La década de los '70 comenzaría con "Beröringen" (El
toque), su primera película rodada íntegramente en inglés y también, quizás, uno
de las más flojas e inconexas de su carrera. Producida puramente para el
mercado hollywoodense, supuso uno de sus mayores fracasos de crítica. Pero
luego llegaría "Viskningar och rop" (Gritos y susurros), una obra preciosista y
atormentada, de intachable fotografía y escaso diálogo, que se encumbraría
entre las más aplaudidas del director sueco. Durante 1971 y 1972, mientras rodaba
y ajustaba este film, escribió un texto que es en cierto sentido su libreto. En
forma similar a lo que hiciera con otros films, Bergman redactó una versión
preliminar en la que figuran la anécdota y solamente algunos de los diálogos,
pero sin ninguna indicación de técnica cinematográfica: ni primeros planos, ni
fundidos, ni movimientos de cámara. Sólo hay algunas explicaciones
incidentales sobre los personajes y la acción. Estas obsesiones, a veces
poéticas y a veces truculentas, fueron la materia prima con la que Bergman dio
forma a sus films más sentidos, films en los que en la vida interior de los
personajes se alternan el pasado, el infierno, el amor, la búsqueda de Dios y,
a veces, el toque grotesco o cómico de una pesadilla recordada en la lucidez. De
todas maneras, esto constituyó tan sólo un costado de Bergman. Hubo otra
vertiente en la que un Bergman profesional, ordenado y metódico, trabajó sus
obsesiones y las convirtió en relatos cinematográficos para consumo ajeno. Sus
mejores films nacieron de esa armonización. A la inversa, también realizó films
en los que las obsesiones no estaban todavía manejadas por una competencia
profesional y derivaban a relatos irregulares, con baches, asperezas y
excesos, y otros films que, en el otro extremo, parecieron hechos por un
artesano sin suficiente inspiración, como un juguete o como una concesión a
poderosos mecanismos comerciales.
En perspectiva, puede afirmarse que "Gritos y
susurros" integra la mejor parte de la obra de Bergman. "A través de tres
décadas de cine -escribió el crítico uruguayo Homero Alsina Thevenet (1922-2005)
en la revista 'Filmar y Ver' nº 2 de septiembre de 1973-, Bergman ha mantenido
una fidelidad consigo mismo de la que sería difícil encontrar parangón en todo
el cine. En su propio texto descriptivo sobre 'Gritos y susurros' se adelanta a
advertir que temas, intérpretes y personajes son con escasas variantes los
mismos de siempre ('sólo que ahora somos todos un poco más viejos') y
efectivamente sería fácil enlazar las ideas de este asunto con las de varios
precedentes del mismo Bergman. Eso es cierto en el detalle de las secuencias pero
mucho más cierto en la temática general y en las inquietudes que transporta a
su espectador. Con obstinación que supone un fundamento, Bergman se niega a
tratar problemas sociales o económicos, ni historias de acción o de suspenso.
Su mundo propio es el de las relaciones humanas, en términos de padres e hijos,
maridos y esposas, patrones y sirvientes, más las inquietudes sobre Dios, el
nacimiento, la muerte o el infierno, que conforman todo un costado metafísico.
Esa obstinación ha conquistado para Bergman el rechazo de algunos observadores por
no ser bastante moderno: la simple respuesta es que la obra de Bergman no
necesita ser actual porque ha llegado a ser permanente".
La década
se completó con "Scener ur ett äktenskap" (Escenas de la vida conyugal), uno de los
mejores ahondamientos en las relaciones de pareja llevados a la pantalla; "Trollflöjten" (La flauta mágica), en la que la ópera de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791)
es convertida en una fábula moral con ecos de la dramaturgia escénica teatral entremezclados
con el lenguaje fílmico; "Ansikte mot ansikte" (Cara a cara), una película de una
crudeza brutal y sumamente onírica en la que ahondó de la forma más oscura en
la psique de una protagonista perturbada; "Ormens ägg" (El huevo de la serpiente),
un curioso análisis del nazismo ambientado en el Berlín de los años
'20; y "Höstsonaten" (Sonata de otoño), un film en el que exploró la relación
filial sin edulcorantes, un conflicto entre una madre y una hija signado por un
alto voltaje de amor y de odio, de cariño y al mismo tiempo rencor por viejas
cuentas del pasado no saldadas.
