9 de agosto de 2018

Philip K. Dick: “Escribir es más vigorizante y más activo que la mayor parte de las terapias”

En su ensayo “Les règles de l’art. Genèse et structure du champ littéraire” (Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario), Pierre Bourdieu (1930-2002) hablaba sobre cómo se producían luchas dentro de ese ámbito, esto es, el espacio en el que intervienen las personas que se dedican a la literatura (autores, editores, críticos, traductores). Estas luchas, opinaba el sociólogo francés, solían estar relacionadas con la imposición de aquello que denominó el “gusto legítimo”, una forma de poder que a veces era simbólico y otras veces económico. Una de esas luchas se daba en la determinación de cuáles eran los géneros literarios legítimos -léase “válidos”- para una época determinada. La ciencia ficción, aquel género narrativo que sitúa la acción en unas coordenadas espacio-temporales imaginarias y que especula racionalmente sobre posibles avances científicos o sociales y su impacto en la sociedad, fue sin dudas especialmente válido durante buena parte del siglo XX.
El término “ciencia ficción” nació en 1926 de la mano del escritor luxemburgués Hugo Gernsback (1884-1967), quien lo utilizó en la portada de la que sería una de las más famosas revistas del género: “Amazing Stories” publicada en Estados Unidos. Sin embargo, para encontrar sus orígenes hay que remontarse a 1818, año en que la escritora inglesa Mary Shelley (1797-1851) publicara “Frankenstein”, obra que para los estudiosos del tema es el primer relato de este género. Posteriormente llegarían Edgar Allan Poe (1809-1849) con “The unparalleled adventure of one Hans Pfaall” (La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall) y “Mesmeric revelation” (Revelación mesmérica), Julio Verne (1828-1905) con  “Voyage au centre de la Terre” (Viaje al centro de la Tierra) y “Vingt mille lieues sous les mers” (Veinte mil leguas de viaje submarino), y Herbert G. Wells (1866-1946) con “The time machine” (La máquina del tiempo) y “The war of the worlds” (La guerra de los mundos), relatos todos ellos que, sin dudas, se sitúan dentro de la ciencia ficción.
A mediados del siglo XX, autores como Aldous Huxley (1894-1963), George Orwell (1903​​-1950), Arthur Clarke (1917-2008), Isaac Asimov (1920-1992), Ray Bradbury (1920-2012)​​ o Stanisław Lem (1921-2006) llevaron el género a su mayor esplendor. Fue por entonces cuando un joven nacido en Chicago, Estados Unidos, ingresó a la Universidad de California en Berkeley para estudiar Filosofía, una carrera que abandonaría tras unos pocos semestres para comenzar a escribir en las revistas “Startling Stories”, “Thrilling Wonder Stories” y “Fantastic Universe” de las que había sido un asiduo lector en su adolescencia. Por unos pocos dólares tecleaba ciento veinte palabras por minuto en sesiones de hasta veinte horas diarias. Se trata de Philip K. Dick (1928-1982), uno de los autores de ciencia ficción más carismáticos del siglo XX, quien centraría buena parte de su obra en lo irracional de la sociedad tecnológica contemporánea. Su mundo era el de las corporaciones omnipotentes y monopólicas que manejaban tecnologías para controlar la memoria y los hábitos y modos de vida de las personas; el mundo de las adicciones, de las alucinaciones, de los gobiernos autoritarios, de la paranoia, de las visiones místicas… Mundos paralelos poblados de paisajes apocalípticos y antiutópicos.
“Soy un filósofo que ficcionaliza, no un novelista; mi habilidad de escribir cuentos y novelas es utilizada con el fin de dar forma a mis percepciones”, decía. La pérdida de libertad por parte del individuo y el abuso de cualquier sistema eran algunas de sus grandes preocupaciones. Afirmaba que “la mayor amenaza del siglo XX es el estado totalitario. Puede mostrar muchas formas distintas: el fascismo, los movimientos psicológicos, los movimientos religiosos, los centros de rehabilitación, la gente poderosa, la gente manipuladora; puede darse también en una relación, donde uno es más poderoso que otro psicológicamente”. El mundo capitalista, proverbialmente sacralizado por su presunta libertad de prensa, aparece en sus historias como la materialización de la peor pesadilla imaginable: el estricto control y el drástico disciplinamiento de las consciencias de los seres humanos. En el prólogo de “The exegesis of Philip K. Dick” (Exégesis), el volumen que reúne sus diarios personales publicado treinta años después de su fallecimiento, el escritor estadounidense Jonathan Lethem (1964) manifiesta que  “Dick escribió sobre la ternura, sufrimiento y naturaleza del universo; sobre la esencia de la tragedia; sobre alienígenas de tres ojos; robots hechos de ADN; cultos cristianos antiguos y reprimidos cuyas creencias esenciales predecían la teoría marxista; viajes en el tiempo; radios que siguen tocando después de ser desenchufadas; y la naturaleza verdadera del universo como le fue revelado en el ‘Libro tibetano de la muerte’ entre muchas, muchas otras cosas”.
Marcado por una infancia traumática, llevó una vida de relativa pobreza colmada de visiones místicas, delirios psicóticos y fantasías paranoides que fueron se  multiplicando y profundizando a la par de su adicción a las anfetaminas, los alucinógenos y los barbitúricos. Ello no le impidió escribir treinta y seis novelas y ciento veintiún relatos cortos, una obra que trasciende su encasillamiento en la ciencia ficción al colmarla de temas metafísicos, sociológicos, políticos y teológicos que están implícitos en cada una de sus historias. Así, por sólo citar algunas, publicó “Do androids dream of electric sheep?” (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?), “The man in the high castle” (El hombre en el castillo), “The transmigration of Timothy Archer” (La transmigración de Timothy Archer), “Flow my tears, the policeman said” (Fluyan mis lágrimas, dijo el policía), “A scanner darkly” (Una mirada a la oscuridad) y “The three stigmata of Palmer Eldritch” (Los tres estigmas de Palmer Eldritch). Lo que sigue es un compendio editado de las entrevistas que Dick concedió a Arthur Byron Cover, Paul Williams y John Boonstra, publicadas en las revistas “Vertex” (1974), “Rolling Stone” (1974) y “The Twilight Zone Magazine” (1982) respectivamente.


