2º parte: El genial discípulo
En traducciones,
artículos, prólogos, conferencias y
reportajes, durante algo más de cinco décadas Borges no dejó de hacer referencia
a Franz Kafka. Allá por octubre de 1937 publicó en la revista “El Hogar” -una
publicación en la que, entre muchos otros, escribían autores prestigiosos como
Horacio Quiroga (1878-1937), Conrado Nalé Roxlo (1898-1971), Roberto Arlt (1900-1942)
y Manuel Mujica Lainez (1910-1984), y de la cual él estaba a cargo de la
sección “Libros y autores extranjeros”- un breve artículo titulado “Franz
Kafka”. En él afirmó: “‘América’, la más esperanzada de sus novelas, es acaso
la menos característica. Las otras dos -“El proceso” y “El castillo”- tienen un
mecanismo del todo igual al de las paradojas interminables del eléata Zenón. El
héroe de la primera, progresivamente abrumado por un insensato proceso, no
logra averiguar el delito de que lo acusan, ni siquiera enfrentarse con el
invisible tribunal que debe juzgarlo; éste, sin juicio previo, acaba por
hacerlo degollar. K., el héroe de la segunda, es un agrimensor llamado a un
castillo, que no logra jamás penetrar en él y que muere sin ser reconocido por
las autoridades que lo gobiernan. No me parece casual que ambas novelas falten
los capítulos intermedios: también en la paradoja de Zenón faltan los puntos
infinitos que deben recorrer Aquiles y la tortuga”. Cabe aclarar que “América”
fue el título que Max Brod escogió cuando la publicó en 1927, pero en 1912
cuando Kafka la escribió, la tituló “Der verschollene” (El desaparecido).
Con
respecto a la producción cuentística del escritor checo agregó: “De los cuentos
de Kafka entiendo que el más admirable es el titulado ‘La construcción de la
muralla china’. También ‘Chacales y árabes’, ‘Ante la ley’, ‘Un mensaje
imperial’, ‘Un ayunador’, ‘El pesar del padre de familia’, ‘El problema de las
leyes’, ‘Una vieja página’, ‘El buitre’, ‘El topo gigante’, ‘Investigaciones de
un perro’ y ‘La madriguera’”. A ellos agregaría tiempo después “Josefina la
cantora o el pueblo de los ratones”, “El escudo de la ciudad”, “Primera
tristeza”, “Prometeo” y “Una confusión cotidiana”. Vale aclarar que dos de esos
cuentos -“El ayunador” y “Una vieja página”- finalmente fueron publicados como
“Un artista del hambre” y “Un viejo manuscrito” respectivamente.
Puede
afirmarse que la relación que Borges tuvo con la literatura de Kafka fue tan
extensa como su vida. Él mismo contó que lo descubrió cuando tenía dieciséis
años y, estando en Suiza con sus padres, su hermana y su abuela materna, había
empezado a estudiar alemán leyendo poemas de Heinrich Heine (1797-1856), pero
que realmente pudo aprenderlo cuando descubrió los relatos de Kafka. Si bien,
ya anciano, Borges comentó que lo primero que leyó de él fue un libro llamado
“Once cuentos”, vale aclarar que Kafka nunca publicó un libro con ese nombre.
Lo que sí había publicado por entonces es “Betrachtung” (Contemplación), un
libro que contiene dieciocho cuentos. Es posible que el octogenario Borges se
confundiese con “Elf söhne” (Once hijos), uno de los cuentos que formó parte de
“Ein landarzt” (Un médico rural), una publicación que llevó a Max Brod a
afirmar en un artículo aparecido en la revista “März” el 15 de febrero de 1913:
“Puedo muy bien imaginarme a alguien en cuyas manos caiga este libro y cómo,
desde ese instante, cambia totalmente su vida, cómo se convierte en otra
persona distinta”.Como dato
curioso y llamativo de la consonancia entre ambos escritores puede mencionarse
que, mientras Kafka trabajaba en la compañía de seguros de accidentes laborales
Arbeiter Unfall Versicherungs Anstalt y comenzaba a padecer los primeros
síntomas de la tuberculosis que le causaría la muerte siete años después, en
una carta dirigida a su amiga, la escritora, periodista y traductora checa
Milena Jesenská (1896-1944), manifestó su interés por la Revolución Rusa tras
leer el artículo “Impressions of Bolshevik Russia” (Sobre la Rusia Bolchevique)
que el filósofo británico Bertrand Russell (1872-1970) había publicado en el periódico
“Prager Tagblatt”. Kafka le escribió a Milena: “El bolchevismo me ha causado
una gran impresión en mi cuerpo, mis nervios, mi sangre”. Lo que le parecía digno
de elogio en los revolucionarios rusos era su “compromiso radicalmente
internacionalista”.
