El asunto
de la vejez, decrepitud, ancianidad, senilidad, longevidad, senectud, vetustez
o como quiera que se lo llame, es un tema que atañe a la humanidad desde los
comienzos mismos de su historia. En los pueblos primitivos, aquellos que no
contaban con un lenguaje escrito y la cultura era transmitida oralmente de
generación en generación, los ancianos eran respetados por ser los portavoces de
las tradiciones y la sabiduría. El término anciano proviene del latín “antianus”:
“que es de antes”. En el antiguo Egipto la longevidad era vista como un regalo
de los dioses. Aquellos que la alcanzaban ocupaban cargos honorables en el
gobierno y se les aseguraba el alimento y el bienestar hasta el fin de sus
días. Era usual que las familias se reuniesen alrededor de los ancianos para
que éstos les contasen sus experiencias de vida y les impartieran sus juiciosos
consejos. Y sin embargo, fue precisamente en Egipto donde Ptahhotep (siglo XXIV
a.C.), un visir del faraón, esto es su asesor político, dejó escritas en un
papiro hallado recién en el siglo XIX, las que pueden considerarse las más
antiguas reflexiones sobre la vejez, a la que calificó como “la peor de las
desgracias que pueden afligir a un hombre”.
Muchos años más adelante, entre los siglos VIII y V a.C., en la antigua Grecia el poder era ejercido por ancianos bajo una forma de gobierno denominada “gerontocracia” (“gerontos”: anciano, “kratos”: gobierno). Tiempo después el filósofo Platón de Atenas (427-347 a.C.), en su obra “Politeia” (República), justificó esta modalidad al considerar que la ancianidad era la etapa en que los seres humanos alcanzaban impecables virtudes morales como la prudencia, la sagacidad, la discreción y el buen juicio, condiciones todas ellas que los habilitaban para desempeñar con autoridad los más altos cargos públicos. Sin embargo su discípulo Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.), consideró, tanto en “Téchnē rhētorikē” (Retórica) como en “Ethika Nikomacheia” (Ética Nicomáquea), dos de sus más importantes obras, que la vejez era una etapa de debilidad e inutilidad para la vida social, por lo que sólo era merecedora de compasión. Y en “De generatione animalium” (Sobre el origen de los animales) directamente la calificó como una “enfermedad natural”.
Muchos años más adelante, entre los siglos VIII y V a.C., en la antigua Grecia el poder era ejercido por ancianos bajo una forma de gobierno denominada “gerontocracia” (“gerontos”: anciano, “kratos”: gobierno). Tiempo después el filósofo Platón de Atenas (427-347 a.C.), en su obra “Politeia” (República), justificó esta modalidad al considerar que la ancianidad era la etapa en que los seres humanos alcanzaban impecables virtudes morales como la prudencia, la sagacidad, la discreción y el buen juicio, condiciones todas ellas que los habilitaban para desempeñar con autoridad los más altos cargos públicos. Sin embargo su discípulo Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.), consideró, tanto en “Téchnē rhētorikē” (Retórica) como en “Ethika Nikomacheia” (Ética Nicomáquea), dos de sus más importantes obras, que la vejez era una etapa de debilidad e inutilidad para la vida social, por lo que sólo era merecedora de compasión. Y en “De generatione animalium” (Sobre el origen de los animales) directamente la calificó como una “enfermedad natural”.
Un par de siglos más tarde, el filósofo Marco Tulio Cicerón (106 -43 a.C.), cónsul de la República Romana que existiera entre los años 509 y 27 a.C., escribió “De senectute” (De la vejez), un tratado en el que afirmó que había que aceptarla como una etapa más de la vida, “rica en dones y placeres”. Y, si bien algunos placeres ya no se podían obtener, “la naturaleza sabiamente quita el deseo de tenerlos”. La culpa de que la vejez fuese ingrata no estaba en ella misma sino en las costumbres, pues “aquellos ancianos que han cultivado la virtud a lo largo de su vida, que son moderados y no exigentes, que han tenido una vida bien llevada, no debieran tener quejas ni mayores penas”. Al contrario de Aristóteles, Cicerón sustituyó el sentimiento de compasión por el de respeto y veneración.
