6 de agosto de 2023

Jorge Luis Borges y Franz Kafka. ¿Afinidad, influjo, embeleso?

2º parte: El genial discípulo

En traducciones, artículos,  prólogos, conferencias y reportajes, durante algo más de cinco décadas Borges no dejó de hacer referencia a Franz Kafka. Allá por octubre de 1937 publicó en la revista “El Hogar” -una publicación en la que, entre muchos otros, escribían autores prestigiosos como Horacio Quiroga (1878-1937), Conrado Nalé Roxlo (1898-1971), Roberto Arlt (1900-1942) y Manuel Mujica Lainez (1910-1984), y de la cual él estaba a cargo de la sección “Libros y autores extranjeros”- un breve artículo titulado “Franz Kafka”. En él afirmó: “‘América’, la más esperanzada de sus novelas, es acaso la menos característica. Las otras dos -“El proceso” y “El castillo”- tienen un mecanismo del todo igual al de las paradojas interminables del eléata Zenón. El héroe de la primera, progresivamente abrumado por un insensato proceso, no logra averiguar el delito de que lo acusan, ni siquiera enfrentarse con el invisible tribunal que debe juzgarlo; éste, sin juicio previo, acaba por hacerlo degollar. K., el héroe de la segunda, es un agrimensor llamado a un castillo, que no logra jamás penetrar en él y que muere sin ser reconocido por las autoridades que lo gobiernan. No me parece casual que ambas novelas falten los capítulos intermedios: también en la paradoja de Zenón faltan los puntos infinitos que deben recorrer Aquiles y la tortuga”. Cabe aclarar que “América” fue el título que Max Brod escogió cuando la publicó en 1927, pero en 1912 cuando Kafka la escribió, la tituló “Der verschollene” (El desaparecido).
Con respecto a la producción cuentística del escritor checo agregó: “De los cuentos de Kafka entiendo que el más admirable es el titulado ‘La construcción de la muralla china’. También ‘Chacales y árabes’, ‘Ante la ley’, ‘Un mensaje imperial’, ‘Un ayunador’, ‘El pesar del padre de familia’, ‘El problema de las leyes’, ‘Una vieja página’, ‘El buitre’, ‘El topo gigante’, ‘Investigaciones de un perro’ y ‘La madriguera’”. A ellos agregaría tiempo después “Josefina la cantora o el pueblo de los ratones”, “El escudo de la ciudad”, “Primera tristeza”, “Prometeo” y “Una confusión cotidiana”. Vale aclarar que dos de esos cuentos -“El ayunador” y “Una vieja página”- finalmente fueron publicados como “Un artista del hambre” y “Un viejo manuscrito” respectivamente.


