28 de agosto de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (II) 1º parte. Preludio aproximativo

Apostillas (como respaldo de la cuestión)
2. Acotación posiblemente innecesaria


Parece imprescindible cuando se escribe un prólogo, hacer de cuenta y dar a entender que hay una conclusión o idea final a la que el autor ha llegado y a la que llegarán también los lectores que lean los artículos. Tal idea, que debería acaso legitimar esta larga sucesión de artículos (con su extensa serie de apuntes de referencia), brilla por su ausencia aquí. Resulta indiferente que el que los escribió, seleccionó, compiló y prologó todos sea la misma persona, y que ha­ya tomado algunas decisiones tales como la elección de las fuentes, el orden cronológico de aparición de las notas o el descarte de algunas otras para aparentar que el conjunto posee una estructura de la que seguramente carece. Señalaba Umberto Eco (1932-2016) en “Come si fa una tesi di laurea” (Como se hace una tesis) que el objetivo de una buena intro­ducción “es que el lector se contente con ella, lo entienda todo y no lea el resto”, ya que, paradojalmente, “mu­chas veces en un libro impreso una buena introducción proporciona al que hace la reseña las ideas adecuadas y hace hablar del libro tal como el autor deseaba”. No será este prólogo el artilugio capaz de lograr semejante paradoja. El trabajo presente es una colección de discontinuidades, de caprichos indefendibles, de ocurrencias a veces oportunas y otras no, de presunciones alentadas por la idea de contribuir en algo a la cultura. Nada, ni siquiera nuestra soberbia humana, nos asegura que la apre­hensión de la vida de un sujeto tenga que ver con la capacidad de acu­mular datos sobre él. La creencia contraria nos llevaría a afirmar que somos algo así como dioses y no es esa la pretensión de estos indicios y conjeturas que, tal como estas palabras lo expresan, no son más que eso: atisbos, aproximaciones.
Muchas veces, al considerar la experiencia humana se descuida evidentemen­te al individuo. Se examinan las relaciones y las normas sociales, las creencias compartidas y los valores comunes, separándolos de los individuos que participan en esas relaciones y, en alguna medida, se comportan de acuerdo a normas y comparten las creencias y valores que prevalecen en el grupo. La justificación de este modo de proceder re­side en parte en el hecho de que la sociedad y la cul­tura no dependen de un individuo determinado en cu­yas acciones y actitudes hallen expresión; ambas se ha­llan presentes cuando el individuo nace y lo sobreviven después de su muerte. Por más desagradable que pueda ser esta comprobación para los egotistas, muy pocos individuos pueden ser considerados como algo más que incidentes en la historia de las sociedades a las que pertenecieron. Y sin embargo la sociedad y la cultura no actúan, responden, se adaptan o ajustan, a no ser en un sentido metafórico. Sólo los individuos actúan. La sociedad se compone de individuos que se relacio­nan unos con otros y como miembros de grupos. La abstracción cultura se vuelve concreta sólo en la mente y las acciones de los individuos. Es por eso que las interconexiones entre el individuo y el mundo social y cultural del que forma parte, han sido un problema fundamental de la ciencia social desde sus comienzos.


El respeto por la historia acaso involucre una fervorosa intimidad con el azar, pero no por eso deja ser loable la labor productiva del trabajo inmaterial, una realización productiva que no cede ante el tiempo de la venalidad universal y que valora, no un episodio o dos de la biografía intelectual de una persona sino la totalidad de un trabajo al que consagró su vida entera. Es en este punto cuando aparece Lev Davidovich Bronstein, una figura que ha gozado de una notable atención historiográfica motivada por la singularidad de su trayectoria de dirigente de la Revolución de Octubre, su intervención en el Tratado de Brest-Litovsk, su participación decisiva en la guerra civil al frente del Ejército Rojo y la formación de la Tercera Internacional, sólo algunos ejemplos, claro, de su breve permanencia en el Partido Bolchevique. Bronstein, tras cursar con notables aptitudes intelectuales sus estudios en Odesa y Mykolayiv, tuvo sus inicios en la política en el año 1896 integrándose en los círculos del populismo de esta ciudad a orillas del Mar Negro y participando en la oposición clandestina contra el régimen autocrático de los zares. En 1897, ya habiendo adherido a las concepciones de la teoría marxista, comenzó a reunir a los obreros de la región en una organización político-sindical ligada a la socialdemocracia de la época, fundando para ello la denominada Unión Obrera del Sur de Rusia.
