“Yo no fui
capaz, o no quise venderme. Ahora lo pago. Además siempre fui un haragán y hace
mucho que también soy un borracho. Es mi protesta contra un mundo absurdo. Protesta,
pero para adentro, durmiendo mis siestas y cagándome en todos”. Quién así se
expresaba poco antes de su fallecimiento era Enrique Wernicke (1915-1968), un
escritor argentino prácticamente olvidado al que debería incluírselo en la
larga lista de aquellos a los que no se les ha brindado su merecida
divulgación.
Nacido en Buenos Aires y tras pasar una infancia y juventud conflictivas en la estancia de sus padres, Wernicke se ganó la vida con una variedad de profesiones. Tras vivir un tiempo en la bohemia de París, reacio a vincularse con los círculos culturales de su tiempo, optó por alejarse de casi todo (incluso de su familia) y durante años viajó por todo el país como titiritero y luego fue vendedor ambulante de juguetes hechos artesanalmente por sí mismo en un taller ubicado en una precaria casa a orillas del Río de la Plata, en la zona norte del Gran Buenos Aires, en donde se instaló. Más tarde trabajó como periodista en los periódicos “El Mundo” y “Crítica”, y en la revista “Nueva Gaceta”. A partir de 1935 y con el paso del tiempo, escribiría una obra basada en el laconismo y en la descripción de vidas ordinarias, un estilo que, años más tarde, sería bautizado como “minimalista”. Con una persistente tendencia al alcoholismo -que lo acompañaría hasta el día de su muerte- además de su obra de ficción escribió un diario titulado “Melpómene” en el que volcó tanto sus frustraciones personales como sus dudas, sus furias, sus incertidumbres y sus opiniones crispadas sobre el trabajo literario.
En tiempos de su juventud, allá por los años ’30, se había generado en la Argentina una polémica entre los integrantes de los llamados grupos de Florida y de Boedo en torno a la cuestión del realismo. Este fue uno de los temas que más páginas ocupó en las revistas literarias, trasladando la discusión de los escritores a los críticos literarios. Mientras los de Florida dirigían su preocupación hacia una nueva vanguardia estética sin ingredientes ideológicos de la mano de, entre otros, Oliverio Girondo (1891-1967), Conrado Nalé Roxlo (1898-1971) y Jorge Luis Borges (1899-1986), los de Boedo, integrado por, entre otros, Álvaro Yunque (1889-1982), Leónidas Barletta (1902-1975) y Raúl González Tuñón (1905-1974), inclinaban su interés hacia una literatura que reflejase los problemas sociales, inspirados en el mundo del trabajo y la ciudad.
Este debate, esta controversia, cobró nuevamente vigencia en los años ’50, y algunos escritores retomaron la prosapia boedista con la creencia en la capacidad transformadora de la literatura y donde la cuestión social era trabajada desde una escritura realista. En esa trayectoria puede citarse a escritores como Roger Plá (1912-1981), Bernardo Verbitsky (1907-1979), Juan José Manauta (1919-2013) y, naturalmente, a Enrique Wernicke. En ese ámbito, su obra fue apoyada y promocionada por la intelectualidad de izquierda nucleada en la revista “Claridad”, una publicación ideológicamente contrapuesta a “Sur”, la revista literaria fundada por Victoria Ocampo (1890-1979).
Solitario empedernido, hombre de pocos amigos, obsesivo de todo lo tocante con la muerte (esa muerte a veces deseada por sus personajes y por él mismo), aborrecedor atávico de toda clase de convenciones sociales, inventor de personajes que atravesaban un presente en donde algún tipo de ausencia era acaso el haber más contundente de su realidad personal, todos estos rasgos suyos pueden rastrearse en sus novelas “El agua”, “Chacareros”, “La ribera” y “La tierra del bien-te-veo”, y en sus libros de cuentos “Función y muerte en cine ABC”, “Hans Grillo”, “Los que se van” y “El señor Cisne”.
