Entre 1944
y 1955, Bergman fue responsable artístico del teatro municipal de Helsingborg,
etapa en la que, además de dirigir su primera película, realizó una serie de
películas para el productor independiente Lorens Marmstedt (1908-1966) y
otras tantas para la Svensk Filmindustri en las cuales profundizó sus
preocupaciones existencialistas y que merecieron cierto reconocimiento entre el
público y la crítica de su país aunque sin mucho atractivo comercial. Siempre
sobre guiones propios, excepto contadas excepciones, Bergman rodó filmes como "Det
regnar på vår kärlek" (Llueve sobre nuestro amor), "Kvinna utan ansikte" (Mujer
sin rostro), "Skepp till India Land" (Barco hacia la India), "Musik i mörker" (Música en la noche), "Hamnstad" (Ciudad portuaria), "Eva", "Fängelse" (Prisión); "Törst" (La sed), "Till glädje" (Hacia la
felicidad), "Medan staden sover" (Mientras la ciudad duerme), "Sånt händer inte
här" (Esto no puede ocurrir aquí) y "Frånskild" (Divorcio). Sin embargo,
hasta la aparición de la comedia "Sommarnattens leende" (Sonrisas de una noche de
verano), su nombre no empezó a ser internacionalmente conocido. El éxito que
alcanzó esta película en el Festival de Cannes de 1956 lo convirtió en el autor
de moda dentro del cine europeo, y ello propició que se recuperaran varios
filmes anteriores suyos como "Sommarlek" (Juventud, divino tesoro), "Kvinnors
väntan" (Secretos de mujeres), "Gycklarnas afton" (Noche de circo), "En lektion i
kärlek" (Una lección de amor), "Kvinnodröm" (Sueños) y, fundamentalmente, "Sommaren
med Monika" (Un verano con Mónica), su primer filme abiertamente erótico en el
que Harriet Andersson (1932), en un primer plano sobre el final del film, mira
fijamente la cámara rompiendo una de las mayores reglas de la historia del cine.
A partir de entonces profundizaría su búsqueda
de lo trascendente a través de un recorrido fílmico que incluye las celebradas "Det
sjunde inseglet" (El séptimo sello), una lúgubre alegoría que indaga sobre la
relación del hombre con Dios y la muerte; "Smultronstället" (Fresas salvajes), una recreación
de su propia infancia a la vez que meditación sobre la vejez y el sentido de la
vida para la que utilizó una estructura de narraciones superpuestas; "Nära livet" (En el umbral de la vida), una de sus primeras "obras de cámara", con pocos
personajes y desarrollada prácticamente en un solo escenario: la sala de
ginecología de un hospital; "Ansiktet" (El rostro), su única incursión en el cine
de misterio mezclado con humor negro; "Djävulens öga" (El ojo del diablo), una
personal recreación del mito de Don Juan que regresa del Infierno para tentar a
la hija de un pastor; y "Jungfrukällan" (El manantial de la doncella) -una de sus
cintas más célebres-, en la que narró una famosa leyenda nórdica de crimen y
castigo envolviendo la historia en una atmósfera de cuento desarrollado en el
Medioevo. Varios de estos films obtuvieron premios en los festivales de Cannes,
de Berlín y de Venecia. Había comenzado su mejor etapa como director
cinematográfico.
Efectivamente,
la posición de Bergman como director se consolidó plenamente a lo largo de la
década de 1960. Su obra entró en una etapa más austera, en la que fondo y forma
se reconciliaron, con una técnica más depurada y en ocasiones experimentalista.
Rodó una trilogía en la que ajustó cuentas con su educación religiosa abocado a
un desesperado agnosticismo integrada por "Såsom i en spegel" (Detrás de un
vidrio oscuro), "Nattvardsgästerna" (Luz de invierno) y "Tystnaden" (El silencio),
trabajos en los que exploró en profundidad temas como la soledad, la
incomunicación o la ausencia de Dios. Esta última obtuvo un notable éxito
internacional provocando cierto escándalo por el supuesto carácter explícito de
algunas escenas eróticas, pero su contenido argumental desesperado, duro para
la época, anticipó lo que sería el estilo formal de sus obras posteriores.
