17 de febrero de 2014

Evocando a Ingmar Bergman (2). Persona (Hugo Salas)

Entre 1944 y 1955, Bergman fue responsable artístico del teatro municipal de Helsingborg, etapa en la que, además de dirigir su primera película, realizó una serie de películas para el productor independiente Lorens Marmstedt (1908-1966) y otras tantas para la Svensk Filmindustri en las cuales profundizó sus preocupaciones existencialistas y que merecieron cierto reconocimiento entre el público y la crítica de su país aunque sin mucho atractivo comercial. Siempre sobre guiones propios, excepto contadas excepciones, Bergman rodó filmes como "Det regnar på vår kärlek" (Llueve sobre nuestro amor), "Kvinna utan ansikte" (Mujer sin rostro), "Skepp till India Land" (Barco hacia la India), "Musik i mörker" (Música en la noche), "Hamnstad" (Ciudad portuaria), "Eva", "Fängelse" (Prisión); "Törst" (La sed), "Till glädje" (Hacia la felicidad), "Medan staden sover" (Mientras la ciudad duerme), "Sånt händer inte här" (Esto no puede ocurrir aquí) y "Frånskild" (Divorcio). Sin embargo, hasta la aparición de la comedia "Sommarnattens leende" (Sonrisas de una noche de verano), su nombre no empezó a ser internacionalmente conocido. El éxito que alcanzó esta película en el Festival de Cannes de 1956 lo convirtió en el autor de moda dentro del cine europeo, y ello propició que se recuperaran varios filmes anteriores suyos como "Sommarlek" (Juventud, divino tesoro), "Kvinnors väntan" (Secretos de mujeres), "Gycklarnas afton" (Noche de circo), "En lektion i kärlek" (Una lección de amor), "Kvinnodröm" (Sueños) y, fundamentalmente, "Sommaren med Monika" (Un verano con Mónica), su primer filme abiertamente erótico en el que Harriet Andersson (1932), en un primer plano sobre el final del film, mira fijamente la cámara rompiendo una de las mayores reglas de la historia del cine.
A partir de entonces profundizaría su búsqueda de lo trascendente a través de un recorrido fílmico que incluye las celebradas "Det sjunde inseglet" (El séptimo sello), una lúgubre alegoría que indaga sobre la relación del hombre con Dios y la muerte; "Smultronstället" (Fresas salvajes), una recreación de su propia infancia a la vez que meditación sobre la vejez y el sentido de la vida para la que utilizó una estructura de narraciones superpuestas; "Nära livet" (En el umbral de la vida), una de sus primeras "obras de cámara", con pocos personajes y desarrollada prácticamente en un solo escenario: la sala de ginecología de un hospital; "Ansiktet" (El rostro), su única incursión en el cine de misterio mezclado con humor negro; "Djävulens öga" (El ojo del diablo), una personal recreación del mito de Don Juan que regresa del Infierno para tentar a la hija de un pastor; y "Jungfrukällan" (El manantial de la doncella) -una de sus cintas más célebres-, en la que narró una famosa leyenda nórdica de crimen y castigo envolviendo la historia en una atmósfera de cuento desarrollado en el Medioevo. Varios de estos films obtuvieron premios en los festivales de Cannes, de Berlín y de Venecia. Había comenzado su mejor etapa como director cinematográfico.
