Decía
Jorge Luis Borges: “Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas
inconstantes, ese montón de espejos rotos”. Y fue precisamente ese aspecto de
la reflexión del autor de “El informe de Brodie” y “El libro de arena” el que
logró resaltar María Esther Gilio en su extensa conversación con él. La
periodista uruguaya que hizo de la entrevista un arte para contar historias,
que supo ser interlocutora de grandes figuras de la literatura del siglo xx como
Pablo Neruda (1904-1973), Juan Carlos Onetti (1909-1994), Augusto Roa Bastos (1917-2005),
José Saramago (1922-2010) o Gabriel García Márquez (1927-2014), por mencionar
sólo algunas de las tantas que realizó, consiguió que Borges le contara una
gran cantidad de recuerdos, de anécdotas, de sueños, de evocaciones, de gustos,
de ocurrencias e inspiraciones.
En su “Autobiografía”, el gran escritor argentino contó que su primera lectura había sido “Las aventuras de Huckleberry Finn” de su admirado Mark Twain (1835-1910). “Después vinieron ‘Roughing it’ y ‘Flush days’ in California. También leí los libros del capitán Marryat, ‘Los primeros hombres en la luna’ de Wells, Poe, una edición de la obra de Longfellow en un solo tomo, ‘La isla del tesoro’, Dickens, ‘Don Quijote’, ‘Tom Brown en la escuela’, los cuentos de hadas de Grimm, Lewis Carroll, ‘Las aventuras de Mr. Verdant Green’, ‘Las mil y una noches’...”. También recordó a su padre, un hombre “muy inteligente y como todos los hombres inteligentes muy bondadoso… Él me reveló el poder de la poesía: el hecho de que las palabras sean no sólo un medio de comunicación sino símbolos mágicos y música”.
Más adelante agregó: “Todos los libros que acabo de mencionar los leí en inglés. En español leí muchos de los libros de Eduardo Gutiérrez sobre bandidos y forajidos argentinos -sobre todo ‘Juan Moreira’-, así como ‘Croquis y siluetas militares’, que contiene un vigoroso relato de la muerte del coronel Borges. Mi madre me prohibió la lectura del ‘Martín Fierro’, ya que lo consideraba un libro sólo indicado para matones y colegiales, y que además no tenía nada que ver con los verdaderos gauchos. La opinión de mi madre se basaba en el hecho de que Hernández había apoyado a Rosas, y por lo tanto era un enemigo de nuestros antepasados unitarios. Leí también el ‘Facundo’ de Sarmiento y muchos libros sobre mitología griega y escandinava. La poesía me llegó a través del inglés: Shelley, Keats, Fitzgerald y Swinburne, esos grandes favoritos de mi padre que él podía citar extensamente, y a menudo lo hacía… Si tuviera que señalar el hecho capital de mi vida, diría la biblioteca de mi padre. En realidad, creo no haber salido nunca de esa biblioteca. Es como si todavía la estuviera viendo”.
Luego comentó: “Empecé a escribir cuando tenía seis o siete años. Mi primer cuento fue una historia bastante absurda a la manera de Cervantes, un relato anacrónico llamado ‘La visera fatal’. Estas cosas las escribía muy prolijamente en cuadernos escolares. Mi padre nunca interfirió. Quería que yo cometiera mis propios errores, y una vez dijo: ‘Los hijos educan a sus padres, y no al revés’”. De estos y muchos otros recuerdos de su vida habló con María Esther Gilio en la larga conversación que mantuvieron en diciembre de 1973, cuya tercera y última parte se reproduce seguidamente.
En varios de sus cuentos, en “El ajedrez” o en
“El condenado a muerte”, aparecen pesadillas e insomnios. ¿Tiene eso relación
con su vida concreta?
Sí, yo
tengo ahora pesadillas casi todas las noches.
¿Cómo son esas pesadillas?
Contadas
no son horribles, pero soñadas sí lo son.
Cuénteme.
Noches
pasadas soñé con un señor alto, rubio, muy paquete, a la manera del siglo XIX.