Tras el
intervalo que significó För att inte tala om alla dessa kvinnor (Ni hablar de
esas mujeres), una comedia menor parodiando el cine de Federico Fellini (1920-1993),
Bergman inició en 1966 su segundo tríptico caracterizado por el uso de primerísimos
planos y el empleo evocador del sonido y la música para explorar el alma humana.
Lo componen "Persona", una obra marcada por el psicoanálisis jungiano; "Vargtimmen" (La hora del lobo), una de sus obras más crípticas y desconcertantes; y "Skammen" (La vergüenza), uno de los pocos casos en los que Bergman hiciera alguna
reflexión sobre la guerra (de Vietnam, en este caso) y con la que se despidió
del cine en blanco y negro. Cerraría la década del '60 con "Riten" (El rito), un
film para la televisión sueca, y "En passion" (La pasión de Anna), un
análisis del lado más amargo del amor y de las relaciones de pareja. A partir
de aquí Bergman se dedicará a ahondar con mayor profundidad, desasosiego y
crudeza en los temas que venía tratando en sus trabajos anteriores.
Hugo Salas (1976)
nació en Caleta Olivia, provincia de Santa Cruz, a más de 1.800 kilómetros al
sur de Buenos Aires. Tras estudiar fotografía y cámara en el Centro de
Experimentación y Realización Cinematográfica del Instituto Nacional de Cine y
Artes Audiovisuales (INCAA), hizo un breve paso por el mundo profesional
televisivo. Poco después, comenzó a escribir y publicar crítica de cine y decidió
continuar su formación en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de
Buenos Aires. Actualmente, es miembro de la sección Argentina de la Federación
Internacional de la Prensa Cinematográfica y docente de Comunicación y Diseño
en la Universidad de Palermo. A lo largo de los años ha publicado artículos en
medios como "El amante", "Haciendo Cine", "Funámbulos", "Cuadernos
del Picadero", "Los inrockuptibles" y "Página/12" (Argentina), "B2mag" (Alemania), "CinémAction" (Francia), "Cinemascope" (Canadá) y "Senses of Cinema" (Australia), entre
otros. En julio de 2010 publicó "Los restos mortales", su primera novela. Para el
homenaje a Bergman realizado por el suplemento "Radar" del diario "Página/12" en los primeros días de agosto de 2007, Salas escribió un texto titulado "Persona".
Desde "Un
verano con Mónica" (1952), y más aún tras el éxito en Cannes de "Sonrisas de una
noche de verano" (1955), el nombre de Ingmar Bergman se convirtió en contraseña
de la cinefilia internacional, situación que habría de perder toda proporción
luego del estreno de "El séptimo sello" (1956), donde un caballero medieval
jugaba al ajedrez con la Muerte. Según quiere la leyenda, Buenos Aires y
Montevideo miraron al mundo jactanciosas: sus públicos habían descubierto al genio
sueco mucho antes, pero de allí en más su producción acaparó la atención internacional,
por más que las películas resultaran oscuras, intrincadas y, en ocasiones,
herméticas. En el caldero de los años '60 y '70, donde no faltaron intelectuales-estrella,
Bergman fue el artista cinematográfico por excelencia. Tenía todo
para serlo: modernidad estética, desenfado temático, una mirada de la emocionalidad
burguesa válida tanto para el análisis marxista como para el freudiano, e
incluso -aunque parezca banal- osadía y desparpajo sexual. No resulta extraño
que, en una muestra de buen olfato cultural, al llegar los '80 anunciara su
retiro del cine, luego de "Fanny y Alexander" (1982).
