¿No es la muerte? Yo creo que es la muerte, y la memoria -justamente- y la poesía, son para mí armas contra el tiempo y la muerte. Le voy echando poemas a la muerte para sobornarla. Yo tengo un miedo horrible de morirme a pesar de tener fe; eso es bastante comprensible, ¿no?
Usted dijo alguna vez que pensaba que tenía una sóla lectora. Ahora sabe que esa única lectora es mucha gente.
Ah, sí, me refería a una señora de sombrero amarillo que vive en Chascomús. Eso lo dije mucho tiempo y aunque ahora he comprobado eso que decís, yo veo a todos como señoras de sombrero amarillo que viven en Chascomús.
¿Existió?
Sí, claro, sí.
¿Alguien más escribía en su familia?
Mi papá tenía una buena pluma, fue intendente unos catorce años. En ese pueblo donde nací todavía recuerdan los discursos. Mi casa de ayer es ahora la Casa de la Cultura, él me leía a Leopardi. Cuando yo era poco menos que adolescente empezó a leerme esas cosas. Pero a mí lo que me impactó de muy joven fue San Juan de la Cruz, también Santa Teresa y aunque parezca
extraño también Quevedo.
¿Extraño por qué?
Porque era muy chica para que me gustara Quevedo. Los sueños de Quevedo me trastornaban. Además, que parecen escritos esta mañana, ¿no?
Usted dijo que la infancia es como una semilla tatuada y habló alguna vez de la suya en La Pampa. ¿Y sus años en Bahía Blanca?
Estuve allí de los ocho a los quince años. Iba al puerto cuando me permitían mis padres. Recuerdo al viento de Bahía, una cosa inolvidable; me acuerdo de esos lugares a los que Mallea después vio como misteriosos y que yo no les encontraba el misterio; el Club Argentino, él habla como si hubiera un gran misterio en esos señores que se sentaban a hacer la digestión y a leer el diario en blandos sillones a la siesta, o en los chales y batones que se movían en una tienda que se llamaba "Las Catorce Provincias". ¿Qué idea tan curiosa del misterio que tenía, no? Hay más misterio en el recorrido de una hormiga, en espiar la huella que va dejando una lagartija.
¿Alguna vez llevó un diario?
No, desde chica supe que los diarios eran para ser publicados.
Hay un personaje recurrente en su infancia que es su abuela.
Era descendiente de irlandeses y me contaba un cuento diario. Ella decía que tenía ciento cinco, se aumentaba la edad por coquetería; cuando murió descubrimos que tenía noventicinco. Fue un personaje muy importante en mi vida, se llamaba María Laureana, de familia castellana, estaban en el país desde el siglo XVIII. Me contó cuentos hasta que murió. Hasta los veintiocho años. Había noches que yo no podía ir a dormir y ella tampoco, entonces me iba a buscar a mi cuarto, nos levantábamos las dos, tomábamos fernet en el comedor y ella seguía contándome cuentos de indios, cuentos extrañísimos. Encontré uno solo de los hermanos Grimm; todos eran de una fantasía absoluta; los diablos, los ángeles, los castillos, las princesas, los ogros, los tesoros en el fondo de un lago custodiado por bichos fantásticos. Además de esos cuentos que podrían figurar en cualquier antología, hacía dulces, entendía de hierbas, de curaciones, conocía a los pájaros por su canto; era una sabia de la naturaleza.
En su poesía asoma ahí un miedo infantil; también en García Lorca es fuerte este temor.
Creo que son resabios de mi infancia, son las cosas de la memoria que viene conmigo como si fuera actual, yo tengo cosas muy infantiles y mis miedos son a veces muy infantiles.
Pareciera que no hay tierra firme, usted dice: "mi casa es la que nunca termina de llegar", y también "escribo como quien hace un lugar para vivir".
Ese era un juego siempre de la infancia que teníamos con mi hermana, el viajar en la casa por las noches; entonces, a través de todas las lecturas, Julio Verne, de los relatos de piratas que habíamos leído; se apagaban las luces a la una de la mañana y para nosotras la casa se ponía en movimiento, empezaba a andar y nos llenábamos una a otra de miedo porque atravesábamos tempestades, pozos, témpanos de hielo que se nos venían encima.
Se refiere a su hermana Yola.
Sí. Eramos seis hermanos pero a dos no los conocí, dos chiquitas que murieron antes de que yo naciera, luego un hermano varón falleció a los diecinueve años, y la hermana mayor que me llevaba diez años murió cuando yo era bastante joven. Yola y yo teníamos edades muy cercanas, compartíamos los juegos, todas las fiestas, las mismas cosas.
Hay un poema a ella con un final tan rotundo: "cuando vuelva la casa en que te vas". Volvemos al tema de la casa.