Y yo sabía que él era inglés, como uno sabe las cosas en los sueños. Ese señor
tenía melena y una cara que era casi la de un león. Un semicírculo de personas
que tenían un poco cara de leones, aunque menos que él, lo rodeaban.
A mí me parece un sueño bien extraño.
Y él
vacilaba. Todo eso estaba fotografiado en un gran cuadro y abajo decía: “Leones”.
Y había otro señor, de espaldas a mí, que gesticulaba y daba testimonio de todo
lo que pasaba en el cuadro. Él era judío y yo lo sabía, como uno sabe las cosas
en los sueños, sin que se las digan. Ese señor estaba en el medio, así,
enamorado.
¿Enamorado?
Sí, y
alrededor de él ese semicírculo de personas todas vestidas como él, con melenas
y barbas. Algunos, yo me di cuenta, casi no tenían cara de leones. Simplemente
buscaban ese puesto y se habían caracterizado. Eso contado no tiene nada de
particular.
¿Y qué será lo que lo angustia tanto, entonces?
Bueno, eso
es lo que yo no sé, pero me desperté temblando.
¿No le buscó una explicación?
Como usted
ve, en sí ese sueño, es disparatado, pero no terrible. A mí no me amenazaban
esas figuras.
¿Qué interpretación le daría usted al sueño?
¿Yo?
Ninguna. Yo creo en lo que decía Coleridge, el poeta inglés, que en la realidad
los hechos producen emociones. Por ejemplo, si entra aquí un león uno siente
miedo, o si se le apoya un animal en el vientre, siente opresión. Pero en los
sueños uno empieza por una emoción, luego de un modo dramático inventa una
explicación.
Que es el sueño.
Sí. Es
decir que yo dormido por alguna razón sentí miedo o sentí horror, y entonces
inventé esa explicación disparatada.
El sueño sería una explicación a su miedo.
Sí.
Que usted mismo se da.
Sí, yo le
podría contar muchos otros sueños.
Cuénteme, entonces.
No, no,
no. He elegido éste porque precisamente, en sí mismo no es terrorífico, es
disparatado. Imagínese el desatino de una persona que tiene cara de león y
busca un acompañante parecido a él.
La verdad es que yo no lo encuentro tan
inocente, lo encuentro bastante terrorífico.
No, no es
terrorífico. Simplemente es raro. Posiblemente si uno viera un cuadro…
Esos tipos, con caras de leones vestidos de
personas…
¡Es que
eran personas! Lo único que tenían de leones era la cara. Y este señor tenía un
bastón muy lindo, estaba vestido de negro, creo que de frac, no estoy seguro de
ese detalle. Este sueño en sí no es horrible, sin embargo cuando lo soñé era
una pesadilla, y cuando desperté estuve unos minutos aterrado, hasta que pensé
que ante todo el sueño no era terrible, que además era un sueño. En cuanto me
di cuenta de eso me quedé dormido a los cinco minutos.
¿No sufre de insomnio?
He sufrido
mucho de insomnio y he escrito un cuento que refleja eso.
Por eso le preguntaba. Pensaba en “Funes el
memorioso”.
Ese
cuento… Voy a contarle un detalle que quizás pueda interesarle. Yo padecía
mucho de insomnio. Me acostaba y empezaba a imaginar. Me imaginaba la pieza,
los libros en los estantes, los muebles, los patios. El jardín de la quinta de
Adrogué, esto era en Adrogué. Imaginaba los eucaliptus, la verja, las diversas
casas del pueblo, mi cuerpo tendido en la oscuridad. Y no podía dormir. De allí
salió la idea de un individuo que tuviera una memoria infinita, que estuviera
abrumado por su memoria, no pudiera olvidarse de nada y por consiguiente no
pudiera dormirse. Pienso en una frase común: «recordarse», que es porque uno se
olvidó de uno mismo y al despertarse se recuerda. Y ahora viene un detalle casi
psicoanalítico: cuando yo escribí ese cuento se me acabó el insomnio. Como si
hubiera encontrado un símbolo adecuado para el insomnio y me liberara de él
mediante ese cuento.
