24 de julio de 2022

Seis escritores en busca de Hemingway (2)

Como suele ocurrir en materia de crítica literaria, no son coincidentes las valoraciones sobre la obra de Hemingway. Así como para algunos fue una celebridad excepcional gracias a su estilo de escritura, para otros ese estilo fue digno de acaloradas y polémicas discusiones. A pesar de las discordancias, Hemingway es posiblemente uno de los cinco escritores más conocidos del siglo XX y ha tenido una influencia innegable en la literatura mundial. La Academia Sueca, en ocasión de otorgarle el Premio Nobel en 1954, fundamentó su decisión en “el dominio poderoso y maestría en la creación de un estilo del arte moderno de la narración”. Puede decirse que, durante la segunda mitad del siglo XX, su legado ostentó un sitio de honor dentro del mundo de la literatura, lo cual no impidió que muchos escritores de esa época lo emularan y otros tantos lo soslayaran. Convocados por la revista “Crisis”, a renglón seguido las apreciaciones de Haroldo Conti, Rodolfo Wash y Eric Nepomuceno.
 
Haroldo Conti (1925-1976). Maestro rural, director teatral aficionado, profesor de filosofía, guionista cinematográfico y escritor argentino. Recibió el premio Revista Life (1960), el Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires (1964), el Premio de la Universidad de Veracruz de México (1966), el Premio Seix Barral de España (1971) y el Casa de las Américas de Cuba (1975). Es autor de las novelas “Sudeste”, “Alrededor de la jaula”, “En vida” y “Mascaró el cazador americano”; de los libros de cuentos “Todos los veranos”, “Con otra gente” y “La balada del álamo carolina”, y de la obra teatral “Examinados”. A poco de instalada la dictadura militar 1976/1983 fue secuestrado por una brigada del Ejército Argentino. Desde entonces continúa desaparecido.
 
