¿Qué se
puede decir de Jorge Luis Borges (1899-1986) que no haya sido dicho ya? Se sabe
que nació en el barrio de San Nicolás de la ciudad de Buenos Aires en una
típica casa porteña de fines del siglo XIX con patio, azotea y aljibe. Que
entre sus ancestros había militares que participaron entre 1850 y 1880 en
numerosos enfrentamientos y batallas durante las guerras que por entonces asolaron
a la Argentina. Que su infancia transcurrió en el barrio de Palermo, por
entonces un barrio marginal de inmigrantes, cuchilleros, compadritos y malevos.
Que aprendió a leer en inglés antes que en castellano orientado por su abuela.
Que a los siete años escribió en inglés un resumen de la mitología griega. Que
a los nueve tradujo del inglés una obra de Oscar Wilde (1854-1900). Que a los
quince, estando con su familia en Ginebra, Suiza, escribió algunos poemas en
francés mientras estudiaba el bachillerato. Que en 1919, viviendo en España,
publicó poemas en la prensa literaria de ese país. Que en 1921, ya en Buenos
Aires, recorriendo los arrabales del sur redescubrió su ciudad natal y comenzó
a escribir poemas sobre ese descubrimiento. Que en 1923 publicó “Fervor de
Buenos Aires”, su primer libro de poemas. Que al año siguiente hizo otro tanto
con “Luna de enfrente” e “Inquisiciones”. Que para 1925 ya era considerado el
máximo exponente de la vanguardia literaria argentina. Esto por nombrar sólo
algunos de los aspectos biográficos de sus primeros años que son de sobra
conocidos. Ello no impide que siempre resulte interesante conocer sus recuerdos,
sus ideas, sus opiniones, sobre todo cuando ya contaba con setenta y cinco años
de edad y tenía a sus espaldas un largo y fecundo camino recorrido en las
letras argentinas.
Fue la abogada,
periodista y escritora uruguaya María Esther Gilio (1922-2011) quien en diciembre
de 1973, tras dos días consecutivos de entrevistas con el autor de obras
memorables como “El Aleph” y “El libro de arena”, por citar sólo algunas, logró
penetrar en la intimidad de su memoria a través de charlas en las que alcanzó
un acercamiento humano con el entrevistado al profundizar y ahondar en cosas
que se desconocen o sólo se intuyen. Dicha entrevista aparecería en la revista
“Crisis” nº 13 de mayo de 1974, y luego sería publicada en formato de libro
reuniendo charlas con otros escritores bajo el título “Emergentes” de ediciones
De la Flor en 1986, y más tarde en “Conversaciones”, del Instituto Movilizador
de Fondos Cooperativos, en 1993. Lo que sigue a continuación es la primera de
las tres partes de la extensa charla que mantuvo con Jorge Luis Borges.
Cuénteme de su infancia.
Bueno.
Recuerdo mis largos veraneos de entonces. Algunos en la quinta de mi tío
Francisco Haedo en Montevideo en el Paso del Molino, en la calle Lucas Obes,
sobre un arroyo que se llamaba Quitacalzones. Mis veraneos en las estancias.
Cuando chico era bastante jinete, bueno como todo el mundo.
Como todo el mundo que pertenece a su clase.
¿Ser
jinete?
Seguro, los chicos no son jinetes salvo que sean
del campo o de clase alta. Los chicos de la ciudad juegan al fútbol.
Eso es
verdad, pero cuando yo era chico la palabra fútbol era desconocida salvo en los
colegios ingleses. En cambio a casi todo el mundo le gustaban las riñas de
gallos.
¿Veía, de niño, riñas de gallo?
Niños y
mujeres no iban a las riñas. Vi más tarde. Me gusta el campo.
Recuerda con placer, ¿verdad?
Sí. Me
gustaba nadar. Aprendí en el arroyo Ramallo. Mis recuerdos… bueno, tengo esos
recuerdos comunes a todo chico. Las vacaciones en el campo, los peones.