Como si escribir el cuento hubiera tenido una
consecuencia terapéutica.
Sí.
¿Qué soporta mejor, su oscuridad de antes o su
situación de ahora con medallas, honores, los periodistas que lo acosan?
Recuerdo
que cuando yo era chico mi padre me regaló “El hombre invisible” de Wells y me
dijo: “Aquí tenés este libro que es muy bueno. Yo querría ser el hombre
invisible”.
¿Dijo él?
Sí, y
además lo soy, dijo, porque nadie me conoce. Yo siento eso.
¿Qué es lo que siente?
El deseo
de ser el hombre invisible.
¿Le molesta la fama entonces?
Sí… Yo he
vivido diez días en Escocia. Uno de los países que más quiero. Viví en casa de
un poeta amigo mío. Entonces yo conocí a sus amigos. Salimos a caminar a la
orilla del mar. Uno sabe que del otro lado del mar está Noruega. De algún modo
fui un ciudadano escocés. Pero estando una semana en México he participado en
mesas redondas, en reuniones de periodistas, en conversaciones con políticos, y
a mí no me interesa la política…, no sé hasta dónde puedo decir ahora que
conozco México. Probablemente no lo conozco nada, además estando ciego… México
es un país muy culto donde nadie alza la voz. Y en Montevideo, ¿usted ha observado
que cuando habla por teléfono y pregunta: “¿Hablo con la familia tal?”, le
contestan: “Es verdad”.
Sí.
Porque
decir sí les parece demasiado brusco, breve. ¿Usted no ha visto que entre
paisanos o entre malevos, la manera de negar algo, y eso ya es bastante fuerte,
es “Usted lo dice”?
Como diciendo…
Usted lo
dice, yo no me responsabilizo. Parte por cortesía y parte por el deseo de no
decir cosas violentas.
Sí, seguramente. En su literatura hay
psicologías muy bien relatadas que se refieren a personajes fantásticos.
Usted lo
dice.
Yo lo digo. Pero cuando se trata del hombre real
la descripción es más somera, ¿a qué atribuye eso? Es como si el hombre real
siguiera siendo una invención.
No sé,
puede ser, no sé. No había pensado en eso. Tiene cierta lógica eso. Es natural
que sea así. Yo le digo a usted: Fulana de tal caminaba por la calle Chacabuco.
No precisa que se la detalle porque usted conoce la calle Chacabuco. Si yo
elijo hacer una escena fantástica preciso ser un poco detallado.
Bueno, fíjese que al contestarme eso está
corroborando indirectamente lo que acabo de decirle. Yo le hablaba de personas,
no de cosas.
Puede ser,
pero en todo caso es inconsciente.
¿No habrá alguna forma de lejanía entre usted y
sus contemporáneos? ¿Alguna incapacidad de acercamiento?
No, yo no
creo. Soy un hombre que tiene muchos amigos.
Yo no dudo de eso, pero es muy claro que usted
está realmente ajeno a los problemas de la sociedad en que vive.
No tengo
la vanidad de creer que puedo resolver los problemas de mis contemporáneos.
Esa vanidad le crearía obligaciones que
seguramente no desea asumir.
Mi
escepticismo me impide crearme tales obligaciones. Usted debería ya saber que
soy un escéptico; un escéptico no se propone vaguedades tales como salvar a sus
contemporáneos. ¿Qué otra cosa quiere saber?
¿Usted se ha dado cuenta de que en su obra hay
una gran ausencia de mujeres?
Será
porque he pensado tanto en ellas, en realidad.
Quiere decir entonces que no se debe a una
actitud de misoginia.
-Noooo, yo
le doy demasiada importancia a las mujeres, demasiada.
Casi no hay mujeres en sus cuentos.
Les he
escrito cientos de poemas.
