Como suele ocurrir en materia de crítica
literaria, no son coincidentes las valoraciones sobre la obra de Hemingway. Así
como para algunos fue una celebridad excepcional gracias a su estilo de
escritura, para otros ese estilo fue digno de acaloradas y polémicas discusiones.
A pesar de las discordancias, Hemingway es posiblemente uno de los cinco
escritores más conocidos del siglo XX y ha tenido una influencia innegable en
la literatura mundial. La Academia Sueca, en ocasión de otorgarle el Premio
Nobel en 1954, fundamentó su decisión en “el dominio poderoso y maestría en la
creación de un estilo del arte moderno de la narración”. Puede decirse que,
durante la segunda mitad del siglo XX, su legado ostentó un sitio de honor
dentro del mundo de la literatura, lo cual no impidió que muchos escritores de
esa época lo emularan y otros tantos lo soslayaran. Convocados por la revista
“Crisis”, a renglón seguido las apreciaciones de Haroldo Conti, Rodolfo Wash y
Eric Nepomuceno.
Haroldo Conti (1925-1976). Maestro rural,
director teatral aficionado, profesor de filosofía, guionista cinematográfico y
escritor argentino. Recibió el premio Revista Life (1960), el Premio Municipal
de la Ciudad de Buenos Aires (1964), el Premio de la Universidad de Veracruz de
México (1966), el Premio Seix Barral de España (1971) y el Casa de las Américas
de Cuba (1975). Es autor de las novelas “Sudeste”, “Alrededor de la jaula”, “En
vida” y “Mascaró el cazador americano”; de los libros de cuentos “Todos los
veranos”, “Con otra gente” y “La balada del álamo carolina”, y de la obra
teatral “Examinados”. A poco de instalada la dictadura militar 1976/1983 fue
secuestrado por una brigada del Ejército Argentino. Desde entonces continúa
desaparecido.
LA BREVE VIDA FELIZ DE MISTER PA
Haroldo Conti
En 1927 Hemingway se instala en Cayo Hueso,
donde vivió, pescó y escribió unos diez años. Desde allí cruzó varias veces el
Golfo para llegar hasta Cuba, patria a la que a partir de ahí conoció y amó.
Cuarenta años después, casi toda mi vida, entre Obispo y Mercaderes, cerca del
puerto de La Habana, en un barrio que no ha cambiado mayormente, paso por
encima del gastado letrero en venecita que dice: "Hotel Ambos Mundos"
y trato de ver con los mismos ojos del "Viejo" el lobby de aquel hotel
de segunda categoría que ha elegido justamente por su proximidad con los
muelles, donde amarra el "Pilar", y en cuya habitación 511 pasará más
o menos espléndidamente los próximos seis meses. El "Hotel Ambos
Mundos" en aquel tiempo era propiedad de don Manolo Asper, luego gran
amigo del "Viejo". Claro que entonces no era el "Viejo".
Don Manolo debe haber visto ese día entrar a un caballero de rostro macizo, más
parecido a un medio pesado que a un periodista, echando para adelante con
decisión sus enormes zapatos siempre un par de números más grandes. Eran los
años de "Los asesinos", "Que te dice la Patria",
"Cincuenta de a mil", "Cerros como elefantes blancos", poco
antes del suicidio de su padre, cuando estaba entrando en calor para acometer
"Adiós a las armas", con cuyo original saldría, por esa misma puerta
que acabo de trasponer, uno o dos años después. Pienso -siempre desde el
"Viejo"- que si tuviera que elegir un hotel para escribir un par de
cuentos y aún una novela, elegiría éste, por maniático que fuese. Claro que el "Viejo",
que hoy estaba aquí y mañana en el hotel Florida, de Madrid, donde escribió
"La Quinta Columna", no reparaba demasiado en esto. Por lo visto era
capaz de escribir en cualquier parte. Para él era más importante que el hotel
estuviese cerca de su barco porque en realidad había venido allí para la
corrida de la aguja, que comenzaba en el mes de abril, cuando el pez se acerca
a la costa. De manera que en este caso el pez decidía por él. En 1940
"Pa" se separa de su segunda mujer, Pauline Pfeiffer, y compra la
finca Vigía, a once kilómetros de La Habana, en San Francisco de Paula, sobre
la Carretera Central, cerca de Cotorro, un poco antes. Verdaderamente a
cualquier escritor subdesarrollado se le caen las medias cuando ve aquella
casa. Efectivamente, a primera vista aquella parece más bien la casa de un
administrador norteamericano de algún central azucarero y de todas maneras es
una muestra algo melancólica de la opulencia de un gran escritor norteamericano
que cobraba 15.000 dólares por un simple artículo y percibió 125.000 por
"Las nieves del Kilimanjaro". De cualquier forma nos queda el
desvelado orgullo de nuestra inmensa y rebelde pobreza que en algún sentido
ayuda a nuestra escritura pues nos mantiene junto al pueblo y nos aleja del privilegio.