Desde ya,
tanto protagonismo no fue gratuito, y Bergman comenzó a pagarlo con creces
antes siquiera de dar su paso al costado. Para muchos se había convertido en el
anatema absoluto, el signo de todo lo que el cine no debía ser: aburrido, solemne,
teatral, excesivo, amanerado... los adjetivos sobran. Lo que pocos supieron es
que había sido él mismo, bajo seudónimo, el primero en escribir uno de los
artículos más ponzoñosos en su contra, en 1964, para la revista sueca de cine "Chaplin". En sus libros autobiográficos ("Linterna mágica" e "Imágenes"), Bergman
dedica a sus propias películas la misma mirada impertérrita, fría y desapasionada
(casi cruel) con que flagela a sus personajes.
Como suele
ocurrir, el cruce de imputaciones y defensas sepultó, en su virulencia, la
posibilidad de pensar algunas características de su cine, por ejemplo su
relación con el teatro. Ciertamente, el escenario no era para Bergman una
pasión menor sino, como más de una vez aclaró, su lugar de creación favorito.
Parte de sus constantes temáticas y de su concepción del personaje derivan de
dos de sus dramaturgos predilectos: Ibsen y Strindberg. Quien lea "Hedda Gabler" o sobre todo "El sueño", no podrá dejar de advertirlo. Es más: el particular
estilo de sus actores y actrices, de Max von Sydow a Erland Josephson, de
Ingrid Thulin a Liv Ullmann, está atravesado por el naturalismo expresionista
que este repertorio requiere, y el lugar que Bergman concede a la actuación
dentro de sus películas, como espacio de construcción del sentido, apunta a un
claro respeto, una íntima fascinación por el misterioso trabajo del actor
(obsesión que habría de desarrollar puntualmente en su telefilm "Después del
ensayo", de 1983).
No
obstante, y ya desde muy temprano, se advierte en sus trabajos, incluso los de
juventud, un parejo entusiasmo técnico, una fascinación similar por el misterio
de la máquina, sólo comparable al de otros modernistas de los años '60. Ya sea en
el decurso sonoro de "El silencio" (1963), los artificios de montaje de "Persona" (1966) o el osado uso del zoom en "Gritos y susurros" (1972), lo que se percibe
es una extraña felicidad de la técnica que lo llevó a decir, sin ir más lejos,
que una de las pocas cosas que extrañaba del cine era trabajar con Sven Nykvist,
el fotógrafo de sus últimas películas. De hecho, una de las principales características
de su obra vuelve indispensable la cámara: el escrutinio minucioso del rostro
en primer plano, siguiendo la tradición instaurada por Carl T. Dreyer (evidente
en uno de sus fugaces retornos al cine, el corto "El rostro de Karin", de 1985,
enteramente compuesto con retratos de su madre muerta).
Ocurre que
Bergman practicó, de un modo incansable, el cine como provocación de los
límites del propio cine, y fue para ello que echó mano al teatro. No vaciló en
filmar toda una gama de tópicos hasta allí considerados infilmables (la angustia
existencial, las ansiedades metafísicas, los planteos religiosos) sino también -y aquí aparecen Strindberg y el Ibsen de "Peer Gynt"- en practicar esa sutil
variante del fantástico que no hace más que señalar una perturbación siempre
presente en el espacio cotidiano. Hasta la aparición de Bergman, salvo raras
excepciones (en su mayoría nórdicas), el espacio cinematográfico es en cierta
medida unidimensional: o totalmente realista o totalmente fantástico o totalmente
absurdo.
Desde "El séptimo sello", siguiendo una herencia que se remonta hasta
Shakespeare (uno de los dramaturgos sobre los que más ha trabajado), Bergman
procura fusionar estos planos, si bien con dispares resultados (como él mismo
habría de admitirlo, envidiando la destreza de Tarkovski). En sus mejores
películas -"Persona", "El silencio", "Detrás de un vidrio oscuro", "Gritos y susurros"-
cuesta establecer una nítida distinción entre lo real, lo imaginario, lo
mental, lo onírico y lo decididamente fantástico, sin que esto implique
abandonar la indagación de los sentimientos y la emocionalidad humana. Quizá
sea esa perturbación, más que su mirada neutra y desaprensiva del mundo, la que
continúa despertando polémicas, y es probable que el propio Bergman estuviese
muy contento de que así fuera.