Nacido en Buenos Aires y tras pasar una infancia y juventud conflictivas en la estancia de sus padres, Wernicke se ganó la vida con una variedad de profesiones. Tras vivir un tiempo en la bohemia de París, reacio a vincularse con los círculos culturales de su tiempo, optó por alejarse de casi todo (incluso de su familia) y durante años viajó por todo el país como titiritero y luego fue vendedor ambulante de juguetes hechos artesanalmente por sí mismo en un taller ubicado en una precaria casa a orillas del Río de la Plata, en la zona norte del Gran Buenos Aires, en donde se instaló. Más tarde trabajó como periodista en los periódicos “El Mundo” y “Crítica”, y en la revista “Nueva Gaceta”. A partir de 1935 y con el paso del tiempo, escribiría una obra basada en el laconismo y en la descripción de vidas ordinarias, un estilo que, años más tarde, sería bautizado como “minimalista”. Con una persistente tendencia al alcoholismo -que lo acompañaría hasta el día de su muerte- además de su obra de ficción escribió un diario titulado “Melpómene” en el que volcó tanto sus frustraciones personales como sus dudas, sus furias, sus incertidumbres y sus opiniones crispadas sobre el trabajo literario.
En tiempos de su juventud, allá por los años ’30, se había generado en la Argentina una polémica entre los integrantes de los llamados grupos de Florida y de Boedo en torno a la cuestión del realismo. Este fue uno de los temas que más páginas ocupó en las revistas literarias, trasladando la discusión de los escritores a los críticos literarios. Mientras los de Florida dirigían su preocupación hacia una nueva vanguardia estética sin ingredientes ideológicos de la mano de, entre otros, Oliverio Girondo (1891-1967), Conrado Nalé Roxlo (1898-1971) y Jorge Luis Borges (1899-1986), los de Boedo, integrado por, entre otros, Álvaro Yunque (1889-1982), Leónidas Barletta (1902-1975) y Raúl González Tuñón (1905-1974), inclinaban su interés hacia una literatura que reflejase los problemas sociales, inspirados en el mundo del trabajo y la ciudad.
Este debate, esta controversia, cobró nuevamente vigencia en los años ’50, y algunos escritores retomaron la prosapia boedista con la creencia en la capacidad transformadora de la literatura y donde la cuestión social era trabajada desde una escritura realista. En esa trayectoria puede citarse a escritores como Roger Plá (1912-1981), Bernardo Verbitsky (1907-1979), Juan José Manauta (1919-2013) y, naturalmente, a Enrique Wernicke. En ese ámbito, su obra fue apoyada y promocionada por la intelectualidad de izquierda nucleada en la revista “Claridad”, una publicación ideológicamente contrapuesta a “Sur”, la revista literaria fundada por Victoria Ocampo (1890-1979).
Solitario empedernido, hombre de pocos amigos, obsesivo de todo lo tocante con la muerte (esa muerte a veces deseada por sus personajes y por él mismo), aborrecedor atávico de toda clase de convenciones sociales, inventor de personajes que atravesaban un presente en donde algún tipo de ausencia era acaso el haber más contundente de su realidad personal, todos estos rasgos suyos pueden rastrearse en sus novelas “El agua”, “Chacareros”, “La ribera” y “La tierra del bien-te-veo”, y en sus libros de cuentos “Función y muerte en cine ABC”, “Hans Grillo”, “Los que se van” y “El señor Cisne”.
En todas estas obras es notable su evolución desde la impronta fabulesca de los inicios hacia una temática en la que cobraron mayor relevancia los temas del trabajo, de las economías precarias, del hombre llano, anónimo y su pequeñez ante la eventual virulencia del destino. El hecho de ahondar en ese tipo de conflicto existencial de los seres humanos generó encontradas opiniones. El editor Jacobo Muchnick (1907-1995), por ejemplo, hablaba en la revista “Ficción” n° 5 de enero-febrero de 1957 sobre “el profundo desconcierto de un argentino de nuestra generación que, despilfarrando actitudes y riquezas morales, llega a encrucijadas de desastre, de miseria y de vicio”. Por su parte, escritores como Victoria Ocampo (1890-1979) y Noe Jitrik (1928) elogiaban su obra, a lo que Wernicke respondería tiempo después: “No quería palmadas. Quería… miles de cosas. Pero no palmadas”.
El escritor Guillermo Saccomanno (1948), en el artículo titulado “Enrique Wernicke, un narrador en la orilla” aparecido en la sección Cultura de la página web de la Agencia Télam el 26 de febrero de 2015, cuando se conmemoraba el centenario del nacimiento de Wernicke, decía que su narrativa “es una de gestos cortos, frases que eluden toda estridencia. De entrada, lo que llama la atención es una prosa despojada, tersa, que puede recordar tanto a Chejov como a Babel. Wernicke marca, desde sus inicios, la búsqueda empeñosa de una separación de la ciudad. El alejamiento responde a una elección, en términos sartreanos, que lo impulsa a un estoicismo encallecido identificable con el destino de los perdedores”.
