12 de agosto de 2023

Jorge Luis Borges y Franz Kafka. ¿Afinidad, influjo, embeleso?

4º parte: Borges exégeta, prologuista y traductor

Kafka llevó una vida corta y atormentada en la que se veía incesantemente como un fracaso en las dos cosas que para él eran las más importantes: escribir y ser una persona independiente. Su médico, el húngaro Robert Klopstock (1899-1972), en una carta dirigida a la familia del autor describió los últimos días de su vida: “Su condición física en este momento y la situación de, literalmente, morir de inanición, eran verdaderamente horribles. Leer las pruebas de ‘Un artista del hambre’ debe haber sido no sólo una presión emocional tremenda, sino también una especie aplastante de encuentro espiritual con su propia conciencia, y cuando hubo terminado, las lágrimas estuvieron fluyendo durante mucho tiempo. Era la primera vez que lo veía expresar abiertamente sus emociones de esta manera. Kafka siempre había mostrado un autocontrol casi sobrehumano”.
En el nº 033 de la revista digital “Aperturas psicoanalíticas” publicada en 2009, el psicoanalista y escritor estadounidense Thomas Ogden (1946) escribió un artículo titulado “Kafka, Borges y la creación de conciencia” en el cual exploró los modos en que, tanto Kafka como Borges, lucharon por la creación de conciencia en sus vidas y en sus obras literarias. En el prólogo de dicho ensayo opinó: “Las historias de Kafka y Borges han alterado profundamente el modo en que la humanidad del siglo XX y principios del XXI piensa en sí misma. Sus historias han adquirido el poder de un mito. Kafka y Borges -cuya obra fue parte del pulso vital de la época en que vivieron- convirtieron aspectos de esos sueños en palabras y narrativas. Leer sus historias, novelas y poesía no influye simplemente en lo que el lector piensa; altera la mera estructura del pensamiento, el modo en que piensan los miembros de una cultura. Ese modo alterado de pensar, a su vez, permite a la cultura soñar nuevos sueños, es decir, crear nuevos mitos necesarios para contener los cambios psicológicos que la cultura está en proceso de hacer. Las historias de Kafka y Borges han generado nuevas palabras -kafkiano, borgiano- para nombrar cualidades concretas de la conciencia humana que residen principalmente en la matriz, el campo emocional de fondo, en oposición al contenido simbólico específico de la conciencia”.
Tal es la trascendencia que alcanzaron sus obras que los adjetivos kafkiano y borgiano aparecen en el Diccionario de la Real Academia Española junto a otros como dantesco, cervantino, shakespeariano, goethiano, brechtiano y cortazariano, por citar sólo algunos. Y si se habla de trascendencia, es imposible no mencionar los artículos y ensayos que Borges escribió sobre Kafka, los que influyeron notablemente en la difusión de las obras del autor checo. El primero de ellos fue el antes mencionado “Franz Kafka”, publicado en 1937 en la revista “El Hogar”. Al año siguiente, cuando la Editorial Losada en su colección “La Pajarita de Papel” publicó “La metamorfosis”, Borges además de la traducción se encargó del prólogo. Allí escribió: “Kafka nació en el barrio judío de la ciudad de Praga, en 1883. Era enfermizo y hosco: íntimamente no dejó nunca de menospreciarlo su padre y hasta 1922 lo tiranizó. De ese conflicto y de sus tenaces meditaciones sobre las misteriosas misericordias y las ilimitadas exigencias de la patria potestad, ha declarado él mismo que procede toda su obra. De su juventud sabemos dos cosas: un amor contrariado y el gusto de las novelas de viajes. Al egresar de la universidad, trabajó algún tiempo en una compañía de seguros. De esa tarea lo libró aciagamente la tuberculosis: con intervalos, Kafka pasó la segunda mitad de su vida en sanatorios del Tírol, de los Cárpatos y de los Erzgebirge. En 1913 publicó su libro inicial, ‘Consideración’, en 1915 el famoso relato ‘La metamorfosis’, en 1919 los catorce cuentos fantásticos o catorce lacónicas pesadillas que componen ‘Un médico rural’”.


