Ernest Hemingway (1899-1961) puso tanta energía
en construir su obra literaria como en crear y vender una imagen que
trascendiese las fronteras del mundo literario. Viajero incansable, aventurero
temerario, Premio Pulitzer en 1953, Premio Nobel en 1954, fue uno de los
primeros escritores en ganar fortunas con sus libros. El mito del
Hemingway-personaje se apoyó en su proclamado gusto por las mujeres hermosas,
el alcohol, la caza, el boxeo, la pesca y las corridas de toros. El mito del
Hemigway-escritor se construyó sobre la base de héroes perdidos que buscaban
nuevas emociones y en su obsesión por encontrar las formas más naturales de
expresar lo que quería decir. En julio de 1974, el director de la revista “Crisis”,
Federico Vogelius (1920-1986), solicitó a cinco escritores argentinos y un
brasileño que opinasen sobre el autor de “A farewell to arms” (Adiós a las
armas) y “The old man and the sea” (El viejo y el mar), y sobre la posible
influencia que éste pudo tener sobre sus respectivas obras. A continuación las
opiniones de Ricardo Piglia, Osvaldo Soriano y David Viñas.
Ricardo Piglia (1941-2017). Escritor, guionista
cinematográfico y profesor de Literatura argentino. Su escritura posee un
equilibrio entre el rigor intelectual, la experimentación y su facilidad para
ser leída. Entre 1968 y 1976 dirigió la famosa colección "Serie
Negra". Su obra ha sido traducida a diferentes idiomas, entre ellos el
inglés, el francés, el italiano, el alemán y el portugués. Ha publicado las
novelas "Respiración artificial", "La ciudad ausente" y
"Plata quemada"; los tomos de relatos "La invasión",
"Nombre falso", "Prisión perpetua" y "Cuentos
morales"; y los ensayos "La Argentina en pedazos", "El
laboratorio del escritor", "Formas breves", "Diccionario de
la novela de Macedonio Fernández", "El último lector" y
"Crítica y ficción".
LA AUTODESTRUCCION DE UNA ESCRITURA
Ricardo Piglia
Hemingway se suicidó en 1936. Quiero decir: a
partir de ahí inició un trayecto que, en más de un sentido, se asemeja a un
suicidio, o mejor, a un asesinato preparado por la propia víctima. En setiembre
de ese año había publicado "Las nieves del Kilimanjaro", este relato
sobre el dinero, las mujeres y la muerte, sobre la imposibilidad de escribir,
tiene la estructura misma del suicidio: no narra otra cosa que el fin de la
escritura de Hemingway, y es su testamento. Hasta ese momento (digamos, entre
1922 y 1937), en quince años de trabajo, había construido una de las escrituras
más perfectas de este siglo. Sus mejores textos ("Cerros como elefantes
blancos", "El río de los dos corazones", "La luz del
mundo") eran relatos breves, fragmentarios: la blancura de la descripción
aniquilaba toda anécdota, la escritura giraba en el vacío, remitía a la
ausencia, al silencio. Apoyado en las investigaciones de la vanguardia de la
década del '20 (sobre todo en la teoría joyceana de la "epifanía")
llevaba al límite la búsqueda de una narración de superficie, en la que el
sentido estaba siempre desplazado: al descartar toda interioridad, enfrentaba
la tradición psicologista de la novela burguesa, basada en la profundidad y en
el mito de la esencia del hombre. De todos modos, a partir de cierto momento
(digamos, años '35, '36) Hemingway comienza a traicionar ese código: parodia
involuntaria de sí mismo, lo que escribe en la segunda mitad de su vida parece
encaminado a borrar su escritura, o mejor, a desmentirla. Basta comparar el
estilo seudobíblico, "profundo", cargado "de babosa
emoción" (la expresión es de Hemingway) de "El viejo y el mar"
-esa parábola kitsch-, con la escritura blanca, casi abstracta de "Después
de la tormenta": se trata del mismo "tema", pero lo que va de un
texto al otro, es lo que va (y pido disculpas por esta expresión tan envejecida)
de la "mala" literatura, basada siempre en la buena conciencia de los
sentidos plenos, a la "buena" literatura que lucha abiertamente
contra esa tentación. Para explicar este "pasaje" -quiero decir: esta
pérdida- habría que pensar las relaciones entre escritura y éxito, entre
demanda, dinero y mercado (algo de todo eso se puede encontrar en "Las
nieves del Kilimanjaro") en la literatura de los Estados Unidos. "Los
escritores norteamericanos -decía Scott Fitzgerald- no tenemos segundo
acto". No conozco un ejemplo más patético (salvo, quizás, el de Salinger)
de autodestrucción de una escritura que el de Ernest Hemingway. Por otro lado,
este pasaje ha sido acompañado (habría que escribir: sostenido) por una