Wernicke describió la vida holgada y la decadencia en una misma frase: “Cuando consiga salir de mis deudas, cuando en lugar de pensar en dinero vuelva a soñar con paisajes, con mar y montañas, cuando salga de lo inmediato y piense en la vida con mayúscula, ¿qué haré?”. Tal vez fue esa incertidumbre la que lo llevó a inclinarse en sus últimos años por el escenario de la ciudad y lo urbano, escribiendo obras teatrales como “Sainetes contemporáneos”, “Los aparatos” y “Otros sainetes”, las cuales serían estrenadas en el popular “Nuevo Teatro”, entidad cultural dirigida por Pedro Asquini (1918-2003) y Alejandra Boero (1918-2006), hecho que llevó a la crítica porteña a considerarlo el autor teatral más importante del año 1963. Poco antes de morir escribió en su diario: “El asunto es escribir, es mi único enlace con el mundo”. “Los apóstoles” forma parte de su libro de cuentos “Los que se van”, publicado en 1957.
Se
llamaban Pedro y Pablo; de ahí que un ingenioso los bautizara con el mote de “los
apóstoles”. Desde tiempo inmemorial se reunían por las tardes, en el boliche de
don José, para pescarse a dúo unas tremendas borracheras. Yo los conocí en el
mostrador, hace ya unos cuantos años.
Pedro era un hombre arrogante y fortachón, con un ligero aire de cantante de ópera que sólo desaparecía cuando usaba su voz, cascada por el alcohol. Decían que no había cambiado con los años, que era el mismo de siempre. En cambio, Pablo había envejecido prematuramente y por entonces era feo, encogido y narigón. El tiempo había barrido su pelo, descubriendo una calva rojiza que parecía sangrar la perdida melena castaña.
Hay algo misterioso en el vino tinto, que borra las diferencias físicas y morales. El borracho no sabe de jerarquías, de colores ni de ropaje. Puede tomar a un agente por el comisario y a un comisario darle un trato de atorrante. Merced a ese misterio que encierra el vino, los dos amigos, cuando llegaban hermanados a la quinta botella, sufrían extrañas transformaciones y, de tan distintos como eran, se convertían en hombres muy parecidos.
Sucedía entonces que los parroquianos los confundieran, llamando Pablo a Pedro y Pedro a Pablo. Pero los apóstoles no prestaban atención a tales confusiones. Porque lo cierto es que no prestaban atención a persona alguna. Vivían un mundo aparte. Charlaban sin cesar entre ellos, y si alguno de nosotros pretendía intervenir en sus discusiones, se apartaban del tema hasta que se alejaba el inoportuno.
Sin embargo, nosotros escuchábamos sus conversaciones. Los apóstoles eran generosos: hablaban a gritos, con muchos gestos y puñetazos en las mesas. Y gracias a ese sentido amplio de la convivencia, nos enteramos de muchas cosas. El hecho de que jamás interviniéramos directamente en el diálogo no impidió la camaradería que exige todo parroquiano. Los apóstoles eran nuestros amigos, del mismo modo que nosotros fuimos “algo” en sus gloriosas existencias.
Recuerdo muchas discusiones de los apóstoles y todavía, en la memoria, me retumban los campanazos de algunos adjetivos fuertes. Pero hubo un diálogo que recuerdo mejor y lo anoto, por considerarlo muy significativo.
Era una noche de julio y hacía mucho frío. Con tal pretexto, los amigos habían apurado la dosis y al promediar la noche estaban pasados de vino. Y dijo Pedro:
- Yo quisiera saber amigo Pablo por qué bebe usted de esta manera. Sí. Porque usted es un borracho. Y yo quisiera saber por qué usted se emborracha...
A Pablo lo desconcertó una pregunta tan directa.
- ¿Por qué me emborracho? -repitió, mientras buscaba con evidente esfuerzo una respuesta digna de las circunstancias-. Y... ¡siempre hay razones!
Dudó unos segundos más y por fin soltó su respuesta:
- ¡La verdad es que me emborracho porque estoy triste!
- ¡Hombre! -exclamó muy satisfecho Pedro-. ¡Es una razón! Pero... ¿Por qué está triste?
La insistencia de su amigo irritó un poquito a Pablo, y esta vez no demoró la respuesta:
- Estoy triste por mi sobrino Juan.
La seguridad de Pablo desconcertó a su vez a Pedro.
- Sí... -comentó- recuerdo a su sobrino...
- Está preso en Villa Devoto.
- Recuerdo, sí... Lo metieron por comunista... ¿No?
- Así es... Juan lucha por la humanidad... se sacrifica... ¿Me entiende?
