24 de mayo de 2021

Gabriela Mistral. Maestra rural y poetisa

Lucila María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga, poetisa mundialmente famosa con el seudónimo de Gabriela Mistral, nació el 7 de abril de 1889 en el nº 759 de la calle Maipú (hoy llamada calle Gabriela Mistral)
de Vicuña, pequeña ciudad del valle del Elqui ubicado en la provincia de Coquimbo, Chile. Era de ascendencia vasca, hija de un maestro de escuela con ambiciones literarias y de una modista y bordadora. A los pocos días de su nacimiento la familia se trasladó al pueblo de La Unión (hoy conocido como Pisco), donde creció oyendo las canciones de cuna que su madre le cantaba para arrullarla y que ella rememoraría años después al escribir  “Evocación de la madre”, una poética narración en prosa en la que decía: “No hay ritmo más suave, entre los cien ritmos derramados por el primer músico, que ese de tu mecedura, madre, y las cosas plácidas que hay en mi alma se cuajaron con ese vaivén de tus brazos y tus rodillas. Y a la par que mecías me ibas cantando, y los versos no eran sino palabras juguetonas, pretextos para tus mimos. En esas canciones, tú me nombrabas las cosas de la tierra: los cerros, los frutos, los pueblos, las bestiecitas del campo, como para domiciliar a tu hija en el mundo, como para enumerarle los seres de la familia, ¡tan extraña!, en la que la habían puesto a existir”.
Cuando tenía tres años su padre abandonó el hogar. Según dicen algunos biógrafos de la escritora, por encontrarse sin trabajo como docente y no poder mantener a la familia. “El padre anda en la locura heroica de la vida y no sabemos lo que es su día”, escribiría mucho después al rememorar aquel episodio. Fue entonces cuando madre e hija se mudaron a Montegrande, una aldea en la que vivía Emelina, otra hija quince años mayor que Lucila que la mujer abandonada había tenido en un matrimonio anterior, la que trabajaba como maestra rural. Ella fue quien le dio las primeras lecciones escolares y le enseñó a leer.
El paisaje rural que la rodeó en su infancia aparecerá una y otra vez en su posterior producción poética. El nombre de las plantas, las flores y la fauna animal los aprendería de un hacendado que tenía un parque zoológico y botánico en Montegrande. Fue él quien despertó en la pequeña niña su interés en la botánica, la biología, la geografía y la astronomía. Por otro lado, los cuentos, fábulas y leyendas de la región que contaban los habitantes del lugar completarían su formación.
Cuando tenía doce años se mudó con su madre y hermanastra a La Serena, donde conoció a su abuela materna y escribió sus primeras composiciones literarias. Poco después conoció a Bernardo Ossandón (1851-1926), un viejo periodista dueño de una enorme biblioteca en la que Lucila, a sus quince años, encontraría muchas herramientas para lo que sería el camino de su trayectoria docente y literaria. Años después, recordaría: “El buen señor me abrió su tesoro de biblioteca fiándome libros de buenas pastas y de papel fino”.
Por entonces ya vivía en la población costera de Coquimbo, donde ve por primera vez el mar, otro elemento natural al que le dedicaría poemas años más tarde. Fue allí donde, gracias a Ossandón, publicaría el 30 de agosto de 1904 sus primeros textos en prosa en el diario “El Coquimbo” que él dirigía. Entre ellos pueden mencionarse “El perdón de una víctima”, “La muerte del poeta”, “Las lágrimas de la huérfana”, “Amor imposible” y “Horas sombrías”. Y sería en ese mismo medio en el que, el 23 de julio de 1908, a los diecinueve años de edad, publicaría la poesía “Del pasado”, firmado por primera vez como Gabriela Mistral, seudónimo que desde entonces la acompañaría toda su vida tomado de sus admirados poetas Gabriele D'Annunzio (1863-1938) y Frédéric Mistral (1830-1914).
Durante ese período, además, también publicó en la “La Voz del Elqui”, el periódico de Vicuña, varios artículos entre los cuales se cuentan “La instrucción de la mujer”, “Carta íntima”, “Ensoñaciones”, “Junto al mar” y “Habla la anciana experiencia”, trabajos todos ellos que, en 1908, serían objeto de estudio por parte del profesor de Castellano y Filosofía Luis Carlos Soto Ayala (1885-1955), quien los recopiló en el volumen “Literatura Coquimbana” expresando elogiosos conceptos sobre la escritora.
Su carrera docente fue sumamente precoz. Apenas con quince años de edad fue nombrada ayudante en la Escuela de La Compañía Baja y, a partir de 1908, ejerció como maestra primaria en un pueblo rural: La Cantera. Su ingreso a la Escuela Normal de Preceptoras de La Serena se vio frustrado debido a la resistencia que despertaron algunos poemas suyos en círculos conservadores locales, que los calificaron como “paganos” y “socialistas”.