Algunas veces parece que el mundo en general es como una novela de ciencia ficción, y no necesariamente una apacible. En ocasiones se tiene la sensación de que estamos viviendo en el futuro sobre el que leíamos quince años atrás. Me pregunto cómo se siente esto desde tu punto de vista…

Concuerdo del todo. Es como si el mundo le hubiera dado alcance a la ciencia ficción. Los años pasaron y la disparidad, la brecha temporal, comenzaron a cerrarse hasta que dejaron de existir. Ya no estamos escribiendo sobre el futuro. En algún sentido, el concepto mismo de la proyección hacia adelante no tiene sentido porque ya estamos allí, literalmente. En 1955, cuando escribía una novela de ciencia ficción, la situaba en el año 2000. Y en 1977 me di cuenta de que la realidad estaba tornándose exactamente en cómo era en esas novelas. Todo está volviéndose real…

¿Qué te hizo ser escritor? ¿Cuándo hiciste tus primeras ventas y cuánto tiempo antes empezaste a escribir?

Empecé mi primera novela cuando tenía trece años. Me enseñé a escribir a máquina y comencé mi primera novela cuando estaba en el octavo grado. Se llamaba “El retorno a Liliputh”. En ese momento me graduaba de la secundaria y escribía regularmente, una novela tras otra, ninguna de las que se vendió, por supuesto. Después, hice mi primera venta en 1951 y mis primeras historias fueron publicadas en 1952. Entonces vivía en Berkeley, conocí a un montón de gente que escribía novelas muy literarias y a algunos de los mejores poetas vanguardistas del área. Todos me impulsaron a escribir, pero no había ningún impulso para vender nada. Sin embargo, yo quería vender y quería escribir ciencia ficción. Mi mayor sueño era poder escribir ambas cosas, textos literarios y ciencia ficción.

