Una
narración podría estructurarse mediante una simple yuxtaposición de recuerdos.
Harían falta para eso lectores sin ilusión. Lectores que, de tanto leer
narraciones realistas que les cuentan una historia de principio a fin como si
sus autores poseyeran las leyes del recuerdo y de la existencia, aspirasen a un
poco más de realidad. La nueva narración, hecha a base de puros recuerdos, no
tendría ni principio ni fin. Se trataría más bien de una narración circular y
la posición del narrador sería semejante a la del niño que, sobre el caballo de
la calesita, trata de agarrar a cada vuelta los aros de acero de la sortija.
Hacen falta suerte, pericia, continuas posiciones de corrección, y todo eso no
asegura, sin embargo, que no se vuelva la mayor parte de las veces con las
manos vacías.
¿Qué es la soledad, uno de los temas
abordados en su obra?
Yo
creo que ese inmenso vacío, esa imposibilidad de fijar la vista en algo, hace
que si de pronto un pájaro levanta vuelo desde los pastos, ese pájaro cobra una
presencia tan nítida y compacta a fuerza de existir que crea en nosotros un
sentimiento de extrañeza. Sentía eso cuando era chico. Yo vivía en Santa Fe, en
un pueblecito de la llanura que se llamaba Serodino y, a menudo, dos o tres
chicos salíamos al campo con las gomeras a cazar. O a nada. Y de pronto nos
separábamos, cada uno se quedaba solo, perdido entre los pastos a menudo más
altos que uno, en aquella planicie y... no sé, pero recuerdo que me invadía un
sentimiento muy extraño. De despersonalización, de desrealización.
Cuando hablamos en Buenos Aires la
vez pasada usted citaba a Fourier, “la civilización es la última etapa de la
barbarie”. Ahora usted es un producto de la cultura. ¿Dónde se manifiesta la barbarie
en su literatura?
Bueno,
lo arcaico está siempre evocado en mis escritos. Lo arcaico puede aparecer en
dos o tres líneas que se cruzan en mi literatura. Una es lo cósmico. Lo más
arcaico es el cosmos. Lo otro, es lo pulsional, lo subconsciente. Y lo
biológico, que se expresa a través de la sexualidad, mucho. A través de la
repetición. Las especies. Eso aparece mucho en mis libros, la repetición
demente de lo mismo. Ese es el “background” de lo arcaico en mis
libros. Luego aparece lo arcaico en lo biográfico. En este sentido: nuestra
infancia, nuestra vida empírica y consciente, tienen fases arcaicas a las
cuales a veces no tenemos acceso porque el olvido nos las quitó. Y de pronto
aparecen. Esos son los vectores de lo arcaico en mis libros.
¿Y lo cósmico?
Hay
una presencia constante. Cuando se habla de lo ígneo, lo gaseoso. La referencia
a la materia dispersa del universo que dio lugar al sistema solar.
Y está Rosario, recién en el desayuno
me decía que es la ciudad más linda del mundo. ¿Por qué?
Exageraba…
Rosario es la primera ciudad que conocí de niño, cuando vivía en el pueblo.
Imagínese que ahí vi mi primer kiosco de caramelos, era como la cueva de Alí
Babá para mí. Y ahí estudié, viví, pasé muchos momentos de mi juventud, en la
facultad de Filosofía. Tengo muy buenos recuerdos pero de ahí a que sea la
mejor ciudad del mundo... Muchos amigos que tengo dicen que es la más fea del
mundo. Entonces quiero ir en contra de eso.
¿En “Lo imborrable” se
refiere a Santa Fe o a Rosario?
A Santa Fe. Ahí aparece el hotel “Conquistador”. Y también el “Iguazú”. El “Conquistador” aparece por la impresión que le causa a Tomatis esa figura de neón, un monstruo plano sin espalda y es lo primero que ve luego de estar encerrado mucho tiempo…
Todo esto usted lo escribió en
Francia. ¿Por qué se le aparecía la imagen de ese hotel?
Se
me apareció cuando estuve acá en el ‘76, ya era la dictadura y ese cartel era
una figura siniestra.
Y el encierro de Tomatis se lee como
una metáfora de la dictadura…
Bueno,
el encierro es para mí una clave de la dictadura. La gente vivía encerrada.
Tenía miedo de salir a la calle. De todos modos, la mayoría de mis libros
transcurren fuera de la calle. También es una metáfora de la depresión. Lo
imborrable está comunicado con “Glosa”, con el final, donde ya se
vislumbra lo que viene. Todos mis libros están comunicados; la comunicación
viene más por los contrastes formales que por las intrigas. Mis novelas no
constituyen una saga sino un ciclo. Una serie de cambios de situaciones sobre
un fondo en el que hay cierta inmovilidad. Por ejemplo, hace algunos años tuve
que releer un cuento de “En la zona”, “Tango del viudo”. Lo increíble es
que esa relectura me inspiró toda la novela que estoy escribiendo ahora.
Entonces vuelve a aparecer ese personaje Gutiérrez que había quedado perdido.
En estos días ha regresado a
Serodino, un pueblo que no ha vuelto a ver desde 1968.