En 1910 se trasladó a Santiago, donde trabajó en la Escuela de Barranca y aprobó los exámenes de ingreso en la Escuela Normal de Preceptores. A partir de entonces empezó a trabajar en distintas escuelas alrededor del país, como las de las ciudades de Antofagasta, Punta Arenas, Traiguén y Temuco, ciudad esta última ubicada en pleno territorio de la Araucanía, en donde tuvo un acercamiento directo “con la brava gente araucana” y en la que conoció a Pablo Neruda (1904-1973), a quien introdujo en la literatura rusa, sobre todo en la de uno de sus mayores representantes: Fiódor Dostoyevski (1821-1881). Años después, el autor de “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” recordaría que “ella me hizo leer los primeros grandes nombres de la literatura rusa que tanta influencia tuvieron sobre mí”.
Mientras colaboraba en diversas publicaciones literarias y pedagógicas de su país como “Familia”, “Figulinas”, “Pacífico Magazine”, “Primerose” y “Revista de Educación Nacional”, ejerció como profesora de Gramática Castellana y directora del Liceo Femenino de Los Andes, un centro de estudios secundarios. Allí vivió su primera experiencia amorosa al enamorarse de un modesto empleado ferroviario que, por causas desconocidas, se suicidó al poco tiempo. La rememoración del ser querido y de su trágica desaparición sería objeto relevante de su futura obra poética. Tanto fue así que su fama como poetisa (aunque ella prefería llamarse poeta) comenzaría en 1914 luego de haber sido galardonada en el certamen lírico Juegos Florales -que se llevó a cabo en Santiago- por sus “Sonetos de la muerte”, inspirados en aquel inesperado y doloroso suicidio. La obra incluía un conjunto de poemas desgarradores entre los que se destacan “Balada”, “Tributación”, “Nocturno” e “Interrogaciones”. En uno de ellos escribió: “¡Oh! no, volverlo a ver, no importa donde, en remansos de cielo o en vórtice hervidor, bajo las lunas plácidas o entre el cárdeno horror, y ser con él todas las Primaveras y los Inviernos en un angustiado nudo en torno a su cuello ensangrentado”.


En esa época, mientras colaboraba en publicaciones literarias como “Penumbras” de La Serena y “Elegancias”, revista que en París dirigía Rubén Darío (1867-1916), se fascinaba con las lecturas de Amado Nervo (1870-1919), Leopoldo Lugones (1874-1938) y Vicente Huidobro (1893-1948), entre los americanos, y Michel de Montaigne (1533-1592), León Tolstoi (1828-1910) y Máximo Gorki (1868-1936) entre los europeos. Fue precisamente en la revista parisina en la que apareció “El ángel guardián”, su primer poema editado en una revista extranjera. Casi simultáneamente, en su país varios de sus poemas eran incluidos en “Selva lírica. Estudios sobre los poetas chilenos”, una antología de poetas chilenos que publicó la
Sociedad, Imprenta y Litografía Universo preparada por varios críticos literarios con la intención de “ofrecer a los antólogos e historiadores extranjeros una verdadera representación de la poesía chilena”, según puede leerse en su prólogo.
En tanto, como consecuencia de su eficaz labor docente, fue designada para ocupar importantes cargos en los organismos directivos de la enseñanza escolar chilena.
En 1922, gracias a la invitación del crítico literario español Federico de Onís Sánchez (1885-1966), apareció en una edición del Instituto de Las Españas de New York por él dirigido, una colección de poemas bajo el título “Desolación”, obra con la que comenzó a ser reconocida a nivel internacional. Ese mismo año fue invitada por el secretario de Instrucción Pública de México, el filósofo y escritor José Vasconcelos (1882-1959), para colaborar en la reorganización de las escuelas rurales y la creación de bibliotecas populares en dicho país, en el cual permanecería hasta 1924 ocupada en tales menesteres.
Estos hechos sirvieron para marcar el inicio de una serie de publicaciones en tierras extranjeras. En México se editó “Lecturas para mujeres” en 1923 y un año más tarde, en España se publicó “Ternura” y la antología “Las mejores poesías”. Poco después, en 1925, fue nombrada secretaria del Instituto de Cooperación Intelectual de la Sociedad de Naciones en París, Francia, país en el que asistió a distintos congresos y se relacionó con prestigiosos escritores franceses como Henri Bergson (1859-1941), Paul Valéry (1871-1945), Georges Duhamel (1884-1966) y François Mauriac (1885-1970). Luego, en 1928, representó a Chile y Ecuador en el Congreso de la Federación Internacional Universitaria en Madrid, y trabajó en el Consejo Administrativo del Instituto Cinematográfico Educativo de la Liga de las Naciones, en Roma, Italia.