Efectivamente, la posición de Bergman como director se consolidó plenamente a lo largo de la década de 1960. Su obra entró en una etapa más austera, en la que fondo y forma se reconciliaron, con una técnica más depurada y en ocasiones experimentalista. Rodó una trilogía en la que ajustó cuentas con su educación religiosa abocado a un desesperado agnosticismo integrada por "Såsom i en spegel" (Detrás de un vidrio oscuro), "Nattvardsgästerna" (Luz de invierno) y "Tystnaden" (El silencio), trabajos en los que exploró en profundidad temas como la soledad, la incomunicación o la ausencia de Dios. Esta última obtuvo un notable éxito internacional provocando cierto escándalo por el supuesto carácter explícito de algunas escenas eróticas, pero su contenido argumental desesperado, duro para la época, anticipó lo que sería el estilo formal de sus obras posteriores.
Tras el intervalo que significó För att inte tala om alla dessa kvinnor (Ni hablar de esas mujeres), una comedia menor parodiando el cine de Federico Fellini (1920-1993), Bergman inició en 1966 su segundo tríptico caracterizado por el uso de primerísimos planos y el empleo evocador del sonido y la música para explorar el alma humana. Lo componen "Persona", una obra marcada por el psicoanálisis jungiano; "Vargtimmen" (La hora del lobo), una de sus obras más crípticas y desconcertantes; y "Skammen" (La vergüenza), uno de los pocos casos en los que Bergman hiciera alguna reflexión sobre la guerra (de Vietnam, en este caso) y con la que se despidió del cine en blanco y negro. Cerraría la década del '60 con "Riten" (El rito), un film para la televisión sueca, y "En passion" (La pasión de Anna), un análisis del lado más amargo del amor y de las relaciones de pareja. A partir de aquí Bergman se dedicará a ahondar con mayor profundidad, desasosiego y crudeza en los temas que venía tratando en sus trabajos anteriores.
Hugo Salas (1976) nació en Caleta Olivia, provincia de Santa Cruz, a más de 1.800 kilómetros al sur de Buenos Aires. Tras estudiar fotografía y cámara en el Centro de Experimentación y Realización Cinematográfica del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), hizo un breve paso por el mundo profesional televisivo. Poco después, comenzó a escribir y publicar crítica de cine y decidió continuar su formación en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Actualmente, es miembro de la sección Argentina de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica y docente de Comunicación y Diseño en la Universidad de Palermo. A lo largo de los años ha publicado artículos en medios como "El amante", "Haciendo Cine", "Funámbulos", "Cuadernos del Picadero", "Los inrockuptibles" y "Página/12" (Argentina), "B2mag" (Alemania), "CinémAction" (Francia), "Cinemascope" (Canadá) y "Senses of Cinema" (Australia), entre otros. En julio de 2010 publicó "Los restos mortales", su primera novela. Para el homenaje a Bergman realizado por el suplemento "Radar" del diario "Página/12" en los primeros días de agosto de 2007, Salas escribió un texto titulado "Persona".