“La opresión de la guerra está en esos libros: esa opresión cuya característica atroz es la simulación de felicidad y de valeroso fervor que impone a los hombres. Sitiados y vencidos, los Imperios Centrales capitularon en 1918. Sin embargo, el bloqueo no cesó y una de las víctimas fue Franz Kafka. Éste, en 1922, había hecho su hogar en Berlín con una muchacha de la secta de los Hasidim, o Piadosos, Dora Diamant. En el verano de 1924, agravado su mal por las privaciones de la guerra y de la posguerra, murió en un sanatorio cerca de Viena. Desoyendo la prohibición expresa del muerto, su amigo y albacea Max Brod publicó sus múltiples manuscritos. A esa inteligente desobediencia debemos el conocimiento cabal de una de las obras más singulares de nuestro siglo. Ya inmediata la muerte, Virgilio encomendó a sus amigos la destrucción de su inconclusa ‘Eneida’. Los amigos desobedecieron, lo mismo haría Max Brod. En ambos casos acataron la voluntad secreta del muerto. Si éste hubiera querido destruir su obra, lo habría hecho personalmente; encargó a otros que lo hicieran para desligarse de una responsabilidad, no para que ejecutaran su orden. Kafka, por otra parte, hubiera deseado escribir una obra venturosa y serena, no la uniforme serie de pesadillas que su sinceridad le dictó”.
“Dos ideas -mejor dicho, dos obsesiones- rigen la obra de Franz Kafka. La subordinación es la primera de las dos; el infinito, la segunda. En casi todas sus ficciones hay jerarquías y esas jerarquías son infinitas. Karl Rossmann, héroe de la primera de sus novelas, es un pobre muchacho alemán que se abre camino en un inextricable continente; al fin lo admiten en el Gran Teatro Natural de Oklahoma. Ese teatro infinito no es menos populoso que el mundo y prefigura al Paraíso. El héroe de la segunda novela, Josef K., progresivamente abrumado por un insensato proceso, no logra averiguar el delito de que lo acusan, ni siquiera enfrentarse con el invisible tribunal que debe juzgarlo; éste, sin juicio previo, acaba por hacerlo degollar. K., héroe de la tercera y última, es un agrimensor llamado a un castillo, que no logra jamás penetrar en él y que muere sin ser reconocido por las autoridades que lo gobiernan. El motivo de la infinita postergación rige también sus cuentos. Uno de ellos trata de un mensaje imperial que no llega nunca, debido a las personas que entorpecen el trayecto del mensajero; otro, de un hombre que muere sin haber conseguido visitar un pueblito próximo; otro -“Una confusión cotidiana”- de dos vecinos que no logran juntarse. En el más memorable de todos ellos -“La edificación de la muralla china”-, el infinito es múltiple: para detener el curso de ejércitos infinitamente lejanos, un emperador infinitamente remoto en el tiempo y en el espacio ordena que infinitas generaciones levanten infinitamente un muro infinito que dé la vuelta de su imperio infinito”.


