Su trabajo histórico se ha centrado en el modo en el que el proceso de lo que Marx denominó "acumulación primitiva" -la manera en que se crea el capitalismo a partir de la destrucción de otras formas de vida- se ha atenido a la destrucción sistemática del poder de las mujeres y la "acumulación de divisiones" entre la clase obrera. ¿Puede comentarnos qué relación guarda esto con la historia de la política alimentaria?
Existe una relación directa entre la destrucción del poder social y económico de las mujeres en la "transición al capitalismo" y la política alimentaria en la sociedad capitalista. En cualquier parte del mundo, antes del advenimiento del capitalismo, las mujeres desempeñaban un papel principal en la producción agrícola. Disponían de acceso a la tierra, del uso de sus recursos y del control sobre los cultivos, todo lo cual garantizaba su autonomía e independencia económica de los hombres. En Africa, disponían de sus propios sistemas de labranza y cultivo, que eran fuente de una cultura femenina específica, y estaban a cargo de la selección de semillas, una operación crucial para la prosperidad de la comunidad y cuyo conocimiento se transmitía de una generación a otra. Otro tanto podría decirse del papel de las mujeres en Asia y las Américas. En Europa asimismo, hasta la época tardomedieval, la mujeres disfrutaban del derecho de uso de la tierra y de utilización de los "comunes" -bosques, lagunas, pastizales-, que constituían una importante fuente de sustento. Además de las labores agrícolas junto a los hombres, disponían de huertos en los que cultivaban verduras, así como hierbas medicinales y plantas. Tanto en Europa como en las regiones colonizadas por los europeos, la acumulación primitiva y el desarrollo capitalista cambiaron la situación. Con la privatización de la tierra y la expansión de las relaciones monetarias, se desarrolló una mayor división del trabajo en la agricultura, que separó la producción de alimentos con fines lucrativos de la producción de alimentos para el consumo directo, devaluó el trabajo reproductivo, empezando por la agricultura de subsistencia, y designaba a los hombres productores agrícolas principales, mientras las mujeres quedaban relegadas al rango de "ayudantes", peones agrícolas o trabajadoras domésticas. En el Africa colonial, por ejemplo, los funcionarios británicos y franceses optaban sistemáticamente por hombres en las asignaciones de tierra, equipamiento y formación, y la mecanización de la agricultura constituía la ocasión para marginar aún más las actividades agrícolas de las mujeres. También trastocaban la agricultura femenina forzando a las mujeres a ayudar a sus maridos en las labores de cultivos comerciales, alterando así las relaciones de poder entre hombres y mujeres e instigando nuevos conflictos entre ellos. Al día de hoy, el sistema colonial por el que los títulos de propiedad de la tierra se otorgan sólo a los hombres, sigue siendo la regla de las "agencias de desarrollo", y no sólo en Africa. Hay que decir que los hombres se han hecho cómplices de este proceso, no sólo al reclamar el control sobre el trabajo de las mujeres sino al conspirar, a la vista de la creciente escasez de tierras, para recortar el derecho de las mujeres al uso de las tierras comunales -allí donde pervivan- reescribiendo las reglas y condiciones de pertenencia a la comunidad. A pesar de la resistencia de las mujeres a su marginación y su continuo compromiso en la agricultura de subsistencia y las luchas para reclamar tierras, estos cambios han tenido un profundo efecto sobre la producción de alimentos. Tal como lo describía con enorme viveza Vandana Shiva en su libro "Staying alive. Women, ecology and development" (Abrazar la vida. Mujer, ecología y desarrollo), con la exclusión de las mujeres del acceso a la tierra y la destrucción de su control sobre la producción de alimentos, se ha perdido un enorme corpus de conocimientos, prácticas y técnicas que salvaguardaron durante siglos la integridad de la tierra y el suelo y el valor nutricional de los alimentos. Hoy, a los ojos de las agencias de "desarrollo", la imagen de la agricultora de subsistencia es de completa degradación. Así empieza, por ejemplo, el último informe anual del Banco Mundial dedicado a la agricultura: "Una mujer africana doblada bajo el sol, arrancando sorgo con una azada en un campo árido con un niño ceñido a la espalda: la viva imagen de la pobreza rural". De hecho, durante años, siguiendo los pasos del economista peruano Hernando de Soto, el Banco Mundial ha tratado de convencernos de que la tierra es un activo muerto cuando se utiliza como sustento y refugio, y se vuelve productiva cuando se lleva al banco como aval para conseguir un crédito. Tras esta visión se esconde una arrogante filosofía que considera que sólo el dinero crea riqueza y cree que el capitalismo y la industria pueden recrear la naturaleza. Pero lo cierto es lo contrario. Con la desaparición de la agricultura de subsistencia femenina, se está perdiendo una increíble riqueza, con graves consecuencias para la calidad y cantidad de los alimentos a nuestra disposición. Lo que el Banco Mundial no nos dice es que buena parte del valor nutricional de los alimentos se pierde en la industrialización de la agricultura. No nos dice que gracias a las luchas de las mujeres que continúan aprovisionando el consumo de sus familias, cultivando a menudo tierras públicas o privadas sin labrar, millones de personas han podido sobrevivir en medio de la liberalización económica.