Escribirles poemas serviría para negar su
misoginia, pero no su particular visión de las mujeres. Son muy pocas, y cuando
las hay, cumplen roles adjudicados regularmente a los hombres. Estoy pensando,
por ejemplo, en la mujer que va a matar a su patrón.
Ese cuento
me lo dio Cecilia Ingenieros, ella inventó el argumento y yo lo escribí. Aunque
a mí no me gustan las historias de venganzas porque la venganza me parece
horrible. La venganza es un error, no sirve de nada la venganza. El pasado no se
modifica, y entonces ¿para qué? Los hombres vengativos para mí tienen algo de
femenino. La gente vengativa no es gente fuerte. El olvido es lo único, y el
olvido al mismo tiempo es una forma de perdón, porque si se perdona y se
recuerda no se perdona del todo. Si usted le perdona a una persona algo y está
pensando todo el tiempo en la ofensa, no es verdad que perdonó.
¿Por qué le atrae tanto la novela policial?
Actualmente
ya no me atrae.
¿No le atrae porque decayó o porque usted
personalmente no se siente interesado?
No, no,
no. Porque no me siento interesado en los problemas de la novela policial.
Porque no puedo sentirme interesado.
¿Qué es lo que le atraía antes, entonces?
Lo que me
atraía de la novela policial era que de alguna manera estaba defendiendo lo
clásico, el orden. Mientras que la literatura de cierta época y quizás también
la de ahora tienden al caos. Piense que Ionesco es considerado un gran
dramaturgo. En una novela policial el autor no puede permitirse juegos con el
tiempo, incoherencias, o contar dos historias simultáneamente. Como Faulkner en
“Las palmeras salvajes”. ¿Qué es lo que él consigue con este inocente juego?
No sé, creo que busca alguna forma de
paralelismo.
No sé si
existirá alguna forma de paralelismo. Si eso es lo que buscaba lo hecho de una
forma más sutil que jugando con un medio tipográfico. Volviendo a la novela
policial, ésta estaba a su modo, salvando ciertas reglas clásicas. Ahora
cualquier persona escribe una novela diciendo: “Fulano de Tal se levantó, se
sentía un poco triste. No sabía por qué. De pronto recordó: era por lo que
había ocurrido entre él y Fulana en la víspera”. Después, por ejemplo, lo hacen
encontrarse con amigos. Describen dos o tres meses. Al cabo de un tiempo hay
uno de ellos que hace una caminata por la ciudad. Otros han tenido
conversaciones sobre temas políticos con los amigos y ¡hasta puede haberse
suicidado alguno! Y de ahí sale una novela. Una novela que no sirve para nada,
un mamarracho. En cambio en una novela policial todo está ordenado. De
cualquier modo, luego empecé a sentir lo que dice Stevenson, que la novela
policial deja la impresión de un mecanismo, que puede ser ingenioso pero que,
al fin de todo tiene algo muerto. Y lo único posible es salvarla mediante los
caracteres, pero entonces de la novela policial se pasa a lo psicológico y se
pierde el género. Actualmente creo que ya no toleraría una novela policial.
Porque ocurre, entre otras cosas, que hace un tiempo fundamos con Bioy Casares
el “Séptimo Círculo”. Con ese motivo tuvimos que elegir los cien primeros
volúmenes y para eso leímos una cantidad enorme de novelas policiales. Bueno,
hasta que se dieron cuenta de que no nos precisaban. Yo le había dicho a
Adolfito: “Mira, el día que se den cuenta de que el ‘Time’s Literary Suplement’
tiene una sección dedicada a la novela policial, que no tienen más que buscar
allí a los autores que ya han publicado para encontrar material, nos van a
echar”. Y eso fue lo que sucedió. Ellos han seguido haciéndolo y lo han hecho
muy bien. Aunque ahora está sustituido por la ciencia-ficción.
¿Le interesa la ciencia-ficción?
Sí, pero
lo mejor creo que es lo más viejo.
¿Bradbury?
No. Wells.
“Los primeros hombres en la luna”, “La máquina del tiempo”, “El hombre
invisible”, “La isla del doctor Moreau”.