Hemingway alquiló aquella casa en 1939 y la compró al año siguiente. Creo que
en esa casa podría escribir la "Divina Comedia" con los pies. La casa
se conserva tal cual la dejó el "Viejo", como si se hubiese marchado
una vez más de viaje y estuviese por regresar de un momento a otro. Hemingway
escribía de pie y descalzo sobre un tablón adosado a la pared, cerca de la
cama, que sostenía su Royal portátil y una pizarra de terciado para aguantar
las hojas en las que anotaba a mano. Escribía por la mañana. Luego pileta, unos
tragos, almuerzo y a La Habana, probablemente al Floridita donde seguía con los
tragos y a veces escribía en el mostrador. Una vida miserable, como se ve. La
que podría añorar Cabrera Infante o imitar el vacuo de Carlos Fuentes. Sobre
una biblioteca hay una estatuilla de Martí, de yeso dorado, de las que mandó
hacer Fidel para recompensar con ella a quienes donaron armas o dinero para los
jóvenes patriotas que asaltaron el Moncada. De ahí se deduce que el
"Viejo" contribuyó también. La estatuilla fue realizada por Fidalgo y
lleva una leyenda que dice: "Para Cuba que sufre", extraída de la
frase inicial de un discurso del Apóstol que completa rezaba así: "Para
Cuba que sufre, mi primera palabra". Hemingway amaba a Cuba y creía en la
Revolución. "Las gentes de honor creemos en la revolución cubana",
declaró una vez. Dijo también, refiriéndose a Cuba: "Todo lo que tengo
está aquí. Mis cuadros, mis libros, mi lugar de trabajo y mis buenos
recuerdos".
Rodolfo Walsh (1927-1977). Periodista, dramaturgo
y escritor argentino que permanece desaparecido desde el día siguiente de la
publicación de su "Carta abierta de un escritor a la Junta Militar"
en la que denunciaba con precisión las atrocidades cometidas por el gobierno
dictatorial. Su obra recorre el género policial, periodístico y testimonial,
con obras como "Operación Masacre", "El caso Satanowsky" y
"Quién mató a Rosendo". También incursionó en la ficción, donde se
destacan "Cuento para tahúres y otros relatos policiales", "Los
oficios terrestres" y "Un kilo de oro". Para muchos, Walsh es el
paradigmático producto de una tensión resuelta: la establecida entre el
intelectual y la política, la ficción y el compromiso revolucionario.
EL COMÚN OFICIO DEL PERIODISMO
Rodolfo Walsh
Creo que en un cuento como "Esa
mujer", en algún pasaje de "Operación masacre" es posible
detectar una influencia, pero me resulta difícil decir si es una influencia
directa o un reflejo del común oficio del periodismo. En todo caso es una
influencia estilística. No creo en cambio haber sido influido por las ideas, ni
por los sentimientos, ni por el proyecto de vida de Hemingway o de muchos de
sus personajes, que no tienen nada que ver conmigo, y que son
característicamente norteamericanos, y más precisamente de los "roaring
twenties" (años locos). Esto no quiere decir que no haya leído algunos
libros de Hemingway con placer e incluso con respeto por la maestría de un
oficio. Pero nunca he sido un lector consecuente de Hemingway y ni siquiera he
leído todos sus libros. Actualmente hay en mí un rechazo consciente, a nivel
político, no de la persona de Hemingway, sino de la visión que tiene Hemingway
del hombre como individuo ante todo, colocado en circunstancias excepcionales.
