1. Introito personal
Allá por 1689, el filósofo inglés John Locke (1632-1704) decía en su
“An essay concerning human understanding” (Ensayo sobre el entendimiento humano),
que “cada paso que dé la mente en su marcha hacia el conocimiento, descubre
algo que no sólo es nuevo sino lo mejor, al menos hasta ese momento. Porque el
entendimiento, como el ojo que juzga los objetos sólo con mirarlos, no puede
menos que alegrarse con las cosas que descubre”. Para intentar llegar a ese
conocimiento y disfrutar de su adquisición, se debe investigar a partir de las ideas
que surgen tanto de las experiencias individuales como colectivas, de las
lecturas, de la observación de sucesos circunstanciales, de las reflexiones y
creencias propias y ajenas, y aún de los problemas que surgen en la vida
cotidiana. El objetivo debería ser, en definitiva, enriquecer la lógica del
pensamiento haciendo análisis que permitan facilitar las herramientas
necesarias para despertar una cultura no desde una visión individualista sino desde
una óptica social, dado que, por más que el sistema imperante promueve
descaradamente el egocentrismo, los seres humanos conviven y se relacionan dentro de un mismo
espacio y ámbito cultural: la sociedad.
“Qué clase de filosofía se elige depende de qué clase de hombre se es”,
aseguraba el filósofo alemán Johann Fichte (1762-1814) en su “Wissenschaftslehre”
(Doctrina de la ciencia), y el hombre es, por naturaleza, un ser social. De
allí la importancia de la filosofía social, aquella que estudia las relaciones
humanas y las condiciones necesarias para constituir una sociedad, para buscar
la integración entre los individuos y esa sociedad y, también, la trascendencia
de dejar de lado el intento de explicar por la vida personal lo que sólo
encuentra explicación en la vida social. Esa búsqueda no implica que se
priorice lo social sobre lo individual, sino que trata de introducir una
concepción del hombre radicalmente diferente a la que rige en la filosofía individualista
que sólo busca que los seres humanos actúen según su propio criterio y no de
acuerdo con el de la colectividad, algo que contradice la realidad efectiva de
los hombres. Porque es indudable que, si bien el contexto en el que se actúa,
el entorno en el que se vive no determina necesariamente el pensamiento, sí lo condiciona.
Un individuo sólo podrá elaborar pensamientos fecundos en la medida en que
responda efectivamente a los problemas reales que provienen de ese contexto, de
ese entorno.
La historia nos demuestra que ninguna idea de ningún pensador ha sido
realmente fecunda si no surgió como respuesta a los problemas que les eran planteados
por su propio contexto socio cultural. Filósofos como Descartes, Spinoza,
Leibniz, Kant, Rousseau, Hegel, Marx, Weber -por citar sólo algunos clásicos- desbordaron
continuamente los marcos ideológicos de las sociedades en las que vivían. Ninguno
de ellos fue un mero ideólogo; fueron pensadores preocupados por el ser humano
como tal y todos ellos bregaron por la realización de mejores sociedades que
las que les tocó vivir. Todos, cada cual a su manera y entendimiento,
intentaron ayudar al ser humano a conocerse mejor, a tomar conciencia de las estructuras
de organización social en las que se encontraban subsistiendo, a advertir cómo el
contexto histórico, el entorno corriente, influían en su vida cotidiana, en sus
costumbres, en su cultura. De allí que resulte tan veraz la afirmación del
médico psiquiatra y psicólogo suizo Carl Gustav Jung (1875-1961): “La libertad
se extiende sólo hasta los límites de nuestra conciencia”.
Evidentemente, si la conciencia de un individuo es reducida, también
lo será su libertad. La realidad histórica es singular e irreversible, y el
hombre, al no comprender, actúa a destiempo y resulta víctima del desacuerdo
objetivo que existe entre esa realidad y la imagen que de ella se forma. Por
eso la importancia de pensar, de reflexionar, de interpretar la sociedad que nos
rodea, la situación y el propósito que nos llevó a una situación particular en un
momento particular, para poder evaluar y aceptar o rechazar los significados
que construye esa sociedad. Resulta indispensable entonces, para existir como
ser humano, tener conciencia de sí mismo y ser capaz de tomar decisiones. El filósofo
alemán Georg W. F. Hegel (1770-1831), desde su idealismo, en su obra “Phänomenologie
des geistes” (Fenomenología del espíritu) definía tres etapas en la adquisición
de conciencia. La primera de ellas, la sensibilidad, si bien es indispensable
no por ello deja de ser abstracta, ya que genera una multitud de perspectivas
que hacen imposible la unificación de la experiencia; la segunda, la percepción,
en la que, dado que el objeto de análisis posee múltiples propiedades, éste
sólo es lo que se aprecia a simple vista sin distinguir sus aspectos objetivos de
los subjetivos. Recién en la tercera etapa, la del entendimiento, la conciencia
se percatará de que el objeto cobra entera objetividad al hacerse plenamente
inteligible y racional pues la estructura del objeto y la del sujeto coinciden.