Sí, se llama "Tú, la más imposible", la más imposible de los muertos. Para mí era asombroso despertar en el mismo lugar cada mañana, que el mundo no hubiera cambiado totalmente. Todo eso me asombraba, la unidad de lugar, la unidad de persona y la unidad de tiempo. Después me fui acostumbrando a eso como si hubiera vivido en otro lugar donde eso no existía, donde se podía estar en todas partes a la vez, en todas las épocas a la vez y donde los lugares podían cambiar de fisonomía "a piachere". Claro que no podría describir ese lugar anterior, no tenía elementos posibles de comparación, pero había un recuerdo subterráneo de la sensación, cosa que me inquietaba mucho porque me daba cuenta que no todo el mundo tenía ese sentimiento.
En esto de los lugares hay también algo de extranjería.
Ya lo dije antes, como si tuviera una comparación remota con algo vivido en otro tiempo en donde los lugares eran cambiantes. Y uno está buscando un centro en sí mismo y un lugar donde estar. Siempre me sentí en un exilio, salvo cuando estaba enamorada, ahí encontraba mi lugar.
Cuando uno está enamorado, ¿encuentra su sí mismo o sale a buscar al otro?
Yo creo que sale a buscar al otro, pero como el otro sale en busca de uno, se encuentra a mitad de camino.
Del '52 al '62, de "Las muertes" a "Los juegos peligrosos" usted no publicó ningún libro. ¿Qué pasó en ese lapso?
Estuve muy enamorada en ese tiempo, debe haber sido eso. Pienso que el amor, permanente como el mar o fugaz como la brisa, se inscribe siempre en la eternidad. En pequeñas páginas o en copiosos volúmenes, la memoria -que es un adelanto de la eternidad en este mundo- recoge la huella de las horas o de los instantes en que el mundo cambia de color, de perfume, de brillo, hasta una intensidad casi aniquiladora.
¿Se sentía diferente a las demás chicas de su edad?
Yo jugaba con las demás, pero era bastante reservada y era un poco solitaria; tenían que empujarme un poco para que compartiera los juegos. Además adivinaba muchas cosas; cuando lo empecé a comentar me di cuenta de que no era tan corriente y se transformó en algo secreto. Una sombrerera de Bahía Blanca, Felicitas Pugni, me encontraba "condiciones extraordinarias para cualquier cosa de transmundo" y me enseñó a tirar el tarot. Era una señora muy curiosa, andaba con sombrero y cartera en su propia casa. Yo tendría catorce años y acompañaba a la mucama con encargos de mi madre. Un día me hizo levitar unos 40 centímetros del suelo. Recuerdo que yo le decía a mamá: "hoy va a venir la tía Margarita a la hora del té y me va a regalar una muñeca". Y esa tía, que habitualmente no solía venir, llegaba a las cinco con una muñeca. Siempre tuve esa facultad, videncias, premoniciones.
Alguien definió a la videncia como reflexión vertiginosa.
Y bueno. Yo tuve relámpagos desde chica; inclusive a medida que crecí la fui perdiendo un poco. No creo que lo tengan todos los poetas tampoco; hay poetas muy descriptivos o muy reflexivos o muy objetivos que no tienen vislumbres de lo que hay detrás de las apariencias.
Pienso en este concepto, le va a usted, a su poesía dicha como si leyera una baraja. Usted tiene un poema, "Cartomancia".
Yo en una época fui experta en tarot, lo echaba solamente a los amigos y después dejé, fue hace como veinticinco años; pasó que tuve un sueño muy horrible, el sueño era admonición interna mía, naturalmente, pero por algo venía.
¿Y el poema puede leerse así, como un vaticinio, y también con datos del pasado?
Supongo que sí, porque con cada poema te llega en un oleaje de acuerdo a la época en que lo escribiste. Por eso hay series de poemas que se dan con un único tema, con alusiones a las cosas que sucedieron en determinado tiempo. Son los que configuran cada libro.
Ahí entra el tema del tiempo...
El tiempo y la memoria juegan un papel permanente. Yo tengo una memoria como si actualizara todo; de pronto como si todo fuera presente; creo que una memoria va corrigiendo, inclusive a través de las cosas que me van sucediendo, le va dando otro color al pasado.
¿La memoria inventa?
No creo; más bien interpreta, va completando interpelaciones. Yo digo que le hago respiración artificial a los recuerdos. Percibo las cosas que se evaden y se transforman. De ahí que quiera fijarlas en la memoria, pero no la memoria con un papel nostálgico sino con un papel activo, de lucha y de preservación contra el tiempo.
¿La poeta fue también periodista?