- ¡Sí, sí, claro! -se apuró a manifestar Pedro. Pero al cabo de unos instantes agregó esta reflexión:
- Lo que no entiendo es lo de su tristeza... Porque si el hombre es comunista... ¿qué tiene de raro que esté en la cárcel?
Pablo pestañeó con fuerza. Sin duda pensó rebatir el argumento. Pero cambió de idea y preguntó a su vez:
- ¿Y usted, Pedro? ¿Por qué se emborracha?
Y entonces le tocó a Pedro esforzarse por salir del paso. Vaciló como antes su amigo, y terminó por imitar su juego.
- Yo también me emborracho de tristeza...
- ¡Ah! Claro... ¿Y se puede saber por qué está triste? -insistió regocijado Pablo.
Pedro bajó la vista, pensó un rato, y por fin explicó su caso.
- Usted sabe... ¡Mi mujer me engaña!
Pablo asintió comprensivamente.
- Todas las mujeres engañan un poco... -dijo. Y luego, con cierta ironía, comentó:
- Pero tengo entendido que su mujer no es suya, es de otro...
- Sí -contestó Pedro-. Pero usted sabe, es a mí a quien ama...
- ¡Ése no es motivo para estar triste! -exclamó radiante su amigo y, con una sonrisa inmensa, llenó los vasos de vino.
Pedro olvidó su pena y bebió satisfecho. Horas después, con la voz muy pastosa, pretendieron volver al tema. Pero ya no se les entendía. Adiviné que buscaban un buen motivo para seguir bebiendo, pero no creo que llegaran a encontrarlo.
Poco tiempo después, una madrugada de tantas, el pobre Pablo fue atropellado por un tren. Murió en el acto. Su cadáver, hecho pedazos, apestaba a vino tinto, y la sangre tenía el clásico color violáceo de su bebida favorita.
Pedro se enteró de la noticia cuando se levantaba de la siesta. Escuchó al informante, se agarró la cabeza y, sin decir una palabra, volvió a la cama. Nunca más apareció por el boliche.
La gente es más buena de lo que parece, pero muchas veces se conmueve con detalles secundarios y se queda impertérrita frente a un hecho trágico. La muerte de Pablo no conmovió a los clientes de don José, pero la ausencia de Pedro dio muchísimo que hablar. Lo que no se admitía era que el apóstol desertara del estaño justamente cuando la vida le brindaba un motivo real para emborracharse. En cuanto a la falta de un compañero, todos sabíamos que Pedro era muy capaz de beber por dos o por tres.
Pero como pasaron dos meses y el apóstol no apareció, don José nos llamó un día y nos rogó, muy formalmente, que fuéramos hasta la casa de Pedro en tren de averiguaciones. Y considerando que la policía tiene siempre más empuje para meterse donde no la llaman, nos agregó al vigilante que cumple su parada en la estación.
Aceptamos el encargo y esa misma tarde partimos Juanillo, el vigilante y yo. Juanillo representaba a la patronal (era sobrino de José), el vigilante a la autoridad, y yo a la clientela firme. Al llegar a la pensión donde vivía el apóstol, golpeamos las manos ante una puerta desvencijada. Al rato salió doña Perfecta, vieja conocida de todos y patrona de la casa.
- ¿Qué se les ofrece? -nos preguntó de mal modo, y miraba al vigilante como quien mira a un perro.
Mis compañeros tartamudearon una explicación tan confusa que la señora intentó cerrarnos la puerta en las narices. Pero intervine yo, y como tengo facilidad de palabra pude hacerle entender lo que queríamos.
- ¿Ustedes quieren ver a don Pedro? ¿Sí? No sé si los recibirá... -Y adoptando un aire muy digno, agregó:
- Don Pedro está muy cambiado... pero muy cambiado... Aguarden. -Dio unos pasos, se detuvo y nos pidió:
- Pasen al patio... Y disimulen la impresión...
Salió en busca del apóstol. Nosotros entramos en el patio y esperamos, llenos de curiosidad. ¡Y buen motivo había para ello!
Escuchamos unos pasos y se nos apareció Pablo. Digo que se nos apareció Pedro, pero tan cambiado que lo confundimos. Había perdido como veinte kilos, y en su debilidad se había encorvado hasta tomar la estatura de su amigo. La nariz, ahora, parecía muy grande y, no sé si por la misma razón o por otra, a mí me pareció que estaba calvo y que su calva sangraba como la del difunto.