¿Quién fue el escritor de ciencia ficción que más te influyó?

Fue Alfred van Vogt, sobre todo la libertad creativa de su obra “El mundo de los No-A”, novela en la que las personas tienen implantados falsos recuerdos. El asunto fundamental es: ¿cuánto miedo te da el caos? Y, ¿hasta qué punto te hace feliz el orden? Van Vogt me influyó mucho porque me enseñó que no tiene por qué asustarnos cierta dosis de caos misterioso en el universo.

¿Por qué te gusta escribir y crear personajes?

No se suele reconocer que un autor vive aislado. Escribir es una ocupación solitaria. Cuando empiezas una novela, te apartas de tu familia y tus amigos. Aunque aquí se produce una paradoja, porque, a la vez, creas nuevas compañías. Diría que escribo porque no hay tantas personas en el mundo que puedan hacerme suficiente compañía. Para mí, la gran satisfacción de escribir un libro es mostrar algunos pequeños individuos, personas corrientes que hacen algo de mucho valor por lo que no obtendrán nada a cambio y que no sería valorado en la vida real. La gente piensa que los autores quieren ser inmortales. No. Yo quiero que se acuerden siempre del señor Tagomi de “El hombre en el castillo”. Mis personajes están construidos de lo que veo que hace la gente, y el único modo de que no caigan en el olvido es a través de mis libros.

Hablemos de las recompensas personales de escribir ciencia ficción. De las económicas y de otro tipo. ¿Crees que esta disciplina te ha tratado bien?

Quiero hablar de lo primero que mencionaste: la economía. Mi primera novela de tapa dura, “Tiempo desarticulado”, se vendió por 750 dólares. Mi agente estaba tan emocionado que me envió un telegrama para anunciarme la noticia. Eso fue hace mucho tiempo. Ahora nos pagan igual que si estuviéramos vendiendo manzanas, en una esquina de la calle, en la época de la Depresión. Hay excepciones, como Arthur C. Clarke. Pero la realidad es que los editores nos dicen: “Tienes suerte de que imprimamos tu libro. Podíamos cobrarte los costos de impresión”. Es cruel e inhumano lo que pagan a los autores. Escandaloso.

¿Cómo son tus hábitos de trabajo?

Antes escribía tres o cuatro novelas en un año. Estaba ansioso hasta la muerte. Entonces tuve que escribir tres o cuatro libros al año. Mi editor decía que yo producía unas dieciséis novelas cada cinco años. No sé si es verdad.

¿No las cuentas?

Yo escribía todo el tiempo. Recuerdo redactar la palabra “Fin”, sacar la página de la máquina, introducir otra y poner “Capítulo uno”. Calculé que había escrito… Mmm, dos borradores de un libro, serían seiscientas páginas… y hago dos borradores como mínimo... Empecé a notar síntomas reales de desgaste. Tenía una máquina de escribir eléctrica, por supuesto. Usaba todo lo que pudiera facilitarme una producción abundante. No me faltaban ideas, pero me quedé sin energía. Estaba machacándome. Una vez mi editor me reprochó que todas mis novelas eran iguales. Me dijo: “¿Por qué no dejas de intentar adivinar qué es la realidad y cuentas qué es la realidad?”. Y yo pensé: “¡Dios! Esto es profundo”. He escrito perpetuamente sobre este tema: ¿qué es la realidad? Pero no la conozco. No tengo ningún conocimiento sobre qué es la realidad. Todo lo que puedo hacer es preguntarme continuamente: “¿qué es realmente real?”.

¿Por qué dejaste de escribir temporalmente a fines de la década del ‘50?