¿Conoce a Bradbury?
No
solamente lo he leído, sino que prologué la traducción de su novela “Crónicas
marcianas”. En Bradbury lo más importante como invención mágica es su tristeza.
El tedio, la melancolía, la inutilidad. Bueno, pero en general yo creo que
sucede con todo. Pienso en Wells. Wells era un pobre muchacho desconocido,
tuberculoso, de familia muy humilde. Y tuvo la sensación de que no estaba
rodeado de seres humanos sino de fieras. Eso lo llevó a la invención de la
novela. Es decir que la invención fantástica deriva de su experiencia personal.
Yo creo que, en general, cualquier forma literaria, cualquier cuento tiene su
parte imaginativa, pero siempre es una proyección de estados de alma.
Toda obra de arte sería, en definitiva, una
confesión.
Claro,
ahora es mejor que no se note y que sea aceptado como una invención. Es decir
que si uno en un poema romántico dice que se siente solo y que la humanidad es
feroz, eso es…
Una lata.
Sí. En
cambio inventando toda esa idea de un individuo que llega a una isla y nota
algo raro en los hombres y descubre finalmente que esos hombres han sido
animales transformados en hombres, eso ya tiene otro valor. ¿No estoy hablando
mucho?
En su “Autobiografía”, el gran escritor argentino contó que su primera lectura había sido “Las aventuras de Huckleberry Finn” de su admirado Mark Twain (1835-1910). “Después vinieron ‘Roughing it’ y ‘Flush days’ in California. También leí los libros del capitán Marryat, ‘Los primeros hombres en la luna’ de Wells, Poe, una edición de la obra de Longfellow en un solo tomo, ‘La isla del tesoro’, Dickens, ‘Don Quijote’, ‘Tom Brown en la escuela’, los cuentos de hadas de Grimm, Lewis Carroll, ‘Las aventuras de Mr. Verdant Green’, ‘Las mil y una noches’...”. También recordó a su padre, un hombre “muy inteligente y como todos los hombres inteligentes muy bondadoso… Él me reveló el poder de la poesía: el hecho de que las palabras sean no sólo un medio de comunicación sino símbolos mágicos y música”.
Más adelante agregó: “Todos los libros que acabo de mencionar los leí en inglés. En español leí muchos de los libros de Eduardo Gutiérrez sobre bandidos y forajidos argentinos -sobre todo ‘Juan Moreira’-, así como ‘Croquis y siluetas militares’, que contiene un vigoroso relato de la muerte del coronel Borges. Mi madre me prohibió la lectura del ‘Martín Fierro’, ya que lo consideraba un libro sólo indicado para matones y colegiales, y que además no tenía nada que ver con los verdaderos gauchos. La opinión de mi madre se basaba en el hecho de que Hernández había apoyado a Rosas, y por lo tanto era un enemigo de nuestros antepasados unitarios. Leí también el ‘Facundo’ de Sarmiento y muchos libros sobre mitología griega y escandinava. La poesía me llegó a través del inglés: Shelley, Keats, Fitzgerald y Swinburne, esos grandes favoritos de mi padre que él podía citar extensamente, y a menudo lo hacía… Si tuviera que señalar el hecho capital de mi vida, diría la biblioteca de mi padre. En realidad, creo no haber salido nunca de esa biblioteca. Es como si todavía la estuviera viendo”.
Luego comentó: “Empecé a escribir cuando tenía seis o siete años. Mi primer cuento fue una historia bastante absurda a la manera de Cervantes, un relato anacrónico llamado ‘La visera fatal’. Estas cosas las escribía muy prolijamente en cuadernos escolares. Mi padre nunca interfirió. Quería que yo cometiera mis propios errores, y una vez dijo: ‘Los hijos educan a sus padres, y no al revés’”. De estos y muchos otros recuerdos de su vida habló con María Esther Gilio en la larga conversación que mantuvieron en diciembre de 1973, cuya tercera y última parte se reproduce seguidamente.