¿Estaba con ellos, escuchaba sus conversaciones?
Los peones
son muy parcos. Posiblemente porque se sienten distintos.
Era un niño feliz.
Si, tal
vez. El otro recuerdo importante para mí es la biblioteca de mi padre. Una gran
biblioteca con una mayoría de libros ingleses porque su madre era inglesa. Él
me dejaba leer cualquier cosa.
¿Veía bien de niño?
Veía mal,
pero los miopes ven lo que está cerca. Acercaba bien los libros y leía. Yo me
he educado en la biblioteca de mi padre. Como dijo Bernard Shaw: “Mi educación
fue interrumpida por mis años escolares”. Tal vez la educación de todos los
niños es interrumpida por los años escolares, ¿no?
Otra vez debo recordarle su clase.
¿Usted
cree? ¿Por qué?
Porque a las escuelas van los hijos de todo el
mundo. En la mayoría de los casos el maestro está en mejor situación para
educar un niño que sus padres.
Me parece
horrible aplazar a alguien.
¿Por qué pensó en eso?
No sé. Yo
soy profesor de literatura inglesa y en veinte años sólo reprobé a dos alumnos.
¿Sería en definitiva el sentimiento de que uno
no puede ser juez de otro?
Sí… puede
ser eso.
¿O es el dolor que le da producir dolor a otro?
Es, tal
vez, la sensación de que cada uno debe salvarse a sí mismo, y aquí vuelvo a
Bernard Shaw. Cuando él oía decir que Jesucristo era Dios que había tomado
forma humana y se había hecho crucificar, decía: “Un caballero no puede aceptar
la salvación que le ofrece otro, tiene que salvarse él mismo”. Disculpe si la
estoy escandalizando. Yo no creo en el cielo ni en el infierno, y no creo que
un hecho ajeno pueda salvarme o condenarme, porque si fuera así yo sería
culpable de todos los crímenes que se cometen también. Volviendo a mi infancia,
esos son mis recuerdos fundamentales, la biblioteca de mi padre… Nosotros
vivíamos en ese entonces en un arrabal: Palermo. El de los cuchilleros y
payadores.
¿Ese mundo de cuchilleros y payadores usted lo
veía, lo imaginaba, o era una cosa sobre la que oía?
No, no,
no. Todo eso estaba muy cerca, y por demasiado cerca no me interesaba. Evaristo
Carriego era amigo nuestro y venía a casa todos los domingos, pero a mí no me
interesaba su poesía, me interesaban más los cuentos de Stevenson o “Las mil y
una noches”.
¿Qué edad tenía cuando empezó a leer?
Yo no me
acuerdo de mí mismo cuando no sabía leer. No podría decirle cuándo empecé a
leer. Si no supiera que a los tres años no pude haber leído diría que siempre
leí. Tanto en inglés como en español porque… ¿posiblemente estoy aburriéndola?
Yo tenía una abuela criolla.
De origen español.
No, no, de
origen criollo, a los españoles no podía verlos. Los llamaba “los godos”. Y
tenía también una abuela inglesa. Yo sabía que tenía que hablar de dos modos
diferentes. De cierto modo con mi abuela criolla y de otro con mi abuela
inglesa. Al cabo de un tiempo me fue revelado que esos dos modos de hablar,
entera o casi enteramente distintos, eran la lengua castellana y la lengua
inglesa. Mi abuela criolla sabía la “Biblia” de memoria.
¿Fue educado en alguna religión?
Voy a
explicarle. Mi madre era católica como todas las señoras argentinas, es decir,
sin entender absolutamente nada de religión. Mi padre era librepensador, como
todos los señores argentinos también. Como Spencer. Mi abuela paterna era muy
religiosa, protestante. Cuando llegó el momento de la primera comunión, mi
padre me dijo: “Mirá, para mí es una ceremonia absurda, pero para tu madre es
muy importante. ¿Querés hacer la primera comunión o querés esperar a haber
llegado a alguna conclusión sobre estos hechos? Mi hermana eligió hacer la
primera comunión y es católica, yo elegí no hacerla y soy libre pensador
todavía, aunque eso parezca anticuado.