inflación de la figura pública de Hemingway: imagen del escritor como "playboy",
como aventurero, que difunde y estetiza cierta ética del ocio y del consumo, es
decir, una moral aristocrática del Amo, que muestra su "clase" en las
hazañas de una guerra privada con la muerte y el sexo. Cazador, guerrero,
conquistador sostenido por una ideología vitalista, paternalista,
antiintelectual, típica del pragmatismo norteamericano (y, digámoslo de pasada,
de todo el pensamiento de la derecha) Hemingway se ha convertido en uno de los
grandes "héroes" de nuestra cultura. Esta es hoy su mayor influencia:
una influencia que, en verdad, se enlaza con uno de los mitos clásicos de la
crítica burguesa que pone en la vida del escritor el sentido último de su
literatura. De este modo, cierto "culto a la personalidad" del autor
se interpone entre el texto y su lectura: arsenal de anécdotas y mitologías que
acompañan al texto y permiten "manejarlo" aún antes de haberlo leído.
Pocos escritores han sufrido, como Hemingway, esta distorsión: sus textos se
pierden en medio de una maraña de mitos, tachados, censurados por un espacio de
lectura que el mismo Hemingway parece haberse esforzado en construir sobre las
ruinas de su escritura. Así, toda esa elaboradísima construcción verbal (que va
desde "En nuestro tiempo" hasta "Las nieves del Kilimanjaro",
pasando por "Fiesta") en la que no se escribe otra cosa que la
imposibilidad de narrar la experiencia, es leída, retrospectivamente, como una
afirmación de la ideología literaria que esos textos intentaban destruir.
Respaldado en su "sinceridad", en su experiencia vivida, Hemingway
sería la metáfora misma del escritor primitivo, espontáneo. Curiosa paradoja,
tradicional, por lo demás, en cierta lectura periodística de la narrativa
norteamericana (veamos, si no, lo que ha pasado con Melville: escritor "bárbaro"
que comienza "Moby Dick" con diez páginas de citas que van desde
Aristóteles hasta Erasmo). Porque en realidad lo que hace Hemingway es crear
los protocolos, el código, los procedimientos de la narración
"sincera": lenguaje directo, predominio del diálogo, sintaxis
antigramatical, repeticiones, es decir, un conjunto muy elaborado de técnicas
que buscan "naturalizar" el relato y ocultar sus reglas. En este
sentido, existen pocos escritores tan "literarios" (es decir, tan
conscientes de que la literatura más "verdadera" es la que se sabe
más artificial) como Hemingway: pensemos, sino, en "Padres e hijos",
donde es capaz de presentar una violación sexual, a través de una secuencia
onomatopéyica de adverbios, basada en la significante maceración -levantarse
una mujer y hacer puré- construyendo todo el efecto del relato sobre este juego
joyceano. ¿Qué decir (ya que hablamos de influencias) de un escritor cuya
primera novela -"Torrentes de primavera"- es un pastiche, únicamente
destinado a parodiar (quiero decir, a criticar, a leer por escrito) a su mayor
influencia: Sherwood Anderson? (A la inversa, reléase el primer cuento
publicado por Hemingway -"Mi viejo"- y se podrá encontrar, desde el
título, la "paternidad" de Anderson). Como toda verdadera escritura
la del primer Hemingway es un cruce de lecturas, un canje de textos: no hay
Hemingway sin la experiencia de la lectura de Mark Twain (sin el trabajo con la
lengua hablada del Huck Finn), sin Winnesburg, Ohio, sin los textos de Ring
Lardner, sin el fraseo obsesivo de Gertrude Stein, sin los relatos de guerra de
Stephen Crane. O sea, y para terminar: el verdadero "héroe" de
Hemingway no es el hombre inocente hundido en la experiencia, sino, justamente,
Nick Adams, es decir, un Stephen Dedalus (un Hamlet) que ha leído a Thoreau. En
fin, y ya que se trata de responder sobre la influencia de Hemingway, quiero
decir que estas ideas sobre Hemingway son también, de algún modo, la marca -la
influencia- que Hemingway ha dejado en mí. Mientras lo leía, a lo largo de
estos años, he escrito algunos relatos y en el trabajo de escribirlos,
podríamos decir que en cierta forma aprendía, a la vez, a leer, entre otros
autores, a Hemingway (y durante un tiempo sobre todo a Hemingway). Quiero
decir, escribir es siempre leer de un modo particular y para hablar de
influencias (es decir, de la aprobación, de la herencia, pero también del robo,
del plagio, o sea, en última instancia, de la propiedad) para hablar de
influencia, digo, me parece necesario apoyarse en una teoría de la lectura: quisiera
decir que esa teoría está también presente en Hemingway y desde allí sería
preciso partir para leer sus textos (y no sólo sus textos).