No pudimos ocultar la conmoción sufrida, pero Pedro no pareció notarlo. Nos saludó con un gesto y nos invitó a pasar a su pieza. Mientras nos guiaba, le advertimos un paso firme que nunca le habíamos conocido.
- ¡Está fresco! -comentó el vigilante, asombrado.
- ¡Como una lechuga! -agregó Juanillo.
Doña Perfecta nos espiaba tras una puerta entornada. Entramos en el dormitorio del apóstol, que resultó ser un modelo de limpieza y de orden.
- ¡Pero amigo! -exclamé, una vez que estuvimos cómodamente sentados en la cama-. ¡Cómo ha cambiado usted!
- Sí... hemos cambiado mucho -me respondió.
- Está flaco como un perro -agregó el vigilante-. Y pelado...
- Así es.... Nos estamos quedando calvos.
Mis compañeros eran demasiado brutos y malhablados para percibir el plural, pero yo, que he cumplido el bachillerato, lo advertí en seguida.
- ¿No bebe usted? -le pregunté por escucharlo hablar.
- No. Hemos dejado la bebida.
- ¿Nada? ¿Ni un traguito así? -preguntó con desconfianza el vigilante.
- Nada. Nunca más beberemos.
Juanillo estaba tan asombrado que no había dicho una palabra, pero al fin alcanzó a lanzar su preguntita.
- Pero, dígame: si no bebe, ¿qué hace?
- Hacemos lo que podemos. Queremos trabajar.
- ¿Cómo? -exclamamos a coro, porque fuera del vigilante (si se considera que un vigilante trabaja), ninguno de nosotros sabía lo que era un empleo.
- ¡Como lo oyen! -afirmó Pedro, poniéndose de pie-. ¡Hemos llevado una vida indigna y ahora queremos morir como la gente decente!
- ¡Ah! -soltó el vigilante-. Usted no quiere, como el finado...
No pudo continuar. La mención del amigo muerto mudó la cara del apóstol. Pedro abrió la puerta del cuarto.
- Muchas gracias por la visita. La agradecemos... -dijo, y con una inclinación de cabeza y unos suaves empujones nos plantó en el patio.
No puedo reproducir los ingratos comentarios que nuestras revelaciones provocaron en el boliche. Casi todos los parroquianos, con don José a la cabeza, consideraron como una traición la abstinencia de Pedro. Pero como yo no mencioné el detalle del plural, se salvó de pasar por loco. Por mi parte, no estaba tan seguro de su sensatez y había resuelto hacerle otra visita, esta vez sin molestas compañías.
Poco tiempo después repetí el viaje a la pensión. Doña Perfecta me recibió amablemente y, respondiendo a mis preguntas, me dijo que Pedro estaba en el gallinero componiendo el alambrado.
- ¿Sabe usted? -me explicó con dulzura-. ¡Está buenito y trabajador! ¡Pobrecito! ¡Cuánto ha sufrido! ¡Vaya usted! Ya lo verá...
Crucé el patio y seguí un senderito, hasta llegar al gallinero. Allí estaba Pedro con un martillo en la mano.
- ¡Qué bien nos hace el trabajo! -comentó, luego de saludarme.
Pero me espantó su sonrisa. Había perdido unos kilos más y tenía la cara hecha una pasa.
- ¡Bueno, bueno! -exclamé, disimulando mi impresión-. ¡Ahora descanse y charlemos!
Me hizo caso.
No interesa mayormente relatar la larga charla que sostuvimos hasta que logré abordar el tema que me preocupaba. Pero después de media hora pude decir, sin resultar indiscreto:
- He notado que usted... en fin... Sigue hablando por los dos... ¿No?
- ¡Sí, señor! -respondió con voz firme-. ¡Por los dos!
- ¡Ah, claro! ¡Sí! -exclamé apresuradamente mientras observaba sus ojos para distinguir esa mirada de gato que suelen tener los locos.
- ¡No se asuste! -me dijo entonces-. ¡No me mire tanto! ¡No estoy loco!
Y comprendiendo mi confusión, terminó explicando:
- Sucede que siento profundamente la triste muerte de mi amigo Pablo. Y dentro de mis poderes, intento reivindicarlo.
- ¡Claro, claro! -exclamé aturdido.
- ¡No! ¡Nada claro! ¡Yo lo sé! Pero yo he logrado abandonar la bebida y me apena que mi amigo no pueda hacerlo. Yo soy ahora un hombre decente que hace changuitas. En cambio el pobre Pablo está allí, en el cielo, borracho como un cerdo. ¿Comprende?