En
consonancia con esto, luego de vivir en Ginebra y antes de regresar a Buenos
Aires tras la muerte de la abuela, la familia Borges se instaló en España,
primero en Barcelona y luego en Palma de Mallorca. También estuvieron un tiempo
en Sevilla y en Madrid. Allí el joven escritor publicó en la revista “Grecia”
su poema “Himno al mar”. De regreso a Mallorca, en las revistas “Ultra”, “Cervantes”,
“Hélices” y “Cosmópolis” aparecieron los poemas “Épica bolchevique”, “Trinchera”,
“Guardia roja”, “Rusia” e “Insomnio”, en los cuales, según sus propias palabras
muchos años más tarde, elogió “la Revolución Rusa, la hermandad de los hombres
y el pacifismo. En 1918, yo era partidario de la Revolución Rusa, pensaba en un
mundo sin fronteras, de paz, de justicia social”. Todos estos poemas pasaron a
formar parte de un libro llamado “Salmos rojos”, el que no publicó y cuyo manuscrito
destruyó antes de regresar a su país natal.
Ya en
Buenos Aires, comenzó a participar en las tertulias que el escritor, abogado y
filósofo Macedonio Fernández (1874-1952) organizaba en el café “La Perla”. Allí
concurrían el pintor y escultor Xul Solar (1887-1963), el filósofo e
historiador Raúl Scalabrini Ortiz (1898-1959), el poeta, novelista y dramaturgo
Leopoldo Marechal (1900-1970) y otros escritores, artistas plásticos y
pensadores reconocidos. En una de las reuniones, los tertulianos presentes
propusieron escribir una novela donde se hacía presidente de la República
Argentina a Macedonio Fernández para, de esa manera, abrirle el camino al
bolchevismo. Años después, recordando aquellas reuniones de los días sábado que
duraban desde las once de la noche hasta el amanecer del domingo, Borges diría
que el saber que iba a encontrarse con Macedonio en La Perla le volvía
soportable la más trivial de las semanas. “La certidumbre de que el sábado, en
una confitería del Once, oiríamos a Macedonio explicar qué ausencia o qué
ilusión es el yo, bastaba para justificar la semana”.Por esas
vueltas de la vida, en sus últimos tiempos, Kafka manifestó simpatías por el
anarquismo. En sus cartas y diarios aparecen numerosos testimonios acerca de su
hostilidad hacia los poderosos y de su solidaridad y compasión hacia los más
débiles. Por su parte Borges, admirador de las tradiciones culturales del
pueblo judío, fue uno de los primeros intelectuales argentinos en mostrar un
fuerte rechazo a las doctrinas del nazismo para, tres décadas más tarde, hacer comentarios
elogiosos a la dictadura militar que se instaló en 1976. Sin embargo, años
después hizo públicas sus críticas al autodenominado Proceso de Reorganización
Nacional y fue uno de los firmantes de la primera solicitada que la
organización Madres de Plaza de Mayo lanzó públicamente reclamando por sus familiares
desaparecidos.
Dejando de
lado estas subjetividades, lo cierto es que ambos escritores pasaron a la
posteridad gracias a sus trabajos literarios y no por sus ideas políticas. En
el caso de Kafka específicamente, es inevitable no atribuirle a Max Brod que
eso ocurriese. Los últimos años de la vida del escritor checo no fueron
fáciles. En medio de las penurias causadas por la Gran Guerra (la Primera
Guerra Mundial), su salud había empeorado desde mediados de agosto de 1917 cuando
se despertó en mitad de la noche vomitando sangre. El diagnóstico de
tuberculosis, una enfermedad bastante extendida por aquel entonces, lo llevó a
hacer, por consejo de sus médicos, curas de reposo en distintos balnearios. Travenmünde,
Lázně Libverda, Marianske Lazne fueron visitados por Kafka con la intención de
recuperarse.