Para 1959, el campo de la ciencia ficción había colapsado del todo. Los lectores se habían reducido drásticamente a cien mil individuos en total. Y para mostrarte cuán pequeño es ese número, baste decir que sólo una novela mía, la primera, “La lotería solar”, vendió trescientas mil copias en 1955. Pero a fines de la década, muchos escritores habían abandonado el campo. No podíamos ya vivir de escribir ciencia ficción. Yo había ido a trabajar de joyero con mi esposa. No era feliz, no me gustaba hacerlo. No tenía para ello ningún talento. Es un hermoso arte, pero yo no podía hacer nada, sino pulir lo que mi esposa hacía. Entonces decidí que era mejor que me pusiera a escribir para no tener que hacerlo más. Teníamos una pequeña cabaña a la que fui con una máquina de escribir portátil de 65 dólares, hecha en Hong Kong; su letra “e” estaba hundida. Allí comencé con casi nada, sólo el nombre de “Señor Tagomi” escrito en un pedazo de papel. En esos días estaba leyendo mucho de filosofía oriental, mucho de budismo zen, leyendo también el “I Ching”. Era un poco para seguir el espíritu de la época. Entonces, a partir de ese nombre y con esas influencias, comencé a transcurrir una senda. Era eso o volver a pulir joyería. Cuando tuve el manuscrito terminado, se lo mostré a mi esposa, que dijo: “Está muy bien, pero nunca conseguirás más de 750 dólares por él. No estoy ni siquiera segura de que valga la pena que se lo muestres a tu agente”. Yo le dije que eso no me importaba y, así, “El hombre en el castillo” fue comprado por una editorial por 1.500 dólares, más o menos lo que ella había predicho. Sin embargo, tuvo un gran éxito de crítica, en parte porque tuvo la buena fortuna de ser elegida por el Club del Libro de Ciencia Ficción. Si no lo hubiera sido, seguramente no habría ganado el Premio Hugo. Tengo que admitir que por años quise escribir una novela sobre un mundo alternativo, en la que el Eje había ganado la Segunda Guerra Mundial. Tuve que pasar por siete años de investigación en la Universidad de California-Berkeley antes de escribirla. Y también, porque podía leer alemán, revisé documentos de la Gestapo reservados exclusivamente “para los altos rangos de la Policía”. En la planificación de la novela tuve que estructurar las decisiones que los nazis habrían tenido que tomar de haber ganado la guerra y los cambios históricos que les hubieran permitido ganarla, aunque, por supuesto, no todas están en “El hombre en el castillo”.

¿Cómo fue tu experiencia con el LSD?

Sólo tome ácido una vez que yo sepa. Fue ácido de Sandoz, una cápsula gigante que obtuve de la Universidad de California. Una amiga y yo nos la dividimos. Y no sé, pero debe de haber sido todo un miligramo. Estaba enorme, ¿sabes?, la compramos por 5 dólares y la llevamos a casa y por un rato sólo la miramos... y la tomamos, y fue algo muy fuerte. Me fui directamente al infierno, eso fue lo que pasó. Me encontré en un paisaje congelado y había enormes peñas, y había un profundo estruendo y era el Día del Juicio y Dios me estaba juzgando como pecador y esto duró por miles de años y no mejoró. Sólo se volvía peor y peor y sufría un dolor terrible, dolor físico terrible, y lo único que podía hacer era hablar en latín.

¿Crees que escribir es una forma de terapia?

Para mí, es más que eso. Es más vigorizante y más activo que la mayor parte de las terapias. Esta no es su función aunque puede hacer que te sientas mejor.

En tus libros, a menudo, el argumento da un giro por alguna paranoia.