Si, entre otras cosas hice horóscopos para Clarín como Canopus (el nombre de una estrella), fui correctora de estilo en Losada, pasé a Fabril Editores como secretaria técnica y de ahí, a Editorial Abril. En la revista "Claudia" tuve ocho ó nueve seudónimos, llegué a escribir números enteros: era Martín Yañez para comentarios de libros, Valeria Guzmán para el consultorio sentimental, Valentine Charpentier para las biografías, Sergio Medina para temas generales. Uno de los seudónimos elegidos al azar, hoy me conmociona, ya que firmaba los artículos científicos como Jorge Videla.
Conocemos bien su obra poética y mucho menos su teatro.
Obtuve el Premio Municipal con una obra breve "El humo de tu incendio esta subiendo", que toma como punto de partida unas líneas del teatro de la crueldad de Artaud. Es una pieza comprometida; algo que aparece en el cielo y nadie sabe qué es. Tres ministros conversan: un gran oidor, un gran olfateador y un gran visor. Uno está por el sí, el otro por el no y el restante por quién sabe. Hay reuniones del pueblo para saber de qué se trata y de tanto en tanto aparece el presidente para calmarlos; nunca de cuerpo entero, sino en una pantalla, un ojo, una mano, etcétera. Iba a ser una cantata con música de Rodolfo Arizaga, pero no llegó a estrenarse. También escribí un par de monólogos.
Tengo la idea de que la literatura hoy se vive de manera más aislada, que ha perdido el carácter de celebración que tenía en generaciones anteriores.
No hay fervor, antes éramos muy compañeros; si alguien publicaba algo que valía la pena nos alegrábamos todos; ahora hay mucha competencia y si alguien publica algo que vale la pena los otros se ponen verdes.
La bohemia como diálogo y festejo. ¿Qué nombres recuerda?
Molinari, a quien le hicimos varias comidas en homenaje por la demora en darle el Premio Municipal y el Nacional; también recuerdo a Girondo, Norah Lange, Ulises Petit de Murat, González Tuñón. Hablábamos de literatura, recuerdos de viaje, historias cómicas, anécdotas, mil cosas. Norah y yo nos disfrazábamos -ella tenía un baúl con caretas, boas de plumas, antifaces- y dábamos un discurso. También se bailaba, Norah tocaba el acordeón, otro el piano, los muchachos improvisaban números. Por ejemplo Julio Llinás y Edgar Bayley se ponía cada uno en un extremo del salón y desde el suelo trataban de avanzar con un esfuerzo infinito; esto podía durar horas y nunca llegaban a tocarse las manos.
¿Es cierto que usted cantaba tangos? La periodista María Esther Gilio le adjudica voz de musa de arrabal.
Me parece un título bastante honorífico. Cuando me preguntan qué clase de poesía hago, a veces digo que hago tangos con categoría. Me gustan Discépolo, Manzi, Expósito, Cátulo Castillo. En casa de Girondo, después de las dos de la mañana, él, que me tenía muchísimo cariño, me permitía cantar dos tangos; yo por dentro me sentía un ángel cantando, pero por fuera sonaba a perro. Le veía a todo el mundo intenciones de amordazarme.
Nómbreme algunos tangos de su repertorio.
"Sur", "Che bandoneón" y "Una canción".
Ultimamente se ha insistido mucho con una literatura "femenina". ¿Existe? ¿Alguna vez se ha sentido discriminada?
Las que hablan de literatura femenina han aceptado la discriminación. La poesía es poesía a secas, nadie habla de una poesía masculina. Creo que la poesía femenina era la de mujeres de otro siglo que tomaban a la poesía como una catarsis, un vuelco sentimental, un estilo de puntillas y desmayos. Para mí la "poetisa" es casi un género literario.
¿Se siente cómoda dentro del rótulo "generación del '40"?
Ninguno tenía que ver con el otro. La evolución de cada uno fue diferente: unos con influencia clásica, otros marcadamente neorrománticos, también estaban aquellos influidos por Molinari y otros tributarios de Neruda. El poeta chileno influyó bastante en el lenguaje y legó el apogeo del gerundio, lo enumerativo, la incorporación de elementos que podrían haber sido considerados bastardos: zapatos, camisas, etcétera.
Algunos críticos la ubican dentro del surrealismo, rótulo que a mi parecer no define la totalidad y complejidad de su obra.
No me considero surrealista. Tengo algún parentesco por mi actitud frente a la vida, imágenes oníricas, el valor de lo subconciente, la fe en distintos planos de la realidad y mi apuesta a la libertad, al amor, a la poesía -por sobre todas las cosas- que es una especie de bandera del surrealismo.
¿Qué nombre rescata usted de la poesía, cuya obra no ha trascendido lo suficiente y qué poetas sigue leyendo?