Ya en los
años '80, Bergman anunciaría su intención de retirarse de la pantalla grande
para dedicarse exclusivamente al teatro. Alcanza a filmar "Aus dem leben der marionetten" (De la vida de las marionetas), un retrato complejo y estremecedor de un
psicópata cuyas vicisitudes son narradas en forma semidocumental con diálogos deliberadamente
inverosímiles y el uso de planos cortos y frontales; y, en 1982, presentó el
que tal vez sea su film más autobiográfico, "Fanny och Alexander" (Fanny y Alexander),
en el que aclaró retrospectivamente los grandes temas de su obra. De ella el
mismo autor comentó: "Por fin quiero dar forma a la alegría que, a pesar de
todo, llevo dentro de mí y a la que tan rara vez y tan vagamente doy vida en mi
trabajo". Para entonces Bergman -ese "pequeño esqueleto con una nariz grande y
roja" como anotó con decepción la madre en su diario pocos días después del
parto- había llegado a convertirse en un realizador esencial de la historia del
cine y en la más valiosa carta de presentación ante el mundo que tuvo su país
durante décadas. Desde algo más de medio siglo, cuando su obra empezó a tener
difusión internacional, Bergman se transformó en sinónimo de Suecia.
Rodrigo Fresán (1963), narrador y periodista argentino, participó en el homenaje que el diario "Página/12" realizara a Bergman tras su fallecimiento con un artículo titulado "La sagrada familia". Nacido en Buenos Aires y radicado en Barcelona desde 1999, obtuvo un cierto reconocimiento literario en los medios culturales argentinos merced a sus frecuentes colaboraciones publicadas en distintos diarios y revistas a partir de 1984, escribiendo sobre los más variados temas: música, cine, gastronomía y crítica literaria. Ha publicado los libros de cuentos "Historia Argentina", "Vidas de santos" y "Trabajos manuales"; y las novelas "Esperanto", "La velocidad de las cosas", "Mantra", "Jardines de Kensington", "El fondo del cielo" y "La parte inventada". Escribe regularmente crónicas para el diario argentino "Página/12", y textos de crítica literaria en la revista "Letras Libres" y en el suplemento cultural del periódico "ABC" de España. También ha prologado y traducido obras de los escritores norteamericanos John Cheever (1912-1982) y Carson McCullers (1917-1967), entre otros. Buena parte de su obra ha sido traducida a múltiples lenguas y muchos de sus cuentos han aparecido en diferentes antologías en Argentina, España, México e Inglaterra.
Por un lado están las películas que nos gustan mucho y, por otro -pero no muy lejos- están las películas que decidimos poseer y hacer nuestras. Tanto en sentido espiritual como físico, la revolución tecnológica en lo doméstico que venimos disfrutando en los últimos años (y padeciendo como una suerte de carrera armamentística imposible de concluir) nos ha dado la oportunidad de ir construyendo nuestra propia cinemateca como hermana siamesa de la biblioteca. Y, de acuerdo, todavía es más mecánicamente complejo ojear una película que hojear un libro; pero aún así ahí están todas imágenes, dormidas o en trance, esas cajitas zombis dispuestas a que las resucitemos electrizándolas cuando se nos antoje.
Rodrigo Fresán (1963), narrador y periodista argentino, participó en el homenaje que el diario "Página/12" realizara a Bergman tras su fallecimiento con un artículo titulado "La sagrada familia". Nacido en Buenos Aires y radicado en Barcelona desde 1999, obtuvo un cierto reconocimiento literario en los medios culturales argentinos merced a sus frecuentes colaboraciones publicadas en distintos diarios y revistas a partir de 1984, escribiendo sobre los más variados temas: música, cine, gastronomía y crítica literaria. Ha publicado los libros de cuentos "Historia Argentina", "Vidas de santos" y "Trabajos manuales"; y las novelas "Esperanto", "La velocidad de las cosas", "Mantra", "Jardines de Kensington", "El fondo del cielo" y "La parte inventada". Escribe regularmente crónicas para el diario argentino "Página/12", y textos de crítica literaria en la revista "Letras Libres" y en el suplemento cultural del periódico "ABC" de España. También ha prologado y traducido obras de los escritores norteamericanos John Cheever (1912-1982) y Carson McCullers (1917-1967), entre otros. Buena parte de su obra ha sido traducida a múltiples lenguas y muchos de sus cuentos han aparecido en diferentes antologías en Argentina, España, México e Inglaterra.