Con la misión de recoger nuevas experiencias pedagógicas, en el transcurso de los años 1931 y 1932 visitó los centros de enseñanza universitaria Barnard y Vassar en Nueva York, y el Middlebury en Vermont, Estados Unidos. También dictó conferencias sobre hispanismo e historia indoamericana en las universidades de Costa Rica, Cuba, El Salvador, Guatemala, Panamá, Puerto Rico y República Dominicana, países en los que también dio numerosos recitales de su poesía. Posteriormente, alternando con sus actividades en el campo de la enseñanza, fue representante consular de su país en Madrid, Petrópolis, Lisboa, París, Los Ángeles y Génova, aunque en esta última ciudad no pudo ejercer al declararse abiertamente opositora al fascismo.
Sin embargo, esta suma de puestos relevantes poco representa en relación con el fantástico salto que dio la maestra rural de un rincón apartado de Chile, a la fama mundial alcanzada como poetisa, un prestigio que se incrementaría a partir de la publicación en 1938 en Buenos Aires del poemario “Tala” a instancias de su amiga la editora y escritora argentina Victoria Ocampo (1890-1979). Para muchos críticos, esta obra de composiciones más abstractas que aquellas con un fuerte predomino del sentimiento sobre el pensamiento que había publicado hasta el momento, marcó su plena madurez como poetisa. Con los sesenta y cuatro poemas del libro inauguró una línea de expresión neorrealista que afirmaba los valores del indigenismo, del americanismo y de las materias y esencias fundamentales del mundo, marcando así una evolución temática y formal que sería definitiva.
Poco antes había viajado a Montevideo, Uruguay, en donde participó en los Cursos Sudamericanos de Vacaciones junto a la argentina Alfonsina Storni (1892-1938)​​​​ y la uruguaya Juana de Ibarbourou (1892-1979). El encuentro, auspiciado por el Ministerio de Instrucción Pública y la Dirección de Enseñanza Secundaria, fue anunciado por la prensa del país bajo el título “Las tres musas de América”. “Las tres grandes poetisas de América disertan hoy. Trascendencia enorme del gran acto: Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou y Alfonsina Storni, hablarán. Excepcional”, decía el diario “El Pueblo” en su edición del 27 de enero de 1938. En su conferencia, la Mistral habló sobre su manera de escribir: “Escribo sin prisa, generalmente, y otras veces con una rapidez vertical de rodado de piedras en la cordillera”.


Poco después, tras trece años de ausencia, regresó a Chile y fue recibida calurosamente y homenajeada por las principales instituciones y por la intelectualidad. Antes de proseguir su derrotero por tierras hispanoamericanas dando conferencias en Lima, Guayaquil y La Habana, tuvo oportunidad de visitar su tierra natal y ese reencuentro con los paisajes de su infancia le resultó muy emotivo. Recordaría años después: “En mi Vicuña iba yo por las noches con una velita de sebo atravesando mis calles de la infancia”.
Al año siguiente, luego de viajar por tercera vez a Estados Unidos, partió rumbo a Niza, Francia, para desempeñar sus funciones consulares. En ese país se publicó por entonces una antología de su obra acompañada de un prólogo del escritor francés Francis de Miomandre (1880-1959) en momentos en que la situación generada por el estallido de la Segunda Guerra Mundial hicieron que la escritora y diplomática solicitase ser trasladada a otro destino. Fue entonces cuando viajó a Brasil, instalándose en Petrópolis, una ciudad próxima a Río de Janeiro. Y fue allí donde le tocó volver a pasar por momentos trágicos y dolorosos. Primero, en febrero de 1942, los suicidios del escritor austríaco Stefan Zweig (1881-1942) y su esposa, quienes huyendo de los horrores de la guerra y de la persecución nazi se habían refugiado justamente en esa ciudad. La Mistral había entablado una profunda amistad con el autor de obras destacadas como “Vierundzwanzig stunden aus dem leben einer frau” (Veinticuatro horas en la vida de una mujer) y “Die schachnovelle” (Novela de ajedrez), y su muerte fue lamentada profundamente por la poetisa, sentimiento que volcó en el artículo “La muerte de Stefan Zweig”, en el cual trazó una semblanza del personaje: “Su sensibilidad superaba a la mostrada en sus libros. Su repugnancia a la violencia era no sólo veraz: era absoluta. Le importaban todos los pueblos y se había apegado muchísimo a los nuestros”.
