LOS DIOSES JUGABAN A LA PELOTA
Julio Torri
México (1889-1970)
El Sol, rubio y apoplético, y el soberbio y magnífico Júpiter jugaban, por sobre la red de los asteroides, a la pelota, que era pequeñita, verdemar, y zumbaba gloriosamente en los espacios luminosos. ¡Ah, se me olvidaba: la diminuta pelota que llamáis la Tierra había caído de este lado de los asteroides, y el Sol iba a recogerla para proseguir! Este instante, no más largo que la sonrisa de una diosa, los mortales lo llamaríais varios millares de trillones de siglos. Así sois de ampulosos, vosotros los seres de un momento. Pues bien... ¿pero a qué continuar si ignoráis las reglas del juego?
¡ALFREDO!
Aníbal M. Machado
Brasil (1898-1964)
Toda vez que oía gritar "¡Alfredo!" el hombre automáticamente respondía "¿eh?" y se erguía un poco en la poltrona. Si acaso el nombre resonaba en la calzada, abría la puerta indagando quién podía ser. Creíase el único Alfredo en el mundo. Aquella mañana, de uno de los balcones del predio vecino, una mujer llamaba:
- ¡Alfredo! ¡Alfredo!
¿Quién más sino él, sólo él, tenía derecho a usar tal nombre? Y la voz:
- ¡Alfredo!
Todo su cuerpo se estremecía cada vez que a los oídos le llegaba la palabra privativa "¡Alfredo!". El sonido repercutía en el área de cemento, como en cámara de eco: "¡Alfredo!". Tendría igual que responder. Ya no resistía más al crescendo aflictivo del llamado. Le cabía al final ese derecho; eran sílabas de su nombre... Y la voz, cada vez más ansiosa:
- ¡Alfredo! ¡Alfredo!
Se acercó a la ventana, acudió con dulzura:
- ¿Eh?
La mujer se calló. Había tenido finalmente una respuesta. Respuesta de un desconocido, pero siempre una respuesta. Alguien había atendido a su llamado, dado tregua a la desesperación. Un Alfredo también... Perturbada, casi llorando, la mujer miró al desconocido. Se miraron largamente.
- Ven -le suplicó ella bajito-, ¡Sube!
PASOS CONTADOS
Pere Calders
España (1912-1994)
Desde la curva, pregunté dónde comenzaba aquel camino y unos cazadores me explicaron que exactamente allí donde se recortaba la silueta del sauce encima del horizonte. Caminé hasta desollarme los pies y, al llegar al sauce, un hombre clavado en el suelo me dijo que aquello no era ningún comienzo, sino uno de los finales. Al descubrir mi mirada de estupor -y quién sabe si de espanto-, el hombre clavado en el suelo me recomendó que no hiciera aspavientos y que me buscara un agujero protegido y a mi medida antes de que se pusiera el sol. "Luego -añadió- todo son prisas".
A PLUMA LE DUELE EL DEDO
Henri Michaux
Francia (1899-1984)
A Pluma le dolía un poco el dedo.
- Sería mejor consultar a un médico -le dijo a su mujer-. A veces, basta con una pomada...
Y Pluma fue al médico.
- Perfectamente -dijo el médico-, hay que cortar un dedo. Incluyendo la anestesia, usted tendrá a lo sumo para seis minutos. Como usted es rico, no necesita tantos dedos. Estaré encantado de hacerle esa pequeña operación. Le mostraré en seguida algunos modelos de dedos artificiales. Los hay extremadamente graciosos. Un poco caros, sin duda. Pero, como es natural, no hay que andarse fijando en los gastos. Le haremos lo mejor de lo mejor.
Pluma miró melancólicamente su dedo y se disculpó
- Doctor, se trata del índice, usted sabe, un dedo muy útil. Precisamente me aprestaba a escribir a mi madre. Siempre uso el índice para escribir. Mi madre se inquietaría si yo tardase mucho en escribirle. Volveré dentro de un par de días. Es una mujer muy sensible, se emociona con facilidad.
- Eso no importa -dijo el cirujano-. Aquí tiene papel, papel blanco, naturalmente que sin membrete. Algunas palabras suyas, bien sinceras, alegrarán a su madre. Mientras tanto, yo telefonearé a la clínica para que tengan listo todo: no hay que hacer más que retirar todo el instrumental esterilizado. Volveré en un minuto...
Y helo aquí ya de vuelta:
- Todo está listo, nos esperan.
- Discúlpeme, doctor -dijo Pluma-, me tiembla la mano, es más fuerte que yo... oh...
