En su última etapa como realizador, Antonioni
filmó el documental "Chung Kuo, Cina" (Chung Kuo, China) y varios cortometrajes. En los años '80 realizó dos films: "Il mistero di Oberwald" (El misterio de Oberwald) e "Identificazione di una
donna" (Identificación de una mujer). El primero, una relectura de la obra
teatral "L'aigle à deux têtes" (El águila de dos cabezas) de Jean Cocteau (1889-1963),
le sirvió como campo de experimentación para probar la textura y las
posibilidades de un soporte por entonces relativamente nuevo, el video, al que
le extrajo sus colores más rabiosos. El segundo es sesgadamente autorreferencial:
la historia de un cineasta italiano que después de años en el exterior vuelve a
filmar a Roma era un poco la suya, como también su inadecuación al mundo. El influyente
crítico de cine francés Serge Daney (1944-1992) diría por entonces: "Ya casi
nadie sabe (o ve) hacer cine como Antonioni. Este film se hallará muy alejado
del gusto actual y de su chatura o, al contrario, demasiado conforme al
'Antonioni de siempre', convertido ya en monumento histórico. No sería justo
que tales cosas ocurran. A pesar de la belleza plástica de cada instante, surge
del film un fuerte sentimiento de impaciencia, debido quizás al deseo de
recuperar el tiempo perdido". Ninguna de las dos películas fue distribuida en Estados
Unidos. Como ocurrió prácticamente a lo largo de toda su carrera, el público
mayoritario mostró un distanciamiento con respecto a su trabajo debido probablemente
a la incomprensión de un cine que conjugaba el entusiasmo de la experimentación
con la fuerza poética y la palabra pensante; tendencias del arte, la filosofía
y la cultura contemporáneas; interrogantes sobre el sujeto y el mundo, el
lenguaje y la visión que ayudan a definir la naturaleza intempestiva del mundo
moderno.
Ya muy enfermo, en 1995 se animó a codirigir
junto a Wim Wenders (1945) el que sería su último largometraje: "Al di là delle
nuvole" (Más allá de las nubes). Nueve años después aún participó con el fragmento
"Il filo pericoloso delle cose" (El hilo peligroso de las cosas) en "Eros",
una película en la que también participaron Steven Soderbergh (1963) y
Wong Kar-wai (1958). Salvo por algunos momentos aislados, las
realizaciones no fueron una experiencia feliz y no alcanzaron para que una
nueva generación de espectadores mostrara su interés por el director nacido en
Ferrara. Domènec Font (1950-2011), teórico del cine y catedrático
universitario español, consideró tras el estreno en 2004 de "Lo sguardo di
Michelangelo" (La mirada de Michelangelo), un cortometraje sobre
el Moisés de Michelangelo Buonarroti
(1475-1564), que "toda
reflexión desde el presente sobre el cine de Antonioni plantea problemas de
focalización entre la mirada cercana y la mirada distante, dos fronteras
bastante imprecisas donde se diluyen las formas humanas y los relatos. No
resulta fácil hoy moverse en el interior del cine de Michelangelo Antonioni. Él
creaba su propia realidad, intimista, escarbando en los sentimientos de una
burguesía introvertida, encontrando barreras impenetrables, distancias
abismales entre hombres y mujeres, como si un cable se hubiera desconectado y
la señal se hubiera extraviado para siempre".
De todo aquello hoy queda más que nada el
registro del espíritu de una época, la diagnosis casi antropológica de un
determinado momento y de una determinada generación. Pero si hay algo que
permanece inalterablemente vivo y presente del cine de Antonioni, si hay algo
que afirma su modernidad a ultranza es la manera en que percibía el mundo, la
sensibilidad de su mirada, su capacidad de esculpir en el tiempo. Su técnica,
que difería de película a película, era totalmente instintiva y nunca sobre la
base de consideraciones anteriores. Pensaba que las películas no se debían
hacer para entretener a la audiencia, ganar dinero o alcanzar la popularidad.
Creía que el cine debía ser hecho para ser tan bueno como sea posible y le
parecía que esa era la mejor manera de trabajar y ser digno de confianza en el
mundo de las producciones cinematográficas. Todas propuestas sobre el propio
cine, "ese arte dotado de todas las posibilidades pero prisionero de todos los
prejuicios", como dijera el teórico y crítico francés Alexandre Astruc (1923),
"como un modo de escritura y una experiencia estética de ruptura. Ideas todas
ellas que, como los mismos personajes antonionianos, salieron de cuadro y no
volvieron a aparecer, pero que desde nuestras espaldas delatan muchas aporías
del presente. Recuperar el eco de esta historia no equivale a convocar los
fantasmas sino acreditar un paréntesis moral
que el cine moderno impuso a nuestras conciencias".