La conciencia es uno de los conceptos básicos fundamentales de la vida
social, de los cuales se hacen usos frecuentes y diversos. Una definición usual
de la conciencia es aquella que habla del conocimiento que el ser humano posee
sobre sí mismo, sobre su existencia y su relación con el mundo. Pero esto no es
habitualmente así, nada se gana con conocer la diferencia entre lo correcto y
lo incorrecto si no se actúa en consecuencia, esto es, con discernimiento. Y
para llegar a ese raciocinio es necesario tomar conciencia. La toma de
conciencia es, por encima de todo, un despertar. Es abrir los ojos desde el
interior para hacer consciente lo inconsciente y así poder entender por qué algo
es correcto y algo no lo es; es analizar de forma más compleja la realidad
social, es advertir cómo funciona el entorno para evaluarlo e idear resoluciones.
Jean Paul Sartre (1905-1980), filósofo, novelista, dramaturgo y crítico
literario francés, decía en “L'existentialisme est un humanisme” (El
existencialismo es un humanismo) que la conciencia sin contenido no es nada,
que necesita como referente al mundo. Es libertad indeterminada frente a una
realidad que no tiene transparencia, que es opacidad, es oscuridad. Sólo al
develar la realidad, la conciencia alcanza su propia entidad, se revela como
existente. Entonces, la conciencia es existencia y la conciencia como
existencia es acción. El movimiento por el cual la conciencia se vincula con el
universo para iluminarlo es un acto de libertad. De esta manera, para la
filosofía existencialista, es el conocimiento humano el que ha ido develando y
construyendo la estructura de la realidad.
Indudablemente, una forma de imbuirse en el conocimiento es la
lectura. La palabra escrita ocupa un papel central como fuente primaria de
información, como instrumento fundamental para la adquisición de cultura y como
herramienta indispensable para participar socialmente o construir subjetividades.
El historiador Roger Chartier (1945) dice en “Pratiques de la lecture”
(Prácticas de la lectura) que “la lectura no es solamente una operación
intelectual abstracta: es una puesta a prueba del cuerpo, la inscripción en un
espacio, la relación consigo mismo o con los demás”. El acto de leer es mucho más
que simplemente recorrer con los ojos las palabras de un texto. Es establecer
un vínculo con dicho texto que involucra al lector intelectual y
emocionalmente. Es una práctica activa, dinámica; es sumergirse en un mundo de
desarrollo de la imaginación, de despertar la capacidad de fantasía para trasladarse
a otros tiempos y a otros lugares, de envolverse en tramas que transforman y
permiten vivir otras vidas. La lectura es, en definitiva, un camino hacia la
comprensión e interpretación del conocimiento.
Pero no sólo se leen libros, también puede hacérselo con revistas, con
diarios y con todos los medios de comunicación y de información digitales que
abundan en la actualidad. Cualquiera que sea la modalidad, la idea es que tanto
unos como otros nos permitan cimentar el conocimiento y desarrollar
experiencias que mejoren nuestra comprensión del entorno, para lo cual es
necesario no leer exclusivamente como pasatiempo o por el mero placer de
hacerlo, sino también realizar una lectura crítica y analítica de los mensajes
que se reciben de ellos. Sobre todo con los medios periodísticos, en los que
hoy incuestionablemente abundan de manera descarada el tratamiento poco
riguroso de temas que no son de interés público y las notas tendenciosas que
tergiversan la verdad en concordancia con determinados intereses privados.