¿Considera que hay algún hecho en su infancia
que lo ha marcado de alguna manera a usted o a su literatura?
Muchas
cosas. Las espadas de mis abuelos por ejemplo.
¿En qué sentido?
Provocaban
mi fantasía. También el retrato de mi bisabuelo, el coronel Suárez, me
impresionaba mucho. Él ganó la batalla de Junín. Salió de Buenos Aires con San
Martín a los dieciséis años. Cuando volvió a los veintisiete la familia no lo
conocía. Y mi abuelo Borges que inició su carrera militar defendiendo la plaza
sitiada de Montevideo, la plaza sitiada por los blancos de Oribe, y tenía en
ese momento catorce años. Luego tomó parte en la batalla de Caseros, en la
división oriental de César Díaz, y tenía dieciséis años. Después ya vino una
larga carrera militar: dos balas en la guerra del Paraguay, las campañas con…
Usted tiene una gran añoranza de todo eso. ¿Le
hubiera gustado?
Sí, sí,
sí. Pero no sé si hubiera servido.
Aparte de que hubiera servido o no. Tal vez su
añoranza es también de no haber servido. Se ve en sus cuentos, en “El sur” por
ejemplo. Ese personaje es usted mismo.
Sí, sí.
Ese es un cuento autobiográfico, en parte.
Ahí está eligiendo su muerte. Preferiría morir acuchillado
en la llanura que morir en un quirófano.
Sí. Matar
o ser muerto acaso no sea peor que envejecer, morir en la cama o sufrir la
noche, dije alguna vez.
Sufrir la noche. ¿Sufre realmente la noche?
Porque leyéndolo, a veces, uno tiene la sensación de que usted siente cierta
felicidad no viendo, de que eso no le pesa, e incluso al contrario. En el
cuento sobre Homero, el héroe descubre que ha dejado de ver. Usted dice:
“Sintió como quien reconoce una música o una voz”, y luego: “Lo había encarado
con temor, pero también con júbilo, esperanza y curiosidad”.
No, una
cierta felicidad no. Pero yo nunca viví en un mundo visual. Por ejemplo…
¿Qué quiere decir con que nunca vivió en un
mundo visual?
Por
ejemplo, yo sé que tengo, lo ha asegurado mi madre que no me engaña, dos
corbatas. En otras épocas habré tenido más, pero nunca he sabido cuántas.
Me parece que eso tiene más que ver con otras
características suyas. Usted dice: “Nunca viví en un mundo visual”. Tampoco
táctil. Usted no sabe cuántas corbatas tiene porque no le interesan las
corbatas, simplemente.
Yo no sé
cuál es el color de la ropa que llevo. Por ejemplo me ha sucedido de estar
enamorado de una mujer, muy enamorado, este… este… y no poder imaginármela
bien.
Explíqueme qué quiere decir exactamente.
Imagino el
ambiente de ella, la felicidad de estar con ella. Eso sí lo imagino. Pero si me
preguntan el color de sus ojos, la forma de la nariz o de su boca, yo no sabría
contestar.
¿Entonces lo que le llega de una mujer qué es?
¿Su manera de hablar por ejemplo?
¡Ah, no!
pero… pero… No, pero es que yo creo que hay algo misterioso ahí, aun en el tema
de la inteligencia. Uno va a una reunión, uno conversa con varias personas.
Entre esas personas hay una que hace observaciones agudas y hay otra que no
dice nada o que dice trivialidades. Al salir uno piensa: fulana de tal es una
imbécil y la otra es inteligente.
¿Cuál es la inteligente, la que dijo las cosas
agudas o la otra?
No, la que
no dijo nada. Uno ha sentido la inteligencia de un modo misterioso. En cambio
una persona puede decir cosas inteligentes y dejar la impresión final de que es
idiota. Posiblemente eso ocurra porque una persona brillante es fácilmente una
persona vanidosa, entonces uno siente antipatía por ella, ¿no?