Osvaldo Soriano (1943-1997). Periodista y
escritor argentino. Trabajó en las revistas "Primera Plana",
"Panorama" y "Confirmado", y en los diarios "El Eco de
Tandil", "Noticias", "El Cronista", "La
Opinión" y "Página/12". Publicó las novelas "Triste,
solitario y final", "No habrá más penas ni olvido",
"Cuarteles de invierno", "A sus plantas rendido un león",
"Una sombra ya pronto serás", "El ojo de la patria" y
"La hora sin sombra". También es autor de los libros de historias
cortas "Artistas, locos y criminales", "Rebeldes, soñadores y
fugitivos", "Cuentos de los años felices", "Piratas,
fantasmas y dinosaurios" y "Arqueros, ilusionistas y
goleadores". Su obra ha sido traducida a los idiomas inglés, francés,
italiano, alemán, portugués, sueco, noruego, holandés, griego, polaco, húngaro,
checo, hebreo, danés y ruso.
UNO DE MIS DIOSES OCULTOS
Osvaldo Soriano
Creo que varios escritores norteamericanos
cambiaron toda la concepción de la narrativa durante este siglo, principalmente
después de los años '20. Hemingway, Scott Fitzgerald, Caldwell, Ring Lardner,
Dashiell Hammett, publicaron sus primeros libros por la misma época. En
"Triste, solitario y final" y en otra novela que estoy terminando,
hay una gran influencia -si no toda-, de estos grandes que alguna vez leí con
admiración de mitómano. Hemingway, en particular, me asombró en sus cuentos;
recuerdo que cada vez que leía alguno de sus relatos -aunque principalmente
"Los asesinos" y "Cincuenta de a mil"- me decía:
"Escribir es fácil, tiene que ser fácil". Lo contrario me pasaba con
Faulkner; siempre que intentaba leerlo (nunca pasé de treinta o cuarenta
páginas) me decía: "Escribir, contar algo, es demasiado difícil". Es
imposible saber quien ha influido más en los textos que uno escribe solo frente
a una máquina: Hemingway debe haber sido, seguramente, uno de mis dioses
ocultos; menos, quizá, que Chandler y Caldwell (aunque lo mío parezca tener
poco que ver con lo de este enorme narrador), menos que Quiroga y Maupassant.
Releo muy asiduamente a quienes me hacen pensar que contar una historia es la
mejor manera de contar la Historia. De Hemingway hay, en mi novela, algo muy
ínfimo (porque pensar lo contrario sería una total falta de ubicación en la
realidad) de la valorización de los espacios no cubiertos por la escritura. Es
decir: en el autor de "Fiesta" vale más lo que deja fuera del relato
-por misterioso-, que las palabras que cubren la historia. Es uno de los más
grandes narradores de este siglo, uno de los pocos que se ha dado el lujo de
cerrar su obra con una magistral memoria, como "París era una
fiesta". Es que Hemingway es una fiesta, a veces desgarrada y trágica.
Pocos como Hemingway, Caldwell y Chandler han hecho del relato moderno algo
perdurable. ¿De quién sino de ellos podría yo haber aprendido lo poco que sé?
Ese gusto por la aventura como vehículo para acceder a la vida.
David Viñas (1927-2011). Ensayista, novelista,
dramaturgo y profesor universitario argentino. Fundador de la revista
"Contorno" -de gran influencia en medios universitarios e
intelectuales-, ha publicado numerosos ensayos entre los que se destacan
"Literatura argentina y realidad política: de Sarmiento a Cortázar",
"Momentos de la novela en América Latina", "Indios, ejército y
fronteras", "Los anarquistas en América Latina" y "De
Sarmiento a Dios. Viajeros argentinos a USA". Entre sus novelas sobresalen
"Los años despiadados", "Los dueños de la tierra",
"Dar la cara", "Cuerpo a cuerpo" y "Tartabul".