Sin
embargo su salud empeoró paulatinamente. Después de la hemoptisis sufrió una
pulmonía y un ataque de tuberculosis de laringe, lo cual hizo que pasara gran
parte de 1921 y 1922 en sanatorios, Tatranské-Matliary y Wiener Wald entre
ellos. Aún tuvo tiempo, en julio de 1923, de pasar unas vacaciones en una
colonia judía en Müritz, a orillas del Báltico. Fue allí donde conoció a la actriz
polaca Dora Diamant (1898-1952), quien sería su compañera hasta el final de su
vida. Fue con ella que en el otoño de 1923 quemó algunos de sus cuadernos. Pero
antes, cuando creyó que ya no podría volver a levantarse de la cama, le escribió
a una carta a Brod.
“Querido
Max: Quizás esta vez no me recupere. Después de un mes de fiebre pulmonar, la
aparición de la neumonía es bastante probable, y ni siquiera escribir lo pueda
evitar, aunque la escritura tiene cierto poder. Para este caso, por lo tanto,
aquí está mi última voluntad respecto a todo lo escrito por mí: de lo que he
escrito tienen validez sólo los libros ‘El proceso’, ‘América’, ‘La
metamorfosis’, ‘En la colonia penitenciaria’, ‘Un médico rural’ y la historia
‘Un artista del hambre’. (De los pocos ejemplares de 'Contemplación' que deben
quedar, no quiero que nadie se moleste en destruirlos, pero no permito que se
los vuelva a imprimir). Cuando
digo que esos cinco libros y la narración son válidos, no quiero decir con esto
que tengo el deseo de que se reimpriman ni de que pasen a la posteridad; al
contrario, si desapareciesen por completo, se cumpliría mi verdadero deseo. No
voy a impedir a nadie, dado que ya están allí, que los conserve si así lo desea”.
Y agregó: “Por
otro lado, todo lo demás que he escrito (lo impreso en revistas, en manuscrito
o en cartas) en la medida en que se lo encuentre o que se le pueda pedir a los
destinatarios (conoces a la mayoría de ellos, sobre todo frau Felice M, frau
Julie de soltera Wohryzek y no olvides los cuadernos que tiene frau Milena
Pollak), todo esto sin excepción y preferiblemente sin leer (aunque no te prohíbo
a ti que le eches un vistazo; prefiero, sin embargo, que no lo hagas y, en cualquier caso, nadie más debe poder
verlos), todo esto tiene que ser quemado sin excepción. Lo mismo harás con
todos los escritos o dibujos que poseas o que tengan otros, a quien se los
pedirás en mi nombre o que se comprometan por lo menos a quemarlos ellos mismos.
Sin excepción todo esto ha de ser quemado y, te lo pido, si es posible hazlo
pronto. Tuyo, Franz Kafka”. Esta carta
no hace más que revelar su desaliento y su sensación de fracaso como escritor,
un narrador acomplejado que se consideraba a sí mismo un mal novelista y que lidiaba
con sus tormentos por las noches mientras escribía.
Aunque tal
vez por distintas razones, existen en la historia otras solicitudes como ésta.
Es el caso por ejemplo del poeta inglés Lord Byron (1788-1824), quien poco
antes de su muerte le pidió a su editor John Murray (1737-1793) que quemase sus
memorias, algo que éste hizo en su oficina un mes después del fallecimiento del
autor de “Don Juan”. Lo
mismo ocurrió con la poetisa estadounidense Emily Dickinson (1830-1886), quien
poco antes de morir le pidió a su hermana que su obra terminara en las brasas,
algo que ésta hizo con su correspondencia pero no con los miles de poemas que
Emily había escrito en cuadernos y hojas sueltas. Otro tanto hizo el escritor
ruso Vladímir Nabókov (1899-1977), quien le rogó a su esposa, la editora y
traductora Vera Nabókova (1902-1991), que por favor quemase los manuscritos de
su novela “Лауpa” (Laura), algo que ella no hizo.