Todo esto plantea la importancia del trabajo agrícola, sobre todo del trabajo de las mujeres, para los procesos de globalización. ¿Qué impresión tiene de como encaja el trabajo agrícola en el modo como conceptualizamos el trabajo global hoy en día? Numéricamente, sigue siendo el sector que más tiempo emplea de la gente, sobre todo de las mujeres, a escala mundial. Pero parece quedar en la obscuridad en los análisis sobre las cambiantes formas del trabajo y capital en nuestros días.
Constituye un error por parte de los movimientos de izquierda subestimar, en la práctica y en el análisis, la importancia del trabajo agrícola en la economía política de hoy y, por consiguiente, en la capacidad transformadora de las luchas que los agricultores libran sobre el terreno. Desde luego, ese error no lo cometen los capitalistas. Tal como indican los informes del Banco Mundial que he mencionado, entre otros documentos, la reorganización de las relaciones agrícolas tiene prioridad en sus programas de reestructuración. Aunque resulta impresionante la cifra de gente empleada en el trabajo agrícola -probablemente ascienda a dos mil millones de personas-, su importancia no ha de medirse sólo en función de sus dimensiones absolutas. Es importantísima la aportación que el trabajo agrícola realiza a la reproducción social. Tal como mencioné, la agricultura de subsistencia en particular, que llevan a cabo en su mayor parte las mujeres, permite vivir a millones de personas que de otro modo no tendrían medios para comprar comida en el mercado. Además, la revalorización, extensión y reintegración de las labores agrícolas en nuestras vidas constituyen una obligación si deseamos construir una sociedad autosuficiente y no explotadora. Hay muchos grupos y movimientos políticos, también en el norte industrializado -ecofeministas sobre todo-, que reconocen esta necesidad. También es alentador que en las últimas dos décadas hayamos visto crecer los movimientos de huertos urbanos, que traen de vuelta el trabajo agrícola al corazón de nuestras metrópolis industriales. Pero, por desgracia, mucha gente de la izquierda no ha superado todavía el legado de la lucha de clases en la era industrial que ponía el acento únicamente en la fábrica y el proletariado industrial, así como su creencia en la vía tecnológica para liberarse del capitalismo. En "Multitude. War and democracy in the age of Empire" (Multitud. Guerra y democracia en la era del Imperio) de Negri y Hardt, por ejemplo, podemos leer que el campesinado está destinado a desaparecer de la escena histórica debido a la creciente integración de ciencia y tecnología en la organización de la producción agrícola y la desmaterialización del trabajo. Resulta alarmante que Negri y Hardt citen la ingeniería genética para apoyar su visión de que el campesinado, en tanto que categoría histórica, está en vías de defunción, considerando las feroces batallas que libran los agricultores en todo el mundo en contra de los transgénicos, que desde su perspectiva ya se dan por perdidas. En realidad, de lo que estamos siendo testigos es de un proceso de recampesinización y reurbanización que la actual crisis no puede más que acelerar. Ya está sucediendo en China: quienes antes habían inmigrado a las ciudades están regresando a las zonas rurales, destinados a convertirse en un cuerpo de trabajadores en constante movimiento entre ambos polos. También en Africa muchos habitantes de las ciudades vuelven ahora a sus aldeas, pero a menudo van y vienen, al no poder encontrar medios suficientes de subsistencia en un solo lugar.