LA BREVE VIDA FELIZ DE MISTER PA
Haroldo Conti

En 1927 Hemingway se instala en Cayo Hueso, donde vivió, pescó y escribió unos diez años. Desde allí cruzó varias veces el Golfo para llegar hasta Cuba, patria a la que a partir de ahí conoció y amó. Cuarenta años después, casi toda mi vida, entre Obispo y Mercaderes, cerca del puerto de La Habana, en un barrio que no ha cambiado mayormente, paso por encima del gastado letrero en venecita que dice: "Hotel Ambos Mundos" y trato de ver con los mismos ojos del "Viejo" el lobby de aquel hotel de segunda categoría que ha elegido justamente por su proximidad con los muelles, donde amarra el "Pilar", y en cuya habitación 511 pasará más o menos espléndidamente los próximos seis meses. El "Hotel Ambos Mundos" en aquel tiempo era propiedad de don Manolo Asper, luego gran amigo del "Viejo". Claro que entonces no era el "Viejo". Don Manolo debe haber visto ese día entrar a un caballero de rostro macizo, más parecido a un medio pesado que a un periodista, echando para adelante con decisión sus enormes zapatos siempre un par de números más grandes. Eran los años de "Los asesinos", "Que te dice la Patria", "Cincuenta de a mil", "Cerros como elefantes blancos", poco antes del suicidio de su padre, cuando estaba entrando en calor para acometer "Adiós a las armas", con cuyo original saldría, por esa misma puerta que acabo de trasponer, uno o dos años después. Pienso -siempre desde el "Viejo"- que si tuviera que elegir un hotel para escribir un par de cuentos y aún una novela, elegiría éste, por maniático que fuese. Claro que el "Viejo", que hoy estaba aquí y mañana en el hotel Florida, de Madrid, donde escribió "La Quinta Columna", no reparaba demasiado en esto. Por lo visto era capaz de escribir en cualquier parte. Para él era más importante que el hotel estuviese cerca de su barco porque en realidad había venido allí para la corrida de la aguja, que comenzaba en el mes de abril, cuando el pez se acerca a la costa. De manera que en este caso el pez decidía por él. En 1940 "Pa" se separa de su segunda mujer, Pauline Pfeiffer, y compra la finca Vigía, a once kilómetros de La Habana, en San Francisco de Paula, sobre la Carretera Central, cerca de Cotorro, un poco antes. Verdaderamente a cualquier escritor subdesarrollado se le caen las medias cuando ve aquella casa. Efectivamente, a primera vista aquella parece más bien la casa de un administrador norteamericano de algún central azucarero y de todas maneras es una muestra algo melancólica de la opulencia de un gran escritor norteamericano que cobraba 15.000 dólares por un simple artículo y percibió 125.000 por "Las nieves del Kilimanjaro". De cualquier forma nos queda el desvelado orgullo de nuestra inmensa y rebelde pobreza que en algún sentido ayuda a nuestra escritura pues nos mantiene junto al pueblo y nos aleja del privilegio. Hemingway alquiló aquella casa en 1939 y la compró al año siguiente. Creo que en esa casa podría escribir la "Divina Comedia" con los pies. La casa se conserva tal cual la dejó el "Viejo", como si se hubiese marchado una vez más de viaje y estuviese por regresar de un momento a otro. Hemingway escribía de pie y descalzo sobre un tablón adosado a la pared, cerca de la cama, que sostenía su Royal portátil y una pizarra de terciado para aguantar las hojas en las que anotaba a mano. Escribía por la mañana. Luego pileta, unos tragos, almuerzo y a La Habana, probablemente al Floridita donde seguía con los tragos y a veces escribía en el mostrador. Una vida miserable, como se ve. La que podría añorar Cabrera Infante o imitar el vacuo de Carlos Fuentes. Sobre una biblioteca hay una estatuilla de Martí, de yeso dorado, de las que mandó hacer Fidel para recompensar con ella a quienes donaron armas o dinero para los jóvenes patriotas que asaltaron el Moncada. De ahí se deduce que el "Viejo" contribuyó también. La estatuilla fue realizada por Fidalgo y lleva una leyenda que dice: "Para Cuba que sufre", extraída de la frase inicial de un discurso del Apóstol que completa rezaba así: "Para Cuba que sufre, mi primera palabra". Hemingway amaba a Cuba y creía en la Revolución. "Las gentes de honor creemos en la revolución cubana", declaró una vez. Dijo también, refiriéndose a Cuba: "Todo lo que tengo está aquí. Mis cuadros, mis libros, mi lugar de trabajo y mis buenos recuerdos".
 
Rodolfo Walsh (1927-1977). Periodista, dramaturgo y escritor argentino que permanece desaparecido desde el día siguiente de la publicación de su "Carta abierta de un escritor a la Junta Militar" en la que denunciaba con precisión las atrocidades cometidas por el gobierno dictatorial. Su obra recorre el género policial, periodístico y testimonial, con obras como "Operación Masacre", "El caso Satanowsky" y "Quién mató a Rosendo". También incursionó en la ficción, donde se destacan "Cuento para tahúres y otros relatos policiales", "Los oficios terrestres" y "Un kilo de oro". Para muchos, Walsh es el paradigmático producto de una tensión resuelta: la establecida entre el intelectual y la política, la ficción y el compromiso revolucionario.

EL COMÚN OFICIO DEL PERIODISMO
Rodolfo Walsh
 
Creo que en un cuento como "Esa mujer", en algún pasaje de "Operación masacre" es posible detectar una influencia, pero me resulta difícil decir si es una influencia directa o un reflejo del común oficio del periodismo. En todo caso es una influencia estilística. No creo en cambio haber sido influido por las ideas, ni por los sentimientos, ni por el proyecto de vida de Hemingway o de muchos de sus personajes, que no tienen nada que ver conmigo, y que son característicamente norteamericanos, y más precisamente de los "roaring twenties" (años locos). Esto no quiere decir que no haya leído algunos libros de Hemingway con placer e incluso con respeto por la maestría de un oficio. Pero nunca he sido un lector consecuente de Hemingway y ni siquiera he leído todos sus libros. Actualmente hay en mí un rechazo consciente, a nivel político, no de la persona de Hemingway, sino de la visión que tiene Hemingway del hombre como individuo ante todo, colocado en circunstancias excepcionales.
 