- Perfectamente -dijo el cirujano-, tiene usted razón, más vale que no escriba. Las mujeres son terriblemente sutiles, y sobre todo las madres. Cuando se trata de sus hijos, ven reticencias en todas partes, y de una nada hacen un mundo. Para ellas sólo somos niños. Aquí tiene su bastón y su sombrero. El auto nos espera.
Y llegaron al quirófano.
- Doctor, escuche. En realidad...
- ¡Oh! -dijo el cirujano-. No se inquiete, usted tiene demasiados escrúpulos. Escribiremos juntos esa carta. Pensaré en todo mientras lo opero.
Y aproximándole la mascarilla, adormeció a Pluma.
- Por lo menos, podías haberme pedido mi opinión -dijo la mujer de Pluma a su marido-. No te imaginarás que un dedo perdido se vuelve a encontrar fácilmente. Un hombre con muñones: eso no me gusta demasiado. Desde que tu mano está un poco más podada, no cuento con ella. Todos los lisiados son un tanto desagradables, y muy pronto se vuelven sádicos. No recibí la educación que recibí para vivir con un sádico. Sin duda pensaste que yo prestaría mi benevolencia a esta clase de cosas. Y bien, estabas equivocado, y habrías procedido mejor si hubieses reflexionado
antes...
- Escucha -dijo Pluma-, no te preocupes por el futuro. Todavía tengo nueve dedos y, por lo demás, tu carácter puede cambiar.
PROGRESO Y RETROCESO
Julio Cortázar
Argentina (1914-1984)
Inventaron un cristal que dejaba pasar las moscas. La mosca venía, empujaba un poco con la cabeza y pop ya estaba del otro lado. Alegría enormísima de la mosca. Todo lo arruinó un sabio húngaro al descubrir que la mosca podía entrar pero no salir, o viceversa, a causa de no se sabe qué macana en la flexibilidad de las fibras de este cristal que era muy fibroso. En seguida inventaron el cazamoscas con un terrón de azúcar adentro, y muchas moscas morían desesperadas. Así acabó toda posible confraternidad con estos animales dignos de mejor suerte.
EL BUEY
André Fredericque
Francia (1917-1957)
¡Bueno; heme aquí buey! Me han crecido cuernos y además una cola. Estoy sobre la tierra en cuatro patas. Y les ruego que crean que hay en este pecho tanta fuerza como para tirar de una carreta. Las carretas están cobrando para mí una importancia... Como los surcos. Me gustaría arar un campo y que se espantase de alrededor de nosotros las moscas que nos hostigan. Mi compañero, el otro buey, es un verdadero buey, con un pasado de buey. Inferior a mí, tal vez, pero me hago el buey por delicadeza. Vamos en línea recta por un campo pardo bajo un cielo ancho. Más ancho que el de ayer. Debe de ser por los ojos. Es como con los árboles. Los veo más bien grandes y hasta amenazantes. Río cuando pienso en la cara que pondrá mi madre. Después del trabajo trato, con torpeza, de ponerme un traje. Es el mío, sin embargo, el de antes. Con el traje, mal o bien, puedo arreglármelas haciendo un pequeño esfuerzo con las mangas; pero el sombrero se me traba en los cuernos. Está colgado allá arriba sin taparme nada realmente. Trato de ponerme de pie. Me sostengo, pero me fatigo. Vuelvo a casa caminando. Creo que apenas me miran. Silbo con naturalidad. A esas horas la gente tiene otras cosas en la cabeza como para ponerse a mirar a los que pasan. Llamé. No pude ver quien abría. Oi un grito, vi un vestido negro que se agitaba, algo que caía y después algo blanco, como la parte interior de una campana, donde se debatían dos largas piernas secas. Me fui rápidamente. Fue por eso que hubo un buey en el entierro de mi madre.
EL INTRUSO
Sergio Gaut vel Hartman
Argentina (1947)
- ¿Un tipo? -La ficha de Lucrecia Mortellini se estremeció hasta el crujido.
- Richard Remington, un escritor de San Francisco adicto a las anfetaminas, dice aquí -respondió la ficha de Amanda Cutuli.
- ¿Aquí dónde?
- En la ficha del tipo. Yo estaba arriba de la pila y pude ver cuando la terapeuta lo escribía.
- ¿Cuántos años tiene?
- Qué importa; las fichas no tenemos edad.
- ¿Y cómo es? Alto, rubio, atlético…
- Estás calentita, muñeca, ¿no?
- Leeme.
Amanda leyó lo que la terapeuta había escrito en la ficha de Lucrecia y al terminar dio un salto y silbó:
- ¡La pucha, qué cuadro!
- ¿Te das cuenta?
- ¿Y qué vas a hacer?
- Nada. O sí. Trataré de conocerlo, intimar, ¿no te parece?