Obviamente esto no es casual; el hecho de no mostrar hechos esclarecedores de la
contingencia apunta a hacer de los lectores parte de una puesta en escena
conveniente para el poder dominante de turno, a sabiendas de que las opiniones
o afirmaciones vertidas serán aceptadas por los lectores como verdaderas en el
contexto de la vida cotidiana. De allí la imperiosa necesidad de cultivar un
pensamiento crítico, esto es, asumir una actitud intelectual en la que impere
el razonamiento. No sólo informarse, también formarse o, dicho en otras palabras,
tomar conciencia.
Este recurso es uno de los que llevó a quien esto escribe a exponer
una serie de apuntes sobre diversos temas vinculados con las ciencias sociales,
ciencias que siempre han promovido polémicas y cuya cientificidad, tal vez hoy
más que nunca, genera profusos debates. El otro motivo que generó tal
emprendimiento está emparentado con el ejercicio de la memoria. Son los recuerdos,
remembranzas, rememoraciones o como quiera que se prefiera llamar a la
evocación de experiencias vividas en el pasado que se hicieron presentes en una
actualidad signada por la barbarie globalizada de un sistema económico social
sumergido en una crisis inusualmente prolongada. Hoy, en distintos puntos del
mundo (y sobre todo en los países menos desarrollados) son perceptibles las
políticas de explotación aplicadas por los gobiernos -sea cual sea su coloración
política- que evidencian los diseños impuestos por el gran capital, principal
beneficiario de la financiarización de la economía y la desarticulación de los
aparatos productivos. Al intentar analizar y caracterizar al capitalismo del
siglo XXI con el fin de precisar sus rasgos, sus tendencias, sus
contradicciones y su impacto sobre el conjunto de la sociedad, resultó
inevitable caer en las reminiscencias de un pasado no tan lejano.
Vale la pena recordar que la teoría de la reminiscencia -una teoría
del conocimiento según la cual conocer es recordar- tiene sus orígenes en “Phâidros”
(Fedro), la obra que el filósofo griego Platón de Atenas (427-347 a.C.)
escribiese en el año 370 a.C., aunque fue a partir de la publicación en 1748 de
“A treatise of human nature” (Tratado de la naturaleza humana) por el filósofo escocés
David Hume (1711-1776) que dicha teoría cobró mayor notoriedad. Un siglo y
medio más tarde, el filósofo inglés Bertrand Russell (1872-1970) diría en “The
problems of philosophy” (Los problemas de la filosofía) que si nuestra memoria
no funcionara simplemente no sabríamos que hay un pasado que recordar. “Este
conocimiento inmediato por la memoria es la fuente de todo nuestro conocimiento
concerniente al pasado. Sin él, no podría haber conocimiento del pasado por
inferencia, puesto que nunca sabríamos que hay algo pasado que inferir”. Y para
quien esto escribe, había muchísimo pasado por inferir. En los años ’70, la
dependencia económica ya era un gran problema de los países del Tercer Mundo, y
la llamada “liberación nacional” se había convertido para muchos en un imperativo
político fundamental. La Argentina vivía un período en el que la inestabilidad
institucional y el agudo enfrentamiento social se combinaron con procesos de
modernización cultural y una fuerte radicalización política. La creciente
ilegitimidad del Estado y de las instituciones democráticas creció a la par del
desprestigio de los partidos políticos, las fuerzas armadas, los sindicatos y otras
organizaciones tradicionales, lo que favoreció la emergencia de ideales, actores,
discursos y prácticas de corte revolucionario. En el centro de los debates de
aquellos años lo que circulaba era la política y la idea de una revolución.
En los barrios, en las escuelas, en las fábricas, en las
universidades, en los espacios públicos, se dio un proceso de formación de
identidad política. Los sucesos de Francia, de México, de Vietnam, de Cuba, de
Chile, pasaron a ser motivo de charlas, de discusiones, de controversias, de
polémicas en la vida cotidiana de muchos argentinos. Desde la sociología suele
definirse a las actividades cotidianas de una sociedad como aquellas que definen
los criterios de normalidad, a partir de los cuales los individuos perciben y
evalúan lo anormal, lo nuevo y lo problemático. Y justamente por ser el espacio
donde se organiza esa percepción, es que lo cotidiano se torna campo de lucha
política. El filósofo y sociólogo francés Henri Lefebvre (1901-1991) publicó
por entonces “La vie quotidienne dans le monde moderne” (La vida cotidiana en
el mundo moderno), ensayo en el cual sostenía que la vida cotidiana era más que
el elemento humilde y sórdido de la vida en general; era también el lugar y el
tiempo donde lo humano se realiza. “Es en la vida cotidiana y a partir de ella donde
se realizan las verdaderas creaciones, las producidas por los hombres en el curso
de su humanización”. Fue precisamente en la cotidianeidad de muchos jóvenes de
entonces que prosperó un clima de ideas de orígenes múltiples pero con rasgos
comunes y movilizadores: la proyección de una sociedad mejor, la percepción de
la liberación como un camino superador. Y para ello era necesaria la militancia
revolucionaria.