Fundamentalmente Alfonso Solá González, que es un excelente poeta a quien recuerda muy poca gente. También considero importante la obra de Bayley, Carlos Latorre, Raúl Gustavo Aguirre, y por supuesto, la de Enrique Molina, que siempre fue un excelente poeta pero cada vez más.
¿Podría reconocerse en el lenguaje de la relación?
Creo que el poeta cuando emplea el yo, no es un yo restringido, se remite a un yo que aspira ser un tú. Y cuando emplea ese tú, ese tú se convierte en yo. Ese salto de personas establece un diálogo que pretende ser de relación y que es un diálogo de encierro. El poeta pretende saltar las barreras del verbo para generar un intercambio múltiple y queda condenado a un diálogo con sus diversos yo.
Hablando de fe, usted ha dicho que tiene una mezcla de religiones.
Sí, claro, me he hecho una religión muy particular, no tengo un dogma preciso. La idea de Dios sigue siendo la misma, pero claro, he ido agregando cosas; hay veces en que creo en la reencarnación. Sigo creyendo en Dios, en la supervivencia del alma y en la resurrección de la carne, por si fuera poco. Soy gnóstica, tengo un exceso de fe. Dios es uno pero tiene muchos nombres, entonces puedo tomar datos de cada lugar.
¿Que ha cambiado en su poesía a través de los años?
El nudo estaba desde el comienzo; obviamene se habrán dado algunos cambios; el lenguaje se habrá enriquecido. En algunos textos de los últimos años hay una especie de excavación en lo imposible. Me refiero a un mundo más desnudo, encerrado y exiguo; un mundo como el de Kafka o Beckett, sin que esto signifique parentesco sino un paralelo.
Su poesía es el reverso del cuento de hadas; hay movimiento y un aire de aventura.
Creo que sí, inclusive creo que las imágenes tienen algo de aventura, y hay un soplo de fantasía infantil también. Todo está hecho un poco cinematográficamente. Es una construcción que por más que parezca muy libre, es muy exigente, porque nunca digo una cosa en la línea 24 que se contradiga con algo dicho en la línea 2, lo que allá era arena acá es agua. Siempre digo que construyo los poemas como un arquitecto, no pongo una ventana donde hay una escalera. Hay quienes dicen que se puede alzar un elefante con una pestaña. Yo espero que todo sea imaginativo, por supuesto que acepto la imaginación al máximo, pero que sea visualizable, no que sea verídico, pero sí verosímil.
¿Corrige mucho los poemas?
Corrijo mucho cada línea. Si paso a la segunda línea es que la primera ha pasado por muchas versiones y así sucesivamente, entonces al final del poema no corrijo casi nada, quizá algunas repeticiones, nada más.
¿Qué hay en su búsqueda?
Una mirada de perplejidad, aunque es un poco horadante. Intento una penetración a fondo, sin distracciones. Diría que mi poesía es de intemperies y desamparos. Creo que el verbo es el comienzo del mundo en casi todas las cosmogonías, y al descender fue creando distintos planos de la realidad objetiva en la que vivimos. Y el poeta, apostando cada vez más lejos, trata de ir revirtiendo esos planos, recorriéndolos otra vez hacia arriba para llegar a ese verbo primordial que dio nacimiento a todo. La poesía es una interrogación que se contesta con otra. Y no se llega a ese verbo primero, porque cuando se está cerca, se llega a la pregunta cuya respuesta es imposible porque está vedada de este lado del mundo. La pregunta, según Maurice Blanchot, es el deseo del pensamiento, y la respuesta es la desgracia de la pregunta.
Usted escribe con una piedra en el puño. Pienso en su tierra natal, La Pampa, y en los araucanos, la dinastía de los Curá (piedra) y de su jefe el cacique Calfucurá (Piedra azul).
Yo escribo con una piedra en la mano, una piedra de San Luis en una mano y otra de Sicilia en la otra; claro que no puedo escribir con las dos piedras, pero las tomo alternativamente; una de San Luis que es donde nació mi madre y una piedra de Capo D'Orlando de Sicilia donde nació mi padre. Y a veces tomo una piedrecita negra que me dio un chico del que estuve enamorada cuando tenía seis años. Yo siento a las piedras, las siento latir como si tuviera un corazón de pájaro en la mano.
¿Las piedras siempre hacen bien?
Las mías sí. Siempre me gustaron las piedras. Tengo un poema a mi madre en el que digo que en vano la invoco como quien acaricia un talismán, una piedra que guarda esa gota de sangre coagulada capaz de revivir en el más imposible de los sueños. Un día en casa de una amiga miraba un libro de antropología que estaba en alemán y me detuve en una lámina que tenía una piedra oscura con una especie de espiral en colorado. Mi amiga me dijo: "hace horas que estás mirando eso, ¿sabés lo que es?". Y me lee el epígrafe escrito en alemán: "piedra que guarda una gota de sangre del antepasado".