Puede afirmarse que la relación que Borges tuvo con la literatura de Kafka fue tan extensa como su vida. Él mismo contó que lo descubrió cuando tenía dieciséis años y, estando en Suiza con sus padres, su hermana y su abuela materna, había empezado a estudiar alemán leyendo poemas de Heinrich Heine (1797-1856), pero que realmente pudo aprenderlo cuando descubrió los relatos de Kafka. Si bien, ya anciano, Borges comentó que lo primero que leyó de él fue un libro llamado “Once cuentos”, vale aclarar que Kafka nunca publicó un libro con ese nombre. Lo que sí había publicado por entonces es “Betrachtung” (Contemplación), un libro que contiene dieciocho cuentos. Es posible que el octogenario Borges se confundiese con “Elf söhne” (Once hijos), uno de los cuentos que formó parte de “Ein landarzt” (Un médico rural), una publicación que llevó a Max Brod a afirmar en un artículo aparecido en la revista “März” el 15 de febrero de 1913: “Puedo muy bien imaginarme a alguien en cuyas manos caiga este libro y cómo, desde ese instante, cambia totalmente su vida, cómo se convierte en otra persona distinta”.
Como dato curioso y llamativo de la consonancia entre ambos escritores puede mencionarse que, mientras Kafka trabajaba en la compañía de seguros de accidentes laborales Arbeiter Unfall Versicherungs Anstalt y comenzaba a padecer los primeros síntomas de la tuberculosis que le causaría la muerte siete años después, en una carta dirigida a su amiga, la escritora, periodista y traductora checa Milena Jesenská (1896-1944), manifestó su interés por la Revolución Rusa tras leer el artículo “Impressions of Bolshevik Russia” (Sobre la Rusia Bolchevique) que el filósofo británico Bertrand Russell (1872-1970) había publicado en el periódico “Prager Tagblatt”. Kafka le escribió a Milena: “El bolchevismo me ha causado una gran impresión en mi cuerpo, mis nervios, mi sangre”. Lo que le parecía digno de elogio en los revolucionarios rusos era su “compromiso radicalmente internacionalista”.
En consonancia con esto, luego de vivir en Ginebra y antes de regresar a Buenos Aires tras la muerte de la abuela, la familia Borges se instaló en España, primero en Barcelona y luego en Palma de Mallorca. También estuvieron un tiempo en Sevilla y en Madrid. Allí el joven escritor publicó en la revista “Grecia” su poema “Himno al mar”. De regreso a Mallorca, en las revistas “Ultra”, “Cervantes”, “Hélices” y “Cosmópolis” aparecieron los poemas “Épica bolchevique”, “Trinchera”, “Guardia roja”, “Rusia” e “Insomnio”, en los cuales, según sus propias palabras muchos años más tarde, elogió “la Revolución Rusa, la hermandad de los hombres y el pacifismo. En 1918, yo era partidario de la Revolución Rusa, pensaba en un mundo sin fronteras, de paz, de justicia social”. Todos estos poemas pasaron a formar parte de un libro llamado “Salmos rojos”, el que no publicó y cuyo manuscrito destruyó antes de regresar a su país natal.


Ya en Buenos Aires, comenzó a participar en las tertulias que el escritor, abogado y filósofo Macedonio Fernández (1874-1952) organizaba en el café “La Perla”. Allí concurrían el pintor y escultor Xul Solar (1887-1963), el filósofo e historiador Raúl Scalabrini Ortiz (1898-1959), el poeta, novelista y dramaturgo Leopoldo Marechal (1900-1970) y otros escritores, artistas plásticos y pensadores reconocidos. En una de las reuniones, los tertulianos presentes propusieron escribir una novela donde se hacía presidente de la República Argentina a Macedonio Fernández para, de esa manera, abrirle el camino al bolchevismo. Años después, recordando aquellas reuniones de los días sábado que duraban desde las once de la noche hasta el amanecer del domingo, Borges diría que el saber que iba a encontrarse con Macedonio en La Perla le volvía soportable la más trivial de las semanas. “La certidumbre de que el sábado, en una confitería del Once, oiríamos a Macedonio explicar qué ausencia o qué ilusión es el yo, bastaba para justificar la semana”.
Por esas vueltas de la vida, en sus últimos tiempos, Kafka manifestó simpatías por el anarquismo. En sus cartas y diarios aparecen numerosos testimonios acerca de su hostilidad hacia los poderosos y de su solidaridad y compasión hacia los más débiles. Por su parte Borges, admirador de las tradiciones culturales del pueblo judío, fue uno de los primeros intelectuales argentinos en mostrar un fuerte rechazo a las doctrinas del nazismo para, tres décadas más tarde, hacer comentarios elogiosos a la dictadura militar que se instaló en 1976. Sin embargo, años después hizo públicas sus críticas al autodenominado Proceso de Reorganización Nacional y fue uno de los firmantes de la primera solicitada que la organización Madres de Plaza de Mayo lanzó públicamente reclamando por sus familiares desaparecidos.
Dejando de lado estas subjetividades, lo cierto es que ambos escritores pasaron a la posteridad gracias a sus trabajos literarios y no por sus ideas políticas. En el caso de Kafka específicamente, es inevitable no atribuirle a Max Brod que eso ocurriese. Los últimos años de la vida del escritor checo no fueron fáciles. En medio de las penurias causadas por la Gran Guerra (la Primera Guerra Mundial), su salud había empeorado desde mediados de agosto de 1917 cuando se despertó en mitad de la noche vomitando sangre. El diagnóstico de tuberculosis, una enfermedad bastante extendida por aquel entonces, lo llevó a hacer, por consejo de sus médicos, curas de reposo en distintos balnearios. Travenmünde, Lázně Libverda, Marianske Lazne fueron visitados por Kafka con la intención de recuperarse.
Sin embargo su salud empeoró paulatinamente. Después de la hemoptisis sufrió una pulmonía y un ataque de tuberculosis de laringe, lo cual hizo que pasara gran parte de 1921 y 1922 en sanatorios, Tatranské-Matliary y Wiener Wald entre ellos. Aún tuvo tiempo, en julio de 1923, de pasar unas vacaciones en una colonia judía en Müritz, a orillas del Báltico. Fue allí donde conoció a la actriz polaca Dora Diamant (1898-1952), quien sería su compañera hasta el final de su vida. Fue con ella que en el otoño de 1923 quemó algunos de sus cuadernos. Pero antes, cuando creyó que ya no podría volver a levantarse de la cama, le escribió a una carta a Brod.
“Querido Max: Quizás esta vez no me recupere. Después de un mes de fiebre pulmonar, la aparición de la neumonía es bastante probable, y ni siquiera escribir lo pueda evitar, aunque la escritura tiene cierto poder. Para este caso, por lo tanto, aquí está mi última voluntad respecto a todo lo escrito por mí: de lo que he escrito tienen validez sólo los libros ‘El proceso’, ‘América’, ‘La metamorfosis’, ‘En la colonia penitenciaria’, ‘Un médico rural’ y la historia ‘Un artista del hambre’. (De los pocos ejemplares de 'Contemplación' que deben quedar, no quiero que nadie se moleste en destruirlos, pero no permito que se los vuelva a imprimir). Cuando digo que esos cinco libros y la narración son válidos, no quiero decir con esto que tengo el deseo de que se reimpriman ni de que pasen a la posteridad; al contrario, si desapareciesen por completo, se cumpliría mi verdadero deseo. No voy a impedir a nadie, dado que ya están allí, que los conserve si así lo desea”.