Esto le valió numerosas detenciones y, finalmente, el encarcelamiento y la condena al destierro en Siberia. De allí logró escapar en 1902 y se trasladó a Londres. Para entonces ya se había convertido en León Trotsky, al adoptar como seudónimo el nombre de uno de los carceleros que le había custodiado en la prisión de Odesa. En la capital inglesa se relacionó con Gueórgui Plejánov (1856-1918), Yuli Tsederbaum (1873-1923) -conocido como L. Mártov- y, decisivamente, con Vladimir Ilyich Ulyanov (1870-1924), quien había adoptado el nombre de Lenin en diciembre de 1901. Con ellos se integró al Partido Obrero Socialdemócrata Ruso (POSDR) y editó el periódico “Iskra” (La Chispa). Y allí, puede decirse, comenzó la trayectoria del Trotsky que, además de dirigente revolucionario, de opositor al estalinismo y de notable escritor, pasó a la historia como un sorprendente y original analista político. Su obra, en ese sentido, es un punto de referencia insustituible para una reflexión sobre los nuevos modos de dominación política que aparecieron en su época y sobre sus consecuencias, históricamente condicionadas para la lucha política de los socialistas: “en nuestra época, cada nuevo acontecimiento prueba forzosamente la más importante ley de la dialéctica: la verdad siempre es concreta".

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No hay dos indi­viduos que experimenten la cultura en términos idénti­cos. Y ningún individuo aislado incorpora en su per­sonalidad la totalidad de su cultura, ni mucho menos todos los sectores con los que está en contacto. El individuo no es meramente una reproducción de su cultura ni su personalidad es un racimo de atributos derivados de la experiencia social, sino una peculiar estructura de hábitos, valores, actitudes, motivos e impulsos con su propia organización y dinámica características. El individuo debe ser visto como un ser activo que probablemente se comporte en forma más o menos estandarizada, pero que también posee capacidad de innovación y desviación, y que puede influir y cambiar en forma significativa la naturaleza de la cultura y de la sociedad a través de sus acciones. Es lo que ocurre con Trotsky quien, como señala el sociólogo argentino Eduardo Grüner (1946) en “Trotsky, un hombre de estilo”, era dueño de una “pasmosa personalidad”, alguien que “mientras dirige el Ejército Rojo en medio del fragor de la batalla revolucionaria, escribe ‘Literatura y revolución’. Es decir: con una mano, apunta los cañones o diseña las cargas de infantería al mismo tiempo que debate la lógica política de las decisiones militares (porque no es un militarista sino alguien a quien la política y la historia han obligado a tomar las armas); con la otra -caso único de apertura intelectual entre los grandes dirigentes revolucionarios- teje palabras para hablar de Tolstoi, Mayakovski, Gorki o Gogol, pero también de Céline, de Silone, de Jack London o de Malraux, y para defender -con las reservas y matices que correspondan, pero defender al fin- cosas como el surrealismo, la literatura de vanguardia o el psicoanálisis, y en general la libertad más absoluta en el arte, la literatura, la filosofía o la ciencia”.