Hablemos por último de su premio "Juan Rulfo".
Leí varias veces a Rulfo y su mundo me impresionó siempre, pero a raíz del premio hace meses que no puedo escribir; estoy a punto de decir como Beckett: "¿Y ahora esto?".
Se me hace que un mismo viento borra las fronteras del Comala de "Pedro Páramo" y Toay, su pueblo pampeano.
La primera vez que leí a Rulfo coloqué su foto en el marco de una virgen, regalo de mi abuela. Era una imagen de celuloide, extraña (creo que de origen checoslovaco), con mariposas alrededor. Yo la llamaba la virgen de las mariposas.
Usted dijo que la infancia es como una semilla tatuada y habló alguna vez de la suya en La Pampa. ¿Y sus años en Bahía Blanca?
Estuve allí de los ocho a los quince años. Iba al puerto cuando me permitían mis padres. Recuerdo al viento de Bahía, una cosa inolvidable; me acuerdo de esos lugares a los que Mallea después vio como misteriosos y que yo no les encontraba el misterio; el Club Argentino, él habla como si hubiera un gran misterio en esos señores que se sentaban a hacer la digestión y a leer el diario en blandos sillones a la siesta, o en los chales y batones que se movían en una tienda que se llamaba "Las Catorce Provincias". ¿Qué idea tan curiosa del misterio que tenía, no? Hay más misterio en el recorrido de una hormiga, en espiar la huella que va dejando una lagartija.
¿Alguna vez llevó un diario?
No, desde chica supe que los diarios eran para ser publicados.
Hay un personaje recurrente en su infancia que es su abuela.
Era descendiente de irlandeses y me contaba un cuento diario. Ella decía que tenía ciento cinco, se aumentaba la edad por coquetería; cuando murió descubrimos que tenía noventicinco. Fue un personaje muy importante en mi vida, se llamaba María Laureana, de familia castellana, estaban en el país desde el siglo XVIII. Me contó cuentos hasta que murió. Hasta los veintiocho años. Había noches que yo no podía ir a dormir y ella tampoco, entonces me iba a buscar a mi cuarto, nos levantábamos las dos, tomábamos fernet en el comedor y ella seguía contándome cuentos de indios, cuentos extrañísimos. Encontré uno solo de los hermanos Grimm; todos eran de una fantasía absoluta; los diablos, los ángeles, los castillos, las princesas, los ogros, los tesoros en el fondo de un lago custodiado por bichos fantásticos. Además de esos cuentos que podrían figurar en cualquier antología, hacía dulces, entendía de hierbas, de curaciones, conocía a los pájaros por su canto; era una sabia de la naturaleza.
En su poesía asoma ahí un miedo infantil; también en García Lorca es fuerte este temor.
Creo que son resabios de mi infancia, son las cosas de la memoria que viene conmigo como si fuera actual, yo tengo cosas muy infantiles y mis miedos son a veces muy infantiles.
Pareciera que no hay tierra firme, usted dice: "mi casa es la que nunca termina de llegar", y también "escribo como quien hace un lugar para vivir".
Ese era un juego siempre de la infancia que teníamos con mi hermana, el viajar en la casa por las noches; entonces, a través de todas las lecturas, Julio Verne, de los relatos de piratas que habíamos leído; se apagaban las luces a la una de la mañana y para nosotras la casa se ponía en movimiento, empezaba a andar y nos llenábamos una a otra de miedo porque atravesábamos tempestades, pozos, témpanos de hielo que se nos venían encima.
Se refiere a su hermana Yola.
Sí. Eramos seis hermanos pero a dos no los conocí, dos chiquitas que murieron antes de que yo naciera, luego un hermano varón falleció a los diecinueve años, y la hermana mayor que me llevaba diez años murió cuando yo era bastante joven. Yola y yo teníamos edades muy cercanas, compartíamos los juegos, todas las fiestas, las mismas cosas.
Hay un poema a ella con un final tan rotundo: "cuando vuelva la casa en que te vas". Volvemos al tema de la casa.
Sí, se llama "Tú, la más imposible", la más imposible de los muertos. Para mí era asombroso despertar en el mismo lugar cada mañana, que el mundo no hubiera cambiado totalmente. Todo eso me asombraba, la unidad de lugar, la unidad de persona y la unidad de tiempo. Después me fui acostumbrando a eso como si hubiera vivido en otro lugar donde eso no existía, donde se podía estar en todas partes a la vez, en todas las épocas a la vez y donde los lugares podían cambiar de fisonomía "a piachere". Claro que no podría describir ese lugar anterior, no tenía elementos posibles de comparación, pero había un recuerdo subterráneo de la sensación, cosa que me inquietaba mucho porque me daba cuenta que no todo el mundo tenía ese sentimiento.