Eric Nepomuceno (1948). Escritor y periodista brasileño.
Ha colaborado en los diarios "Jornal da Tarde" de Brasil, "La
Opinión" y "Página/12" de Argentina, "El País" de
España, y "Unomásuno" de México. También en las revistas
"Veja" y "Nuestra América" de Brasil, "Crisis" de
Argentina, "Triunfo" y "Cambio 16" de España,
"South" de Inglaterra, y "Proceso" y "Nexus" de
México. Publicó los libros de cuentos "Contradanza e outras
histórias" (Contradanza y otras historias), "A palavra nunca"
(La palabra nunca), "40 dólares e outras histórias" (40 dólares y otras
historias), "Coisas do mundo" (Cosas del mundo), y "Quarta
feira" (Miércoles); y los ensayos "Hemingway na Espanha" (Madrid
no era una fiesta) y "Cuba: Anotaçóes sobre uma revoluçáo" (Cuba:
notas sobre una revolución).
EL VIEJO Y SU FANTASMA
Eric Nepomuceno
Toda su vida estuvo dividida de manera no muy
equilibrada entre el escritor cuya obsesión fundamental era escribir cada vez
mejor, el hombre que, poco a poco, fue admitiendo que había sido un fanfarrón
siempre que la ocasión se había presentado y aun cuando no había habido
ocasión, el nombre preocupado por valores aislados como el honor, el coraje, la
lealtad, la honestidad y, finalmente, el hombre empeñado en descubrir la mejor
manera de vivir, la forma segura de resistir. Durante casi toda su vida tuvo la
convicción de que, por sobre todo, era necesario resistir, y sólo fue
desplazada en los últimos tiempos, cuando la angustiante idea de que ya era
hora de terminar se hizo insoportable. Los desencuentros de quien, por un lado,
trató de vencer el desafío constante que le hacían las luchas sucesivas del
juego de vivir y, por otro, trató de alcanzar "la paz por separado",
terminaron sumergiendo a Hemingway en una amarga guerra particular. A lo largo
de una buena parte de sus sesenta y dos años, esos desencuentros le mostraron
que mientras él buscaba y encontraba un millón de placeres, las circunstancias
lo obligaban a entender, cada vez más, que la vida humana, incluyendo la suya,
estaba salpicada de dolor. Y que lo que ante todo hay que resistir es ese
juego. Trece años después de su muerte, la vida de este extraordinario escritor
es una leyenda que sigue su curso paralelamente a sus relatos, entre los cuales
se encuentran algunas pequeñas obras inmortales. La leyenda de un hombre al que
le encantaba contar proezas, la del fanfarrón que se consideraba un amante
irresistible y un campeón mundial en todo lo que hacía, aventajó y desplazó con
holgura la verdadera imagen de Hemingway. El sostuvo siempre que el orgullo era
un pecado mortal, si bien atentó repetidamente contra ese credo propio; su
inmensa ambición, su espíritu competitivo que llegó hasta lo inconcebible, el
ansia de ser insuperable en todo lo que intentaba y de reafirmar su supremacía,
la necesidad desenfrenada de ser admirado y de exhibir su fuerza y
superioridad, tenían, sin duda, un reverso. No fueron pocas las oportunidades
en que el fanfarrón exhibicionista y egoísta dio pruebas de inmensa generosidad
y gentileza. Lo cierto es que Hemingway fue una colección de contradicciones
tremendas: el fanfarrón era, muchas veces, un hombre tímido y casi retraído; el
grandulón insoportable y arrogante estallaba en lágrimas con frecuencia, y no
me refiero aquí a sus últimos tiempos, cuando el proceso de desmoronamiento de
su personalidad ya estaba avanzado. Hemingway supo ser generoso en sus juicios
con la misma facilidad con que fue intransigente e irreductible; odiaba la
literatura fácil y mediocre con la misma espontaneidad con que redactaba
cuentos a pedido de revistas sofisticadas o intelectualizadas para ganarse la
vida y cuyo único valor visible era su firma. Su versión y rechazo a las
posturas intelectualizadas ocultaban a un lector ávido y dueño de una cultura
nada insignificante. Como mentiroso jamás se hizo acreedor a otro calificativo
que el de "romántico": las suyas eran mentiras bien construidas, muy