Hubo otros
escritores que se encargaron ellos mismos de quemar alguna de sus obras. El escritor
ucraniano Nikolái Gógol (1809-1852) por ejemplo, diez días antes de morir,
agónico, quemó la segunda parte de “Miórtvyia dushi” (Almas muertas), y el
escritor soviético Mijaíl Bulgákov (1891-1940) quemó la primera versión de su
obra más conocida “Мастер
и Маргарита” (El maestro y Margarita). Y en Argentina, Julio Cortázar
(1914-1984), muy crítico con sus primeras obras, quemó sus dos primeras
novelas, una infantil titulada “Las nubes y el arquero” y otra llamada “Soliloquio”,
basada en una historia real protagonizada por él mismo sobre un profesor que se
enamora de una alumna. También quemó una serie de cuentos que se llamaban “La
otra orilla”, aunque algunos de ellos llegaron a publicarse. Por su parte Ernesto
Sábato (1911-2011) pensó quemar su novela “Sobre
héroes y tumbas”. No era la primera vez que el escritor argentino quemaba uno
de sus manuscritos, pero cuando su mujer se enteró de lo que pensaba hacer,
afortunadamente lo convenció para que no lo hiciera y la publicara.
En cuanto
a Borges, se sabe que tenía como hábito destruir todos sus manuscritos escritos
con una letra ilegible a causa de su miopía extrema. “El Aleph” es uno de los
pocos que se conservan del escritor que no sabía mecanografiar. Pero, más allá
de todas estas vicisitudes, fue gracias a Borges que, a mediados de la década
de los años ’30, poco a poco salió a la luz un Kafka prácticamente desconocido por
los lectores argentinos. Ello ocurrió gracias a sus notas y ensayos publicados en
los diarios “La Prensa” y “La Nación” y en la revista “El Hogar”, y más
adelante con sus prólogos y traducciones, trabajos todos ellos que tendrían
luego resonancia en varios países de América con la publicación de artículos
como “Franz Kafka: un mártir de la lucidez” de la filósofa
y ensayista española María Zambrano (1904-1991) e “Introducción a Kafka” del
poeta y ensayista argentino Rodolfo Modern (1922-2016) en las revistas portorriqueñas
“Asomante” y “La Torre” respectivamente.
Otro tanto
ocurrió en Cuba con el artículo “El secreto de Kafka” del escritor cubano
Virgilio Piñera
(1912-1979) aparecido en la revista “Orígenes”; en Perú con “Quién habla de
quemar a Kafka” del poeta surrealista y ensayista peruano Emilio Westphalen
(1911-2001) en la revista “Las Moradas”; en Chile con “El misterio de las
puertas en la literatura de Franz Kafka” del poeta y prosista salvadoreño Mario
Hernández Aguirre (1928-1986) en la revista “Atenea”; y en México con “Kafka”
del escritor y periodista español Ramón Gómez de la Serna (1888-1963) en
la “Revista de Occidente”. En la Argentina fue la revista “Sur” -fundada por la
escritora Victoria Ocampo (1890-1979)- la que jugó un rol importante en la
difusión de la obra kafkiana. En ella aparecieron, entre muchos otros, notables
ensayos como “En torno a Kafka” e “Introducción al mundo de Franz Kafka” de los
prestigiosos escritores Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964) y Eduardo Mallea (1903-1982)
respectivamente. Gracias a todos estos artículos Kafka se convirtió en un
personaje mítico, lúcido y profético.
En aquella
época Borges, quien ya había empezado a destacarse en las letras argentinas
gracias a sus poemarios “Fervor de Buenos Aires”, “Luna de enfrente” y
“Cuaderno San Martín”; sus ensayos “Inquisiciones”, “El tamaño de mi esperanza”
y “El idioma de los argentinos”, y su primera colección de cuentos “Historia
universal de la infamia”, opinó que esa recepción de Kafka, no sólo en él, sino
también en el conjunto de la literatura universal, se debió a la atemporalidad
de su obra, lo cual lo convirtió en un clásico de la literatura. Mucho de lo
que escribió desde entonces de alguna manera tenía la impronta de Kafka. No por
nada el filósofo y crítico literario franco-estadounidense George
Steiner (1929-2020) opinaría en el ensayo “Tigers in the mirror” (Tigres en el
espejo), publicado en la revista “The New Yorker” en 1970, que Borges era “un
genial discípulo de Kafka”.