- ¡Comprendo, don Pedro! -dije sinceramente.
- ¡No me diga don Pedro, por favor! Dígame... ¡bueno! Llámeme como antes... ¡los apóstoles! -me rogó finalmente, con los ojos llenos de lágrimas.
- Perdón... -dije. Y no supe qué agregar.
Me levanté del cajón donde me había sentado y me despedí. Y ya había llegado a la puerta de calle cuando me alcanzó su voz desde el patio:
- Si sabe de algún trabajito... ¿Nos avisa, señor?
Guardé en secreto la confesión de Pedro. Me pareció indigno revelar su explicación.
Y así terminó la historia de los apóstoles.
Pedro era un hombre arrogante y fortachón, con un ligero aire de cantante de ópera que sólo desaparecía cuando usaba su voz, cascada por el alcohol. Decían que no había cambiado con los años, que era el mismo de siempre. En cambio, Pablo había envejecido prematuramente y por entonces era feo, encogido y narigón. El tiempo había barrido su pelo, descubriendo una calva rojiza que parecía sangrar la perdida melena castaña.
Hay algo misterioso en el vino tinto, que borra las diferencias físicas y morales. El borracho no sabe de jerarquías, de colores ni de ropaje. Puede tomar a un agente por el comisario y a un comisario darle un trato de atorrante. Merced a ese misterio que encierra el vino, los dos amigos, cuando llegaban hermanados a la quinta botella, sufrían extrañas transformaciones y, de tan distintos como eran, se convertían en hombres muy parecidos.
Sucedía entonces que los parroquianos los confundieran, llamando Pablo a Pedro y Pedro a Pablo. Pero los apóstoles no prestaban atención a tales confusiones. Porque lo cierto es que no prestaban atención a persona alguna. Vivían un mundo aparte. Charlaban sin cesar entre ellos, y si alguno de nosotros pretendía intervenir en sus discusiones, se apartaban del tema hasta que se alejaba el inoportuno.
Sin embargo, nosotros escuchábamos sus conversaciones. Los apóstoles eran generosos: hablaban a gritos, con muchos gestos y puñetazos en las mesas. Y gracias a ese sentido amplio de la convivencia, nos enteramos de muchas cosas. El hecho de que jamás interviniéramos directamente en el diálogo no impidió la camaradería que exige todo parroquiano. Los apóstoles eran nuestros amigos, del mismo modo que nosotros fuimos “algo” en sus gloriosas existencias.
Recuerdo muchas discusiones de los apóstoles y todavía, en la memoria, me retumban los campanazos de algunos adjetivos fuertes. Pero hubo un diálogo que recuerdo mejor y lo anoto, por considerarlo muy significativo.
Era una noche de julio y hacía mucho frío. Con tal pretexto, los amigos habían apurado la dosis y al promediar la noche estaban pasados de vino. Y dijo Pedro:
- Yo quisiera saber amigo Pablo por qué bebe usted de esta manera. Sí. Porque usted es un borracho. Y yo quisiera saber por qué usted se emborracha...
A Pablo lo desconcertó una pregunta tan directa.
- ¿Por qué me emborracho? -repitió, mientras buscaba con evidente esfuerzo una respuesta digna de las circunstancias-. Y... ¡siempre hay razones!
Dudó unos segundos más y por fin soltó su respuesta:
- ¡La verdad es que me emborracho porque estoy triste!
- ¡Hombre! -exclamó muy satisfecho Pedro-. ¡Es una razón! Pero... ¿Por qué está triste?
La insistencia de su amigo irritó un poquito a Pablo, y esta vez no demoró la respuesta:
- Estoy triste por mi sobrino Juan.
La seguridad de Pablo desconcertó a su vez a Pedro.
- Sí... -comentó- recuerdo a su sobrino...
- Está preso en Villa Devoto.
- Recuerdo, sí... Lo metieron por comunista... ¿No?
- Así es... Juan lucha por la humanidad... se sacrifica... ¿Me entiende?
- ¡Sí, sí, claro! -se apuró a manifestar Pedro. Pero al cabo de unos instantes agregó esta reflexión:
- Lo que no entiendo es lo de su tristeza... Porque si el hombre es comunista... ¿qué tiene de raro que esté en la cárcel?
Pablo pestañeó con fuerza. Sin duda pensó rebatir el argumento. Pero cambió de idea y preguntó a su vez:
- ¿Y usted, Pedro? ¿Por qué se emborracha?
Y entonces le tocó a Pedro esforzarse por salir del paso. Vaciló como antes su amigo, y terminó por imitar su juego.