- Por un lado estás de suerte. La terapeuta acaba de mandar al archivo las fichas de Rosa Núñez y Jorgelina Pessoa, por lo que el frente de él quedará pegado a tu dorso.
- Lo que más me gusta. ¡Soy feliz!
- No tanto, chiquita, no tanto. Richard Remington es gay.
LA CASA
Eduardo Galeano
Uruguay (1940)
Había sido albañil desde la infancia. Cuando cumplió dieciocho años, el servicio militar lo obligó a interrumpir el oficio. Lo destinaron a la artillería. En la práctica del tiro de cañón, debía disparar contra una casa vacía, en medio del campo. Le habían enseñado a tomar puntería, pero no pudo hacerlo. El había construido muchas casas, y no pudo hacerlo. A los gritos le repitieron la orden, pero no pudo. El sargento lo alzó por los hombros, lo sacudió, exigió un porqué. El quería decir que una casa tiene piernas, hundidas en la tierra, y tiene cara, ojos en las ventanas, boca en la puerta, y tiene en sus adentros el alma que le dejaron quienes la hicieron y la memoria que le dejaron quienes la vivieron. Eso quería decir, pero no lo dijo. Dijo:
- Una casa... es una casa.
Si decía lo que quería decir, iban a fusilarlo por imbécil. Diciendo lo que dijo, marchó preso.
SIN IMPORTANCIA
Pierre Bettencourt
Francia (1917-2006)
Aquí, en la ciudad, uno siempre puede ir a prisión cuando lo quiere. Hay grandes autobuses vacíos que circulan por las calles. Se les hace seña, se detienen y uno sube. Drancy, Vincennes, La Courriére, se puede elegir. Se entablan relaciones.
- Y sí -me decía mi vecino-, acabo de perder a mi mujer y estoy un poco desamparado. Esto me va a despejar las ideas.
- Si -dije yo-; según parece hay un horario, uno se levanta a una hora determinada, toma algunas precauciones, se cena... Y si, voy a sentirme como en el colegio; es maravilloso.
En frente alguien decía:
- Yo maté realmente a alguien, pero lo hice tan bien que nadie quiso creerlo. Acabo de ser absuelto. No importa, de todos modos voy a purgar mi pena. Lo que hago -me confesó al oído- es por mi conciencia. Estoy ansioso por sentirme puro.
Nos íbamos y nos sentíamos liberados. Basta de impuestos, basta de casa, basta de mujeres, basta de preocupaciones. El gran viento de las vacaciones nos impulsaba con su soplo. Al llegar se nos enfriaron un poco los ánimos cuando vimos a la guillotina funcionando en el patio de la prisión.
- Simples ensayos -me dijo un agente de servicio.
- Apártenme unos veinte más -gritó el verdugo sin levantar la vista de su cuchilla-; tengo que ver si este acero es bueno.
A mi me tocó.
LA PLAZA
Felisberto Hernández
Uruguay (1902-1964)
En una tarde sin sol, fui a una plaza solitaria. De su piso blanco, de balasto, salían tan pronto en orden simétrico como dispersos caprichosamente, eucaliptus inmensos que llegaban hasta el aire del cielo. Allá arriba, el aire y las ramitas se movían un poco, y tal vez las hojas hicieran algún bisbiseo. Pero cuando los ojos llegaban hasta los troncos -donde se recostaban echados para atrás, los bancos- el silencio era quieto, la luz era quieta y el aire era quieto, y en el piso blanco quedaban separadas con bastante nitidez, las patas de los bancos y las raíces de los árboles. Cerca del banco donde estaba yo, habían enterrado algunos aparatos de gimnasia. Una niña hacía ejercicios para que yo la mirara. Yo me daba cuenta y seguía mirando el piso blanco. Por el piso blanco pasaban apurados, pies de personas que cruzaban la plaza para ahorrar camino. También llegaban hasta el piso blanco, las hojas de algunos plátanos que habían nacido al borde de la plaza. Sin darme cuenta miré a la niña que hacía gimnasia para que yo la mirara. Después ella se fue corriendo. Como ya estaba oscureciendo, se encendieron las luces. A un ciclista se le descompuso su vehículo y daba vueltas los pedales sin adelantar camino: la bicicleta se iba deteniendo y él tuvo que apoyarse con un pie en tierra. Después se volvieron más pesadas, las cosas que me pasaban por el alma. No me daba cuenta cómo eran las personas que pasaban, pero los ojos las veían alejarse. Cuando me levanté para irme, miré para el cielo; por encima de los árboles cruzaba un pájaro y yo pensé en la distancia que habría de los árboles a las nubes.