Hay algo profundamente aterrador en esta imagen de peones que se mueven constantemente, ganándose a duras penas la vida en un mundo lleno de cercamientos. Me recuerda aquellas partes de "Caliban y la bruja" en las que habla usted de los vagabundos como gente condenada a errar tras haber sido desposeídos de sus tierras comunales gracias a los cercamientos medievales. En esa misma vena, Zygmunt Bauman en su libro "Globalization. The human consequences" (La globalización. Consecuencias humanas), utiliza la metáfora del vagabundo, comparada con la de los privilegiados "turistas", para describir el paradigma de la desposesión humana en la globalización. Desde luego, eso debería corregir la apresurada celebración de la movilidad y la existencia sin restricciones que mucha gente considera en la izquierda como base de una nueva política. Plantea una de las cosas que siempre he admirado en su trabajo: su capacidad para seguir manteniendo en el centro la globalización y el colonialismo. En los últimos años ha trabajado usted mucho sobre los nuevos procesos de cercamiento en Africa bajo el neocolonialismo y el neoliberalismo. ¿Puede decirnos de qué forma se emparentan con la incesante crisis global de los alimentos?
No bastaría un libro para describir las numerosas formas interconectadas a través de las cuales el colonialismo, nuevo o antiguo, y el neoliberalismo han contribuido a crear la actual crisis alimentaria. Hoy estamos siendo testigos de algo que no es más que el último acto en el largo proceso que ha ido desarrollándose a lo largo de al menos dos siglos. El colonialismo trastocó los sistemas agrícolas de Africa, Asia y Sudamérica mediante la expropiación de la tierra, la introducción de cultivos comerciales y monocultivos, y la puesta en práctica de políticas que degradaban el medio ambiente -por ejemplo, la tala- o apartaban a los trabajadores de la producción de alimentos. La independencia no puso remedio a esta situación, si bien permitió la creación de un mercado interior de alimentos. La reforma agraria, basada en la restitución de la tierra robada que los anteriores súbditos coloniales demandaban como fruto de la lucha de liberación, se llevó a cabo de manera tan sólo muy marginal. En un contexto que seguía siendo de dependencia económica y política de las antiguas potencias coloniales, los nuevos estados conservaron el modelo de agricultura comercial orientado a la exportación que el colonizador había plantado en su suelo, aunque minase a ojos vista la ecología y relaciones sociales de las zonas rurales, empezando por las relaciones entre hombres y mujeres que antes he mencionado. Otros dos golpes a la producción de alimentos en el Tercer Mundo en el periodo posterior a la independencia fueron los "programas de ayuda alimentaria", un arma de la Guerra Fría tan eficaz como las intervenciones militares a la hora de crear nuevas formas de control político, y la "Revolución Verde". Incentivo para el "agronegocio" en desarrollo, la Revolución Verde industrializó la agricultura del Tercer Mundo, la convirtió en dependiente de las importaciones del exterior de semillas híbridas, pesticidas y fertilizantes, y expulsó a los pequeños agricultores de sus tierras. A principios de la década de 1970, las desastrosas consecuencias de décadas de degradación colonial y postcolonial del entorno rural se hicieron absolutamente visibles en forma de hambrunas recurrentes, las más graves de las cuales afectaron al Cinturón del Sahel, justo al sur del Sahara, donde murieron más de cien mil personas y muchas más se vieron desplazadas de forma permanente. Para la década de 1980, cuando en nombre de la crisis de la deuda y la recuperación económica, el Banco Mundial impuso a las naciones del Tercer Mundo de todo el planeta un rígido orden del día neoliberal, la agricultura de los "países en vías de desarrollo" era ya zona catastrófica, y las hambrunas y malnutrición una realidad endémica. En este contexto, los requisitos del "ajuste estructural", tal como se denominó a la receta -liberalización de importaciones, eliminación de subvenciones a los agricultores, desvío de la producción agrícola hacia la producción de "alta calidad", "productos de lujo" para el mercado de exportación-señalaron que se avecinaba una catástrofe, tal como advirtieron las organizaciones de agricultores, los activistas contrarios a la globalización y los ambientalistas repetidas veces. Súmese a ello los efectos de los desmontes, de la contaminación a larga distancia, de los acuerdos comerciales que sancionan la apropiación y patentes del saber tradicional de los agricultores del Tercer Mundo, el control empresarial creciente y verdaderamente totalitario de la producción de semillas, y tenemos lo que Mariarosa Dalla Costa define como "política de genocidio". Y de hecho muchos agricultores, sobre todo en la India, se han quitado la vida, absolutamente arruinados por estas políticas. Debemos andarnos con cuidado, por tanto, cuando oímos que el alza mundial de los precios de los alimentos en meses recientes ha sido resultado del mismo impulso especulativo que creó la burbuja inmobiliaria. La especulación sólo es posible en ciertas condiciones y es de estas condiciones de lo que debemos preocuparnos. Con lo que nos enfrentamos es con una crisis bastante más profunda de lo que por lo general se reconoce y que no puede resolverse por medio de más regulaciones. El neoliberalismo, los impulsos especulativos del capitalismo financiero, la promoción de los biocombustibles, todo ello ha exacerbado las tendencias que se inscriben en la lógica de la agricultura y la producción de alimentos del capitalismo. Mientras se generen alimentos con ánimo de lucro y funcionen como instrumento para obligar a la gente a aceptar las formas de explotación deseadas, la creación de escasez de alimentos seguirá siendo objetivo predominante de la producción agrícola, tal como planifican gobiernos e instituciones financieras. Lo que se necesita es un cambio sistémico, una forma completamente diferente de agricultura que no envenene a quienes producen y consumen alimentos. Y esto exige, en primer lugar, un sistema muy diferente de relaciones y valores sociales.