Ya en el
siglo XVII, fue el filósofo inglés Francis Bacon (1561-1626) quien abordó el
tema de la vejez desde un punto de vista científico. Sus preocupaciones sobre
la longevidad lo llevaron a tratar de entender las causas del envejecimiento y
cómo se podría intervenir para retardar su proceso. En 1623 publicó “Historia vitae
et mortis” (Historia de la vida y la muerte), un ensayo en el que sostuvo que
la vida sería más extensa si se atendiesen y mejorasen las condiciones sociales
e higiénicas de los seres humanos. “La vejez
-escribió con cierta ironía- se puede sobrellevar por cuatro cosas: la madera vieja
para quemar, el vino viejo para beber, los viejos amigos en quienes confiar y
los viejos autores para leer”. Por la misma época el escritor francés François
de La Rochefoucauld (1613-1680) publicaba “Réflexions ou sentences et maximes
morales” (Reflexiones o sentencias y máximas morales), una colección de más de
quinientos adagios en los que sintetizó sus ideas. En uno de ellos aseguró de
manera contundente: “La vejez es un tirano que prohíbe, bajo pena de muerte,
los placeres de la juventud”.
En el siglo siguiente, conocido como “Siglo de las luces”, ocurrieron sucesos muy trascendentes tanto en materia política y social como científica y cultural. En Inglaterra se inició la Revolución Industrial, un proceso de profundas transformaciones económicas, sociales, culturales y tecnológicas debidas a la creación de innovaciones tecnológicas y científicas que implicaron una ruptura con las estructuras socioeconómicas existentes hasta el momento. La producción mecanizada generó un notable descenso del trabajo artesanal ya que los talleres fueron reemplazados por grandes centros fabriles, lo que marcó el nacimiento de una nueva clase social: el proletariado industrial. También aconteció la Revolución Francesa, un movimiento político, social e ideológico que derrocó a la monarquía absolutista capitaneada por la aristocracia y el clero y creó un régimen republicano dirigido por la burguesía. Su impacto ideológico y político influyó en el resto de los países de Europa y se la consideró como el inicio de una nueva era: la Edad Contemporánea.
También en
el siglo XVIII nació la “Ilustración”, un movimiento cultural e intelectual especialmente
dinámico en Inglaterra, Alemania y Francia. En este último país se destacaron grandes
pensadores entre los que sobresalieron los filósofos Denis Diderot (1713-1784)
y Jean Le Rond d’Alembert (1717-1783), quienes dirigieron
la “Encyclopédie, ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des
métiers” (Enciclopedia, o Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los
oficios), un proyecto que aglutinó a varios de los mejores intelectuales de la época
con la intención de difundir principios sobre el hombre, el conocimiento, la
razón y el progreso. Dos de ellos, François Marie Arouet, Voltaire (1694-1778)
y Jean Jacques Rousseau (1712-1778) también se ocuparon del tema de la vejez. El
primero lo hizo en su “Dictionnaire philosophique” (Diccionario filosófico),
obra en la cual escribió: “Para la vejez no hay nada bueno, salvo una ocupación
que siempre se tenga al alcance y que nos entretenga hasta el punto de que nos
impida atormentarnos a nosotros mismos. Cuanto más envejecemos, más necesitamos
estar ocupados. Es preferible morir antes que arrastrar ociosamente una vejez
insípida”. Y el segundo lo hizo en “Émile ou De l’éducation” (Emilio o De la
educación), una novela en la que puede leerse: “La juventud es el tiempo de
estudiar la sabiduría; la vejez, el de practicarla”.
Durante el
siglo XIX dos de los más celebrados filósofos alemanes expusieron sus ideas
acerca de la senectud. Arthur Schopenhauer (1788-1860) lo hizo en “Die kunst,
am leben zu bleiben” (El arte de sobrevivir), ensayo en el cual expresó que “mientras
en la juventud se aprende a soportar los fracasos, en la vejez lo que se
aprende es a esconderlos”. Y en uno de los ensayos que componen “Parerga und
Paralipomena. Kleine philosophische schriften” (Parerga y Paralipómena.
Escritos filosóficos menores) en el que reflexionó sobre la naturaleza de la
sociedad humana, la política, el egoísmo, el amor, las mujeres y la muerte,
afirmó que el hombre que ha llegado a esa edad lo que siente es “una paz
inquebrantable, un sosiego profundo, una íntima serenidad, un estado infinitamente
superior a cualquier otro”. Por su parte Friedrich Nietzsche (1844-1900) lo
hizo en “Götzen dämmerung oder wie man mit dem hammer philosophirt” (El ocaso
de los ídolos o Cómo se filosofa a martillazos), obra en la que aconsejó “vivir
de modo que se tenga, en el momento oportuno, la voluntad de morir. Y se debe
morir orgullosamente cuando ya no se puede vivir con orgullo”.