Al año siguiente, en agosto de 1943, la tragedia se repetiría con el suicidio de su sobrino Juan Miguel a quien había adoptado como hijo propio a inicios de 1926 tras la muerte de su madre natural, cuñada de la poetisa. Yin Yin, como ella cariñosamente lo llamaba, creció junto a ella considerándola su madre y la acompañó en todos sus viajes. Al momento de suicidarse dejó una breve nota: “Querida mamá, creo que mejor hago en abandonar las cosas como están. No he sabido vencer. Espero que en otro mundo exista más felicidad”. La escritora recordaría tiempo después: “Nunca la poesía fue para mí algo tan fuerte como para que me reemplace a este niño precioso con su conversación de niño, de mozo y de viejo”.
Fue también en Petrópolis que, en noviembre de 1945, recibió la noticia de que había sido galardonada con el Premio Nobel de Literatura en reconocimiento no sólo de su producción poética, una “poesía lírica inspirada en poderosas emociones y por haber hecho de su nombre un símbolo de las aspiraciones idealistas de todo el mundo latinoamericano”, según fundamentó la Academia Sueca, sino también por su labor literaria, su difusión de la cultura y su lucha por la justicia social y los derechos humanos. Dicho Premio Nobel, al que recibió en Suecia el 10 de diciembre de aquel año, fue el primero otorgado a un escritor de América Latina y, a su vez, sigue siendo hasta el presente la única mujer escritora latinoamericana que fue distinguida con dicho galardón universal. “Por una venturanza que me sobrepasa, soy en este momento la voz directa de los poetas de mi raza y la indirecta de las muy nobles lengua española y portuguesa”, declaró al momento de recibir la distinción.
A partir de entonces se sucedieron los reconocimientos de manera continua: Francia le concede la Legión de Honor, Italia el Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Florencia, Cuba la medalla Enrique José Varona de la Asociación Bibliográfica y Cultural de Cuba, Estados Unidos el premio Serra de las Américas de la Academy of American Franciscan History de Washington y Chile el Premio Nacional de Literatura. El dinero recibido por este último premio “por la trayectoria y prestigio de su obra”, lo donó para la creación de un fondo de ayuda a los niños desvalidos de Montegrande, la aldea en la que había pasado parte de su infancia. Además, en esa oportunidad, la Universidad de Chile la distinguió con el Doctorado Honoris Causa, título académico que otorgaba por primera vez, un premio que agradeció definiéndose como “una simple y antigua maestra rural”.


Allí también, en 1954, se publicó “Lagar”, un poemario en el que rememoró todas las muertes, las tristezas y las pérdidas que había sufrido a lo largo de su vida, e incluso habló sobre su salud quebrantada. Luego de cumplir funciones consulares en Italia fue destinada a los Estados Unidos, país en el que, además de realizar sus tareas específicas, dio recitales de poesía y dictó conferencias en distintas universidades. La diabetes que desde hacía varios años la afectaba y algunos problemas cardíacos hicieron que su salud comenzara a resentirse cada vez más, lo que no le impidió continuar con su labor.
Por entonces la Columbia University le otorgó el Doctorado Honoris Causa por “su brillante trayectoria y su contribución a la literatura”. También tuvo la oportunidad de conocer al escritor alemán Thomas Mann (1875-1955), con quién trabó una sólida y profunda amistad.
En 1955, con su salud seriamente debilitada, acudió en Nueva York como invitada de honor de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) a la celebración del 7º aniversario de la promulgación de la Declaración de los Derechos Humanos. “Yo sería feliz si vuestro esfuerzo por obtener los derechos humanos fuera adoptado con toda lealtad por todas las naciones del mundo”, declaró en esa oportunidad.
Poco después se le descubrió un cáncer de páncreas. Entre hospitalizaciones y exámenes médicos todavía tuvo oportunidad de participar en el que sería su último acto público: el encuentro de la Unión Panamericana en Washington. En los meses siguientes su estado de salud se volvió cada vez más precario, hasta que, después de varios días de agonía, fallecería en la madrugada del 10 de enero de 1957 en el Hempstead General Hospital de Long Island, Nueva York. Cumpliendo con sus deseos, sus restos fueron trasladados a Chile y hoy descansan en su amado pueblo de Montegrande.
Además de apasionada, poderosamente directa y expresiva fue la obra lírica de Gabriela Mistral, desde sus ya mencionados primeros libros hasta las obras que se publicaron póstumamente, entre ellas “Poema de Chile”, “Motivos de San Francisco”, “Recados. Contando a Chile”, “Lagar II” y “Magisterio y niño”, obras a las que se le sumaron diversas antologías de sus versos y recopilaciones de sus cartas, artículos periodísticos, notas críticas y otros escritos en los cuales recorrió la geografía, la naturaleza y las gentes de su país y analizó la condición de la mujer en América Latina, la valoración del indigenismo, la educación de los pueblos americanos y la necesidad de elevar la dignidad y la condición social de los niños en el continente americano, reflexiones todas ellas que, sin dudas, constituyen su mayor legado a la humanidad.