Por un lado están las películas que nos gustan mucho y, por otro -pero no muy lejos- están las películas que decidimos poseer y hacer nuestras. Tanto en sentido espiritual como físico, la revolución tecnológica en lo doméstico que venimos disfrutando en los últimos años (y padeciendo como una suerte de carrera armamentística imposible de concluir) nos ha dado la oportunidad de ir construyendo nuestra propia cinemateca como hermana siamesa de la biblioteca. Y, de acuerdo, todavía es más mecánicamente complejo ojear una película que hojear un libro; pero aún así ahí están todas imágenes, dormidas o en trance, esas cajitas zombis dispuestas a que las resucitemos electrizándolas cuando se nos antoje.
Dicho
esto, confesaré sin problemas que la única película que tengo en casa de Ingmar
Bergman es "Fanny y Alexander". Dos veces. En dos versiones. La que se estrenó en
los cines del mundo (de 188 minutos, que puede definirse como un "bildungsroman",
y que Bergman desarmó armando "con dificultad, como si cortara los nervios de
su cuerpo"), y la que se emitió como miniserie por la televisión sueca (de 312
minutos y que crece a barroco retrato de familia). Ambas editadas y corregidas
y aumentadas con abundante material extra por la nunca del todo bien ponderada "The Criterion Collection". Y otra
confesión: no las vi nunca en esta presente y nueva encarnación aunque sí vi
hace tiempo ambas versiones de "Fanny y Alexander". La cinematográfica, en el
momento del estreno internacional, en una sala de la calle Carlos Pellegrini
cuyo nombre no recuerdo y que -en su momento- se enorgullecía de sus
proyectores última generación. La televisiva, en un DVD que me compré en Londres a finales del 2003 y que vi de regreso
en Barcelona una noche fría de enero del 2004.
Y cosas
que recuerdo (y que nunca olvidaré) de "Fanny y Alexander" sin necesidad de
volver a verla: el teatro en miniatura y el traje de marinerito de Alexander, los
ojos de quien se sabe demasiado pequeña para sentir tanto miedo de Fanny, la
larga intro navideña donde se baila recorriendo toda la mansión del clan
Ekdahl, los pedos flamígeros del tío Carl (consulto nombres de personajes en el
cuadernillo de 35 páginas), la visita de los fantasmas de parientes fallecidos,
la sirvienta embarazada, la torpe puesta en escena de Shakespeare a cargo de la
compañía familiar (toque genial: los Ekdahl son, todos, muy malos actores sobre
las tablas pero excelentes intérpretes de sus propias existencias), la muerte
del padre, las malas palabras como mecanismo de defensa durante la procesión
funeraria, las paredes desnudas en la casa del vampírico obispo Vergerus y sus
monstruosas hermanas dignas de "fairy tale", la tienda de antigüedades del amigo
judío y cabalista Isak Jacobi, y el hermafrodita Ismael y la momia viviente que
allí moran, Dios materializándose en una marioneta, la mágica operación rescate
de los niños, la terrible muerte del malo y los dos bautismos finales que
cierran el círculo con otro gran jolgorio tribal.
Y descubro
que recuerdo muchos más momentos de "Fanny y Alexander" que aquello que sucedió
en una olvidable película que vi ayer. Y hasta es probable que recuerde cosas
que nunca estuvieron allí pero es como si estuvieran y supongo que ése es uno
de los signos inequívocos del Gran Arte: seguir creciendo, creando sobre sí
mismo valiéndose de nuestros sueños despiertos, negarse a ir a dormir para
seguir jugando un rato más.