Me alegro de que haya mencionado que los alimentos y la política alimentaria se convierten en armas que reproducen, extienden e intensifican sistemas de explotación y, sobre todo, un sistema capitalista y patriarcal de valores que es fundamentalmente genocida. En este número de la revista tratamos de desentrañar este término de "soberanía" aplicado a los alimentos. Por un lado, el término da a entender el principio fundamental de la política internacional de la Europa de los imperios: el Estado-Nación diferenciado y su exclusivo derecho sobre territorio y población. Por otro, desde los movimientos anticoloniales de liberación nacional, el término soberanía ha adoptado nuevos significados, hablando en cambio del derecho de los pueblos a la autodeterminación. El término ha estimulado también muchas reflexiones novedosas en campos teóricos críticos con un renovado interés en la biopolítica y la globalización. ¿Qué sentido le da al término? ¿Cree que es útil o apropiado? ¿Dónde y cuándo?
Entiendo que debamos sospechar del concepto de "soberanía", dada su ligazón genética a la historia del Estado-Nación. Pero en el caso de la "soberanía alimentaria", deberíamos centrarnos en su uso más que en su significado genealógico. "Soberanía" hoy en día, tal como se usa desde principios de los años '90 por parte de los agricultores que componen el movimiento Vía Campesina, es un arma contra la conquista empresarial internacional de la producción de alimentos, contra la expropiación de tierras, los alimentos transgénicos y la industrialización y comercialización de la agricultura. En este sentido, "soberanía" nada tiene de las connotaciones monárquicas o nacionalistas vinculadas al término. Es una apelación a la autonomía, a la autodeterminación, y un rechazo del modo capitalista de agricultura, que expropia a la gente sus tierras y su saber tradicional, los somete a mortales regulaciones internacionales y convierte sus alimentos en veneno. En palabras de Mariarosa Dalla Costa: la "soberanía" representa una afirmación "del derecho de las poblaciones a decidir qué comer y cómo producirlo", que considera los alimentos como "bien común" antes que como mercancía. La cuestión, por supuesto, es si debería entenderse "soberanía" en el sentido de total "autarquía". Pese a ciertas declaraciones que sugieren esa posibilidad, creo que quienes albergan esos temores se equivocan. Durante siglos existieron extensas redes comerciales y sofisticados sistemas de intercambio en Africa y las Américas antes de la llegada de los europeos, que procedieron a trastocarlos. Así pues, no debería preocuparnos que aquellos que apelan hoy a la "soberanía" sean reacios a comerciar con los países vecinos y en redes regionales del tipo de las que existían antes de la colonización. Ya está en marcha un ingente esfuerzo por construir intercambios regionales basados en los principios de dignidad y autonomía. Este será sin duda uno de los retos principales a los que se enfrentarán los movimientos de justicia social en los próximos años.
A este respecto, su investigación histórica y contemporánea sobre el trabajo y la lucha de las mujeres ha sido extremadamente perspicaz. ¿En qué medida son factores a tener en cuenta en la política de la soberanía alimentaria hoy el trabajo y la lucha de las mujeres?