- Yo también me emborracho de tristeza...
- ¡Ah! Claro... ¿Y se puede saber por qué está triste? -insistió regocijado Pablo.
Pedro bajó la vista, pensó un rato, y por fin explicó su caso.
- Usted sabe... ¡Mi mujer me engaña!
Pablo asintió comprensivamente.
- Todas las mujeres engañan un poco... -dijo. Y luego, con cierta ironía, comentó:
- Pero tengo entendido que su mujer no es suya, es de otro...
- Sí -contestó Pedro-. Pero usted sabe, es a mí a quien ama...
- ¡Ése no es motivo para estar triste! -exclamó radiante su amigo y, con una sonrisa inmensa, llenó los vasos de vino.
Pedro olvidó su pena y bebió satisfecho. Horas después, con la voz muy pastosa, pretendieron volver al tema. Pero ya no se les entendía. Adiviné que buscaban un buen motivo para seguir bebiendo, pero no creo que llegaran a encontrarlo.
Poco tiempo después, una madrugada de tantas, el pobre Pablo fue atropellado por un tren. Murió en el acto. Su cadáver, hecho pedazos, apestaba a vino tinto, y la sangre tenía el clásico color violáceo de su bebida favorita.
Pedro se enteró de la noticia cuando se levantaba de la siesta. Escuchó al informante, se agarró la cabeza y, sin decir una palabra, volvió a la cama. Nunca más apareció por el boliche.
La gente es más buena de lo que parece, pero muchas veces se conmueve con detalles secundarios y se queda impertérrita frente a un hecho trágico. La muerte de Pablo no conmovió a los clientes de don José, pero la ausencia de Pedro dio muchísimo que hablar. Lo que no se admitía era que el apóstol desertara del estaño justamente cuando la vida le brindaba un motivo real para emborracharse. En cuanto a la falta de un compañero, todos sabíamos que Pedro era muy capaz de beber por dos o por tres.
Pero como pasaron dos meses y el apóstol no apareció, don José nos llamó un día y nos rogó, muy formalmente, que fuéramos hasta la casa de Pedro en tren de averiguaciones. Y considerando que la policía tiene siempre más empuje para meterse donde no la llaman, nos agregó al vigilante que cumple su parada en la estación.
Aceptamos el encargo y esa misma tarde partimos Juanillo, el vigilante y yo. Juanillo representaba a la patronal (era sobrino de José), el vigilante a la autoridad, y yo a la clientela firme. Al llegar a la pensión donde vivía el apóstol, golpeamos las manos ante una puerta desvencijada. Al rato salió doña Perfecta, vieja conocida de todos y patrona de la casa.
- ¿Qué se les ofrece? -nos preguntó de mal modo, y miraba al vigilante como quien mira a un perro.
Mis compañeros tartamudearon una explicación tan confusa que la señora intentó cerrarnos la puerta en las narices. Pero intervine yo, y como tengo facilidad de palabra pude hacerle entender lo que queríamos.
- ¿Ustedes quieren ver a don Pedro? ¿Sí? No sé si los recibirá... -Y adoptando un aire muy digno, agregó:
- Don Pedro está muy cambiado... pero muy cambiado... Aguarden. -Dio unos pasos, se detuvo y nos pidió:
- Pasen al patio... Y disimulen la impresión...
Salió en busca del apóstol. Nosotros entramos en el patio y esperamos, llenos de curiosidad. ¡Y buen motivo había para ello!
Escuchamos unos pasos y se nos apareció Pablo. Digo que se nos apareció Pedro, pero tan cambiado que lo confundimos. Había perdido como veinte kilos, y en su debilidad se había encorvado hasta tomar la estatura de su amigo. La nariz, ahora, parecía muy grande y, no sé si por la misma razón o por otra, a mí me pareció que estaba calvo y que su calva sangraba como la del difunto.
No pudimos ocultar la conmoción sufrida, pero Pedro no pareció notarlo. Nos saludó con un gesto y nos invitó a pasar a su pieza. Mientras nos guiaba, le advertimos un paso firme que nunca le habíamos conocido.
- ¡Está fresco! -comentó el vigilante, asombrado.
- ¡Como una lechuga! -agregó Juanillo.
Doña Perfecta nos espiaba tras una puerta entornada. Entramos en el dormitorio del apóstol, que resultó ser un modelo de limpieza y de orden.
- ¡Pero amigo! -exclamé, una vez que estuvimos cómodamente sentados en la cama-. ¡Cómo ha cambiado usted!
