No me pasó al principio, con la primera novela "Hay que sonreír": ya sabía cómo iba a terminar. En realidad no sabía qué pasaba en el medio porque creí que iba a escribir un cuento -tenía la idea del principio y el final-. Después, de alguna extraña manera empezó a crecer ese personaje en mí, a tomar posesión de su personalidad y entonces se fue desarrollando la novela. Creo que es la única vez -tengo siete novelas escritas, cuentos y todo- que supe cómo terminar. Algún cuento quizás, sí, porque a veces me cuentan una anécdota y trato de escarbar dentro y ver qué se está diciendo detrás de los sucesos; entonces sé más o menos cómo va a culminar. Pero con las novelas no, y es un riesgo grande porque a veces uno piensa que habrá que tirarla a la basura porque no tiene final, pero siempre aparece cuando uno sostiene ese hilo bien.
Sí. Y van un montón de libros de cuentos, acabo de terminar uno. Lo de "evolución" es una palabra muy extraña porque no sé cuántos pasos adelante y cuántos atrás se van dando en la labor literaria, pero sí es una constante búsqueda de derivar un sentido a este sinsentido que es la vida. Lo único que nos permite entender algo es el lenguaje. Entonces, quiero mirar así, a trasluz, palabras y frases; cómo se van contando las historias para ir más allá de lo que ya sabemos. Toda novela es un pasito más en esa búsqueda, pero a veces son pasos laterales, no siempre de avance.
Su trabajo como periodista en el diario "La Nación" y la revista "Crisis", ¿le dio conciencia política?, ¿han sido fundamentales para ser escritora?
Separo mucho el periodismo de la literatura, pero creo que en alguna medida sí fueron fundamentales para mí. Quizá no tanto en lo político. Los temas que tocaba en "La Nación" no eran políticos, y en "Crisis" escribía menos de lo que hacía otras labores de organización de cosas. Desde el periodismo tenemos generalmente algo que decir, creemos que hay una idea que queremos compartir, una opinión. He sido columnista también. Trabajé en varios diarios. Publico bastante en "Página/12" ahora, que es un diario más de izquierda, argentino. Y ahí sí opino, pero en las novelas no quiero opinar. Quiero dejar que la cosa se vaya desarrollando sola y el lector vaya descifrando ese posible sustrato que está diciendo algo. Tanto es así que en "Cola de lagartija", una novela que me reedita ahora la editorial Norma -es la historia secreta de José López Rega, nuestro Vladimiro Montesinos- éste habla en primera persona y crece mucho como personaje, más de lo que hubiera querido: toma control de la situación. Me parece importante dejar esa libertad en la ficción, no así en el periodismo.
Su trabajo en Amnistía Internacional, ¿cuánto ha influido en su desarrollo como escritora o en su personalidad?
Amnistía Internacional y el Comité para la libertad de escritura del PEN (única sociedad mundial de escritores) aguzaron mi percepción de los males de este mundo y los males políticos. Como persona hay un desarrollo interesante y además una sensación de estar haciendo algo, aunque sea mínimamente, porque con la literatura siempre está la duda de para qué sirve en momentos de tensión política y necesidad de alguna acción para salvar vidas. Pero a la larga, creo que es más útil la literatura. A la larga.
¿Cómo se definiría usted como escritora, en breves palabras?
No creo en las definiciones. Sí en las breves palabras. Soy alguien muy abierta al cambio y al fluir de las situaciones. No creo en una verdad monolítica en absoluto, no creo en nada monolítico. Me interesa la corriente de búsqueda.
¿Cuál considera que es su libro más logrado?
Todos son logrados en la medida en que no me propongo nada. Vas a escuchar muchos escritores que dicen: "Yo, ¿el libro que tenía pensado? No, nunca se alcanza". Yo no tengo un libro pensado. Cuando termino uno, me sorprendo. Mi libro más barroco, más rico en muchos aspectos es "Cola de lagartija". Quizá mi libro más fuerte y tremendo es "Cambio de armas". Pero aún mi primera novela, con todas sus cuestiones de candidez, tiene cosas que para mí fueron muy logradas en sí. Cada historia en sí logró algún cometido.