El trabajo y la lucha de las mujeres siguen siendo centrales en la cuestión de la "soberanía alimentaria" hoy. Son las mujeres las que pagan el mayor precio del aumento de los precios de los alimentos, y el hecho de que su acceso a la tierra y su capacidad como productoras agrícolas se hayan visto gravemente minados es una de las razones por las que son posibles esas subidas de precios. Tal como dije anteriormente, las mujeres han sido productoras y procesadoras de alimentos en el mundo desde tiempo inmemorial. Al día de hoy, en algunas partes del mundo, Africa sobre todo, el 80% de los alimentos que se consumen lo producen ellas. Su agricultura de subsistencia permite vivir a millones de personas que, de no ser así, no podrían comprar comida en el mercado. Sin embargo, su capacidad de cultivar alimentos se ve cada vez más amenazada por la progresiva escasez de tierras, la privatización de la tierra y el agua, y el giro registrado en la de los países del Tercer Mundo hacia una producción agrícola destinada a la exportación, ahora denominada agricultura "de alto valor" por el Banco Mundial. Estas tendencias se refuerzan unas a otras. En la medida en que la tierra a disposición de los agricultores disminuye de manera constante, incluso en aquellas regiones en las que la mayoría de la población depende de la agricultura, se somete a las mujeres a procesos de exclusión por parte de sus parientes masculinos y de los varones de sus comunidades, de forma que se restringen cada vez más su acceso a la tierra y sus derechos tradicionales. Ello representa una amenaza de primer orden a la producción y consumo de alimentos de grandes segmentos de la población. También arranca de las manos de las mujeres el control sobre los alimentos consumidos. Se está desarrollando actualmente una campaña en América Latina y Africa, dirigida por grupos y asociaciones de mujeres que exigen que los derechos de las mujeres a la tierra queden garantizados en las leyes y constituciones de sus respectivos países. Mientras tanto, las mujeres han seguido al frente de la agricultura urbana y las luchas por la tierra. En muchas ciudades africanas, de Accra a Kingshasa, se dedican a parcelas sin explotar para cultivar maíz, mandioca y pimientos, cambiando el paisaje de las ciudades africanas, complementando el presupuesto monetario y de alimentos de sus familias e impulsando su independencia económica. Pero el campo de batalla sigue estando en la redistribución de tierras y la garantía de que las mujeres tengan pleno acceso a las mismas, así como al agua que discurre por ellas. Tal como han recalcado autoras feministas como Maria Mies y Vandana Shiva, la soberanía alimentaria queda mejor garantizada cuando la producción de alimentos está "en manos de las mujeres", entendiendo por ello que las mujeres tienen medio de controlar cómo se producen y consumen los alimentos.
Parece que esas exigencias se han abierto camino hasta los salones de los poderes internacionales, si bien de forma típicamente neoliberal. El reciente movimiento de microcréditos que se promueve en la actualidad pone en marcha la idea de las mujeres del Tercer Mundo como productoras económicas esenciales, a fin de promover préstamos a pequeña escala. Sus críticos sostienen que tal cosa no es más que una suerte de neoliberalismo desde abajo, que busca hacer de las mujeres nuevos "hombres de la economía" del Tercer Mundo, agentes de ulteriores cercamientos. ¿Qué diría de este movimiento?
Los del Banco Mundial y otros planificadores han descubierto a las mujeres como productores económicos, pues mantienen la creencia de que puede controlarse más fácilmente a las mujeres, teniendo en cuenta su responsabilidad para con sus familias. Saben que ellas se esforzarán todo lo que haga falta para garantizar la alimentación de sus hijos, para que vayan al colegio, y también que se puede contar con que serán más responsables a la hora de pagar deudas. También están dispuestos a integrar a las mujeres en la economía dineraria y desacreditar las actividades de subsistencia, que consideran una amenaza a la hegemonía del mercado. Lo que muchas mujeres preferirían ante todo es tener tierra; eso les daría más independencia, así como la posibilidad de vender su plusvalía a los mercados locales. Pero se trata de una solución que los planificadores económicos nunca proponen, porque se oponen a cualquier forma de política redistributiva, en la creencia de que la tierra debería emplearse sólo para fines comerciales. No cabe sorprenderse de que el Banco Mundial haya sido un gran defensor del microcrédito, pues sus Programas de Ajuste Estructural están creando la misma pobreza y desposesión de tierras que se supone han de "aliviar" los programas de microcréditos. Los programas de microcréditos son también fuente de divisiones en el seno de la comunidad y entre las mujeres, al seleccionar a aquellas "dignas" de crédito, apartando a las que no lo son, y someter a las mujeres a una vigilancia recíproca que mina su solidaridad. También representan una perversa herramienta ideológica, al sugerir que todo lo que se necesita para conseguir un resultado positivo es autodisciplina, corriendo así un velo sobre las desastrosas condiciones en las que viven la mayoría de las mujeres en las aldeas indias o africanas, gracias a políticas en las que no han tenido parte. Quienes se muestran críticos apuntan que la devolución de lo adeudado se hace a menudo a expensas de las necesidades de las familias de las mujeres y que, tras muchos años de experiencia, no hay pruebas de que los programas de microcréditos hayan tenido repercusiones positivas en la vida de las mujeres.