propias de quien inventa temas y luego los narra para vivir y no encuentra que
haya nada malo en trasladar esta conducta al trato diario. Sobre todo muy
propias de alguien que, como él, fue un ser ávido de afecto, admiración y
compañía. Y si alimentó uno de los pecados mortales de su credo -el orgullo-,
lo hizo como si se tratara de una especie de demonio bienamado. Estaba
fascinado con su virilidad, con su aguante para la bebida, con su prestigio,
con su talento literario, con todo lo que escribía, con su autoconfianza, con
sus hazañas en la caza y en la pesca, con el coraje de que daba pruebas a cada
instante. Admitía tener miedo y exaltaba la necesidad de sobreponerse a él y
refrenarlo. Su humor y sus estados de ánimo podían variar con la misma
facilidad con que cambia la temperatura, y esas variaciones eran drásticas:
caía en depresiones feroces o se volvía peligrosamente agresivo, para luego
desbordar de alegría y exuberancia con una facilidad desconcertante. Era inmune
a todas las modas e insistía en la idea de que un escritor tiene, ante todo,
que ser un marginal, una especie de gitano, desprejuiciadamente rebelde.
Cuidaba su conciencia como si fuera un objeto delicado y peligrosísimo. Detestaba
la burocracia, los documentos, el papelerío, la propaganda y la retórica. Su
posición política era el conjunto de todas las contradicciones de su
personalidad. Tenía una especie de instinto que lo impulsaba a defender los
derechos humanos a través de muchos actos generosos y colmados de coraje y de
casi todo lo que escribió. Estimaba valores que temía ver perdidos en la
humanidad, sobre todo, la honestidad y la verdad. Estuvo en cuatro guerras y,
en tres de ellas -la de 1914, la de España y la de 1939/45- llegó a intervenir
directamente. Vio todo de cerca y en España intentó algunas definiciones
políticas. Por lo demás, trató tenazmente de sobreponerse a los horrores de la
guerra mediante la búsqueda del coraje, la honestidad, el honor y la integridad
del ser humano. Sin embargo, más de una vez, en la Segunda Guerra, su
comportamiento rozó el ridículo. En España trató de evitar a toda costa que la
imagen del país fuera confundida con el fascismo y el nazismo. Si bien en su
novela "Por quién doblan las campanas" hizo una nueva defensa los
derechos humanos, en sus declaraciones, en cambio, no se molestó en disimular
su desinterés por la causa española una vez que comprendió que la estrategia
militar de la República era errónea. Y cuando los comunistas norteamericanos
iniciaron sus críticas contra las fallas ideológicas del libro, se limitó
reaccionar como lo hacía siempre: respondió que era capaz de escribir mejor que
cualquiera de ellos, amenazó trompear juntos a tres o más de sus críticos y
emprendió una dura batalla verbal contra aquellos a quienes llamaba escritores
políticamente comprometidos. En esa misma época, el vaivén eterno de sus
contradicciones lo llevó a plantear su posición de manera adulta al decir que,
para él, la misión primordial de un escritor era escribir. Nadie puede decir si
los tiros de la mañana del 2 de julio de 1961 fueron el resultado de la
búsqueda imposible de la "paz por separado" o de la acumulación de
búsquedas, encuentros y desencuentros de una vida extraordinariamente intensa. Sea
como fuere, el mundo al que él aspiraba se había mostrado inviable hacía mucho.
Las nociones intuitivas de honor, honestidad, lealtad, coraje y justicia fueron
transformándose, poco a poco, en blancos frágiles, en ideas traicionadas, y el
mundo se mostraba, como siempre, cada vez menos propicio para buscar en él la
paz individual, la paz por separado. Sus sueños -si existieron- difícilmente
habrían resistido las verdades que, cada día con más fuerza, proclaman la
imposibilidad de mantenerse ajeno. Y Hemingway fue, sin duda, un hombre que amó
demasiado muchas cosas. Y que exigió muchísimo del mundo, de la vida y de los
hombres. Por eso necesitó resistir a cualquier precio. Sea como fuere.