Otro
filósofo, en este caso el británico Bertrand Russell (1872-1970), publicó en
1956 “Portraits from memory and other essays” (Retratos de memoria y otros
ensayos). Entre muchas otras cosas en él escribió: “En un anciano, que ha
conocido las alegrías y las tristezas humanas, que ha terminado la obra que le
cabía hacer, el temor a la muerte es algo abyecto e innoble. El mejor modo de
superarlo consiste en ampliar e ir haciendo cada vez más impersonales sus
intereses, hasta que, poco a poco, retrocedan los muros que encierran al yo, y
su vida vaya sumergiéndose crecientemente en la vida universal. Una existencia
humana individual debería ser como un río: al principio, pequeña, estrechamente
limitada por las márgenes, fluyendo apasionadamente sobre las piedras y
arrojándose por las cascadas. Lentamente el río va haciéndose más ancho, las
márgenes se apartan, las aguas corren más mansamente y, por último, sin ningún
sobresalto visible, se funden con el mar y pierden, sin dolor, su ser
individual. El hombre que, en su vejez, sea capaz de considerar su vida de esta
manera, no sufrirá el temor a la muerte, pues las cosas que él estima seguirán
existiendo”. Y unos años después, el filósofo italiano Norberto Bobbio (1909-2004)
consideró en “De senectute e altri scritti autobiografici” (De senectud y otros
escritos autobiográficos) que “lo malo de la vejez es que dura poco. El mundo
del futuro está abierto a la imaginación pero ya no le pertenece. El mundo del
pasado es aquel donde a través de la remembranza se refugia en sí mismo,
retorna a sí mismo, reconstruye su identidad. El viejo vive de recuerdos y para
los recuerdos, pero su memoria se debilita día tras día”.
Naturalmente no existe una única percepción sobre el envejecimiento. En un comienzo, los estudiosos del tema se centraron en una perspectiva desde el punto de vista de la biología, ciencia para la cual el envejecimiento se caracteriza por una serie de cambios degenerativos progresivos en la estructura del cuerpo, los que se traducen en un déficit de funciones, una reducción de la capacidad adaptativa y funcional, un aumento de la vulnerabilidad a las distintas enfermedades y, finalmente, la llegada de la muerte. Más adelante también surgieron teorías sociológicas que vincularon el envejecimiento al marco sociocultural en el cual se desenvuelve un ser humano, ámbito que le puede provocar pérdidas sensoriales, motoras y sociales que disminuyen su competencia y reducen su autonomía, funcionalidad y actividad. La sociedad, al asignar roles, normas y comportamientos a las personas mayores, muchas veces pueden generar aislamiento, exclusión, dependencia y vulnerabilidad.
Durante el
siglo XX también se analizó el tema desde un punto de vista psicológico, con un
enfoque que valoró la interacción de los aspectos biológicos con los sociales y
culturales. En ese sentido el neurólogo austríaco Sigmund Freud (1856-1939),
quien es considerado el padre del psicoanálisis, en 1926 reflexionó sobre la
vejez en una entrevista en la que, entre otras cosas, definió al psicoanálisis como
una ciencia que “vuelve la vida más simple. El psicoanálisis reordena el
enmarañado de impulsos dispersos, suministra el hilo que conduce a la persona
fuera del laberinto de su propio inconsciente”. “Biológicamente -agregó-, todo
ser vivo, no importa cuán intensamente la vida arda dentro de él, ansía el
Nirvana, la cesación de la fiebre llamada vivir. El deseo puede ser encubierto
por digresiones, no obstante, el objetivo último de la vida es la propia
extinción”. Y en referencia a la incidencia del aspecto social en la conducta
de los seres humanos aseveró que “la maldad es la venganza del hombre contra la
sociedad, por las restricciones que ella impone. Las más desagradables
características del hombre son generadas por ese ajuste precario a una
civilización complicada. Es el resultado del conflicto entre sus instintos y su
cultura”.
En cuanto a la vejez, específicamente aseguró que “el impulso de vida y el impulso de muerte habitan lado a lado dentro de nosotros. En todo ser normal, la pulsión de vida es fuerte, lo bastante para contrabalancear la pulsión de muerte, pero en el final, ésta resulta más fuerte”. Y concluyó categóricamente: “Todo lo que vive perece. ¿Por qué debería el hombre constituir una excepción?”. Apenas unos años más tarde, Carl Gustav Jung (1875-1961) se refirió también al tema en uno de los capítulos de “Die dynamik des unbewußten” (La dinámica de lo inconsciente). El médico psiquiatra y psicólogo suizo definió al desarrollo de un adulto como un proceso caracterizado por el crecimiento y los cambios inherentes a ese itinerario en el que los seres humanos fluctúan entre sus objetivos futuros y sus experiencias pasadas. Jung partió de la hipótesis de que en la vejez las personas se desplazan en una especie de viaje al interior de sí mismas, dejando paulatinamente de lado sus vivencias para centrarse en sus propias preocupaciones, reflexionar sobre sus valores, buscar respuestas a los enigmas de la vida y explorar la esencia de su “verdadero yo”. “No podemos vivir el atardecer de la vida con el mismo programa de la mañana”, señaló metafóricamente.