En esto de los lugares hay también algo de extranjería.
Ya lo dije antes, como si tuviera una comparación remota con algo vivido en otro tiempo en donde los lugares eran cambiantes. Y uno está buscando un centro en sí mismo y un lugar donde estar. Siempre me sentí en un exilio, salvo cuando estaba enamorada, ahí encontraba mi lugar.
Cuando uno está enamorado, ¿encuentra su sí mismo o sale a buscar al otro?
Yo creo que sale a buscar al otro, pero como el otro sale en busca de uno, se encuentra a mitad de camino.
Del '52 al '62, de "Las muertes" a "Los juegos peligrosos" usted no publicó ningún libro. ¿Qué pasó en ese lapso?
Estuve muy enamorada en ese tiempo, debe haber sido eso. Pienso que el amor, permanente como el mar o fugaz como la brisa, se inscribe siempre en la eternidad. En pequeñas páginas o en copiosos volúmenes, la memoria -que es un adelanto de la eternidad en este mundo- recoge la huella de las horas o de los instantes en que el mundo cambia de color, de perfume, de brillo, hasta una intensidad casi aniquiladora.
¿Se sentía diferente a las demás chicas de su edad?
Yo jugaba con las demás, pero era bastante reservada y era un poco solitaria; tenían que empujarme un poco para que compartiera los juegos. Además adivinaba muchas cosas; cuando lo empecé a comentar me di cuenta de que no era tan corriente y se transformó en algo secreto. Una sombrerera de Bahía Blanca, Felicitas Pugni, me encontraba "condiciones extraordinarias para cualquier cosa de transmundo" y me enseñó a tirar el tarot. Era una señora muy curiosa, andaba con sombrero y cartera en su propia casa. Yo tendría catorce años y acompañaba a la mucama con encargos de mi madre. Un día me hizo levitar unos 40 centímetros del suelo. Recuerdo que yo le decía a mamá: "hoy va a venir la tía Margarita a la hora del té y me va a regalar una muñeca". Y esa tía, que habitualmente no solía venir, llegaba a las cinco con una muñeca. Siempre tuve esa facultad, videncias, premoniciones.
Alguien definió a la videncia como reflexión vertiginosa.
Y bueno. Yo tuve relámpagos desde chica; inclusive a medida que crecí la fui perdiendo un poco. No creo que lo tengan todos los poetas tampoco; hay poetas muy descriptivos o muy reflexivos o muy objetivos que no tienen vislumbres de lo que hay detrás de las apariencias.
Pienso en este concepto, le va a usted, a su poesía dicha como si leyera una baraja. Usted tiene un poema, "Cartomancia".
Yo en una época fui experta en tarot, lo echaba solamente a los amigos y después dejé, fue hace como veinticinco años; pasó que tuve un sueño muy horrible, el sueño era admonición interna mía, naturalmente, pero por algo venía.
¿Y el poema puede leerse así, como un vaticinio, y también con datos del pasado?
Supongo que sí, porque con cada poema te llega en un oleaje de acuerdo a la época en que lo escribiste. Por eso hay series de poemas que se dan con un único tema, con alusiones a las cosas que sucedieron en determinado tiempo. Son los que configuran cada libro.
Ahí entra el tema del tiempo...
El tiempo y la memoria juegan un papel permanente. Yo tengo una memoria como si actualizara todo; de pronto como si todo fuera presente; creo que una memoria va corrigiendo, inclusive a través de las cosas que me van sucediendo, le va dando otro color al pasado.
¿La memoria inventa?
No creo; más bien interpreta, va completando interpelaciones. Yo digo que le hago respiración artificial a los recuerdos. Percibo las cosas que se evaden y se transforman. De ahí que quiera fijarlas en la memoria, pero no la memoria con un papel nostálgico sino con un papel activo, de lucha y de preservación contra el tiempo.
¿La poeta fue también periodista?
Si, entre otras cosas hice horóscopos para Clarín como Canopus (el nombre de una estrella), fui correctora de estilo en Losada, pasé a Fabril Editores como secretaria técnica y de ahí, a Editorial Abril. En la revista "Claudia" tuve ocho ó nueve seudónimos, llegué a escribir números enteros: era Martín Yañez para comentarios de libros, Valeria Guzmán para el consultorio sentimental, Valentine Charpentier para las biografías, Sergio Medina para temas generales. Uno de los seudónimos elegidos al azar, hoy me conmociona, ya que firmaba los artículos científicos como Jorge Videla.
Conocemos bien su obra poética y mucho menos su teatro.