En esa coyuntura, el compromiso político y la radicalización ideológica
fueron comunes a muchos jóvenes. En efecto, las expectativas de transformar una
sociedad capitalista en otra en la que prevaleciesen los criterios de justicia
e igualdad social llevaron a muchos jóvenes a interesarse por la acción
política. Y fue mayoritariamente este sector de la población el que se
manifestó fuertemente como un relevante actor social, sobre todo con intereses
vinculados a los sectores más vulnerables de la sociedad. Naturalmente, existían
muchas variantes en torno a esas ideas. Al igual que en muchos otros lugares del
mundo, surgieron organizaciones trotskistas, maoístas, guevaristas,
nacionalistas de izquierda, anarquistas y otras. Podían ser distintas las
concepciones estratégicas o la apreciación sobre los diversos procesos históricos
pero, en general, había consenso en la convicción de que era posible y
necesaria una ruptura profunda con el estado de situación imperante. Todo ello
dentro de un contexto latinoamericano en el que proliferaban gobiernos
conservadores o dictaduras cívico-militares (amparados tanto unos como otras
por los Estados Unidos) que buscaban legitimarse frente al incierto avance socialista.
De modo que la idea de transformar la realidad de acuerdo a los criterios e
ideas de los militantes implicaba ir mucho más allá de los regímenes políticos
existentes en América Latina, incluida la democracia burguesa.
En Argentina, el menor indicio de cambiar hacia un sistema de
organización social y económico basado en la propiedad y administración colectiva
o estatal de los medios de producción era visto por los sectores que ostentaban
el poder, tanto político como empresarial, como una amenaza a la cultura “occidental
y cristiana”, una inmoralidad, algo totalmente ajeno a las buenas costumbres y los
valores tradicionales de la nación. Para esos sectores, los militantes de
izquierda tenían como fin alterar el orden imperante y modificar las costumbres
y el modo de vida habituales. Pero, ¿acaso no es esto uno de los propósitos de
la política? Dice Jacques Rancière (1940), en “Aux bords du politique” (Política,
policía, democracia), que “la política sólo existe por la acción suplementaria
de sujetos que constantemente reconfiguran el espacio común, los objetos que lo
pueblan y los posibles que pueden ponerse en acto”. Así, para el filósofo
francés, estar politizado “es pasar a algún tipo de acción que incida en el
espacio común”. Observaba a su vez el filósofo francés Louis Althusser (1918-1990)
en “Idéologie et appareils idéologiques d’État” (Ideología y aparatos
ideológicos del Estado) que “es vital para las formas de agrupamiento y de
acción de las fuerzas populares reconocer que toda posible vía de escape de la
dominación burguesa requiere dar la palabra a las masas que hacen la historia,
ponerse no sólo a su servicio sino escucharlas, estudiar y comprender sus
aspiraciones y sus contradicciones, saber estar atentos a la imaginación y a la
inventiva de las masas”. Y, efectivamente, aquellos militantes querían escapar
del dominio burgués y estaban sumamente politizados.
Algunos de forma pasiva (ayuda a los habitantes de las villas de emergencias
y de los barrios pobres, como por ejemplo los promovidos por la iglesia, los
sacerdotes tercermundistas y las agrupaciones de jóvenes comprometidos en
diferentes ámbitos de la vida social), aquello que el filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas (1929)
define en “Theorie des kommunikativen handelns” (Teoría de la acción
comunicativa) como “la cooperación entre dos actores que coordinan sus acciones
instrumentales para la ejecución de un plan de acción común”. Otros de forma activa
(homogeneización de ciertos sectores sociales con el objetivo de conquistar el
poder político con una intención emancipadora para beneficio de sus intereses
de clase, como por ejemplo los grupos revolucionarios que promovían la insurrección
por vía de las armas), aquella que el político espartaquista alemán Hans
Kippenberger (1898-1937) precisara en “Der bewaffnete aufstand” (La
insurrección armada) como “la forma más alta de la lucha política del
proletariado cuya condición esencial para su victoria es que los elementos decisivos
del proletariado estén dispuestos a sostener una lucha armada e implacable para
derrotar el poder político de las clases dominantes”.