“La crítica deplora que en las tres novelas de Kafka falten muchos capítulos intermedios, pero reconoce que esos capítulos no son imprescindibles. Yo tengo para mí que esa queja indica un desconocimiento esencial del arte de Kafka. El pathos de esas ‘inconclusas’ novelas nace precisamente del número infinito de obstáculos que detienen y vuelven a detener a sus héroes idénticos. Franz Kafka no las terminó porque lo primordial era que fuesen interminables. ¿Recordáis la primera y la más clara de las paradojas de Zenón? El movimiento es imposible, pues antes de llegar a B deberemos atravesar el punto intermedio C, pero antes de llegar a C, deberemos atravesar el punto intermedio D, pero antes de llegar a D... El griego no enumera todos los puntos; Franz Kafka no tiene por qué enumerar todas las vicisitudes. Bástenos comprender que son infinitas como el Infierno. En Alemania y fuera de Alemania se han esbozado interpretaciones teológicas de su obra. No son arbitrarias -sabemos que Kafka era devoto de Pascal y de Kierkegaard-, pero tampoco son muy útiles. El pleno goce de la obra de Kafka -como el de tantas otras- puede anteceder a toda interpretación y no depende de ellas”.
“La más indiscutible virtud de Kafka es la invención de situaciones intolerables. Para el grabado perdurable le bastan unos pocos renglones. Por ejemplo: ‘El animal arranca la fusta de manos de su dueño y se castiga hasta convertirse en el dueño y no comprende que no es más que una ilusión producida por un nuevo nudo en la fusta’. O si no: ‘En el templo irrumpen leopardos y se beben el vino de los cálices; esto acontece repetidamente; al cabo se prevé que acontecerá y se incorpora a la ceremonia del templo’. La elaboración, en Kafka, es menos admirable que la invención. Hombres, no hay más que uno en su obra: el ‘homo domesticus’, ganoso de un lugar, siquiera humildísimo, en un Orden cualquiera; en el universo, en un ministerio, en un asilo de lunáticos, en la cárcel. El argumento y el ambiente son lo esencial, no las evoluciones de la fábula ni la penetración psicológica. De ahí la primacía de sus cuentos sobre sus novelas; de ahí el derecho de afirmar que esta compilación de relatos nos da íntegramente la medida de tan singular escritor”.


Un poco más de medio siglo después, en 1991, Ediciones Orión lanzó una nueva tirada de “La metamorfosis”, y otra vez Borges se encargó del prólogo: “Habla un discípulo de Kafka -escribió-, un tardío discípulo de Kafka, pero que sigue sintiéndolo y agradeciendo lo mucho que él le ha dado y lo poco que él ha podido hacer con ese espléndido regalo de su obra. Quiero examinar aquí dos temas de Kafka, el ‘laberinto’ y la ‘empresa imposible’, pero antes quiero decir unas palabras sobre el modus operandi de Kafka, sobre lo que los escolásticos llamaron el ‘regressus in infinitum’ y que es un proceso intelectual bastante común tratándose de etiología o metafísica pero raro tratándose de literatura, y podríamos decir que fuera de algunos precursores, que de algún modo fueron inventados por él, fue inaugurado por Kafka. Y quiero recordar a mi amigo Carlos Mastronardi, el gran poeta de Entre Ríos, ¿por qué de Entre Ríos?, el gran poeta de la patria y del mundo. Yo recuerdo que él había iniciado la lectura de ‘El proceso’ y me dijo lacónicamente: ‘Franz Kafka, Zenón de Elea’. Y ahora se preguntarán ustedes qué es el ‘regressus in infinitum’, para mí una de las grandes innovaciones de Kafka: es un proceso lógico, conocido por los escolásticos”.
“Comenzaré por uno de los ejemplos más amenos de este método y tema de Kafka. El ‘regressus in infinitum’ puede ilustrarse, creo que del modo más vívido posible, mediante las paradojas de Zenón de Elea, que dijo que si creíamos en la realidad del tiempo como hecho de instantes y la del espacio como hecho de puntos, el transcurso del tiempo y el movimiento son imposibles, e ilustra esto mediante varias paradojas que fueron refutadas por Aristóteles y comentadas por toda la filosofía después, pero recordaré dos simplemente, ya que en ellas se ve claramente cuál es el modo de Kafka y me permite recordar a mi padre. Mi padre -yo tendría 9 o 10 años entonces-, en una casa por las orillas de Palermo, una noche después de comer me mostró el tablero de ajedrez y me dijo, señalándome las casillas: Vamos a poner a una persona que está en esta casilla -y me señaló la casilla de la torre, la de la izquierda y quiere ir a la casilla de la derecha. Pues bien, tendría que pasar antes por la casilla de la reina. Yo dije, naturalmente, que sí. Y él me dijo: Pero antes tendrá que pasar por la casilla del caballo. Yo afirmé nuevamente. Y él me dijo: Bueno, aquí tenemos 8 casillas, ya que se trata de 64 casillas, que forman el tablero. Supongamos un tablero más largo, con un número indefinido de casillas. Para llegar de la primera a la última habrá que pasar por todas las casillas intermedias. Dije que sí y él me dijo: Muy bien, pero entonces, antes de llegar a la meta habrá que pasar por la casilla del medio, antes por la del medio del medio, antes por la del medio del medio del medio y así sucesivamente, es decir, que no se llegará nunca de una casilla a otra. Y no mencionó el nombre de Zenón de Elea, no me dijo que estaba exponiendo la ilustre paradoja de la filosofía griega, porque mi padre era profesor de psicología y sabía que son más importantes los hechos que las fechas y los nombres de quienes los inventaron”.