Mientras en el sur global hemos asistido a un enorme ascenso de los movimientos sociales que contestan la soberanía empresarial de la globalización sobre los alimentos, tal parece que los movimientos alimentarios del norte global, sobre todo en América del Norte, han tenido la tendencia a seguir una lógica consumista -"Slow food" (movimiento que promueve el placer por la comida y la educación del gusto), alimentos orgánicos, etcétera-. ¿Cree que existen nuevas posibilidades de organización en torno a los alimentos que nos lleven a rebasar esto?
El contraste es cierto, pero hay una serie de tendencias de estos últimos años que indican que se están desarrollando nuevas formas de organización respecto a los alimentos, que van más allá del limitado concepto del propio interés que encarna la exigencia de alimentos orgánicos. En primer lugar tenemos el movimiento de huertos urbanos antes mencionado, y que se ha extendido por varias ciudades norteamericanas. Ha ido adquiriendo cada vez más una dimensión política, gracias en parte a los ataques en su contra provenientes del antiguo alcalde de Nueva York, Rudy Giuliani. Sus planes de arrasar docenas de huertos en Nueva York a mediados de los '90 despertó la conciencia de todos y tuvo el efecto de convertir en un movimiento a quienes los cultivaban. Ahora nos damos cuenta de que los huertos son las semillas de otra economía independiente del mercado. No sólo cumplen una función económica al proporcionar alimentos más baratos y frescos que muchos no podrían permitirse, sino que crean una nueva socialidad; son lugares de reunión, cooperación y educación recíproca entre gentes de diferentes edades y culturas. También existe un renovado interés por la agricultura entre los jóvenes de América del Norte, por conocer las propiedades de hierbas y plantas y por crear una nueva relación con la naturaleza. Continuamente conozco gente joven en los Estados Unidos sinceramente asqueada de la cultura consumista que les rodea y que se hacen vegetarianos o veganos preocupados por el coste ecológico y humano de la cría de ganado, así como por su rechazo del sufrimiento animal. La difusión de las cooperativas de alimentos, la Community Supported Agriculture y grupos como Food Not Bombs, indican la existencia de esta nueva conciencia. El problema con el que nos enfrentamos para levantar un movimiento de masas es que, para cambiar la conciencia, no basta con cambiar la práctica a la hora de comer y comprar alimentos. La falta de acceso a la tierra, la falta de dinero, espacio y tiempo para comprar, cocinar y aprender acerca de las condiciones de producción de lo que comemos, son los principales obstáculos a este respecto. El movimiento alimentario debe alojarse en movimientos más amplios que afronten la totalidad de nuestras vidas. Al mismo tiempo, los movimientos sociales tienen que promover campañas para detener las concentraciones de animales a gran escala, tan crueles como desastrosas para nuestra comunidad; la incesante devastación de millones de hectáreas de tierras y kilómetros de zonas costeras con el fin de crear haciendas ganaderas y extender la piscicultura, formas ambas que desplazan y empobrecen a grandes poblaciones, destruyen la tierra y producen alimentos venenosos; y la expropiación sistemática de la riqueza natural de los países del Tercer Mundo, so capa de ajuste estructural, que les obliga a exportar sus alimentos, agota sus caladeros de pesca, tala sus bosques, despilfarra sus tierras de cultivo con frutas y verduras de lujo y hasta biocombustibles. Por último, estar al tanto de las luchas que se llevan a cabo en otros países nos ayuda a la hora de rechazar nuestras exportaciones de alimentos, lo que siempre nos proporciona una información interesante que aquí en América del Norte somos los últimos en conseguir. He podido enterarme, por ejemplo, del rechazo de la Unión Europea a importar pollos congelados de los Estados Unidos que, antes de su empaquetado, reciben un baño de cloro. He sabido que la carne "producida" en los Estados Unidos contiene una hormona cancerígena, y así sucesivamente.