También es autor de las obras teatrales "Dorrego",
"Lisandro", "Tupac Amaru" y "Walsh y Gardel".
YO ERA HEMINGWAY
David Viñas
No me gustaba Mallea. ¿Qué quiere decir esto?
Que hace veinte años, si un tipo joven se decidía a escribir novela en este
país, el sistema ya le estaba proponiendo un modelo. Hacia 1953 o 1954 el más
visible, esto es, el más promocionado por el mercado local era Eduardo Mallea:
aquí está, esto es un novelista me susurraban de manera categórica o
aterciopelada los diversos medios de difusión. Hubo algunos que creyeron esos
mensajes. O fingieron creerlos: un modelo consagrado siempre es una garantía y
sus productos gozan de la benevolencia general. Adscribirse a Mallea como
modelo de novelista implicaba (de manera correlativa) la "carrera"
literaria. Y la identificación con su línea la complacencia, por lo menos de
"Sur" y "La Nación", magnas agencias de santificación
entonces. Ahí anda todavía Murena que encarna esa secuencia como emergente y
como matiz "generacional". No me gustaba Mallea. Por mucho que esos
cuchicheos en letra chica siguieran insistiéndome: "Ese es un
novelista"; "Un gran novelista"; "El gran novelista
argentino"; "Un valor continental"; "Ahí está el camino, la
verdad y la vida". No. Me aburría Mallea. Me resultaba insípido Mallea. No
creía en ninguno de sus personajes ni en sus situaciones. Todo sonaba a falso
allí dentro: ya se tratara de "La bahía de silencio" o de "Los
enemigos del alma". Sobre todo el uso de las palabras: ese material, a
través de Mallea, se me escurría entre los dedos. O flotaba como una nube
melancólica y abstracta. Incluso, presentía que me quería intimidar cuando
apelaba a los Grandes Sentimientos o que ya estaba definitivamente incapacitado
para dar cuenta de nuestro lenguaje. Su "argentino silencioso" no era
más que el escamoteo y la justificación de su incapacidad para asumir (y
elaborar) el lenguaje de nuestra comunidad. Y su "Argentina
invisible" la trasposición ideológica del cuento de la tela maravillosa:
quienes no la veíamos éramos miserables o tramposos. Por eso Hemingway (y por
eso Arlt: "El juguete rabioso" y "Por quién doblan las
campanas" me llegaron juntas). Su sentido fundamental era el encuentro con
novelas descarnadas y lúcidas que si de algo se hacían cargo era -precisamente-
de palabras, hombres y situaciones que podía paladear y con los que me
entusiasmaba identificarme. Está claro: yo hablaba así, yo podía sentir de esa
manera, yo quería conocer a una mujer como María, mi madre se parecía a Pilar,
yo me veía como un hermano junto a Robert Jordan entre los campesinos
españoles. Yo era Hemingway. No a Mallea. Entendámonos: Mallea es una metáfora.
Y sobre él se polarizaban y densificaban todos los valores que yo pretendía
impugnar. ¿Era reactiva mi adhesión a Hemingway (y a Roberto Arlt)? Creo que
sí. Me definía inicialmente por mi negatividad. Decir que no era empezar a
pensar. Aquél fue, en sus rasgos mayores, mi acercamiento a Hemingway.
Correspondería hablar de mi distanciamiento. Brevemente: poco a poco fui
advirtiendo que en sus textos sus "héroes" utilizaban al
"pueblo" como telón de fondo. Mejor: como soporte de su
excepcionalidad. Como instauraban la legalidad, terminaban por ser la ley hasta
situarse más allá de ella. De ahí que el heroísmo de sus protagonistas se
construía sobre una mirada que permanentemente trazaba un movimiento de arriba
hacia abajo. No autoritario, quizá; pero sí benevolente. Paternalista al fin de
cuentas, el "pueblo" en Hemingway se valida en tanto participa de los
valores del "héroe". Y si la supuesta "comunión" no es más
que utilización, el pueblo apenas si resulta su base de maniobra. Como quien
dice: el distanciamiento de Hemingway se me planteó a partir de su verticalismo
narrativo.