Obtuve el Premio Municipal con una obra breve "El humo de tu incendio esta subiendo", que toma como punto de partida unas líneas del teatro de la crueldad de Artaud. Es una pieza comprometida; algo que aparece en el cielo y nadie sabe qué es. Tres ministros conversan: un gran oidor, un gran olfateador y un gran visor. Uno está por el sí, el otro por el no y el restante por quién sabe. Hay reuniones del pueblo para saber de qué se trata y de tanto en tanto aparece el presidente para calmarlos; nunca de cuerpo entero, sino en una pantalla, un ojo, una mano, etcétera. Iba a ser una cantata con música de Rodolfo Arizaga, pero no llegó a estrenarse. También escribí un par de monólogos.
Tengo la idea de que la literatura hoy se vive de manera más aislada, que ha perdido el carácter de celebración que tenía en generaciones anteriores.
No hay fervor, antes éramos muy compañeros; si alguien publicaba algo que valía la pena nos alegrábamos todos; ahora hay mucha competencia y si alguien publica algo que vale la pena los otros se ponen verdes.
La bohemia como diálogo y festejo. ¿Qué nombres recuerda?
Molinari, a quien le hicimos varias comidas en homenaje por la demora en darle el Premio Municipal y el Nacional; también recuerdo a Girondo, Norah Lange, Ulises Petit de Murat, González Tuñón. Hablábamos de literatura, recuerdos de viaje, historias cómicas, anécdotas, mil cosas. Norah y yo nos disfrazábamos -ella tenía un baúl con caretas, boas de plumas, antifaces- y dábamos un discurso. También se bailaba, Norah tocaba el acordeón, otro el piano, los muchachos improvisaban números. Por ejemplo Julio Llinás y Edgar Bayley se ponía cada uno en un extremo del salón y desde el suelo trataban de avanzar con un esfuerzo infinito; esto podía durar horas y nunca llegaban a tocarse las manos.
¿Es cierto que usted cantaba tangos? La periodista María Esther Gilio le adjudica voz de musa de arrabal.
Me parece un título bastante honorífico. Cuando me preguntan qué clase de poesía hago, a veces digo que hago tangos con categoría. Me gustan Discépolo, Manzi, Expósito, Cátulo Castillo. En casa de Girondo, después de las dos de la mañana, él, que me tenía muchísimo cariño, me permitía cantar dos tangos; yo por dentro me sentía un ángel cantando, pero por fuera sonaba a perro. Le veía a todo el mundo intenciones de amordazarme.
Nómbreme algunos tangos de su repertorio.
"Sur", "Che bandoneón" y "Una canción".
Ultimamente se ha insistido mucho con una literatura "femenina". ¿Existe? ¿Alguna vez se ha sentido discriminada?
Las que hablan de literatura femenina han aceptado la discriminación. La poesía es poesía a secas, nadie habla de una poesía masculina. Creo que la poesía femenina era la de mujeres de otro siglo que tomaban a la poesía como una catarsis, un vuelco sentimental, un estilo de puntillas y desmayos. Para mí la "poetisa" es casi un género literario.
¿Se siente cómoda dentro del rótulo "generación del '40"?
Ninguno tenía que ver con el otro. La evolución de cada uno fue diferente: unos con influencia clásica, otros marcadamente neorrománticos, también estaban aquellos influidos por Molinari y otros tributarios de Neruda. El poeta chileno influyó bastante en el lenguaje y legó el apogeo del gerundio, lo enumerativo, la incorporación de elementos que podrían haber sido considerados bastardos: zapatos, camisas, etcétera.
Algunos críticos la ubican dentro del surrealismo, rótulo que a mi parecer no define la totalidad y complejidad de su obra.
No me considero surrealista. Tengo algún parentesco por mi actitud frente a la vida, imágenes oníricas, el valor de lo subconciente, la fe en distintos planos de la realidad y mi apuesta a la libertad, al amor, a la poesía -por sobre todas las cosas- que es una especie de bandera del surrealismo.
¿Qué nombre rescata usted de la poesía, cuya obra no ha trascendido lo suficiente y qué poetas sigue leyendo?
Fundamentalmente Alfonso Solá González, que es un excelente poeta a quien recuerda muy poca gente. También considero importante la obra de Bayley, Carlos Latorre, Raúl Gustavo Aguirre, y por supuesto, la de Enrique Molina, que siempre fue un excelente poeta pero cada vez más.
¿Podría reconocerse en el lenguaje de la relación?
Creo que el poeta cuando emplea el yo, no es un yo restringido, se remite a un yo que aspira ser un tú. Y cuando emplea ese tú, ese tú se convierte en yo. Ese salto de personas establece un diálogo que pretende ser de relación y que es un diálogo de encierro. El poeta pretende saltar las barreras del verbo para generar un intercambio múltiple y queda condenado a un diálogo con sus diversos yo.
Hablando de fe, usted ha dicho que tiene una mezcla de religiones.