El campo en primavera es maravilloso. Esta planitud es genial; yo me sentí muy orgulloso cuando leí que Charles Darwin decía que a 40 kilómetros de Rosario es la tierra más chata que encontró en su vida. Ahora donde también es chato es entre Santa Fe y Córdoba. Ahí también, la llanura se manifiesta en toda su magnificencia. O sea, en toda su chatura.
¿Y Colastiné?
Colastiné
era un paraje. Había apenas unas casitas en aquella época.
¿Y usted se fue de allí a París, directamente?
¿Y usted se fue de allí a París, directamente?
Sí. De allí a París...
Llegó a Francia en 1968. ¿Cómo
encontró la Universidad francesa en ese año tan particular?
Cuando yo llegué, encontré mucha efervescencia de lo que había pasado dos meses antes. Los años que siguieron marcaron el retroceso de ese espíritu. Una involución muy tensa y mortífera, ¿no?, que yo veía continuamente. Una retirada constante, día tras día, año tras año. Yo lo veía en la Universidad, donde todas las medidas que se disponían iban contradiciendo el espíritu de mayo del ‘68 y, más, iban trayendo de regreso el régimen anterior. Dándole nombres rimbombantes y modernosos a las cosas, pero volviendo todo para atrás. Una vez tuve una discusión con unos estudiantes, hará siete años. Ellos pedían más exámenes. Yo les dije: “Ustedes saben que cuando yo entré acá, en 1969, la consigna era no más exámenes”. Quiere decir que hoy en París los estudiantes están pidiendo exactamente lo contrario de lo que se pidió en el ‘68. Y la enseñanza pragmática que se les da a los alumnos en un clima de desempleo ha hecho bajar el nivel de los estudios. Por lo tanto, los nuevos profesores que salgan de ahí tendrán muy poco nivel. Yo le aseguro que un estudiante de Letras de la UBA es mucho más culto que uno de La Sorbona, aún con las dificultades.
¿Qué le pasa con los fenómenos
masivos? ¿Trata de aprehenderlos o los niega sólo porque se hacen visibles
desde el mercado? ¿Qué le sugiere este retorno de la saga en el cine, por
ejemplo?
Usted
habla de “La guerra de las galaxias”, “Matrix”, esas cosas. Bueno eso
es una lógica comercial; los procedimientos de “La guerra de las galaxias” son
procedimientos anacrónicos y previsibles, están estudiados de acuerdo a los
cuentos medievales. No hay ningún tipo de sorpresa. Es distinto lo que hizo
Andrej Tarkovsky al tomar la ciencia ficción con “Solaris”, del polaco
Stanislaw Lem. Desmonta el género y no fetichiza sus formas cristalizadas. La
cultura se revela cuando es capaz de transformar la época, el estilo de vida,
por su propia pertinencia. Por su propio peso. Por ejemplo, Macedonio
Fernández. O el tango, cuando aparece es una verdadera creación original.
Después evoluciona hacia una fetichización que a mí no me gusta nada. Le
quieren dar al tango funciones totalizantes. El principal de ellos es
Piazzolla. Quiere hacer del tango música barroca, romántica. Así llegamos a un
efecto seudototalizador. Ya en los años ’30 Macedonio hablaba de esto cuando
decía: “Mis argumentos no han de ser verdaderos porque no figuran en ninguna
letra de tango”. Con la novela pasa lo mismo, se ha transformado en una
mercancía. Por eso creo que el trabajo del novelista hoy es no escribir
novelas. La novela está fetichizada, yo trato de que mis libros no parezcan
novelas. “La invención de Morel”, por ejemplo, trabaja la novela sin
fetichizar el procedimiento. Es una creación cultural pura, los otros siguen en
ese proceso fetichizador sobre la forma de la novela.
¿Cuál es su relación vital y política
con el peronismo?
El
problema con el peronismo para mí, es que es una bolsa de gatos donde entran muchas
cosas muy diferentes y ha producido grandes desgarramientos en la sociedad
argentina. Declararse peronista para mí es imposible, yo por supuesto no lo
soy. Pero tengo simpatía por ciertos sectores del peronismo que han tenido o no
la posibilidad de tener poder.
Hay toda una tendencia a trabajar la
tensión entre Borges y Perón como un espejo de la sociedad argentina del siglo
XX. ¿Lo ve así?
Ah, bueno. Eso es absurdo, me hace pensar en el ranking de notoriedad, el “aplausómetro” del Colón. Es una confrontación de personalidades. Porque no ponemos a Gardel y Maradona, también.
Hablemos de “best-séllers” y modas.
Hace
treinta años, los críticos elogiaban a Puig, que a mí mucho no me gusta.
Reconozco que hay una cosa novedosa ahí, pero no muy disciplinada ni rigurosa.
En Puig tal vez haya una captación de
la cultura de masas, de la que usted reniega largamente…
Sí,
pero sin una vuelta de tuerca o mirada interesante. Entonces es para más de lo
mismo. “El beso de la mujer araña” es un libro demagógico,
absolutamente. Ese encuentro entre un homosexual y un guerrillero es pura
demagogia.
¿Escribir lo hace feliz?
Yo
nunca quise ser ninguna otra cosa que escritor. Fue mi única vocación. ¿Feliz
dice usted? No sé. Por momentos sí. Soy lo que quise ser.