Todas estas medidas tenían por finalidad desvincular los medios de pagos y el nivel de actividad económica interno de las fluctuaciones del balance de pagos, posibilitando, así, la adopción de políticas monetarias y fiscales compensatorias que permitiesen contrarrestar los efectos de la crisis. Las mayores trabas a las importaciones disminuyeron aún más el comercio internacional, agudizando el impacto de la depresión mundial”.


Esta caída del comercio internacional y del flujo de capitales afectó particularmente a los países especializados en la producción y exportación de productos primarios, países entre los cuales la Argentina ocupaba un lugar preeminente. Sus ingresos disminuyeron considerablemente y la situación social empeoró de manera notoria. Esta situación no hizo más que aumentar la oposición al gobierno de Yrigoyen tanto dentro como fuera de su propio partido. Hasta el embajador norteamericano Robert Woods Bliss (1875-1962) resumió desde su óptica particular las problemáticas que enfrentaba el gobierno. Según detalló el historiador estadounidense Robert Potash (1921-2016) en su “Army & politics in Argentina. 1928-1945: Yrigoyen to Perón” (El ejército y la política en la Argentina.1928/1945: de Yrigoyen a Perón), en un informe afirmó que “los problemas gubernamentales y económicos están acercándose a una situación de parálisis. No veo cómo puede seguir mucho más tiempo en el mismo estado sin que se produzca un estallido -violento o pasivo-. Un cambio de actitud de último momento podría salvar la posición del presidente Yrigoyen, pero creo que se trata de una concesión imposible en vistas de su edad y su deterioro mental, de modo que temo que este gobierno continuará su marcha hacia lo inevitable”.
Para el historiador argentino Federico Finchelstein (1975) el desbarajuste político, social y económico de la época “se caracterizó por la convergencia de varios factores algunos de ellos externos imbuidos en un contexto de carácter más global y complejo”. En su ensayo “Fascismo, liturgia e imaginario. El mito del general Uriburu y la Argentina nacionalista” afirma que “en él confluían el impacto de la crisis de 1929, el temor a la expansión del socialismo y la influencia creciente de pensadores nacionalistas y conservadores católicos (algunos de ellos del siglo pasado y retomados en este nuevo escenario)”. Efectivamente, entre los más notorios exponentes de las clases privilegiadas y de las filas del ejército influían las concepciones de gran número de autores como por ejemplo los franceses Joseph De Maistre (1753-1821), Maurice Barrés (1862-1923) y Charles Maurras (1868-1952), el italiano Enrico Corradini (1865-1931) o los españoles Juan Donoso Cortés (1809-1853) y Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) -entre otros- quienes se caracterizaban, en mayor o menor medida, por reflexiones en las que se conjugaban el ultracatolicismo, el antisemitismo, el conservadurismo y el nacionalismo.
Ante la amenaza socialista sentida como tal por las agrupaciones nacionalistas, por los políticos conservadores y por parte de las fuerzas armadas, el general Uriburu escribió varios artículos que aparecieron en publicaciones nacionalistas como “La Nueva República”, “La Fronda”, “Cabildo” o “La Voz Nacionalista”. En uno de ellos, titulado “Socialismo y defensa nacional”, manifestaba que “el militarismo representa un verdadero peligro cuando es bárbaro e ignorante como en México, pero nunca cuando es de carácter ilustrado, disciplinado y civilizador como en el caso de Alemania. El Ejército es la única institución capaz de oponerse eficazmente a las fuerzas organizadas de la sociedad que actúen desde un impulso revolucionario”. A pesar de estas expresiones agregaba -cínica o neciamente- que era “ingenuo hablar de militarismo en la Argentina, donde el ejército nunca tuvo influencia decisiva en los destinos de la Nación”. Este texto apareció en “La Nueva República”, el mismo periódico en donde se contrastó al fascismo italiano con el caos de la democracia nacional o donde el historiador revisionista Julio Irazusta (1899-1982) publicó un artículo titulado “La Constitución no es democrática”.


La conspiración militar empezó a cobrar forma apoyada por pequeños pero muy activos grupos nacionalistas y por gran parte de la prensa. “La Nueva República” (otra vez), por ejemplo, en sus páginas denunciaba que en la sociedad argentina había “una profunda crisis de orden espiritual” originada por las ideologías nacidas a partir de la Revolución Francesa que se habían difundido en las décadas anteriores y que habían producido el “desconocimiento de las jerarquías”. Atacaba el sufragio universal y alentaba a “organizar la contrarrevolución” para “recuperar el orden”. “La Fronda”, por su parte, sostenía la necesidad de reemplazar con mecanismos internos democráticos de deliberación “a la política contaminada de personalismo y caudillismo. El gobierno del Sr. Yrigoyen está muerto, sólo falta su entierro”. Mientras tanto Natalio Botana (1888-1941), fundador del diario “Crítica”, que ya en 1916 cuando Yrigoyen asumió su primera presidencia había dicho “Dios salve a la república”, fue más categórico aún y, dirigiéndose al presidente constitucional, tituló una edición de aquellos días: “Váyase”. En un editorial del diario “La Razón” se expresaba que “el país no está contento, la opinión no se muestra tranquila, el espíritu público, no se manifiesta inclinado a la reflexión y a la tolerancia. Lejos de ello, hay inquietud, hay alarmas, hasta un poco de zozobra. La gente dice que nos envuelve una atmósfera revolucionaria”. El diario “La Prensa”, por otro lado, advertía acerca de que “el momento político revela algo extraordinario que, sin definirse, mantiene una expectativa llena de posibilidades destinadas a desarrollarse fuera del orden normal”. Y “La Nación” manifestaba que “en la actualidad el supremo mal del cual se derivan los demás es la falta de gobierno. No existe orientación en el poder central como no la hay en los gobiernos provinciales”.
Muchos de los nacionalistas del país que pertenecían a una misma extracción social se sumaron primero a la causa anti-yrigoyenista y luego al objetivo golpista, utilizando estas publicaciones para difundir sus ideales opositores y destituyentes. Resulta necesario destacar que esta acción la ejecutaban desde un mismo conglomerado de derecha pero con diferentes tendencias ideológicas. Según analiza el historiador argentino Fernando Devoto (1949) en “Nacionalismo, fascismo y tradicionalismo en la Argentina moderna. Una historia”, el yrigoyenismo “ofrecía y contenía varios aspectos y particularidades dignas de ser criticables para el nuevo nacionalismo argentino (como ser su populismo y demagogia clientelar). Pero no por ello se daban las condiciones para crear y unir en un frente social único y masivo bajo los parámetros ideológicos de los movimientos autoritarios y antiliberales europeos. El yrigoyenismo no apelaba desde un posicionamiento izquierdista a consignas internacionalistas, incluso reprimió duramente huelgas obreras y no predicaba la lucha de clases. Ante estas limitaciones, las críticas y propuestas emergerán desde un tono elitista, antidemocrático, o en algunos casos se mostrarán desde reminiscencias nostálgicas y conservadoras. En otros casos se recurrirá directamente con violencia y agresividad callejera, encarada desde organizaciones parapoliciales (toleradas desde el gobierno) como la Liga Patriótica Argentina, la Legión Cívica y otras”.