¿Qué recuerdos tiene de aquel año lectivo 1969 que pasó en el Programa Internacional de Escritores en la Universidad de Iowa, gracias a la Beca Fulbright? Aquel "conventillo de escritores" como usted describía.
Claro, '69/'70. Tengo un excelente recuerdo, con todas las peleas que había allá. Porque me encontré con escritores extraordinarios, me sentí latinoamericana por primera vez. Profundamente latinoamericana. Los argentinos tenemos una tendencia a creer que estamos en la punta del continente, que pertenecemos a la deriva o somos más europeos. Eso nunca me interesó. Carlos Fuentes dice que los mexicanos descienden de los aztecas, los peruanos de los incas y los argentinos de los barcos, ¡ja, ja, ja! Que es cierto en muchos aspectos pero también hay una influencia de la cosa telúrica que no reconocemos, y ahí la viví de cerca. Había escritores latinoamericanos maravillosos.
¿Como cuáles?
Como Fernando del Paso, el mexicano; Antonieta Madis, la madrileña; Carmen Naranjo de Costa Rica. Estaba Néstor Sánchez, otro argentino; Carlos German Belli, poeta peruano, no en la beca pero estaba en Iowa en ese momento. Había gente extraordinaria, de un valor intelectual, literario, de primerísima línea. Para mí fue un placer enorme. Al mismo tiempo eran discusiones apasionadas sobre literatura. Ahí surgió "El gato eficaz", mi novela quizá más de ruptura… Los escritores son neuróticos por naturaleza. Es gente que trabaja en soledad. Entonces, estar allí en conjunto, en un lugar aislado, tapados de nieve durante meses, era muy extraño. Era un mundo casi infantil porque era universitario -el medio norteamericano es muy cándido, habían universitarios que parecían más jóvenes de lo que eran-. Nos sentíamos viejos, teníamos treinta, treintidós años, y ya nos sentíamos viejos… Y hablaban de la muerte. Sobre todo Néstor Sánchez, que era un tipo muy neurótico. Yo les dije: "A mí la muerte no me interesa para nada, no pienso nunca en la muerte, ¿qué están hablando?". Y empezó a fluir este texto -"El gato eficaz"- sobre los gatos de la muerte. Un texto muy largo sobre la muerte pero en sorna, claves ocultas, de manera muy extraña, rítmica, poética. Me dio mucha excitación creadora eso, una posibilidad de enfocar otro aspecto de mi psiquis que no tenía previsto para nada.
¿Cuánto ha escrito usted contra las dictaduras, como la de Jorge Rafael Videla en Argentina por ejemplo?
He escrito mucho. Dentro del periodismo he escrito también contra la cosa menemista, esta pretensión de ser una Argentina del primer mundo cuando era una idea loca. De eso he escrito mucho. Contra Videla en el periodismo no se podía hacer nada, pero el '79 cuando me fui a los Estados Unidos, por diez años tuve una cierta actuación política como francotiradora -además no pertenezco a ningún partido-. Estaba cerca de gente de izquierda y de escritores que desaparecían como Haroldo Conti y Rodolfo Walsh -que eran grandes amigos-, entonces trataba de ayudar. Y ahí escribí una literatura que no se podía mostrar en ese momento, como "Cambio de armas".
¿Por qué Argentina se dejó vencer por el "terror que enceguece" durante la dictadura de Videla? ¿Se pudo haber evitado dejarse vencer?