Desde "Un verano con Mónica" (1952), y más aún tras el éxito en Cannes de "Sonrisas de una noche de verano" (1955), el nombre de Ingmar Bergman se convirtió en contraseña de la cinefilia internacional, situación que habría de perder toda proporción luego del estreno de "El séptimo sello" (1956), donde un caballero medieval jugaba al ajedrez con la Muerte. Según quiere la leyenda, Buenos Aires y Montevideo miraron al mundo jactanciosas: sus públicos habían descubierto al genio sueco mucho antes, pero de allí en más su producción acaparó la atención internacional, por más que las películas resultaran oscuras, intrincadas y, en ocasiones, herméticas. En el caldero de los años '60 y '70, donde no faltaron intelectuales-estrella, Bergman fue el artista cinematográfico por excelencia. Tenía todo para serlo: modernidad estética, desenfado temático, una mirada de la emocionalidad burguesa válida tanto para el análisis marxista como para el freudiano, e incluso -aunque parezca banal- osadía y desparpajo sexual. No resulta extraño que, en una muestra de buen olfato cultural, al llegar los '80 anunciara su retiro del cine, luego de "Fanny y Alexander" (1982).


Desde ya, tanto protagonismo no fue gratuito, y Bergman comenzó a pagarlo con creces antes siquiera de dar su paso al costado. Para muchos se había convertido en el anatema absoluto, el signo de todo lo que el cine no debía ser: aburrido, solemne, teatral, excesivo, amanerado... los adjetivos sobran. Lo que pocos supieron es que había sido él mismo, bajo seudónimo, el primero en escribir uno de los artículos más ponzoñosos en su contra, en 1964, para la revista sueca de cine "Chaplin". En sus libros autobiográficos ("Linterna mágica" e "Imágenes"), Bergman dedica a sus propias películas la misma mirada impertérrita, fría y desapasionada (casi cruel) con que flagela a sus personajes.
Como suele ocurrir, el cruce de imputaciones y defensas sepultó, en su virulencia, la posibilidad de pensar algunas características de su cine, por ejemplo su relación con el teatro. Ciertamente, el escenario no era para Bergman una pasión menor sino, como más de una vez aclaró, su lugar de creación favorito. Parte de sus constantes temáticas y de su concepción del personaje derivan de dos de sus dramaturgos predilectos: Ibsen y Strindberg. Quien lea "Hedda Gabler" o sobre todo "El sueño", no podrá dejar de advertirlo. Es más: el particular estilo de sus actores y actrices, de Max von Sydow a Erland Josephson, de Ingrid Thulin a Liv Ullmann, está atravesado por el naturalismo expresionista que este repertorio requiere, y el lugar que Bergman concede a la actuación dentro de sus películas, como espacio de construcción del sentido, apunta a un claro respeto, una íntima fascinación por el misterioso trabajo del actor (obsesión que habría de desarrollar puntualmente en su telefilm "Después del ensayo", de 1983).
No obstante, y ya desde muy temprano, se advierte en sus trabajos, incluso los de juventud, un parejo entusiasmo técnico, una fascinación similar por el misterio de la máquina, sólo comparable al de otros modernistas de los años '60. Ya sea en el decurso sonoro de "El silencio" (1963), los artificios de montaje de "Persona" (1966) o el osado uso del zoom en "Gritos y susurros" (1972), lo que se percibe es una extraña felicidad de la técnica que lo llevó a decir, sin ir más lejos, que una de las pocas cosas que extrañaba del cine era trabajar con Sven Nykvist, el fotógrafo de sus últimas películas. De hecho, una de las principales características de su obra vuelve indispensable la cámara: el escrutinio minucioso del rostro en primer plano, siguiendo la tradición instaurada por Carl T. Dreyer (evidente en uno de sus fugaces retornos al cine, el corto "El rostro de Karin", de 1985, enteramente compuesto con retratos de su madre muerta).


Ocurre que Bergman practicó, de un modo incansable, el cine como provocación de los límites del propio cine, y fue para ello que echó mano al teatro. No vaciló en filmar toda una gama de tópicos hasta allí considerados infilmables (la angustia existencial, las ansiedades metafísicas, los planteos religiosos) sino también -y aquí aparecen Strindberg y el Ibsen de "Peer Gynt"- en practicar esa sutil variante del fantástico que no hace más que señalar una perturbación siempre presente en el espacio cotidiano. Hasta la aparición de Bergman, salvo raras excepciones (en su mayoría nórdicas), el espacio cinematográfico es en cierta medida unidimensional: o totalmente realista o totalmente fantástico o totalmente absurdo.
Desde "El séptimo sello", siguiendo una herencia que se remonta hasta Shakespeare (uno de los dramaturgos sobre los que más ha trabajado), Bergman procura fusionar estos planos, si bien con dispares resultados (como él mismo habría de admitirlo, envidiando la destreza de Tarkovski). En sus mejores películas -"Persona", "El silencio", "Detrás de un vidrio oscuro", "Gritos y susurros"- cuesta establecer una nítida distinción entre lo real, lo imaginario, lo mental, lo onírico y lo decididamente fantástico, sin que esto implique abandonar la indagación de los sentimientos y la emocionalidad humana. Quizá sea esa perturbación, más que su mirada neutra y desaprensiva del mundo, la que continúa despertando polémicas, y es probable que el propio Bergman estuviese muy contento de que así fuera.