Y agregó: “Por otro lado, todo lo demás que he escrito (lo impreso en revistas, en manuscrito o en cartas) en la medida en que se lo encuentre o que se le pueda pedir a los destinatarios (conoces a la mayoría de ellos, sobre todo frau Felice M, frau Julie de soltera Wohryzek y no olvides los cuadernos que tiene frau Milena Pollak), todo esto sin excepción y preferiblemente sin leer (aunque no te prohíbo a ti que le eches un vistazo; prefiero, sin embargo, que no lo hagas  y, en cualquier caso, nadie más debe poder verlos), todo esto tiene que ser quemado sin excepción. Lo mismo harás con todos los escritos o dibujos que poseas o que tengan otros, a quien se los pedirás en mi nombre o que se comprometan por lo menos a quemarlos ellos mismos. Sin excepción todo esto ha de ser quemado y, te lo pido, si es posible hazlo pronto.  Tuyo, Franz Kafka”. Esta carta no hace más que revelar su desaliento y su sensación de fracaso como escritor, un narrador acomplejado que se consideraba a sí mismo un mal novelista y que lidiaba con sus tormentos por las noches mientras escribía.
Aunque tal vez por distintas razones, existen en la historia otras solicitudes como ésta. Es el caso por ejemplo del poeta inglés Lord Byron (1788-1824), quien poco antes de su muerte le pidió a su editor John Murray (1737-1793) que quemase sus memorias, algo que éste hizo en su oficina un mes después del fallecimiento del autor de “Don Juan”. Lo mismo ocurrió con la poetisa estadounidense Emily Dickinson (1830-1886), quien poco antes de morir le pidió a su hermana que su obra terminara en las brasas, algo que ésta hizo con su correspondencia pero no con los miles de poemas que Emily había escrito en cuadernos y hojas sueltas. Otro tanto hizo el escritor ruso Vladímir Nabókov (1899-1977), quien le rogó a su esposa, la editora y traductora Vera Nabókova (1902-1991), que por favor quemase los manuscritos de su novela “Лауpa” (Laura), algo que ella no hizo.
Hubo otros escritores que se encargaron ellos mismos de quemar alguna de sus obras. El escritor ucraniano Nikolái Gógol (1809-1852) por ejemplo, diez días antes de morir, agónico, quemó la segunda parte de “Miórtvyia dushi” (Almas muertas), y el escritor soviético Mijaíl Bulgákov (1891-1940) quemó la primera versión de su obra más conocida “Мастер и Маргарита” (El maestro y Margarita). Y en Argentina, Julio Cortázar (1914-1984), muy crítico con sus primeras obras, quemó sus dos primeras novelas, una infantil titulada “Las nubes y el arquero” y otra llamada “Soliloquio”, basada en una historia real protagonizada por él mismo sobre un profesor que se enamora de una alumna. También quemó una serie de cuentos que se llamaban “La otra orilla”, aunque algunos de ellos llegaron a publicarse. Por su parte Ernesto Sábato (1911-2011) pensó quemar su novela “Sobre héroes y tumbas”. No era la primera vez que el escritor argentino quemaba uno de sus manuscritos, pero cuando su mujer se enteró de lo que pensaba hacer, afortunadamente lo convenció para que no lo hiciera y la publicara.
En cuanto a Borges, se sabe que tenía como hábito destruir todos sus manuscritos escritos con una letra ilegible a causa de su miopía extrema. “El Aleph” es uno de los pocos que se conservan del escritor que no sabía mecanografiar. Pero, más allá de todas estas vicisitudes, fue gracias a Borges que, a mediados de la década de los años ’30, poco a poco salió a la luz un Kafka prácticamente desconocido por los lectores argentinos. Ello ocurrió gracias a sus notas y ensayos publicados en los diarios “La Prensa” y “La Nación” y en la revista “El Hogar”, y más adelante con sus prólogos y traducciones, trabajos todos ellos que tendrían luego resonancia en varios países de América con la publicación de artículos como “Franz Kafka: un mártir de la lucidez” de la filósofa y ensayista española María Zambrano (1904-1991) e “Introducción a Kafka” del poeta y ensayista argentino Rodolfo Modern (1922-2016) en las revistas portorriqueñas “Asomante” y “La Torre” respectivamente.