El ensayista argentino Noé Jitrik (1928) por su parte, resalta el valor que Trotsky le atribuía a la práctica de la escritura y hace hincapié en un artículo que salió publicado en “Pravda” en 1924. “Hay que señalar, ante todo -acota Jitrik- que en ese año, en pleno ascenso de la influencia -o más bien apropiación- de Stalin en todos los organismos de Partido Comunista y él en la llamada Oposición de Izquierda, hablaba desde lo que podríamos llamar, al menos considerando este artículo, las finalidades de un cambio revolucionario en el proletariado urbano y campesino, como objetivo y consecuencia del sistema que la Revolución de Octubre había iniciado y que no le resultaba fácil implementar ni consolidar. Le preocupaban las formidables carencias culturales de un proletariado que, si bien había por eso mismo sido lo que había posibilitado la revolución, ahora, en vías de la construcción comunista, eran impedimentos, casi irreductibles zonas de alienación: llevar a ese proletariado tan particular a una conciencia política debía estar en el programa, pero, al mismo tiempo, exigía una respuesta que no podía ser mecánica ni ritual ni menos aún forzada”. “Trotsky -continúa Jitrik- tenía una mirada que podemos llamar ‘moderna’, sabía que pasaban cosas en el mundo cuyo valor no podía ser ignorado y que lo más inteligente era acercarse a ellas y apropiarse de lo que proporcionaban, imaginación, cambio, suspensión, distracción, fantasía. En esa idea de detener el saber de la experiencia concreta y cotidiana, sea cual fuere, proponiendo un pensar que se infiltre en las cabezas y las lleve a dejar entrar imágenes, dimensiones desconocidas de la realidad, posibilidades imaginarias, saltos al vacío conceptuales, residiría una esencial virtud, un poderoso agente de cambio que actúa en las sombras del inconsciente y que hace que los seres humanos comprendan más de lo que son y de lo que los rodea”.


“El arte y la literatura, en suma, serían de acuerdo con esta lectura las puertas de entrada a un reino de libertad que operando en el sujeto y su experiencia estética momentánea se transmitiría a la sociedad en la que vive y le daría solidez a una voluntad consciente sin la cual ningún cambio podría tener fundamento. Está fuera de mi alcance saber si Trotsky conocía, y estimaba, lo que estaban haciendo los llamados ‘formalistas’, espontáneos descubridores de, al menos, las propiedades básicas de la materia literaria, o los ‘suprematistas’, que acarreaban la revolución a una idea de la pintura que cuestionaba seriamente el realismo transcriptivo; ambos intentos, así como la música que, como se sabe, introdujeron una mirada moderna, fueron en la era staliniana borrados y algunos de sus promotores terminaron en Siberia. Quizás algo de eso, así sea como resto, se puede ver en las discusiones de Trotsky en México con André Breton y Diego Rivera. En todo caso, creo que no se puede desconectar la idea de 1924 de una problemática mayor que atañe a la difícil cuestión de la función del arte, ese grano duro para toda reflexión sobre una cultura, sus necesidades y su forma en todo momento de su existencia. Y, por añadidura, que una reflexión como ésa pueda reconocerse en Trotsky lo saca del encierro en el que se lo pone en un exclusivo coto de caza de una acción política que no termina de comprenderse muy bien”, concluye Jitrik.
Durante décadas, la controversia acerca de las tesis políticas de Trotsky ha impedido que se reconociera la singular importancia de sus estudios históricos y se valorasen sus cualidades de escritor. No obstante, pocos hombres han sido capaces de legar una obra literaria en la que se analicen y comprendan con tal hondura los hechos sociales, políticos e ideológicos de un tiempo crucial. La monumental “Istoria ruscoi revolutsii” (Historia de la Revolución Rusa) de Trotsky se ha convertido, por su impresionante destreza narrativa, su amplísima documentación y su exhaustivo análisis de los hechos, en una obra cumbre de la historiografía de todos los tiempos. Así lo entiende el historiador francés Marc Ferro (1924) cuando asevera: “Sea cual sea el desfase que se observa entre las realidades que genera la Revolución de Octubre, por un lado, y, por el otro, el ideal del proyecto socialista tal como lo imaginaban los bolcheviques, la obra de Trotsky constituye sin duda la única que, en la historia, nos lleva a una rotunda inteligibilidad de los acontecimientos que transformaron el curso de la revolución. Quizá, en el pasado, sólo Tucídides e Ibn Jaldún alcanzaron la misma profundidad. Pero no hicieron escuela”.