"En pleno reinado de la postmodernidad,
Antonioni parece estar de sobras -dice el antes mencionado Font-. Por fortuna,
el cine de Antonioni no precisa de jurisdicciones ni fulguraciones maníacas.
Ninguno de sus films es tan árido, frío y dogmático como los conceptos
utilizados en su crédito pudieran
hacernos sospechar. Sus propuestas exploran los síntomas del hombre moderno de
forma menos dogmática que el veredicto de sus críticos. Y, desde luego, su obra
es tan determinante para la cultura contemporánea que puede soportar los
vaivenes -de admiración o de recelo- de las épocas y los cambios de escala,
algo que apenas soportan la mayoría de
sus discípulos. Se trata, pues, de navegar por las figuras distintivas del
particular estilo de Antonioni buscando modos de uso, pistas de reconocimiento
para proyectar algunas interrogaciones sobre nuestro presente. Movernos cual sonámbulos- espectros entre la
neblina, como los personajes antonionianos- para plantear cuestiones en torno a
su cine, a la fuerza hipnótica de muchas de sus películas y la turbulencia
secreta que hoy todavía segregan, tal vez porqué los lugares siguen siendo
frágiles y los tiempos inhabitados. Y porque la imagen fílmica se agota entre la
fragilidad y la incertidumbre, flota entre experiencias transitorias en cuyo
curso catastrófico nos sentimos arrastrados y pocos cineastas contemporáneos
han sido tan sensibles al carácter fúnebre del gesto cinematográfico y a la
inexorable disolución de sus fundamentos como Michelangelo Antonioni".
Marcelo
Figueras (1962) es un novelista, guionista cinematográfico y
periodista argentino que publicó su primera novela -"El muchacho peronista"- a
los treinta años. Luego vinieron otras, como "El espía del tiempo", "Kamchatka", "La batalla del calentamiento", "Aquarium", "El año que viví en peligro" y "Gus Weller
rompe el molde", varias de ellas traducidas a numerosos idiomas. También es
autor de "Jim Morrison. Una plegaria americana", una biografía del mítico
cantante de The Doors. Ha trabajado en revistas como "El Periodista", "Humor", "Fierro" y el mensuario "Caín", del que fue director. También ha escrito para la
revista española "Planeta Humano" y el diario "El País", y fue editor de los
suplementos "Espectáculos" y "Cultura" y de la revista "Viva" del diario "Clarín".
En el ámbito cinematográfico ha escrito los guiones de "Plata Quemada", "Kamchatka", "Peligrosa obsesión", "Rosario Tijeras" y "Las viudas de los jueves", con
los que ganó varios premios. Cuando, tras el fallecimiento de Antonioni, el
diario "Página/12" dedicó buena parte de su suplemento
"Radar" a recordar su obra, Figueras participó con su texto "El ojo
que se mira a sí mismo" para homenajearlo. Como otros, también eligió el film
"El pasajero", famoso, entre otras cosas, por contener sobre el final uno de
los planos secuencia más complejos que se recuerden.
De algo
más de seis minutos de duración, la escena comienza en el interior de una
habitación mostrando a Jack Nicholson (1937), el protagonista principal de la
película, tumbado en la cama y la cámara enfoca el exterior a través de los
barrotes de una ventana. Es una polvorienta plaza en algún lugar al norte de Africa.
La cámara se acerca lentamente a la ventana, atraviesa los barrotes y la escena
continúa, girando en el sentido de las agujas del reloj, hasta completar 360
grados. Sin un solo corte, la cámara enfoca de nuevo la habitación desde el
exterior. Para realizarla, Antonioni colocó la cámara dentro de una esfera para
que el viento no distorsionara la nitidez de la imagen y rodó por la tarde,
cerca del anochecer, aprovechando que la luz más brillante estaba cerca de la
ventana. Necesitó de un raíl colocado en el techo de la habitación desde el
que colgaba la esfera, y de una grúa de treinta metros de altura en el
exterior de la que pendía un gancho que recogía la cámara. Además, los barrotes
de la ventana estaban montados sobre bisagras, de modo que cuando la cámara estuviese
lo suficientemente cerca como para que dichos barrotes quedaran fuera del campo
de visión, se abriesen hasta que la grúa pudiera hacerse cargo de la
continuación de la secuencia sin interrupción alguna. Antonioni dirigió
todo el proceso desde una furgoneta situada en el exterior, a través de
monitores y micrófonos mediante los que comunicaba las instrucciones paso a
paso y dirigía a los operadores.