Tal como lo cuenta la politóloga argentina Pilar Calveiro (1953) en “Política
y/o violencia. Una aproximación a la guerrilla de los 70”, “a partir de la
Revolución Cubana y la Guerra de Vietnam, muchos sectores de izquierda propusieron
la idea que la lucha revolucionaria podría generar conciencia por sí misma sin
necesidad de aguardar a que las condiciones objetivas, materiales, económicas
maduraran. Esto permitía a una generación impaciente por producir cambios sociales
acelerar las ‘condiciones revolucionarias’ para acabar con la injusticia
social. Así nació la teoría del foco. El foquismo cobró gran importancia
principalmente en los países del llamado Tercer Mundo. Estos veían en la lucha
antiimperialista una vía para alcanzar la justicia social en los países
dependientes”. Indudablemente la sociedad transitaba durante esos años por
revoluciones sociales y culturales, una rebelión en la cual los jóvenes tenían
una activa participación. Como bien lo señalara en “The age of extremes” (Historia
del siglo XX) el historiador británico Eric Hobsbawm (1917-2012), “la cultura
juvenil se convirtió en la matriz de la revolución cultural en el sentido más
amplio de una revolución”.
Para algunos sociólogos, aquello fue un movimiento contracultural ya
que, fuese activa o pasiva la actividad que aquellos jóvenes desarrollasen,
implícita o explícitamente rechazaban la vieja ordenación histórica de las
relaciones humanas dentro de la sociedad, expresadas, sancionadas y
simbolizadas por las convenciones sociales. A éstas enfrentaban sus propios criterios
y valores opuestos a los establecidos por los sectores de poder. Es innegable
entonces que lo que se vivía por entonces era una batalla cultural. Para la
dictadura instaurada en 1976 la cultura fue una preocupación clave, y para
controlarla se pusieron en marcha prácticas funcionales y necesarias para el cumplimiento
integral del terrorismo de Estado como estrategia de control y disciplinamiento
de la sociedad argentina. El sólo hecho de poseer libros considerados
“subversivos” e “inmorales” pasó a ser peligroso; tener una biblioteca ya
colocaba a la persona dueña de esos libros en una posición de “enemiga” y, en
su construcción del enemigo, los censores apuntaban no sólo a autores del campo
marxista/socialista sino también perseguían a aquellos que podrían mostrar pautas
distintas a las propuestas por la Iglesia Católica. Así, entre otros cientos de
títulos, fueron censurados “Las venas abiertas de América Latina” de Galeano, “Gracias
por el fuego” de Benedetti, “Alguien que anda por ahí” y “Queremos tanto a
Glenda” de Cortázar, “El beso de la mujer araña” de Puig, “Cuarteles de
invierno” y “No habrá más penas ni olvido” de Soriano, “Rebelión en la granja”
de Orwell, “Crimen y castigo” de Dostoievski, y hasta “El principito” de Saint
Exupéry.
A lo mejor es innecesario decir que todos estos libros (y muchísimos
otros más) quien escribe estas líneas atesoraba celosamente en su biblioteca. Y
tal vez fue por eso que al leer que “la historia deber ser tomada tal cual es,
y cuando ella se permite tan extraordinarios y repugnantes escándalos, debemos
combatirla a puñetazos”, aquella frase que escribiera León Trotsky (1879-1940)
en los albores de la entronización del fascismo en buena parte de Europa,
decidiera qué quería hacer con su vida de allí en más. El Centro de Estudiantes
de la Facultad de Ciencias Económicas fue el espacio elegido para actuar
mientras se pudo. Naturalmente algunas cosas logró consumarlas, muchas otras no
pero, después de tantos años, envuelto en la nostalgia, entre la vigilia y el
sueño -con todos los riesgos concomitantes- sintió la necesidad de rememorar un
poco la historia argentina del último siglo y, a la vez, abrir espacios de
reflexión crítica con el afán de posibilitar el encuentro de nuevos caminos y
nuevas maneras de encarar la compleja relación de las ciencias sociales con la
vida cotidiana de las personas. Por eso la escritura de los breves ensayos que
siguen a continuación.