Al igual que la mayoría de los demás conceptos sociológicos, el de función social de la historia ha sufrido considerables revisiones desde su primera aparición sistemática en "Les règles de la méthode sociologique" (Las reglas del método sociológico) del sociólogo francés Émile Durkheim (1858-1917). Trotsky, por ejemplo, estimaba que la función social de la historia consistía en que las enseñanzas del pasado reportaran pautas de acción en la realidad histórica inmediata. En otras palabras, el historiador debe destilar de la experiencia del pasado, o de tanta experiencia pasada como pueda llegar a conocer, aquella parte que le pa­rece reducible a una explicación y una interpreta­ción racionales, y de ello deducir las conclusiones que podrán servir de guía para la acción. Ya se dijo anteriormente que la historia empieza con la selección y el encaminamiento de los hechos, por parte del historiador, hacia su conversión en he­chos históricos. No todos los hechos son históricos. Pero la distinción entre hechos históricos y hechos ahistóricos no es ni rígida ni constante y, por así decirlo, cualquier hecho puede ser ascendido a la catego­ría de hecho histórico después de comprobadas su relevancia y su importancia.


El arte de la biografía tiene modales y modelos. Acaso los primeros en otorgárselos y representarlos hayan sido dos escritores no muy leídos en la actualidad: John Aubrey (1626-1697), un anticuario británico educado en Oxford y autor de numerosas piezas biográficas, y Sa­muel Johnson (1646-1704), un polígrafo también británico, hijo de un humilde librero y considerado el más notable ejemplo de arte biográfico en las letras inglesas. Aubrey descubrió de una vez y para siempre el detalle arbitrario y la brevedad; Johnson, la hacendosa reducción de una vida a un esquema conceptual. A ellos puede sumarse Lytton Strachey (1880-1932), educado en la Universidad de Liverpool y en Cambridge, quien manejó el arte de la biografía con un estilo inconfundible y una maestría en la administración de sus recursos que no tiene parangón ni agudeza superlati­va concomitante. Con respecto a los biógrafos de Trotsky, no son muchos los que en el siglo XX han sido capaces de hacer algo así, regalándonos una gran escritura ante la cual es imposible no conmocionarse cualquiera sea la opinión sobre sus posiciones políticas particulares. Tal vez como un síntoma que expresa la salvaje crisis mundial que está atravesando el capitalismo, muchos biógrafos contemporáneos oscilan entre un estúpido odio reaccionario que lleva hasta la más delincuencial falsificación, y las tonterías apenas epidérmicas que insultan la inteligencia de cualquier lector mínimamente sensible.
La elección de las fuentes bibliográficas para esta serie de artículos tuvo algunos límites. Estos tienen que ver con las preferencias personales y con la intención de no caer en procedimientos literarios capaces de tolerar todo tipo de intrusiones, omisiones y elipsis. La tarea de selección no ha sido sencilla. Tratando de mantener cierta objetividad, se ha optado por elegir a biógrafos, historiadores, economistas, sociólogos, filósofos y diversos pensadores, tanto clásicos como contemporáneos. La lectura de sus textos nos aportó los conceptos esenciales, y sus observaciones, sus críticas y sus precisiones contribuyeron en gran manera a corregir y enriquecer las premisas expuestas en este trabajo. Naturalmente, las opiniones vertidas en él son exclusiva responsabilidad del autor, así como los puntos débiles que pudiera tener.