Volví a
ver (a ver) "El pasajero" apenas me enteré de la noticia. Entonces tuve la
sensación de que Antonioni la había concebido como quien corre una carrera
contra el tiempo, o cuanto menos contra la ceguera. Quiero decir: como si
hubiese sabido en 1975 que ya no le quedaba margen para otra cosa que no fuese
ver lo esencial.
La gente
habla siempre del complicado plano secuencia del final, pero mi escena favorita
(la estoy viendo) es una de factura sencillísima. Me refiero a aquella en que
el hombre criado por su tribu para desempeñarse como brujo desoye las preguntas
del periodista Locke (Jack Nicholson) y se adueña de la cámara. El gesto es
simple, pero su significado no ha perdido un ápice de su revulsión. Y no hablo
tan sólo en términos políticos, aunque la lectura sea tentadora: el hombre del
tercer mundo apropiándose de la mirada que hasta entonces era patrimonio
exclusivo del primer mundo (Locke es nacido inglés y criado estadounidense,
una proximidad histórica que volvió a ser promiscuidad a la luz del reciente
encuentro entre Brown y Bush. Brown-Bush, la broma queda picando. Estos dos
actúan como si el mundo entero fuese vello púbico y cada uno de ellos una hoja
de la tijera).
Creo que Antonioni apunta a algo más hondo. El aprendiz de brujo
sabe lo que dice cuando sugiere a Locke que aprenderá muy poco de esa
entrevista que pretende hacerle, de no mediar antes ese cambio en el eje de la
cámara; lo único que puede proporcionarle luz es el acto de volver sobre sí
mismo el ojo clínico, impiadoso con que suele interpelar a los demás. El cuadro
que incluye entonces a Locke es revelador: lo muestra inquieto, desnudo,
víctima del temblor de la falsificación.
Cuando
paso mucho tiempo sin ver "El pasajero", la reedito en mi cabeza e imagino que
esta secuencia es la que abre la película, porque es la que determina el
quiebre de su protagonista, la que explica por qué Locke se deshace de su
propia piel para intentar vivir la vida de otro, un otro que no ha sido elegido
cuidadosamente porque no es necesario, cualquier otro sirve, hasta el destino
de camarero que imagina en un momento le resulta más real que su prestigioso
presente de profesional.
Sobre el final, el personaje de Maria Schneider le
dice: "Qué horrible debe ser quedarse ciego" (el comentario suena con horror
anticipatorio a la luz de la ceguera que torturó a Antonioni en sus últimos
tiempos). A lo que Locke, este cazador cazado, este ojo que al fin se ha
contemplado a sí mismo en todo su esplendor y su miseria, le responde con una
historia con aire de parábola. Había una vez un ciego a quien una oportuna
cirugía le devolvió la vista. Al principio se sintió feliz, estaba la vivacidad
de los colores, la expresividad de los rostros. Pero con el tiempo empezó a
percibir lo demás: la mugre, la fealdad. Decepcionado por lo que le devolvían
estas imágenes, terminó optando por el suicidio.
Hay algo más importante que la
posibilidad de mirar, sugieren Locke/Antonioni. Lo que se dice mirar, mira
cualquiera; Locke mismo vivía con su cámara colgada del hombro, como cualquier
director de cine que se precie. Lo esencial es hacerse del coraje que requiere
ver. Verlo todo, empezando por uno mismo. El aprendiz de brujo lo tenía claro,
ese cambio de eje de la cámara en 180 grados es un giro copernicano para el
alma del que ya no se vuelve.
Si tuviese
que escoger una escena que sintetice qué es el cine y cuál es su poder -ese
estado de gracia al que accede ocasionalmente, pero que comparte con tanta
generosidad-, me quedaría con esta secuencia de "El pasajero". Porque narra algo
que nos es tan esencial, y con tanto arte, que seguirá resonando dentro de mil
años.