Creo que la paranoia, en algunos aspectos, es la evolución en los tiempos modernos de un antiguo y arcaico sentido que los animales de presa todavía poseen; un sentido que les advierte de que están siendo observados... Estoy diciendo que la paranoia es un sentido atávico. Es un sentido persistente, que tuvimos hace mucho tiempo, cuando éramos, o nuestros antepasados eran, muy vulnerables a los depredadores, y este sentido les advierte que estaban siendo observados. Y eran observados por algo que, probablemente iba a atacarles. Mis personajes poseen a menudo ese sentido. Pero lo que en realidad he hecho ha sido trasformar su sociedad en atávica. Aunque situada en el futuro, viven en muchos sentidos. Sus vidas poseen algo de retrógrado. Viven como nuestros antepasados. Es decir, tanto las maquinarias como los escenarios sin futuristas, pero las sociedades vienen del pasado. Hace miles de años, los animales, cuando iban a cazar, se sentían constantemente observados por sus enemigos. Esa herencia es lo que provocaba la paranoia moderna. Es un sentido atávico. Y sí, efectivamente, mis personajes siempre tienen un ojo pegado a la nuca. Es lo que le ocurre a Taverner, el cantante pop mejorado genéticamente al que borraron su identidad en la novela “Fluyan mis lágrimas, dijo el policía”: la policía lo espía continuamente. Y yo siento que siempre estoy en el ojo público, que no tengo intimidad. La privacidad ya no existe. Ya no hay asuntos privados versus asuntos públicos.

No hay secretos.

No hay vidas privadas. Este es uno de los aspectos más importantes de la vida moderna. Y yo, como escritor de ciencia ficción que trata el futuro, quiero hablar de esto. Una de las grandes transformaciones que hemos visto en la sociedad a lo largo de la historia de la humanidad es la disminución de la esfera de lo privado. Debemos entender que ya no hay secretos y nada es privado. Todo es público.

Hablemos de “Blade Runner”, la película basada en tu muy exitosa novela “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”. ¿Cómo has visto su desarrollo?

Mira, al principio, Hollywood me decepcionó mucho y yo decepcioné mucho a Hollywood. Se pusieron furiosos con mi insistencia en poner de relieve la novela y no el guion adaptado. Fui tan crítico, tan ruidosamente crítico del guion de Hampton Francher, que el estudio se dio cuenta de que era sincero. Estaba realmente asqueado. Los guionistas y el estudio limpiaron mi novela de todas sus sutilezas y, con ello, lamentablemente, del significado. El significado se perdió en el guion adaptado. Quedó como simplemente una pelea entre un cazador de recompensas y unos androides. De verdad pensaba que Hollywood iba a matarme a control remoto.

¿Eso cambió en algo cuando viste la nueva versión del guion?

Vi un segmento del nuevo guion y los nuevos efectos especiales en las noticias y los reconocí de inmediato. Eran como mi propio mundo interior. Esta vez lo hicieron perfectamente. Después, el estudio me envió la nueva versión del guion y me di cuenta de que lo estaba trabajando otra persona. No podía creer lo que estaba leyendo, era simplemente sensacional. Era todavía el guion de Francher pero milagrosamente transfigurado. Todo el asunto parecía haber rejuvenecido de manera fundamental. Después de leerlo, revisé la novela y me di cuenta de que ambos se refuerzan, de manera que si alguien empezó con el libro podrá disfrutar de la película, y si alguien comenzó por la película podrá sin problemas ir después a la novela. Me maravilló el que David Peoples -el nuevo guionista- pudiera hacer que funcionen algunas de las escenas complicadas del libro. Eso me enseñó algunas cosas sobre escribir que no había descubierto. Uno lee ahora el guion y luego pasa a la novela, y los siente como las dos mitades de un trabajo meta-artístico, un meta-artefacto. Es emocionante. Como dice mi agente: “Cada vez que una adaptación de Hollywood de un libro funciona, es un milagro”. Porque algo así no puede suceder realmente.

En resumidas cuentas, si hay un tema central en tus cuentos y novelas sería: ¿qué significa ser humano?

La suprema virtud humana es la caridad, amor y compasión por la condición humana. Confío, entonces, que ustedes no me malinterpretarán viendo solo disgustos y enojo; les pido por favor que me busquen en el núcleo que yace debajo de eso: el corazón del amor.