Es una muy buena pregunta y difícil de contestar. Porque está llena de respuestas, porque las respuestas son múltiples, no hay una sola razón. Una cosa básica de los argentinos es que somos triunfalistas y nos dejamos engañar por una gratificación inmediata. Veníamos de una persecución muy tenaz que era la Triple A de López Rega, ministro de Bienestar Social de Juan Domingo Perón y luego de su esposa María Estela Martínez de Perón, al final de ese peronismo tan desastroso. Y todo ese terrorismo de Estado... Gente en Argentina -dentro de la que no me incluyo, ni a todos los que conozco- quería que los militares tomaran el poder para poner orden. Los militares siguieron con la misma historia de una manera más solapada y oculta. Tiene que ver esa necesidad de gratificación inmediata de los argentinos. ¿La culpa la tendrá el fútbol? Je je… Es una pregunta.
De repente. Ha dicho alguna vez que escribe contra aquellos que creen tener todas las respuestas. ¿De dónde le nace esta actitud siempre cuestionadora?
No creo que el artista pueda tener respuestas. Todo aquel que tiene respuestas te las quiere imponer. Es una situación de dominio. A mí lo que me gusta mucho es investigar dentro del tema del poder. El que tiene las respuestas va a querer dominar al otro porque "yo tengo la razón y vos no la tenés".
¿El poder es su tema preferido entonces?
No sé si mi tema preferido pero es muy importante dentro de mi trabajo. En todos los niveles: la cosa doméstica, social, política. Por eso también lo es el lenguaje -que es un instrumento de poder muy importante-, ver cómo desarticular el arma que es el lenguaje para que el otro no te domine desde las palabras… Toda sensación del que tiene la razón y los demás están equivocados, o de los que no están de acuerdo están equivocados, es atroz. Los monoteísmos son atroces. Todo aquel que cree tener razón, aunque sea buena la causa, aunque su posición sea positiva, estigmatiza al otro. Es tremendo. La literatura -el arte en general, pero la literatura en particular, porque trabaja con un instrumento de poder que es la palabra- tiene necesidad de señalar la duda, dejar que las opciones sean abiertas.
¿Toda buena literatura debe tener un "secreto", algo que no se dice pero se lee entre líneas?
Sí, absolutamente. Porque toda buena literatura está tratando de rozar lo inefable, de tocar con la punta de los dedos aquello que no puede ser dicho.
"Clara en cambio se despertó bastante tarde con un fuerte dolor de cabeza y un extraño sabor pastoso en la boca, empezó a acordarse de lo que había pasado pero la plata que encontró bajo el velador sirvió para ahorrarle vergüenzas ya inútiles". ¿Le sigue diciendo Clara lo mismo hoy que cuando escribió la novela "Hay que sonreír" en 1966?
Es un ejemplo perfecto del pragmatismo político, ¡ja, ja, ja! No lo pensé en ese momento, no sabía ni que existía el concepto, pero evidentemente es una situación pragmática: como se va dejando llevar ella. También es un error irse dejando llevar por las circunstancias. No aplaudo eso. Lo cuento de este personaje, pero cuánto político se encuentra con la plata ahí… Y puntos suspensivos.
Su microrrelato "El abecedario", donde un hombre hace cosas de acuerdo al orden del abecedario, es muy creativo, divertido, un juego con las palabras. ¿Es difícil para usted conjugar esas cualidades a menudo en su literatura o le resulta fácil?
Me resulta demasiado fácil, peligrosamente fácil. Me dejo llevar por los juegos y pierdo de vista a veces el horizonte de lo tremendo. Tengo una tendencia un poco morbosa a hacer bromas dentro de las situaciones más horribles que estoy narrando. Creo que es una buena medida para poder decir las cosas tremendas, pero a veces exagero. Ese microrrelato, cuando lo escribí ni sabía que existía el concepto. Escribí microrrelatos mucho antes de tener esa noción. Pero es cierto que son maravillosas maquinitas de pensar. Ese es del '67, de mi primer libro de cuentos.