Sí, claro, me he hecho una religión muy particular, no tengo un dogma preciso. La idea de Dios sigue siendo la misma, pero claro, he ido agregando cosas; hay veces en que creo en la reencarnación. Sigo creyendo en Dios, en la supervivencia del alma y en la resurrección de la carne, por si fuera poco. Soy gnóstica, tengo un exceso de fe. Dios es uno pero tiene muchos nombres, entonces puedo tomar datos de cada lugar.
¿Que ha cambiado en su poesía a través de los años?
El nudo estaba desde el comienzo; obviamene se habrán dado algunos cambios; el lenguaje se habrá enriquecido. En algunos textos de los últimos años hay una especie de excavación en lo imposible. Me refiero a un mundo más desnudo, encerrado y exiguo; un mundo como el de Kafka o Beckett, sin que esto signifique parentesco sino un paralelo.
Su poesía es el reverso del cuento de hadas; hay movimiento y un aire de aventura.
Creo que sí, inclusive creo que las imágenes tienen algo de aventura, y hay un soplo de fantasía infantil también. Todo está hecho un poco cinematográficamente. Es una construcción que por más que parezca muy libre, es muy exigente, porque nunca digo una cosa en la línea 24 que se contradiga con algo dicho en la línea 2, lo que allá era arena acá es agua. Siempre digo que construyo los poemas como un arquitecto, no pongo una ventana donde hay una escalera. Hay quienes dicen que se puede alzar un elefante con una pestaña. Yo espero que todo sea imaginativo, por supuesto que acepto la imaginación al máximo, pero que sea visualizable, no que sea verídico, pero sí verosímil.
¿Corrige mucho los poemas?
Corrijo mucho cada línea. Si paso a la segunda línea es que la primera ha pasado por muchas versiones y así sucesivamente, entonces al final del poema no corrijo casi nada, quizá algunas repeticiones, nada más.
¿Qué hay en su búsqueda?
Una mirada de perplejidad, aunque es un poco horadante. Intento una penetración a fondo, sin distracciones. Diría que mi poesía es de intemperies y desamparos. Creo que el verbo es el comienzo del mundo en casi todas las cosmogonías, y al descender fue creando distintos planos de la realidad objetiva en la que vivimos. Y el poeta, apostando cada vez más lejos, trata de ir revirtiendo esos planos, recorriéndolos otra vez hacia arriba para llegar a ese verbo primordial que dio nacimiento a todo. La poesía es una interrogación que se contesta con otra. Y no se llega a ese verbo primero, porque cuando se está cerca, se llega a la pregunta cuya respuesta es imposible porque está vedada de este lado del mundo. La pregunta, según Maurice Blanchot, es el deseo del pensamiento, y la respuesta es la desgracia de la pregunta.
Usted escribe con una piedra en el puño. Pienso en su tierra natal, La Pampa, y en los araucanos, la dinastía de los Curá (piedra) y de su jefe el cacique Calfucurá (Piedra azul).
Yo escribo con una piedra en la mano, una piedra de San Luis en una mano y otra de Sicilia en la otra; claro que no puedo escribir con las dos piedras, pero las tomo alternativamente; una de San Luis que es donde nació mi madre y una piedra de Capo D'Orlando de Sicilia donde nació mi padre. Y a veces tomo una piedrecita negra que me dio un chico del que estuve enamorada cuando tenía seis años. Yo siento a las piedras, las siento latir como si tuviera un corazón de pájaro en la mano.
¿Las piedras siempre hacen bien?
Las mías sí. Siempre me gustaron las piedras. Tengo un poema a mi madre en el que digo que en vano la invoco como quien acaricia un talismán, una piedra que guarda esa gota de sangre coagulada capaz de revivir en el más imposible de los sueños. Un día en casa de una amiga miraba un libro de antropología que estaba en alemán y me detuve en una lámina que tenía una piedra oscura con una especie de espiral en colorado. Mi amiga me dijo: "hace horas que estás mirando eso, ¿sabés lo que es?". Y me lee el epígrafe escrito en alemán: "piedra que guarda una gota de sangre del antepasado".
Hablemos por último de su premio "Juan Rulfo".
Leí varias veces a Rulfo y su mundo me impresionó siempre, pero a raíz del premio hace meses que no puedo escribir; estoy a punto de decir como Beckett: "¿Y ahora esto?".
Se me hace que un mismo viento borra las fronteras del Comala de "Pedro Páramo" y Toay, su pueblo pampeano.
La primera vez que leí a Rulfo coloqué su foto en el marco de una virgen, regalo de mi abuela. Era una imagen de celuloide, extraña (creo que de origen checoslovaco), con mariposas alrededor. Yo la llamaba la virgen de las mariposas.