Veamos algunas de las constantes de su
literatura: las bibliotecas. Usted ha vivido la mayor parte de su vida entre
bibliotecas, la de su padre, la Nacional… ¿en qué momento escribió esas
historias de bibliotecas?
Mientras
trabajaba en la de Almagro. En la Nacional comprobé que estaba rodeado de
novecientos mil libros, un paraíso de libros que me estaba negado porque no
podía leer. Sólo leía las carátulas, los títulos. Ahora ni eso. Lo único que
veo son sombras, bultos, luces, el color blanco y el color amarillo.
¿Cómo se sintió cuando se dio cuenta que no
podía leer más?
Cuando
sentí eso fue allí, en la biblioteca. Un día me di cuenta de que sólo veía las
letras muy muy grandes. Entonces recordé una frase del filósofo alemán Steiner:
“Cuando algo concluye -no sé, una mujer lo deja a uno, o lo que sea, o se
pierde la vista- uno debe pensar que empieza algo nuevo”. Claro que ese consejo
es un poco inútil porque uno sabe lo que ha perdido y no sabe lo que comienza.
Con todo, yo dije: “Aquí va a empezar algo”.
¿En el momento en que sintió que había perdido
la vista?
Sí.
Usted lo relata en el cuento de que le hablaba:
“Una terca neblina le borró las líneas de la mano, la noche se despobló de
estrellas”.
Sí,
hablando de Homero. Entonces volví estudiar anglosajón, inglés antiguo. Más
tarde comencé a escribir con una amiga un libro sobre Spinoza y además, ahora,
estoy corrigiendo mi obra que Emecé publicará completa. Tengo setenta y cuatro
años y mis facultades imaginativas e inventivas están mermando.
Usted siente eso. ¿O lo dicen sus críticos?
No, no. No
sé. Tal vez lo dicen mis críticos. Yo siento eso. Bueno, voy a hacer algo que
no requiera esas facultades.
¿Qué entiende por corregir sus obras?
Lo que en
general se entiende por corregir. Además pienso dejar caer ciertas cosas que no
me gustan.
¿Qué cosas? Cosas enteras no.
Sí, cosas
enteras sí. Estoy tratando de hacer un libro que me desagrade menos que los
anteriores. Hay ciertas composiciones que voy a dejar caer del todo porque me
parecen muy sensibleras, muy tontas.
¿Qué, por ejemplo?
No, no es
cuestión de hacerles propaganda. Libros enteros voy a dejar caer, porque no me
gustan, me parecen ridículos.
¿Será un buen crítico de usted mismo?
No sé,
pero soy el único crítico de que dispongo.
Por lo menos con un criterio que usted respeta…
Bueno,
después de todo yo escribí esas cosas con mi criterio también. Suponga que yo
estoy escribiendo y se me ocurre hacer alguna modificación. ¿Por qué no voy a
usar ese mismo criterio dos años después? Eso es propiedad mía y yo mismo no me
voy a hacer ningún pleito.
¿Cómo se siente cuando piensa que dejará una
obra tan vasta?
De esa
obra se encargarán el polvo y el olvido.
¿Está seguro que va a ser olvidado?
Estoy
totalmente seguro.
¿En serio?
Pero si lo
que yo he escrito no vale nada.
¿Pero usted está hablando en serio?
A mí no me
gusta lo que yo escribo. Tendré algunos cuentos que son buenos porque habrá
algún eco de Kipling, por ejemplo.
Pero, ¿por qué no le gusta lo que escribe?
¿Nunca le gustó o ahora mira para atrás y no le gusta?
No sé, uno
escribe lo que puede y no lo que quiere. Uno no toma la decisión de ser
Shakespeare.
Pero toma la decisión de ser Borges, y hay toda
una generación que lo aplaude en varios idiomas. Una generación de críticos, de
lectores.
Ese es un
criterio estadístico.