Eric Nepomuceno (1948). Escritor y periodista brasileño. Ha colaborado en los diarios "Jornal da Tarde" de Brasil, "La Opinión" y "Página/12" de Argentina, "El País" de España, y "Unomásuno" de México. También en las revistas "Veja" y "Nuestra América" de Brasil, "Crisis" de Argentina, "Triunfo" y "Cambio 16" de España, "South" de Inglaterra, y "Proceso" y "Nexus" de México. Publicó los libros de cuentos "Contradanza e outras histórias" (Contradanza y otras historias), "A palavra nunca" (La palabra nunca), "40 dólares e outras histórias" (40 dólares y otras historias), "Coisas do mundo" (Cosas del mundo), y "Quarta feira" (Miércoles); y los ensayos "Hemingway na Espanha" (Madrid no era una fiesta) y "Cuba: Anotaçóes sobre uma revoluçáo" (Cuba: notas sobre una revolución).

EL VIEJO Y SU FANTASMA
Eric Nepomuceno
 
Toda su vida estuvo dividida de manera no muy equilibrada entre el escritor cuya obsesión fundamental era escribir cada vez mejor, el hombre que, poco a poco, fue admitiendo que había sido un fanfarrón siempre que la ocasión se había presentado y aun cuando no había habido ocasión, el nombre preocupado por valores aislados como el honor, el coraje, la lealtad, la honestidad y, finalmente, el hombre empeñado en descubrir la mejor manera de vivir, la forma segura de resistir. Durante casi toda su vida tuvo la convicción de que, por sobre todo, era necesario resistir, y sólo fue desplazada en los últimos tiempos, cuando la angustiante idea de que ya era hora de terminar se hizo insoportable. Los desencuentros de quien, por un lado, trató de vencer el desafío constante que le hacían las luchas sucesivas del juego de vivir y, por otro, trató de alcanzar "la paz por separado", terminaron sumergiendo a Hemingway en una amarga guerra particular. A lo largo de una buena parte de sus sesenta y dos años, esos desencuentros le mostraron que mientras él buscaba y encontraba un millón de placeres, las circunstancias lo obligaban a entender, cada vez más, que la vida humana, incluyendo la suya, estaba salpicada de dolor. Y que lo que ante todo hay que resistir es ese juego. Trece años después de su muerte, la vida de este extraordinario escritor es una leyenda que sigue su curso paralelamente a sus relatos, entre los cuales se encuentran algunas pequeñas obras inmortales. La leyenda de un hombre al que le encantaba contar proezas, la del fanfarrón que se consideraba un amante irresistible y un campeón mundial en todo lo que hacía, aventajó y desplazó con holgura la verdadera imagen de Hemingway. El sostuvo siempre que el orgullo era un pecado mortal, si bien atentó repetidamente contra ese credo propio; su inmensa ambición, su espíritu competitivo que llegó hasta lo inconcebible, el ansia de ser insuperable en todo lo que intentaba y de reafirmar su supremacía, la necesidad desenfrenada de ser admirado y de exhibir su fuerza y superioridad, tenían, sin duda, un reverso. No fueron pocas las oportunidades en que el fanfarrón exhibicionista y egoísta dio pruebas de inmensa generosidad y gentileza. Lo cierto es que Hemingway fue una colección de contradicciones tremendas: el fanfarrón era, muchas veces, un hombre tímido y casi retraído; el grandulón insoportable y arrogante estallaba en lágrimas con frecuencia, y no me refiero aquí a sus últimos tiempos, cuando el proceso de desmoronamiento de su personalidad ya estaba avanzado. Hemingway supo ser generoso en sus juicios con la misma facilidad con que fue intransigente e irreductible; odiaba la literatura fácil y mediocre con la misma espontaneidad con que redactaba cuentos a pedido de revistas sofisticadas o intelectualizadas para ganarse la vida y cuyo único valor visible era su firma. Su versión y rechazo a las posturas intelectualizadas ocultaban a un lector ávido y dueño de una cultura nada insignificante. Como mentiroso jamás se hizo acreedor a otro calificativo que el de "romántico": las suyas eran mentiras bien construidas, muy propias