Otro tanto ocurrió en Cuba con el artículo “El secreto de Kafka” del escritor cubano
Virgilio Piñera (1912-1979) aparecido en la revista “Orígenes”; en Perú con “Quién habla de quemar a Kafka” del poeta surrealista y ensayista peruano Emilio Westphalen (1911-2001) en la revista “Las Moradas”; en Chile con “El misterio de las puertas en la literatura de Franz Kafka” del poeta y prosista salvadoreño Mario Hernández Aguirre (1928-1986) en la revista “Atenea”; y en México con “Kafka” del escritor y periodista español Ramón Gómez de la Serna (1888-1963) en la “Revista de Occidente”. En la Argentina fue la revista “Sur” -fundada por la escritora Victoria Ocampo (1890-1979)- la que jugó un rol importante en la difusión de la obra kafkiana. En ella aparecieron, entre muchos otros, notables ensayos como “En torno a Kafka” e “Introducción al mundo de Franz Kafka” de los prestigiosos escritores Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964) y Eduardo Mallea (1903-1982) respectivamente. Gracias a todos estos artículos Kafka se convirtió en un personaje mítico, lúcido y profético.
En aquella época Borges, quien ya había empezado a destacarse en las letras argentinas gracias a sus poemarios “Fervor de Buenos Aires”, “Luna de enfrente” y “Cuaderno San Martín”; sus ensayos “Inquisiciones”, “El tamaño de mi esperanza” y “El idioma de los argentinos”, y su primera colección de cuentos “Historia universal de la infamia”, opinó que esa recepción de Kafka, no sólo en él, sino también en el conjunto de la literatura universal, se debió a la atemporalidad de su obra, lo cual lo convirtió en un clásico de la literatura. Mucho de lo que escribió desde entonces de alguna manera tenía la impronta de Kafka. No por nada el filósofo y crítico literario franco-estadounidense George Steiner (1929-2020) opinaría en el ensayo “Tigers in the mirror” (Tigres en el espejo), publicado en la revista “The New Yorker” en 1970, que Borges era “un genial discípulo de Kafka”.