Hay tres métodos diferentes de contemplar y presentar los objetos de nuestro pensamiento y, entre ellos, los fenómenos de la vida humana. El primero es la indagación y registro de hechos; el segundo es la elucida­ción, mediante un estudio comparativo de los hechos establecidos, de le­yes generales; el tercero es la recreación artística de los hechos en forma de ficción. Se acepta generalmente que la indagación y el registro de he­chos constituyen la técnica de la historia, y que los fenómenos en el ámbito de esta técnica son los fenómenos sociales de las civilizaciones; que la obtención y formulación de leyes generales es la técnica de la ciencia, y que los fenómenos en el ámbito de esta técnica son los fenómenos sociales de la humanidad; y, finalmente, que la ficción es la técnica del drama y la novela, y que los fenómenos en el ámbito de esta técnica son las relaciones personales de los seres humanos. Una rica amalgama de todos estos métodos puede encontrarse en los textos de los autores citados.


Como los estudiosos de la semántica han señalado frecuentemente, muchas palabras, particularmente las “grandes”, son a menudo usadas más por su valor emocional que por cualquier significado concreto que puedan tener. Esto es, se refieren a tipos o clases de acontecimientos como por ejemplo, en el caso que mayormente nos ocupa, las revoluciones. También asiduamente, al enfrentar intelectualmente alguna situación concreta, específica, no prestamos atención a todas las infinitas relaciones complejas que posee o a todas sus cualidades. Por el contrario, dejamos de lado casi todas esas cualidades y relaciones y destacamos sólo aquellos rasgos que nos permiten verla como instancia o ejemplo de pautas o tipos de situaciones repetibles indefinidamente. De esta manera nuestro conocimiento de ella implica una abstracción de las propiedades infinitamente complejas y acaso únicas que poseen dichas situaciones. En estos días de grandiosos estudios científicos ya no hay mucho que sea novedoso o pueda sorprendernos. La sorpresa, a lo mejor, se produce por el objeto de estudio cuando, como en este caso, se trata de alguien como Trotsky. En él hemos pensado no sólo como protagonista de la historia, sino también como filósofo, historiador y crítico de la revolución. Y sin grandes palabras, ya que la realidad siempre es más elocuente.
Hoy, cuando términos como “proletariado”, “capitalismo”, “explotación”, “clases sociales” o “lucha” han caído en el encanto del desuso y emplearlos suena a acto heroico, la figura de Trotsky con su visión mundial, planetaria, de la lucha de clases y de la construcción del socialismo que, como él sostenía, es imposible en un solo país, es fundamental. Buena parte de los errores y desastres sufridos por el así llamado “socialismo real”, se deben a la visión estrecha y nacionalista de los dirigentes de los respectivos Estados y demuestran una vez más su importancia como teórico político de nuestro tiempo. Sólo con Trotsky, por supuesto, no alcanza hoy para responder a todos los desafíos que se enfrentan, pero sin él y sin sus concepciones sobre el desarrollo desigual y combinado que muestra cómo en un solo proceso se interrelacionan y se influencian distintas revoluciones y luchas culturales, o sobre las diferencias entre el mundo urbano y el mundo rural, o sin su internacionalismo, careceríamos de instrumentos para intentar comprender nuestra realidad para transformarla.
Muchas veces se tiene la impresión de que la indagación sobre alguna figura de la historia implica adentrarse en una espesa bruma. Resulta difícil encajonarla en las pautas de la investigación clásica porque involucra al investigador al cruzarlo con el objeto de estudio, lo compromete con su ideología política, con su biografía personal. En esta serie de artículos, lo que se trata es de razonar circunstancias, acontecimientos, situaciones desde distintas perspectivas y visiones, ni encomiásticas ni descalificatorias (aunque no siempre se lo logre). Someter a un proceso de retroalimentación positiva no sólo a la cultura sino también, y fundamentalmente, a la teo­ría o a la concepción de lo político, de lo social. Porque, en definitiva, se trata de razonamientos, fuera de la falaz dicotomía individual-social que siempre intenta manipularnos, sobre eventos históricos, específicos y concretos. ¿Se trata de reflexiones pasionales, sórdidas, triviales, trágicas? ¿Debe tratarse al autor con indulgencia, con devoción, con rechazo? La respuesta queda a cargo de cada lector.