Dije antes
que "Fanny y Alexander" -considerada por muchos y por su mismo creador la summa
creativa de una carrera al punto de que, luego de ganar el Oscar, el Golden
Globe y el Bafta Award, Bergman anunciara su adiós al cine ("mi amante") para
regresar al teatro ("mi esposa")- es la única película que tengo del director
sueco y es más que probable que esta situación no vaya a modificarse. Me
explico: comprendo y respeto el talento de Bergman, pero siempre lo he sentido
como algo ajeno y generacional. Tal vez porque el nombre Bergman resonó tanto
como el de Coca-Cola durante mi infancia y por eso lo perciba como algo que "no
se toca" por considerarlo propiedad de mis padres y de sus amigos (que iban a
ver a Bergman como quien va a recibir instrucciones para solucionar o complicar
su vida, mejor, como quien va al psicoanalista) y cuyos códigos de conducta
todavía hoy no consigo entender del todo. He visto buena parte de sus
películas, sí, pero siempre como desde afuera. Distantes me resultan sus
interiores matrimoniales que presagian la uniformidad supuestamente personal
del Mondo Ikea, Liv Ullmann nunca me movió un pelo, siempre me irritaron sus
primeros planos donde comulgan frentes y perfiles (truco que se robarían los
millonarios de Abba para sus muy pobres videos), y jamás le perdonaré la
nefasta influencia (aunque no sea su culpa) ejercida sobre Woody Allen.
Tal vez
tenga que decir que -ya desde entonces- yo era más de Fellini. Y ahora se me
ocurre que tal vez "Fanny y Alexander" sea y funcione como el "Amarcord" de Bergman
compartiendo con el cineasta italiano las mismas intenciones: proponer a la
sagrada familia como entidad indestructible y sublimar lo autobiográfico (se
sabe que el padre de Bergman fue un estricto clérigo que alcanzó la posición de
capellán de la Corona) hasta que alcance las alturas de lo mítico y lo mágico
y, sí, lo popular. De ahí que muchos acólitos, en su momento, le reprocharon a "Fanny y Alexander" su "accesibilidad" y cierta "clara necesidad de agradar al
gran público". Lo siento (poco) por ellos y por sus exigencias autoflagelantes
dignas de Vergerus. Lo que a mí más me gusta de "Fanny y Alexander" es,
justamente, el modo en que Bergman se las arregla para congeniar su mundo
personal con la gran tradición universal: ahí están Shakespeare (varias tramas
de la trama pueden entenderse como variaciones sobre "Hamlet"), Ibsen, Dinesen,
Strindberg, Walser, Kafka, Mann, Dickens, Schulz, Von Kleist, pero también (o
al menos así lo sentí yo) Irving y Millhauser y Bradbury y Davies y hasta esa
formidable novela sobre el bombardeo al núcleo de la sangre compartida que es "El resplandor" de King con, para mí, una perdonable pero inexplicable
imperfección: la ausencia de Max von Sydow -que hubiera sido un gran Jacobi- en
su robusto reparto.
Y El Tema,
claro: la infancia como territorio liminar y frontera de absolutamente todo y
el modo en que la imaginación desbordante de un niño acabará -luego de
múltiples penurias y aventuras- encarrilándose hacia una recta vocación
artística por más que a la autoridad no le cause la menor gracia y sí un
inconfesable temor hacia todo aquello que no puede gobernar y someter aplicando
la doctrina de rezos y mandamientos.
"El hacer
películas tiene para mí sus raíces en el mundo de la niñez, el piso más bajo de
mi taller", escribió Bergman en un artículo de 1954. Tiempo después, a
propósito de la planificación de "Fanny y Alexander", apuntó: "Jugando puedo
superar la angustia, aflojar las tensiones y triunfar sobre toda destrucción. Finalmente
quiero enseñar el gozo que llevo dentro de mí a pesar de todo. Un gozo al que
en tan pocas ocasiones y tan pobremente le he dado espacio en mi obra. Poder
retratar esa energía e impulso, esa capacidad de vivir, esa amabilidad... No
estaría mal conseguirlo no más sea por una vez".
De ser
así, "Fanny y Alexander" es el deseo concedido. Es sótano pero también recámaras
y altillo y pararrayos y todos esos relámpagos. Pensar en "Fanny y Alexander" -viaje extático a la pérdida de un paraíso por el sólo placer de recuperarlo
luego de una temporada en el infierno- como en la combada cúpula del universo,
estrellas pintadas de dorado, algo inmenso pero que al mismo tiempo cabe en las
manos de un niño. Un niño que juega y ordena y desordena y, sí, dirige, como un
pequeño pero poderoso dios, las piezas de una diminuta escenografía
inmensamente detallada mientras, ahí, al fondo de un pasillo de una casa donde
se preparan los festejos de una larga noche, de pronto y sin aviso, una estatua
decide moverse. Y -ahora
presiono "play", ahí está, vuelvo a verla- se mueve por amor al arte.