de quien inventa temas y luego los narra para vivir y no encuentra que haya nada malo en trasladar esta conducta al trato diario. Sobre todo muy propias de alguien que, como él, fue un ser ávido de afecto, admiración y compañía. Y si alimentó uno de los pecados mortales de su credo -el orgullo-, lo hizo como si se tratara de una especie de demonio bienamado. Estaba fascinado con su virilidad, con su aguante para la bebida, con su prestigio, con su talento literario, con todo lo que escribía, con su autoconfianza, con sus hazañas en la caza y en la pesca, con el coraje de que daba pruebas a cada instante. Admitía tener miedo y exaltaba la necesidad de sobreponerse a él y refrenarlo. Su humor y sus estados de ánimo podían variar con la misma facilidad con que cambia la temperatura, y esas variaciones eran drásticas: caía en depresiones feroces o se volvía peligrosamente agresivo, para luego desbordar de alegría y exuberancia con una facilidad desconcertante. Era inmune a todas las modas e insistía en la idea de que un escritor tiene, ante todo, que ser un marginal, una especie de gitano, desprejuiciadamente rebelde. Cuidaba su conciencia como si fuera un objeto delicado y peligrosísimo. Detestaba la burocracia, los documentos, el papelerío, la propaganda y la retórica. Su posición política era el conjunto de todas las contradicciones de su personalidad. Tenía una especie de instinto que lo impulsaba a defender los derechos humanos a través de muchos actos generosos y colmados de coraje y de casi todo lo que escribió. Estimaba valores que temía ver perdidos en la humanidad, sobre todo, la honestidad y la verdad. Estuvo en cuatro guerras y, en tres de ellas -la de 1914, la de España y la de 1939/45- llegó a intervenir directamente. Vio todo de cerca y en España intentó algunas definiciones políticas. Por lo demás, trató tenazmente de sobreponerse a los horrores de la guerra mediante la búsqueda del coraje, la honestidad, el honor y la integridad del ser humano. Sin embargo, más de una vez, en la Segunda Guerra, su comportamiento rozó el ridículo. En España trató de evitar a toda costa que la imagen del país fuera confundida con el fascismo y el nazismo. Si bien en su novela "Por quién doblan las campanas" hizo una nueva defensa los derechos humanos, en sus declaraciones, en cambio, no se molestó en disimular su desinterés por la causa española una vez que comprendió que la estrategia militar de la República era errónea. Y cuando los comunistas norteamericanos iniciaron sus críticas contra las fallas ideológicas del libro, se limitó reaccionar como lo hacía siempre: respondió que era capaz de escribir mejor que cualquiera de ellos, amenazó trompear juntos a tres o más de sus críticos y emprendió una dura batalla verbal contra aquellos a quienes llamaba escritores políticamente comprometidos. En esa misma época, el vaivén eterno de sus contradicciones lo llevó a plantear su posición de manera adulta al decir que, para él, la misión primordial de un escritor era escribir. Nadie puede decir si los tiros de la mañana del 2 de julio de 1961 fueron el resultado de la búsqueda imposible de la "paz por separado" o de la acumulación de búsquedas, encuentros y desencuentros de una vida extraordinariamente intensa. Sea como fuere, el mundo al que él aspiraba se había mostrado inviable hacía mucho. Las nociones intuitivas de honor, honestidad, lealtad, coraje y justicia fueron transformándose, poco a poco, en blancos frágiles, en ideas traicionadas, y el mundo se mostraba, como siempre, cada vez menos propicio para buscar en él la paz individual, la paz por separado. Sus sueños -si existieron- difícilmente habrían resistido las verdades que, cada día con más fuerza, proclaman la imposibilidad de mantenerse ajeno. Y Hemingway fue, sin duda, un hombre que amó demasiado muchas cosas. Y que exigió muchísimo del mundo, de la vida y de los hombres. Por eso necesitó resistir a cualquier precio. Sea como fuere.