- Sí... hemos cambiado mucho -me respondió.
- Está flaco como un perro -agregó el vigilante-. Y pelado...
- Así es.... Nos estamos quedando calvos.
Mis compañeros eran demasiado brutos y malhablados para percibir el plural, pero yo, que he cumplido el bachillerato, lo advertí en seguida.
- ¿No bebe usted? -le pregunté por escucharlo hablar.
- No. Hemos dejado la bebida.
- ¿Nada? ¿Ni un traguito así? -preguntó con desconfianza el vigilante.
- Nada. Nunca más beberemos.
Juanillo estaba tan asombrado que no había dicho una palabra, pero al fin alcanzó a lanzar su preguntita.
- Pero, dígame: si no bebe, ¿qué hace?
- Hacemos lo que podemos. Queremos trabajar.
- ¿Cómo? -exclamamos a coro, porque fuera del vigilante (si se considera que un vigilante trabaja), ninguno de nosotros sabía lo que era un empleo.
- ¡Como lo oyen! -afirmó Pedro, poniéndose de pie-. ¡Hemos llevado una vida indigna y ahora queremos morir como la gente decente!
- ¡Ah! -soltó el vigilante-. Usted no quiere, como el finado...
No pudo continuar. La mención del amigo muerto mudó la cara del apóstol. Pedro abrió la puerta del cuarto.
- Muchas gracias por la visita. La agradecemos... -dijo, y con una inclinación de cabeza y unos suaves empujones nos plantó en el patio.
No puedo reproducir los ingratos comentarios que nuestras revelaciones provocaron en el boliche. Casi todos los parroquianos, con don José a la cabeza, consideraron como una traición la abstinencia de Pedro. Pero como yo no mencioné el detalle del plural, se salvó de pasar por loco. Por mi parte, no estaba tan seguro de su sensatez y había resuelto hacerle otra visita, esta vez sin molestas compañías.
Poco tiempo después repetí el viaje a la pensión. Doña Perfecta me recibió amablemente y, respondiendo a mis preguntas, me dijo que Pedro estaba en el gallinero componiendo el alambrado.
- ¿Sabe usted? -me explicó con dulzura-. ¡Está buenito y trabajador! ¡Pobrecito! ¡Cuánto ha sufrido! ¡Vaya usted! Ya lo verá...
Crucé el patio y seguí un senderito, hasta llegar al gallinero. Allí estaba Pedro con un martillo en la mano.
- ¡Qué bien nos hace el trabajo! -comentó, luego de saludarme.
Pero me espantó su sonrisa. Había perdido unos kilos más y tenía la cara hecha una pasa.
- ¡Bueno, bueno! -exclamé, disimulando mi impresión-. ¡Ahora descanse y charlemos!
Me hizo caso.
No interesa mayormente relatar la larga charla que sostuvimos hasta que logré abordar el tema que me preocupaba. Pero después de media hora pude decir, sin resultar indiscreto:
- He notado que usted... en fin... Sigue hablando por los dos... ¿No?
- ¡Sí, señor! -respondió con voz firme-. ¡Por los dos!
- ¡Ah, claro! ¡Sí! -exclamé apresuradamente mientras observaba sus ojos para distinguir esa mirada de gato que suelen tener los locos.
- ¡No se asuste! -me dijo entonces-. ¡No me mire tanto! ¡No estoy loco!
Y comprendiendo mi confusión, terminó explicando:
- Sucede que siento profundamente la triste muerte de mi amigo Pablo. Y dentro de mis poderes, intento reivindicarlo.
- ¡Claro, claro! -exclamé aturdido.
- ¡No! ¡Nada claro! ¡Yo lo sé! Pero yo he logrado abandonar la bebida y me apena que mi amigo no pueda hacerlo. Yo soy ahora un hombre decente que hace changuitas. En cambio el pobre Pablo está allí, en el cielo, borracho como un cerdo. ¿Comprende?
- ¡Comprendo, don Pedro! -dije sinceramente.
- ¡No me diga don Pedro, por favor! Dígame... ¡bueno! Llámeme como antes... ¡los apóstoles! -me rogó finalmente, con los ojos llenos de lágrimas.
- Perdón... -dije. Y no supe qué agregar.
Me levanté del cajón donde me había sentado y me despedí. Y ya había llegado a la puerta de calle cuando me alcanzó su voz desde el patio:
- Si sabe de algún trabajito... ¿Nos avisa, señor?
Guardé en secreto la confesión de Pedro. Me pareció indigno revelar su explicación.
Y así terminó la historia de los apóstoles.