“De modo que me dejó con esa perplejidad y luego de unas noches me preguntó si había oído la historia de la carrera de Aquiles y la tortuga. Dije que no, y me divirtió la idea de una carrera entre Aquiles, el de los pies ligeros, símbolo de rapidez, y la tortuga, la morosa tortuga, símbolo de lentitud, y dije que me gustaría oír eso. Bueno, dijo, una vez corrieron una carrera Aquiles y la tortuga. Aquiles le dio a la tortuga 100 metros de ventaja, lo cual es justo, dado lo moroso de la tortuga y lo lento de sus hábitos. Muy bien, Aquiles recorre los 100 metros mientras la tortuga recorre 1 metro. Me preguntó si la cuenta estaba bien sacada, él sabía que lo estaba y le dije que sí. Muy bien, me dijo, recorre ese metro en tanto que la tortuga recorre 1 centímetro. Yo dije que sí, si Aquiles corre cien veces más ligero que la tortuga. Desde luego, me dijo, Aquiles recorre entonces ese centímetro, y la tortuga mientras tanto ha recorrido un milímetro. Y así siguen, de modo que Aquiles nunca podrá alcanzar a la tortuga. Pues bien, esto ha sido discutido después por Poincaré, por Bergson, por Bertrand Russell, por Stuart Mill, antes por Aristóteles, antes quizás por todos los filósofos y es realmente un argumento serio contra el hecho de que si el tiempo se compone de instantes y el espacio está hecho de puntos, una cantidad cualquiera no puede agotarse”.
“Ese argumento lo aplicó William James. En sus ‘Elementos de psicología’ James dice: Vamos a suponer un cuarto de hora. Pero antes de que un cuarto de hora pase, tienen que pasar siete minutos y medio, pero antes tienen que pasar tres minutos y una fracción, y antes de que pase la fracción tiene que pasar otra, pero como el número de fracciones es infinito resulta que se saca como consecuencia que no puede pasar nunca un cuarto de hora. Pero curiosamente, cuando Zenón de Elea formulaba esas paradojas en Grecia cinco siglos antes de la era cristiana, un pensador chino, Lie Tsu la formulaba en China bajo la forma de una leyenda, una forma que hubiera complacido más a Kafka. Lie Tsu habla del cetro de los reyes de Liang y supone que ese cetro es heredado por cada sucesor de la dinastía. Cada uno tiene que cortar la mitad del cetro, que no es excesivamente largo, pero como nunca se llegará a la mitad de la mitad de la mitad de algo la dinastía es infinita, es decir, exactamente el mismo procedimiento de Aquiles y la tortuga y de aquella otra del tablero, que muestra la imposibilidad de que un móvil llegue a la meta. Ahora bien, ese procedimiento que se llama ‘regressus in infinitum’ fue aplicado para refutar pensamientos, muchas veces lógicamente, pero Kafka fue el primero, o uno de los primeros, que lo aplicó a la literatura”.