Guillermo Pira en el prólogo a su libro del año 2004 "Trilogía de los bajos fondos", dice algo muy interesante sobre usted: "Ella es a la literatura lo que los anticuerpos a la medicina: si es literatura lo es, ante todo, porque es antiliteratura". ¿Está de acuerdo con esta afirmación?
Mi literatura es cuerpo, pero los anticuerpos defienden el cuerpo, así que quizá la antiliteratura también defiende la literatura.
Cuando escribió la colección de cuentos "Aquí pasan cosas raras", escribió treinta cuentos en treinta días. ¿Fue un proceso intelectual agotador o era inevitable escribir así por todo lo que sentía en esos momentos?
Era inevitable escribir así porque me encontraba totalmente fuera de ese país que era mío pero no era más el mío. Acababa de volver de un viaje y encontré esa realidad tremenda, ese terrorismo de Estado. Fue absolutamente agotador. Nunca estuve tan agotada en mi vida. Creía que había corrido la maratón de los cien barrios. Raro, porque era un esfuerzo intelectual y, sin embargo, físicamente estuve exhausta.
¿Le agrada que en los Estados Unidos la conozcan como escritora política?
Me conocen en varios aspectos y en muchos me desconocen, pero como escritora política me pusieron en un museo. En uno muy importante de arte estadounidense, hicieron una retrospectiva para el año 2000 del siglo XX -los primeros cincuenta años y después los segundos cincuenta años, pero del arte, porque es un museo de arte pictórico, de pintores-, alguien decidió poner los libros que habían influenciado el arte norteamericano. Y en los años setenta estaba mi libro, yo era la única latinoamericana ahí, en toda esta historia. Nunca me preguntaron, nadie me consultó nada. Estaba puesto ahí "Aquí pasan cosas raras", este libro de la política. Era esa percepción de algo que está en el otro lado, en el imaginario político de la gente. Nunca supe por qué.
¿Pero está orgullosa de eso o no?
Pero era un libro político. Político de refilón, como decimos, de costado. La cosa política se disfraza de otra cosa. Como toda política que es un gran disfraz.
Cambiando de tema, su madre fue amiga de Ernesto Sábato.
Fue amiga de Ernesto Sábato, sí.
¿Cómo fue la relación de su familia con ese gran escritor no sólo argentino sino latinoamericano?
Mi madre era amiga de grandes escritores. Era una escritora estupenda que se llamaba Luisa Mercedes Levinson, a quien yo admiraba mucho. Escribió un cuento en colaboración con Borges que se llama "La hermana de Eloísa". La relación con Sábato fue muy linda. Sábato es un tipo depresivo y triste, pero era un hombre maravilloso y tenía una forma de humor muy particular. Yo era muy amiga de su hijo, Jorge Sábato -que murió hace tiempo-, y cuando Jorge cumplía años, en una fiesta patria, el único lugar donde se podía ir en el cumpleaños de Jorge era a su casa: todo estaba cerrado en Argentina. Entonces, íbamos todos los jóvenes ahí y Ernesto nos sentaba y nos leía sus cosas. Al principio nos leía cosas divertidas y nos sentíamos orgullosos de que nos prestara atención. Ya cuando estábamos bastante avanzados en la adolescencia nos parecía insoportable: porque era ocupar el espacio del hijo en vez de la fiesta. Nos leía "Sobre héroes y tumbas", nos preguntaba una opinión, todo eso… Me alejé de esas fiestas porque me resultaban intolerables, pero fui a visitar a Ernesto cuando murió su mujer que era un ser muy adorable -Matilde- y él estaba muy triste. Le dije: "Ernesto, ¿te acordás cuando nos leías esas cosas y eran tan graciosas?" -nos hacía parodias y pastiches de otros-, entonces él sacó todo eso y lo empezó a leer. Fue tan linda esa reunión. Era un hombre absolutamente tierno que ocultaba esa ternura tras este barniz de existencialismo que siempre se impuso.